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Engels y la revolución de la mayoría

Friedrich Engels es una figura incómoda y olvidada en una parte importante de los sectores de izquierda. Sus contribuciones han sido eclipsadas por la enorme influencia que ha ejercido su buen amigo Karl Marx, y buena parte de su obra ha sido rebajada al estatus de “vulgarización” secundaria. Pero nuevas lecturas desde Nuestra América redescubren a un Engels heterodoxo, complejo y autocrítico, un pedagogo de la praxis que deja cuero, espíritu y corazón en una revolución de mayorías.

Este mes se cumplen 200 años del nacimiento de Friedrich Engels, uno de los máximos referentes de la izquierda a nivel mundial. Su itinerario biográfico, intelectual y político ha sido conocido a partir del estrecho vínculo que supo entablar con Marx, de quien fue su mejor amigo, incansable compañero de andanzas militantes, escritor junto a él de textos de lectura obligada como el Manifiesto Comunista (uno de los libros más traducidos y reproducidos en la historia de la literatura) y heredero testamentario de sus principales borradores e ideas.

El haber acompañado sin concesiones, como la sombra al cuerpo, a un genio de ese tenor, eclipsó sin duda su enorme lucidez teórica y los aportes específicos que brindó a la causa socialista y al enriquecimiento del pensamiento crítico en diversas temáticas, que van de la ecología al feminismo, pasando por la estrategia militar, el urbanismo, la economía política, la estética, la filosofía, las ciencias naturales, la sociología de la religión y la teoría del Estado, por nombrar solo algunas.

Por ello, si hoy se hace alusión a numerosos “ismos” dentro de la compleja y variopinta constelación revolucionaria de las izquierdas, comenzando por aquel que refiere al propio Marx, curiosamente no existen organizaciones políticas, escuelas de pensamiento ni corrientes filosóficas que se autodefinan como “engelsianas” (y menos aún, que reivindiquen un supuesto “engelsianismo”). Como reverso simétrico, el manto de sospecha que aun recae sobre este autodidacta alemán, que vivió buena parte de su ajetreada vida en el exilio y dedicó todas sus fuerzas a la construcción del socialismo a escala global, le adjudica casi todos los malos “ismos” que asolaron durante el siglo XX a los proyectos y teorizaciones anticapitalistas. Economicismo, positivismo, determinismo, mecanicismo y reformismo, son algunos de los epítetos que embadurnan a un Engels tosco y epígono, cuyos contornos se reducen en la mayoría de los casos a los de un simple acompañante y sostenedor financiero de Marx, que para colmo devino tras su muerte en 1883, un esquemático vulgarizador de sus contribuciones, convirtiendo en dogma aquello que —de acuerdo al barbudo de Tréveris— jamás debió ser considerado un sistema acabado.

No es este el momento de dar cuenta de todo lo original e imperecedero de la voluminosa obra de Engels, que como toda que se precie de tal no está exenta de tensiones y claroscuros. Para ahondar en varias de estas aristas, a partir del próximo 28 de noviembre —día en el que se cumplen dos siglos de su natalicio— estará disponible en formato digital el libro Nuestro Engels, compilado por Muchos Mundos Ediciones, que contiene precisamente diversas relecturas de su obra realizadas por un crisol de marxistas latinoamericanos/as.

Sin desatender la pluralidad de aportes formulados desde temprana edad por Engels, en este caso nos interesa traer al presente un texto escrito al final de su vida, que consideramos brinda ciertas pistas para reinventar el proyecto revolucionario en función de los desafíos de nuestro tiempo histórico. Partimos de una certeza que ha sido reforzada por la exacerbación de la crisis civilizatoria y el contexto pandémico que padecemos: la revolución no solo resulta actual, sino terriblemente urgente para superar este sistema de muerte que nos está llevando directamente hacia el abismo del que nos hablaba Walter Benjamin.

Conocida como su “testamento político”, Engels elabora a comienzos de 1895 una extensa Introducción a la nueva edición de La lucha de clases en Francia pronta a publicarse en Alemania. Recordemos que este conjunto de escritos de Marx, compilados en formato de libro tras su circulación en periódicos de la época, analizan en caliente los acontecimientos que signan al proceso revolucionario de 1848 a 1850 en el país galo. Escrita desde Inglaterra y recortada para su difusión en tierra alemana, a pesar de las reiteradas protestas epistolares de Engels la Introducción solo será conocida íntegramente en 1930, por lo que la versión difundida aquel mismo año y en los posteriores, resultó ser la amputada por los dirigentes de la socialdemocracia, que veían como muy incendiarios ciertos planteos políticos del viejo Engels.

Además de realizar un balance autocrítico de la concepción de la crisis y las expectativas revolucionarias sostenidas por Marx y por él en la coyuntura crítica de 1848, que los llevó a presumir erróneamente tanto el agotamiento terminal del sistema capitalista como una victoria inminente de la clase trabajadora, en esta Introducción Engels formula una lectura exhaustiva de las alteraciones operadas en la sociedad y el poder político a lo largo de casi medio siglo.

Así, en cada una de sus páginas delimita y describe con minuciosidad la profunda reestructuración productiva y la inédita modernización “desde arriba” que supuso la unificación y fortalecimiento de determinados Estados europeos, pero también analiza y pondera las consecuencias para la lucha de clases de aquellos cambios sufridos a nivel arquitectónico y urbanístico en ciertas ciudades, en particular en las calles de París tras la derrota de la Comuna en 1871, así como la desventaja militar que impone la profesionalización y perfeccionamiento técnico de los ejércitos modernos, la ampliación del caudal electoral de los partidos de izquierda y hasta la mutación del sentido común dominante en cuanto a la percepción de la táctica de barricadas.

Lo sugerente de esta Introducción es que reivindica una perspectiva de transformación de la realidad de largo aliento, que sin desechar el momento de quiebre violento (el “combate decisivo” lo llama en uno de los párrafos suprimidos), asume la creciente complejidad de la sociedad y el Estado capitalista, por lo que pondera a la revolución como un prolongado proceso, multidimensional y de disputa integral, que se inicia aquí y ahora, aunque sin perder de vista el horizonte estratégico de trastocamiento y superación del orden dominante, en una clave que anticipa los planteos formulados por Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel.

Se trata de “avanzar lentamente, de posición en posición, en una lucha dura y tenaz”, dirá Engels, quedando atrás las apuestas vanguardistas —jacobinas o blanquistas, de acuerdo al lenguaje de ese momento histórico— que reducen su estrategia política a un mero asalto abrupto al poder por parte de una minoría esclarecida, desconfiada de la capacidad autoemancipatoria de las masas trabajadoras. “La forma común a todas estas revoluciones —agrega— era la de ser revoluciones minoritarias. Aun cuando la mayoría cooperase con ellas, lo hacía (consciente o inconscientemente) al servicio de una minoría; pero esto, o simplemente la actitud pasiva, la no resistencia por parte de la mayoría, daba al grupo minoritario la apariencia de ser el representante de todo el pueblo”.

De ahí que para Engels “la época de las revoluciones por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social, tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Y para que las masas comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y perseverante”, concluye de manera lapidaria.

Este último punto es sumamente interesante, porque pone el foco en la dimensión específicamente pedagógica de la praxis política. La persuasión, el debate y la confrontación de ideas, el conocimiento riguroso de la realidad y la autoformación colectiva, abonan a la maduración de la clase trabajadora en tanto sujeto político, que en su articulación orgánica deviene para Engels un pivote fundamental de la lucha y organización socialista, al fortalecer la autonomía y la conciencia propia, desde lo que tiempo más tarde Gramsci denominará “espíritu de escisión”. La subversión del orden existente requiere entonces convencer, para poder vencer. O dicho en palabras del marxista italiano, implica irradiar al conjunto de la sociedad una concepción del mundo alternativa, que arraigue en —y sea constituida por— las masas en su devenir protagonistas, al punto de conquistar una nueva hegemonía antes de lograr ser dominante.

Esta reinvención del proyecto emancipatorio incluye una caracterización de las instituciones estatales que no niega su carácter clasista, ya que es allí “donde se organiza la dominación de la burguesía”, pero asume el riesgo de dar una disputa y confrontación también en alguna de estas instancias adversas, en una perspectiva que se acerca a la “ampliación” del concepto del Estado y la definición del poder como relación de fuerzas que Gramsci profundiza en sus notas de encierro, a la vez que anticipa la propuesta de Rosa Luxemburgo de combinar la lucha por reformas sin disociarla del objetivo último de la revolución.

José Carlos Mariátegui solía decir que no existe contrapunto ni enemistad alguna entre los verdaderos revolucionarios y la tradición, salvo para quienes conciben a esta como una momia o un museo. Exhumar y revisitar una figura incómoda y un tanto olvidada como la de Engels, es un ejercicio que demuestra con creces que es posible y hasta necesario conjugar pasado y presente, para hacer del futuro que añoramos un horizonte más cercano a nuestros días. En este sentido, este viejo e incansable pedagogo de la praxis, de barba tupida y largas batallas, sin dejar de cabalgar con la contradicción a cuestas, cada día se nos presenta como más joven, y tiene todavía mucho para aportarnos en la coyuntura de crisis civilizatoria y desorientación teórica por la que transitamos. Será cuestión de prestar oído para escuchar sus ecos heterodoxos que, a pesar del tiempo transcurrido, aún resuenan en nuestra memoria colectiva.