Romper el espejo: Marx y la superación del valor
Acabar con el capitalismo requiere de algo más que buenas intenciones. Hoy, más que nunca, necesitamos ir a las vísceras de nuestras sociedades y preguntarnos por el enigma de la mercancía, por la naturaleza del valor y por una política anticapitalista coherente, radical y eficaz.
En alguna parte, Michael Heinrich escribe que el “trabajo abstracto es una relación de validez constituida en el cambio”, pero podemos ir más allá. Si el trabajo abstracto es una relación de validez social que se constituye en el intercambio, entonces el intercambio es el momento en el que se valida. El valor, cuya sustancia es el trabajo abstracto, es igualmente (o aun más) una relación de validez social. El intercambio generalizado de mercancías es un régimen particular de validez social.
Sin embargo, hay algo claramente defectuoso o perverso en cómo funciona este régimen. Propongo llamar a su efecto principal el (mal)reconocimiento. Este término quiere captar la manera en la que el valor realmente funciona como un tipo de espejo de nuestra actividad productiva (damos y recibimos validez social, llegamos a entendernos a nosotros mismos a través de él), pero uno que al mismo tiempo es distorsionador, insuficiente, y engañoso. (La palabra “misrecognition” en inglés típicamente hace referencia a algo meramente malo; aquí quiero resaltar su doble aspecto).
El valor = (mal)reconocimiento sirve como un resumen muy conciso de la descripción del capitalismo que hace Marx en El capital. Lo que él quiere resaltar es que no siempre fue así. Bajo modos de producción anteriores, los seres humanos producían valores de uso. Fueron capaces de reconocer su obra y su voluntad en los productos de su trabajo. Y este trabajo fue validado socialmente o por sus amos, quienes lo aceptaban como parte de sus obligaciones con ellos, o por alguien más cercano, como un familiar. Incluso la ingratitud de un hijo resalta el significado y singularidad del trabajo (como precisamente aquello que el hijo no reconoce).
La transición a la producción capitalista puede entenderse como un proceso de alienación (los trabajadores cesan de reconocerse en sus productos), o como el comienzo de una explotación específicamente capitalista (el trabajo se somete a un fin ajeno, la acumulación de plusvalor). En cualquier caso, el acceso a la validez social llega a ser mediado por el intercambio de mercancías a través del dinero, un Caronte caprichoso.
Bajo el capitalismo, la validez social nos llega como un cheque de pago. Uno lo mira y piensa: “Sí, ese número corresponde al número de horas que trabajé, pero…”. La mediación del mercado limita el ancho de banda de la validez social. Uno ve su trabajo reflejado en un espejo nublado, oscurecido. El valor, como el trabajo abstracto, es unidimensional. Esto lo hace idóneo para la optimización. El jefe ignora todo lo que nos hace únicos y solo nos toma en cuenta como bienes que le proporcionan x valor neto por mes.
La producción generalizada de mercancías —es decir, la coordinación de productores independientes por medio de precios— implica el constante (mal)reconocimiento tanto para los trabajadores como para los capitalistas.
Cada empresa en una sociedad capitalista es como Gollum, la criatura del Señor de los Anillos cuyo único deseo es poseer su “precioso”: la ganancia. Atesora información celosamente (¡Gollum!). No busca sino su propia ventaja (¡Gollum!), codicioso, paranoico, y obsesionado (¡Gollum!). Como trabajador, no tengo otra opción que alistarme en las filas de alguna empresa de estas características si quiero validez social. Esto implica asumir su obsesión con la ganancia como la mía, y verme a través de sus ojos verdes como lámparas, sobre el eje singular del trabajo abstracto. Mis esfuerzos desaparecen en aquellos de la colectividad, cuyo único principio unificador es la pulsión abstracta de acumular. Y por supuesto, el capitalista (¡Gollum!) confunde esos esfuerzos con los suyos (“mi regalo de cumpleaños”).
¿Cómo se ve la muerte de la producción de mercancías, y por tanto del valor? Hans-Georg Backhaus enfatiza la explicación de Marx en los Grundrisse alrededor del intercambio de mercancías por el hecho de “que esas personas privadas e independientes [los productores] estén a la vez en una interconexión social”. Asumamos que el comunismo no anuncia el final de la interconexión social. Entonces el final del intercambio de mercancías debe significar el final de las personas privadas e independientes las unas de las otras. La independencia y la privacidad en la producción y el intercambio de productos son condiciones necesarias para la “Gollumdad”.
En términos concretos, ¿qué es lo que reemplaza esta independencia y privacidad? Es tentador contestar, de manera simplista: la interdependencia y la transparencia. Aquí el problema de la transición se hace sentir. No importa mucho qué tan bien yo pueda describir el fin último, una economía totalmente desmercantilizada. ¿Qué puede decirse del proceso de volverse interdependiente, o volverse transparente? ¿Cómo pasa el (mal)reconocimiento a ser reconocimiento?
Si me hallo socialmente validado por otros, es porque estoy insertado en una especie de red. Si esta red no se basa en las mercancías, es directa, interpersonal. El status quo de feudos pequeños no puede ser superado a menos que estos vínculos directos trasciendan las divisiones entre empresas. Idealmente, deberían introducir un adulterante en la toma de decisiones empresariales: alguna noción del bien común. ¿Pero cómo se puede garantizar esto? ¿Qué tipo de información fluye a través de estas conexiones directas, y cual es su naturaleza?
Es costumbre asumir que el bien común no puede ser deducido por ningún rey-filósofo, sino que debe expresarse democráticamente, a través de un proceso de deliberación en el cual todas las partes interesadas están representadas. Esto nos permite distinguir entre dos tipos de conexiones: aquellas que están subordinadas a la democracia, y aquellas que no lo están. Si nos interesa promover la expansión de los vínculos del primer tipo, tenemos que depender de los vínculos mismos para lograrlo. Deben ser, por lo tanto, conductos de la autoridad democrática.
Pero tal vez esto es poner demasiada responsabilidad en nuestros dobles agentes. Deshacer la ley del valor requiere que las empresas hagan cosas que no sean rentables pero sí promuevan el bien común. ¡Qué tan fácil sería desprivatizar la toma de decisiones empresariales si tuviéramos algo de control sobre los precios! Siempre que el mercado siga jugando un papel en la validez social, cualquier esquema de validez nueva que esté tratando de imponerse tendrá que llegar a un acuerdo con el barquero. Idealmente lo intimidará, pero donde no pueda, tendrá la opción del soborno.
La manera más segura de socavar la independencia de las empresas consiste en obtener una posición tan dominante en la economía que todas las empresas dependan de ti. La transparencia es la consecuencia directa; simplemente exige auditorías cada vez más estrictas de cualquiera que busque hacer negocios contigo. La independencia y la privacidad de la empresa se erosionan desde adentro (por nuestros dobles agentes) y desde afuera (en la medida en la que las empresas se vuelven como ganado). Abolir el intercambio de mercancías implica el reemplazo de la validez social mediada por las mercancías con un régimen de validez social directa que disuelve la integridad de las empresas, así como un organismo fúngico se propaga de un árbol a otro.
Es lindo el retrato, pero ¿no es muy gradual? Lo sería, si no fuera por un hecho: nada de lo anterior puede lograrse mientras el Estado sea capitalista. La violencia es decisiva en mantener la posición privilegiada del mercado como mediador supremo de la validez social. El aspecto más importante de esta violencia es su efecto profiláctico, su vida invisible, pero también se aplica esporádica y espectacularmente para restaurar las condiciones de la reproducción capitalista.
La abolición del valor, entonces, depende de una fuerza social abrumadora que sea capaz de establecer los términos de la (re)producción. Así, y solo así, pueden la independencia y la privacidad de las empresas —la base material del (mal)reconocimiento generalizado— ser cuestionadas y finalmente reemplazadas. La contienda del poder político tiene que decidirse a favor del socialismo. Igualarnos a esta tarea es, por lo tanto, el primer paso en el camino hacia el reconocimiento social genuino, es decir, el comunismo.