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Maradona y Colombia: encuentros, emociones y necesarias polémicas

La muerte del ídolo argentino abrió una Caja de Pandora repleta de anécdotas, recuerdos y también cuestionamientos por el machismo que caracterizó su vida. Algunas de esas emociones pasan por Colombia. Un sentido relato de Pablo Solana, redactor de esta revista.

Maradona estuvo por última vez en Colombia para jugar el “partido por la Paz” en agosto de 2015. La Agencia de Noticias Colombia Informa consiguió acreditaciones para la rueda de prensa previa al partido y allí estuvimos. Conseguí estar a dos metros de Diego y no me aguanté la emoción: llamé a Facundo, mi hijo adolescente tan futbolero como yo, que estaba en Argentina; probé una videollamada para que viera qué cerquita estaba de él. Yo no había ido especialmente motivado, hace años que estaba enfriado del fútbol y de la pasión que supimos conseguir, Diego inclusive, o al menos eso creía. Pero apenas lo vi, al sentirlo cerca, me sorprendió una excitación infantil. Algo parecido a lo del día de su muerte: ¿quién hubiera dicho que los argentinos nos íbamos a conmocionar tanto, hasta las lágrimas, a cada rato, aún sin poderlo superar?

Aquel fue un momento maradoniano en el sentido contradictorio del término: la emoción desbordante por los recuerdos infinitos, y después la tristeza, la caída brusca a tierra: el Diego estaba trabado, no lograba hablar de corrido: “eeeeehhhhh, ahhhhhh, esssteeeeee” y así, ido, forzado. No le conté mucho de eso a mi hijo en aquel momento. Me guardé esa imagen penosa de Diego con la misma tristeza profunda con la que se acompaña a un amigo que está en la mala, con la indulgencia con la que a veces me conduelo de mí mismo, porque ¿quién puede tirar la primera piedra, quién puede juzgar? Yo, seguro que no.

En Colombia los medios instaron desde siempre un sentido común anti-Maradona, pero más por lo bueno que por lo otro: combaten el atrevimiento, el desacato, la dignidad rebelde del de abajo que se le para de manos a los poderosos. Sin ir más lejos, recuerdo aquel acto por la Paz: el Diego con la gorrita del Che junto a Piedad Córdoba, junto a Gustavo Petro, figuras repudiadas por las élites del poder. En Colombia no vivenciaron el lado luminoso del astro, seguramente no les mueve tanto el gol a los ingleses (los dos, el de la máxima virtud y el de la pícara trampa, ¿o no somos eso, después de todo? ¿o, aunque sea irracional –como la emoción que nos embarga desde la noticia de su muerte– no sobrevuela en ese partido la reivindicación por las Islas Malvinas, y quién no quisiera recuperarlas aunque sea con un poco de trampa ante los infames “piratas”?); en Colombia seguramente no conozcan sus arengas en defensa de los maestros y los pensionados, o sus últimas intervenciones reclamando que los ricos paguen más impuestos (“paguemos”, dijo, y publicó una foto de la casa de su infancia en Villa Fiorito, reafirmando que nunca dejó de ser el “Pelusa” que pasó hambre en el barrio pobre); allá no conocen tanto de eso, entre tantas otras miles de cosas por las que los argentinos lo queremos sin más. Entonces, la campaña sucia gana fácil, el desprestigio cunde, o al menos confunde.

Me escribe una compañera desde Colombia: “Una vez me permitiste mirar a Maradona de otra manera. Más allá de él, e incluso sobre él. Ese día en esa tienda sacudiste mi bobada de creerme impoluta y jueza de la moral”. No recuerdo mucho aquella charla, pero se ve que, en los bares, entre cervezas y risas, he sabido defenderlo. Me gusta esa reflexión: Diego nos invita, nos fuerza, nos obliga, a bajarnos del pedestal de la moral.

Eso no implica negar sus actos despreciables, en particular sus conocidas actitudes violentas con sus últimas parejas, el destrato con algunos de sus hijos sembrados por ahí; no implica esconder esa foto en la que se lo ve en una fiesta sexual con dos jovencitas, presuntamente menores. Una detallada e informada reflexión al respecto puede consultarse aquí. ¿Se puede ser implacables con esos señalamientos, sin negar otras emociones valorativas? Se debe. Ahí está Maradona ahora, sacudiendo debates en el movimiento feminista. Maradona será, siempre, para la pulcritud y los dogmas, una necesaria incomodidad.

Hay, en cambio, una anécdota del Diego que siempre tuve a mano como un As en la manga que me permitió zafar de la encerrona más tradicional en las charlas de fútbol allá: el 5-0 de las eliminatorias previas al mundial del 94. En la chicana, aun cuando es en plan de chanza, subyace una crítica –justa– a la soberbia y la pedantería argentina –porteña, deberíamos decir– por la cual nos ganamos resentimientos allende las fronteras. Entonces aprovecho la anécdota, reconozco la derrota y la virtud del seleccionado vencedor, y busco a Maradona en aquella tribuna del Estadio Monumental. Veo al Diego que se pone de pie, ante el quinto gol del Tren Valencia, y aplaude. Asiente con la cabeza y aplaude a la selección colombiana que –hechos del folclore futbolero– había sido recibida con insultos por los hinchas argentinos antes de empezar. “No somos tan jodidos, che, miren, el Diego los aplaudió de pie” solía repetir para salir de la burla inevitable.

Aún el más ganador de nuestra historia supo aplaudir desde la derrota, él sobresaliendo entre la multitud de compatriotas furiosos. Demostró que, en el juego, hay que saber reconocer al vencedor (y de nuevo la intuición popular que el Diego proyectó con dignidad, en ocasiones intuición anti-oligárquica, antiimperialista, con tanta claridad: cuando el adversario fue Italia y la parcialidad del Norte, que tanto lo odió por reivindicar al postergado sur cuando estuvo en Nápoles, silbó e insultó el himno argentino en el Mundial del 90, la identificación nuestra fue con su respuesta ante cámaras, el nítido “hijos de puta, hijos de puta” en defensa de nuestro pueblo agredido; pero, cuando el adversario fue una digna selección latinoamericana que nos pegó un baile fantástico en el terreno de juego, la respuesta de Maradona fue el reconocimiento, el aplauso de pie.

Esa fue la gambeta más linda que me brindó el Diego durante mis años en Colombia. A través de él pude, en aquellas entrañables diatribas de borracheras de cantinas, decirle a mis amigos y amigas que, igual que el Diego, así de tanto lxs respetamos y queremos. Los argentinos seremos pretenciosos y algo altaneros, pero, aun así, somos un poco de ese aplauso maradoniano, de pie, de reconocimiento sincero.