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¿Una lengua “propia” para la Patria Grande? El sueño de Bolívar que se alentó desde Bogotá

Poco antes del Congreso Anfictiónico de Panamá y a tono con las ideas del Libertador, en Bogotá se propuso crear la Academia de la Lengua Americana, una entidad de alcance regional que debía regular el uso del español en nuestro continente. Una historia poco conocida que rescata en estas líneas la doctora en linguística Daniela Lauria.

Materiales para una antología sobre la “lengua americana”. La propuesta de creación de una academia de la lengua (Bogotá, 1825)

Poco tiempo después de la derrota definitiva de las tropas realistas en la Batalla de Ayacucho (actual Perú) en diciembre de 1824, Simón Bolívar convocó a una serie de representantes de las nacientes regiones emancipadas para la realización del Congreso Anfictiónico de Panamá, que se desarrollaría en la zona del istmo entre junio y julio de 1826 y que constituiría el germen de una futura confederación de estados americanos.

Este programa de unificación continental había sido imaginado unos años antes, en 1815, por el mismo Bolívar en su famosa “Carta de Jamaica”, texto cargado de una retórica utopista que ofrece las primeras claves para la formación de un bloque de integración política sustentado en la idea de que América es una (gran) nación, con una lengua común y que, por ende, debe tener un solo gobierno que aúne la “Patria Grande”[1]:

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!

El proyecto integracionista de Bolívar pudo concretarse una vez que cayó el régimen político colonial a manos de las revoluciones independentistas, que construyeron oportunamente nuevas unidades políticas sobre la base de la organización de estados nacionales con vocación republicana, en la mayoría de ellos.

El Congreso se desarrolló en la fecha prevista con la presencia de delegados de varios países (Gran Colombia, México, Perú y la República Federal de Centro América). Bolivia, Chile, Paraguay y el Río de la Plata no enviaron, por distintos motivos, a sus representantes. Si bien Brasil era una monarquía, fue igualmente invitado, pero no asistió. Los diplomáticos de los Estados Unidos (que fueron invitados por Francisco de Paula Santander, así como por los gobiernos de México y Centroamérica pese a la negativa explícita de Bolívar), por su parte, no llegaron a tiempo al encuentro.

La premisa que operaba como punto de partida residía en el reconocimiento de la existencia de una unidad continental natural, que suponía que América era una nación que había estado fragmentada durante varios siglos, y que había llegado el momento en que debía reagruparse política y culturalmente.

En la convención, se discutió la implementación de la política exterior esbozada por los Estados Unidos, conocida como la Doctrina Monroe cuyo lema era “América para los americanos”, ya que se decidió denunciar toda amenaza o intervención militar o económica de España, que, además, debía ser obligada a reconocer a las nuevas repúblicas[2]. Varios días de deliberación terminaron con la firma de un acuerdo para tomar medidas conjuntas en los ámbitos económico, jurídico, militar, territorial y de relaciones exteriores. El tratado, empero, no prosperó debido al conflicto de intereses que se suscitó entre distintos miembros sobre asuntos comerciales y de demarcación de fronteras. De esta manera, el sueño bolivariano de crear una confederación de estados fracasó en su primer intento[3].

En el marco de esa coyuntura de vertiginosas transformaciones políticas, sociales, económicas y demográficas que siguió a la etapa de las luchas por la independencia, se generó, además, entre ciertos sectores de la élite criolla, una enorme preocupación en torno al futuro de la cultura en general y de la lengua común en particular puesto que se habían roto los vínculos con España y sus instituciones. En especial, la inquietud respecto de una posible disgregación de la lengua como efecto de la disolución del imperio trasatlántico implicó la aparición de un temprano gesto glotopolítico[4] de escala continental a favor de la unidad idiomática en América en diciembre de 1825 [5].

El periódico La Miscelánea de Bogotá, cuyo primer número vio la luz el 18 de septiembre de 1825, fue una iniciativa de un grupo de jóvenes que en el período siguiente formarían el plantel de gobernantes conservadores de lo que hoy es Colombia. Rufino Cuervo (padre), Alejandro Vélez, José Ángel Lastra, entre otros fueron los redactores de un gran número de artículos. En lo que concierne a la cuestión de la lengua española en América, en el lapso de menos de sesenta días se difundieron dos escritos que versaron sobre la materia. El primero, del mes de octubre, tenía como misión preparar el terreno para la aparición del segundo de carácter programático ya que trazaba las líneas de acción precisas para actuar en el espacio público del lenguaje. Así pues, la argumentación que se esgrimía en la nota inaugural giraba en torno al hecho de que lo más importante que habían recibido los americanos del ya antiguo centro ultramarino eran la lengua y la literatura. Estos dos aspectos heredados significaban, según el razonamiento, útiles retribuciones a cambio de los tesoros entregados y la sumisión brindada a los conquistadores. De ahí que, en el nuevo escenario político americano, la lengua común debía ser conservada como condición de inteligibilidad recíproca entre los nuevos estados en formación.

El segundo texto, divulgado dos meses después, formuló las bases de un proyecto cultural y lingüístico que complementaría la independencia política, la nueva organización social, la nueva forma jurídica y el nuevo modelo económico[6]. Las flamantes divisiones administrativas que provocaron los movimientos independentistas no debían poner en riesgo la unidad de la lengua. En consecuencia, era necesaria la intervención en el terreno idiomático.

El planteo comienza oponiéndose a la idea de que no es posible actuar sobre la lengua por parte de ningún poder porque se trata de una institución social libre, no proclive al control. En ese sentido, la línea de reflexión del texto asume que no solo se puede arbitrar el orden lingüístico sujetando la lengua a una autoridad pública, sino que los gobiernos deben ocuparse políticamente de las lenguas a través de la sanción de documentos legales que las regulan. Se validan los argumentos a través del despliegue de analogías y ejemplos históricos que así lo demuestran tal como la situación lingüística del latín durante el apogeo del Imperio Romano y luego de su caída:

Si la razón nos persuade que los gobiernos tienen un interés y es su deber ocuparse del idioma de los pueblos que les están sometidos, la historia nos enseña que él ha entrado siempre en los cálculos políticos de los conductores de las naciones. Su lengua fue uno de los medios de que se valieron los Romanos para incorporar y confundir en su gran República los pueblos más remotos, que sojuzgaban por la fuerza de sus armas; y así vemos que cuando la enorme masa de aquel imperio mostruoso [sic] cayó dispersa en la vasta extensión del mundo antiguo, cada nación al recuperar su independencia primitiva, se apresuró a formar y establecer su idioma propio. Consideraban aquellos diversos pueblos que una lengua nacional les era necesaria, y aun nos trasmite la historia las épocas y ordenanzas en que se prescribió en algunos de ellos el uso público de una lengua diferente de la latina.

Se explica, a continuación, que los países civilizados (se refiere a los europeos) cuentan con academias integradas por hombres “ilustres e ilustrados” que prescriben las reglas que dirigen el empleo de la lengua nacional con el fin de conservar su pureza. Si bien se admite que hay una tendencia natural e inevitable al cambio lingüístico debido al uso, se recomienda no descuidar el apego a las normas, puesto que, si no se vigila su acatamiento, hay serias posibilidades de que se produzca la tan temida fragmentación lingüística como ocurrió, en la época moderna, con el portugués y el inglés:

Entre nosotros, si no procuramos desde ahora precavernos de aquel mal, de aquí a medio siglo será muy difícil en Colombia entender los periódicos de Buenos Aires, y de aquí a uno será necesario hacer traducciones de las gacetas de Méjico. Será también preciso procurarse buenas versiones de los tratados que celebramos con los demás estados para entenderlos; y los enviados necesitarán de intérpretes para ser presentados al gobierno. Qué hermoso sería por otra parte, presentar al mundo, en la continuación de los siglos, el grandioso espectáculo de siete naciones amigas, profesando unos mismos principios de política, y ligadas con el vínculo fraternal de una lengua común. ¡Qué relaciones tan íntimas y tan continuas! ¡Qué prodigiosa circulación de luces y de saber! ¡Qué suma tan inmensa de auxilios y de descubrimientos, de principios y de garantías, podrían comunicarse estos diversos pueblos a favor de la unidad del lenguaje!

En definitiva, con el objetivo de lograr (man)tener relaciones fluidas y permitir la circulación de saberes entre los nuevos estados, es imprescindible, de acuerdo con la argumentación expuesta, fundar en América una academia de la lengua:

Siendo pues innegables las inmensas ventajas que resultarían de la perpetual uniformidad de lenguaje en todos los nuevos estados de América; siendo su diversidad un obstáculo permanentes para sus relaciones recíprocas, y por consecuencia, para su felicidad; y debiendo por tanto los gobiernos, para llenar en toda su plenitud el objeto de su misión, tomar consideración tan grave negocio: creemos que deben hacer entrar la federación literaria como una de las estipulaciones solemnes que van a celebrarse en el Istmo. Nos parece que aquel grande acto de que no hay seguramente ejemplo en la historia, podría verificarse formando una academia que podría llamarse, la Academia de la lengua Americana (…)

La dimensión fuertemente programática del artículo se centra, así, en un llamado a las autoridades con el fin de incluir en la agenda del Congreso de Panamá la creación de una federación literaria que se denominaría Academia de la Lengua Americana. Esta corporación, cuya misión primordial se enfocaría en conservar y perfeccionar la “lengua común”, sería la única autoridad en la región. Las características operativas de la propuesta consistían en que cada país enviara cuatro representantes a la potencial sede de la entidad que por razones de ubicación, geografía y clima se sugería que estuviera situada en Quito. Asimismo, se requería como recurso indispensable una imprenta y el esfuerzo económico de los países para que los académicos cobraran una renta por su labor, que debería abordar la confección de los tres instrumentos lingüísticos normativos canónicos: un diccionario monolingüe, una gramática y una ortografía.

Pese a que la propuesta no fue incorporada a la lista de temas de debate en el Congreso, su difusión constituye un acontecimiento glotopolítico singular que merece atención. El proyecto de creación de una Academia de la Lengua Americana, en tanto discurso metalingüístico, habilita varias líneas de análisis que colocan en primer plano la dimensión política de los hechos del lenguaje.

Por un lado, que la lengua forme parte de los asuntos de interés de los sectores dirigentes se enlaza inexorablemente con un determinado proyecto político, que, en este caso, es independentista y que configura un imaginario social que trasciende la identidad nacional al adquirir características regionales americanistas. No obstante la amplitud geográfica de ese imaginario lingüístico, cabe destacar que también es atravesado por rasgos clasistas en la medida en que se invoca como legítima solamente la lengua de cultura, es decir, la variedad literaria empleada en sus escritos por la élite letrada gobernante. Los usos que se desvían de esa norma -se afirma- quedan excluidos de dicha construcción histórica imaginaria. En efecto, como corolario de la instauración de nuevas estructuras sociopolíticas en los países en formación, se hace necesario ubicar a cada clase en el lugar que supuestamente le corresponde, una suerte de ciudadanía jerarquizada, conforme la mirada de un determinado grupo social que se arroga la propiedad de llevar adelante tal empresa. De ese modo, los sectores populares, rurales e indígenas que habían jugado un papel protagónico crucial en las batallas por la independencia serán, a partir de 1825, estratégicamente marginalizados y/o subalternizados por parte de la clase dirigente que tendrá a su cargo la organización política, social, económica, cultural y lingüística de los Estados:

La formación de un cuerpo de leyes, los estatus y ordenanzas, los decretos y disposiciones administrativas, las relaciones extranjeras, los tratados y las transacciones diplomáticas de toda especie, todo exige la asistencia auxiliadora del gobierno para conservar y perfeccionar el idioma. En todos los países que han dado algunos pasos en la carrera de la civilización, se han formado por la autoridad del gobierno, academias o cuerpos de literatos con el objeto de mejorar y dirigir la lengua nacional. Él los inviste de una especie de autoridad que toma su única fuerza coercitiva de la opinión y del respeto de los hombres ilustrados. Cada ciudadano puede, es verdad, hablar y escribir según le parezca mejor; pero la censura de los hombres de juicio y de los literatos mantiene siempre los oradores y los escritores públicos dentro de los límites prescritos, y en la observancia de las reglas trazadas por la autoridad establecida. Premiar algunas obras, y coronar las producciones que obtengan la preferencia en las competencias literarias, son medios muy oportunos para traer los ingenios a la observancia de los preceptos que conservan la puridad del idioma.

Sin embargo, como es bien sabido que las revoluciones democráticas burguesas requieren para la consolidación de su hegemonía el apoyo de las masas, buena parte de sus discursos se funda en el tópico -recurrente de la matriz ideológica del liberalismo económico- de la felicidad en tanto progreso y bienestar del pueblo. En el texto fuente que analizamos, la política lingüística anunciada se asocia en varias ocasiones con la dicha de los habitantes de Hispanoamérica, así como de las generaciones venideras. Lo que esconde, en realidad, este ideologema es la prosecución de retener a las multitudes consideradas plebeyas subordinadas a través cada vez menos de la violencia física que del consenso.

En el ámbito de la lengua, la ansiada búsqueda de la homogeneidad y uniformización de las prácticas lingüísticas no beneficia al pueblo, como se quiere hacer creer, sino que está al servicio de los intereses del sistema de dominación y opresión capitalista, colonialista (tanto a nivel externo como interno) y patriarcal que en las primeras décadas del siglo XIX en la América soberana se está instaurando de modo incipiente con la constitución de un mercado interno de trabajo y consumo así como de la configuración de una posición periférica o marginal en el sistema-mundo:

Una renta módica a cada uno de los académicos, una imprenta y los gastos que debieren hacerse en la impresión de las cosas necesarias, ¿serían acaso considerados como una erogación gravosa para los estados, atendido el retardo actual de sus rentas? Nosotros creemos al contrario: las inmensas ventajas y la felicidad que esta medida prepara y garantiza a los habitadores futuros de la América, debe hacernos considerar ahora este pequeño sacrificio como leve e insensible.

Por otro lado, una segunda línea de reflexión apunta a problematizar el alcance glotopolítico de la expresión “lengua americana” en el contexto del movimiento intelectual inmediatamente posterior a las luchas independentistas, o sea, el racionalismo dieciochesco ilustrado. El interrogante que se impone es: ¿con este proyecto se está proclamando la existencia de una lengua, o al menos de una variedad distinta, a la de España como señalarían, con su afán rupturista, los representantes del Generación del 37 en el Río de la Plata?

El proyecto de una Academia de la Lengua Americana es, de hecho, partidario de la independencia política y comparte el ideal bolivariano, pero ¿cuál es el posicionamiento que adopta respecto de la lengua?

Si se entiende que el alcance de “lengua americana” es geográfico, o sea, un dialecto y que se reformula como “en América”, la propuesta revela una ideología lingüística casticista y purista que, pese a aceptar el cambio lingüístico, reclama la intervención de un organismo que pueda controlarlo a partir del parámetro de la variedad culta y literaria con el fin de evitar la fragmentación de la lengua, máxime en la prensa donde aparecen numerosos “barbarismos”, “solecismos”, y neologismos léxicos y de construcción, formas atribuidas a las lenguas popular y rural.

Por el contrario, si se entiende “lengua americana” con un sentido político-identitario, es decir, “de América” al promover la confección de instrumentos lingüísticos propios (endonormativos), se abre un espacio para la defensa de la variedad americana en términos de diferencia legítima en el uso de la lengua respecto de la ex metrópoli[7]. Estas codificaciones serían diferentes a las que ya había elaborado la Real Academia Española desde el siglo XVIII, con la cual no mediaba comunicación y bajo ningún aspecto podría ser punto de referencia ya que no atendía a problemas específicos de la lengua en América.

Constituye un gesto interpretativo revelador, creemos, leer “en América” o “de América”: la preposición “de” confiere un aire de posesión, de existencia de una lengua propia. Por el contrario, la preposición locativa denota justamente lugar y tiempo y, así, redunda en la idea de que es la misma lengua tal como se emplea en ese territorio en cierto momento.

Si bien no se tiene la certeza de cuál es el alcance de “lengua americana” que se quiere otorgar en el proyecto, sí se sabe que en 1871 se fundó en Bogotá la primera academia correspondiente de la Real Academia Española. Con la creación de la academia colombiana, se puso en marcha la “restauración lingüística” conservadora en tiempos de reconciliación entre España y sus antiguas colonias.

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Ilustraciones: Xul Solar 

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[1] Sintagma que se consolidaría casi un siglo después gracias a la publicación del libro La patria grande de Manuel Ugarte en 1922.

[2] Si bien la Doctrina Monroe fue entendida por algunos dirigentes americanos como una política tendiente a impedir las aspiraciones de reconquista colonial de España y defender así la libertad de las recientes repúblicas, lo cierto es, como se sabe, que se trató siempre de una política expansionista e intervencionista estadounidense sobre el continente.

[3] Remitimos al trabajo documental compilado por Germán A. de la Reza sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá: https://www.yumpu.com/es/document/read/12548329/documentos-sobre-el-congreso-anfictionico-de-panama

[4] Por glotopolítica nos referimos al enfoque que estudia los discursos y las intervenciones en el espacio público del lenguaje que participan en la formación, reproducción, transformación o subversión de las relaciones sociales, subjetividades y entidades políticas.

[5] Conocemos dos trabajos que han abordado con distintos objetivos este tema: Moure, José Luis (2005). “Un temprano proyecto colombiano de creación de una Academia Americana de la Lengua y su recepción en la Argentina”. En Boletín de la Academia Argentina de Letras, LXIX, N° 275-276. Buenos Aires: AAL, pp. 467-483 y Salto, Graciela (2007). “Entre Bogotá y Buenos Aires: debates sobre los usos literarios de la lengua popular”. En Chicote, Gloria y Miguel Dalmaroni (eds.). El vendaval de lo nuevo: literatura y cultura en la Argentina moderna entre España y América. Rosario: Beatriz Viterbo, pp. 23-46.

[6] Al año siguiente, en Buenos Aires, La Gaceta Mercantil reprodujo la convocatoria bogotana.

[7] No está de más recordar que el valor identitario no supone ninguna clase de reconocimiento a las lenguas indígenas ni de los afrodescendientes.