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Lo que calla la Universidad Nacional. Relato de mujeres construyendo universidad popular

Tres mujeres, tres estudiantes de la Universidad Nacional que se atrevieron en su discurso de graduación a narrar su paso por un centro académico que se precia de 150 años de aportes a la ciencia, la cultura y la política nacional. ¿Qué significa ser mujer hoy en la universidad de Jorge Eliecer Gaitán, Camilo Torres u Orlando Fals Borda? [Portada: Archivo digital de la Oficina Estudiantil U.N | Bloque 21 de la Sede Medellín, sin fecha]. 

Contar historias ha sido el oficio por excelencia del ser humano. Hacemos uso de ellas para comunicarnos con otros, para entender mejor nuestras propias vidas, y para construir y sostener relaciones. Este oficio, hoy en día delegado formalmente a literatos y cronistas, periodistas y artistas, seguramente es el más extendido que podamos encontrar; pues absolutamente todos sabemos cómo hacerlo, sea para recordar, para crear o para mentir. Contar historias es un acto del habla, un acto que responde a un vínculo humano, sin embargo, no es solo eso; hay historias que son un acto político. Hace dos años la Universidad Nacional de Colombia cumplió 150 años de existencia, y por todas las sedes y campus desfiló la palabra “Sesquicentenario” como el anuncio de que una historia importante iba a ser contada de una vez por todas a la nación. La Universidad emprendió un proyecto editorial de construcción de memoria que tenía como propósito conocer la contribución que ha tenido la Universidad al país, desde el punto de vista científico y social. En este relato, desfilaron personajes como Manuel Ancízar, Gerardo Molina, Orlando Fals Borda, Camilo Torres, Gabriel García Márquez y hasta la misma Totó la Momposina; y sucesos como la guerra de los Mil días, la apertura de la Ciudad Universitaria y de la Escuela de Minas. Pero, aquellos libros que tanto se inspiraron en la historia de la Universidad y en la concreción institucional del tan rimbombantemente llamado proyecto cultural de nación, hizo oídos en muy pocos.

Y es que la forma en la que la Universidad contó su historia se limitó, en su mayor parte, a ser un recuento reglamentario, normativo y repetitivo de las instituciones decimonónicas que estuvieron presentes en la expansión de la Universidad, el mítico 22 de septiembre de 1867, y el cómo se creó detalladamente cada uno de sus departamentos, facultades e institutos. Lamentablemente a esa historia monolítica de la universidad en general, se sumó también la única facultad de Ciencias Humanas de la sede Medellín, nuestra facultad, que en el 2017 presentó el libro de su devenir particular, y que no dejó de reproducir algunos de los cánones de la historia institucional, marginándonos de conocer sucesos como el cierre del pregrado de Economía Agrícola, o el trabajo de múltiples grupos estudiantiles que pasaron por la facultad y que se opusieron enfáticamente a casos de corrupción y privatización de la Universidad. Algunos creemos que esta historia de libros y actas no es del todo justa al intentar definir lo que la Universidad Nacional ha significado para la construcción política del país, mucho menos en lo que significa como universidad pública para tiempos como los que nos convocan hoy, que son ineluctablemente decisorios.

Lo que proponemos es un discurso de la vida. Contar historias también significa disputar la historia. Las versiones, los hechos, los actores y su relación lógica y significativa hacen parte de un discurso en el cual todos intentamos hacer parte, por eso, como estudiantes, mujeres, de un pregrado como el de Ciencia Política, consideramos que nuestras experiencias dentro del marco de la cotidianidad, también hacen parte de la historia de la Universidad Nacional, pero no desde una posición de hitos y mitos en los que ha terminado la historia heroica, sino en el reconocimiento de que el sentido de la universidad, de la universidad pública, es una incesante tensión y un justa disputa. Nuestras palabras, que reconocen la Universidad como un territorio para echar raíces, son lanzas y letras que arrojamos al sentido común que se empeña en reducir este universo de diversidades a unas cuantas paredes y un nombre institucional. Acaso ¿Cuántas veces no hemos probado un día universitario que sabe a gloria, o que se siente como cosquillas en las manos? ¿No es para nosotras y nosotros la universidad a veces un encuentro, a veces un refugio, a veces una trinchera? Hacer de las palabras un acto político, de las palabras que significan la universidad pública, es un reconocimiento a su multiplicidad de posibilidades y a la vitalidad que como estudiantes le aportamos a ella. Pero esta vitalidad no pasa solo por aceptarla como una relación dinámica, sino por encontrar en ella todas las condiciones sociales que nos hacen un lugar privilegiado para la polisemia de significados y la batalla de ideas. La universidad pública es el espacio propicio para enterarnos de la realidad del país, y buscar con nuestros discursos y acciones cambiarla. Por eso, hoy, ante familiares, amigos y compañeros, nos tomaremos el tiempo de explicarles por qué los estudiantes somos importantes en la historia y, particularmente, en la historia de la Universidad.

En el intento de volver en el tiempo para reconocer el paso por la Universidad, algunos estudiantes entendimos que nuestras memorias distorsionadas no podrían volver a ser justas con la realidad y que nuestros relatos no serían fidedignos de las experiencias vividas, pero por lo menos sí serían significativos porque se mueven en las filigranas de lo que somos y que hacen de la universidad algo más que solo un punto de la historia.

La llegada a la universidad fue para muchos un periodo nuboso, apenas entendíamos lo que nos enseñaban en las aulas y nos adentrábamos a lo que podía ser la vida universitaria. A pesar de la ingenuidad, de la inexperiencia y de un cierto descontento al arribo, algunos hicimos caso omiso al llamado de la normalidad que nos decía que hiciéramos solo lo necesario: asistir a clases, responder académicamente y tomar la universidad como un lugar de paso en el que se adquieren conocimientos curriculares. Así, intentando ir en contra de la corriente, buscamos alternativas paralelas que nos sacaran de la frivolidad de las aulas y nos permitieran tener otros contactos con el mundo; algunos de ellos fueron, en el caso de nosotras, el Semillero de Crítica de la Economía Política, el grupo de Estudio y Trabajo Nuestra Memoria, la Cátedra Estudiantil: Universidad, Participación y Sociedad, la Oficina Estudiantil, El Comité Organizador de Ciencia Política y otros espacios que creemos fueron nuestra verdadera escuela.

Si bien unas pocas líneas no alcanzan a hacer honor a todo lo que cada uno de estos espacios significó en nuestra formación, sí podemos decir que todos ellos nos ofrecieron aprendizajes que pasaron desde lo técnico, lo organizativo y lo académico hasta por cómo vivir en colectivo desde la cotidianidad: los almuerzos, el tinto, la cerveza, el chistar, el debatir, el construir y deconstruir caminos en amistad y compañerismo. Los diferentes grupos de estudio nos permitieron analizar fuera de los enfoques hegemónicos o discutir lo que no se puede discutir en los salones de clase. Los espacios organizativos nos enseñaron cómo pararnos en frente de un auditorio, cómo hacer programas de radio, cómo organizar un evento, cómo impulsar proyectos estudiantiles, cómo debatir puntos de vista, cómo generar alianzas y tomar posturas, cómo escribir un editorial o redactar la presentación de un evento. Durante este paso vimos, por ejemplo, nacer el primer número de la Revista de estudiantes de Ciencia Política – Ainkaa, hecho importante en cuanto el programa era uno de los pocos que hasta entonces no tenía una revista de estudiantes.

Sin embargo, algunos también tuvimos una revelación paulatina de que la academia por sí sola no era suficiente y el convencimiento de que la universidad tenía un rol social y político, y desde diferentes frentes hicimos un viraje hacia lo popular. Unas de nosotras a través del contacto académico y sentimental con una Vereda ubicada entre Bello y Medellín que muchos en su obstinación todavía se empeñan en llamar un “barrio de invasión”, y otras a través del trabajo político de la mano de sectores campesinos, indígenas, negros, sindicales, de mujeres y pobladores urbanos. Estas experiencias nos revelaron a gritos que la realidad no se estudia ni se transforma solo desde un escritorio y que, en palabras prestadas, hace rato veníamos equivocando el camino, pues en realidad uno no viene a la universidad pública para hacerse científico o poeta, sino para aprender a servir de mejor manera a la sociedad.

Pero no solo el hacer parte de ciertos colectivos y de trabajar con la comunidad fueron posibilidades para formarnos. También el contexto de la universidad pública y del país nos pusieron a muchos en tónicas particulares. Por ejemplo, durante el proceso de paz las apuestas porque la universidad se comprometiera desde las bases con la construcción de un país en paz fueron decisorias, así como también lo fue el paro del 2017 en el que se buscaba reformar al Bienestar Universitario dejando los derechos del estudiantado a merced de la disponibilidad presupuestal, o el paro universitario de 2018 en donde miles y miles de estudiantes salimos a las calles a reclamar, de nuevo, una educación pública, gratuita y de calidad.

Lo común en todas estas vivencias es que demuestran que los estudiantes nos podemos organizar y autodeterminar como sujetos inconformes en búsqueda de la formación para la liberación y el servicio hacia la gente. En nuestro caso, se volvió cada vez más fuerte la premisa de que los estudiantes podemos ser gestores de nuestro propio conocimiento y que en nuestro papel vital, mediado por la autonomía, podemos desarrollar espacios de pensamiento crítico y acción dentro y fuera de la universidad. En el fondo, transversal y horizontalmente nos encontramos con que la vida académica que se forjaba en los salones de clase tenía muchos tintes de individualismo y displicencia y en el caminar nos dimos cuenta que esta vida se volvía verdaderamente significativa si se concebía en comunidad.

Ahora bien, tampoco diremos que la vida colectiva que aprendimos a construir en la Universidad es sencilla y perfecta. La Universidad es un micro-mundo donde se reproducen muchos problemas estructurales e individuales de la sociedad. Compartir con los otros y las otras nos lo recuerda, así como nos enfrenta al hecho de que construimos en contradicción, porque, aunque queremos una realidad distinta, seguimos reproduciendo opresiones, discriminaciones y vicios de la sociedad de la que no estamos abstraídos. En esos espacios colectivos algunas tuvimos que enfrentarnos a las masculinidades que nos han hecho creer que los hombres son los únicos sujetos de la historia e incluso con el estereotipo de que las mujeres no podemos construir juntas. Otros tuvimos que tropezar muchas veces con el fracaso cuando los planes no salieron como lo esperábamos y tuvimos que ver partir a nuestros amigos. Lo que sí podemos afirmar es que a pesar de todo eso la vida colectiva es más valiosa, más enriquecedora y satisfactoria porque en ella se sentipiensa y siempre se encuentra la posibilidad de volver a levantarnos acompañadas y acompañados. No nos cabe duda, la universidad pública es una buena escuela para aprenderlo.

En particular, es importante para nosotras señalar que a raíz de esas contradicciones hemos tenido que hacer un mayor esfuerzo como mujeres para insertarnos en ese lugar que ha sido histórica y socialmente masculino: la academia, la ciencia y, sobretodo, lo público. La relegación de la mujer al hogar y las tareas domésticas y la extendida lógica machista han dejado un lastre que las mujeres hemos tenido que sacudir con fuerza, ahora también dentro de las universidades. Generalmente se piensa que los diferentes tipos de violencia de género, los prejuicios y las estigmatizaciones están por fuera de los recintos universitarios porque ellos, se supone, concentran la educación y el pensamiento crítico; pero la realidad es que también son reproductores conscientes o inconscientes de un sistema que nos ha excluido sistemáticamente.

Según la Revista de Indicadores de la Universidad Nacional de Colombia, de las personas que se matricularon a la Universidad en el 2017 solo el 37% fueron mujeres. Para la sede Medellín las mujeres representaron solo el 34%. Más preocupantes resultan las cifras de la planta docente, en donde solo el 29% eran mujeres, y en la sede Medellín solo el 22%. También podríamos resaltar que de las personas que se graduaron de la Universidad Nacional en 2017, el 41% fueron mujeres y que con relación a la ceremonia de grados que hoy nos convoca, la cifra de los graduandos aquí presentes es un poco más alentadora, 30 de los 63 graduandos somos mujeres.

Más allá de cifras que pueden incluso restarle complejidad al problema, nosotras, tres mujeres que en un acto de rebeldía y reivindicación de la mujer en lo público decidimos presentar este discurso ante ustedes, también hemos vivido la violencia de género en las aulas de clase, en el trato con profesores, en los pasillos, en el trabajo con compañeros y en otros escenarios. Por ello en nuestro paso por la universidad hemos tenido no solo que responder en lo académico y formar nuestra propia escuela, sino exigirnos más para visibilizar esas violencias y hacer frente a los estereotipos que nos han minimizado en lo público, un esfuerzo extenuante pero inexorable al que invitamos a todas y todos a realizar desde los lugares en que se desenvuelven.

Ahora bien, a pesar de lo valioso que fue todo lo que algunos vivimos y aprendimos, estamos conscientes de que fuimos una minoría privilegiada de poder vivirlo, de acceder a la educación superior, de entrar a la universidad pública, de no desertar y, además, de participar activamente de espacios de pensamiento crítico a los que no tienen acceso la gran mayoría del estudiantado. Es por eso que estamos profundamente convencidas no solo de la necesidad de una educación pública, gratuita y de calidad, sino de construir una universidad popular, a la que accedamos el grueso de los sectores históricamente marginados, los jóvenes que ingresan a la banda criminal de su barrio por las crudas realidades que viven o las mujeres destinadas a ser la pareja del joven de la banda; en la que estén los sectores indígenas, negros, campesinos; que abrace realmente la diversidad de nuestra sociedad, que permita la autodeterminación de los y las estudiantes, y que no solo se incluyan en su historia, sino en las decisiones de sus programas, de sus facultades y de sus sedes.

Entendemos entonces que la Universidad es un campo en disputa y que estamos acá para disputárnosla, que desde donde estemos lo seguiremos haciendo junto con las nuevas generaciones llamadas a darle vida y dignidad a sus aulas, a sus investigaciones, a sus plazoletas, a sus programas de extensión y, por su puesto, a su nombre que retumba en las calles, en las movilizaciones por una sociedad más justa o, como preferimos denominarle, una sociedad liberada. Porque el paso activo por la universidad pública es la experiencia más cercana a la liberación, al ejercicio de desatarse de estructuras sociales preestablecidas, de imaginarios basados en realidades distorsionadas, de repensarse individual y colectivamente, de pugnar por la autodeterminación y de construirse su propio sentido común, en contraposición al sentido común que normaliza y naturaliza lo que no debería ser común y a lo que nos negamos a que sea común: el empobrecimiento, la desigualdad, la discriminación, la violación, la represión, la explotación, el asesinato.

Por ello hoy buscamos hacer oídos en muchos, queremos invitarlos, así como aquí lo intentamos, a repensarnos el sentido de la universidad desde otras orillas, a preguntarnos sobre la necesidad apremiante del servicio y de lo humano; y hacemos un llamado a que hoy, y particularmente hoy, asumamos todas las luchas como nuestras luchas, por eso hoy somos más en las calles

Somos Cristina Bautista, la gobernadora indígena asesinada en democracia.

Somos la paciente con cáncer que muere esperando por atención médica en un sistema de salud precario.

Somos todos los asesinados en completa impunidad.

Somos las estudiantes endeudadas por un sistema educativo basado en el lucro.

Somos las que crecieron abusadas sexualmente.

Somos los al menos 18 menores bombardeados por el Estado colombiano.

Somos todos los líderes y lideresas sociales asesinadas y judicializadas.

Somos las vendedoras ambulantes perseguidas día y noche.

Somos los pobladores urbanos de la periferia que nunca tendremos casa propia.

Somos inmigrantes.

Somos las madres que aún esperan a sus hijos desaparecidos.

Somos Julián Gil, estudiante y líder social detenido con pruebas falsas y marginado por la Universidad Nacional de Colombia.

Somos Nicolás Neira, Jhonny Silva, Dilan Cruz y tantos otros estudiantes asesinados por el Esmad.

¡Viva el Paro Nacional!