Movilizarse a riesgo de muerte
A pocas horas de una movilización nacional en contra del masivo asesinato de los líderes sociales y comunitarios en Colombia, hay más dudas que respuestas en el campo popular. ¿Qué harán las izquierdas en medio de esta masacre y de cara a las elecciones locales? ¿Qué será de la Colombia en paz? Un análisis de David Graff publicado por la Fundación Rosa Luxemburgo. [Foto de portada: Colombia Informa].
La violencia contra los movimientos sociales de izquierda en Colombia continúa. Incluso, bajo el gobierno derechista del presidente Iván Duque, opositor del acuerdo de paz con las FARC[1], la situación se ha agravado. Mientras tanto, las protestas contra sus políticas neoliberales y represivas continúan. Ahora, los diferentes grupos y movimientos sociales quieren unir fuerzas para imponer cambios sociales persistentes.
Esperanzas frustradas
En 2016, los movimientos sociales de Colombia parecían tener una gran oportunidad. En el acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC, el estado prometía tratar jurídicamente los hechos que tuvieron lugar en el conflicto de varias décadas, enfrentar la desigualdad social y permitir una mayor participación política. Esto, como creían algunos miembros de organizaciones sociales, de indígenas, afrocolombianos y de los movimientos de base, podía abrir y profundizar la democracia, permitir la participación en la política sin peligro de muerte y allanar el camino para sacudir a largo plazo las estructuras de poder establecidas. En resumen, existía la esperanza de lograr, quizás incluso con la ayuda de un futuro gobierno de izquierda, cambiar a Colombia de manera fundamental. Dos años y medio después, las perspectivas son decepcionantes. En la actualidad, el país parece no ir por el camino hacia la «paz estable y duradera» que promete el acuerdo final.[2]
Si bien militarmente el conflicto armado de varias décadas entre el ejército colombiano y las FARC ha terminado, los desplazamientos, las amenazas de muerte y los asesinatos selectivos siguen, así como continúan los enfrentamientos armados y los conflictos por el control territorial entre las bandas de narcotraficantes, los grupos paramilitares, las guerrillas del ELN[3], los disidentes de las antiguas FARC[4] y la fuerza pública, en algunas zonas como la región del Pacífico o el Catatumbo porque las FARC se retiraron y dejaron un vacío de poder.
Los hechos ocurren especialmente donde la densidad de los cultivos de coca es alta (Antioquia, Nariño, Putumayo, Caquetá, Meta, Norte de Santander) y existen importantes corredores del narcotráfico hacia el Pacífico (Valle, Cauca, Nariño) o hacia el Golfo de Urabá (Antioquia) en la frontera con Panamá. Sin embargo, según un estudio del CINEP, no son solo estos factores los que explican esta «geografía de la violencia». En los departamentos particularmente afectados hay una fuerte presencia militar, conflictos en torno a la minería y al uso agro-industrial de la tierra (por ejemplo, minería de oro y cultivos de caña de azúcar en el departamento del Cauca) o existe un vacío de poder después del retiro de las FARC, cuyos miembros se han reunido en espacios de reintegración ubicadas en estas regiones.
Según las cifras de la Unidad Nacional de Victimas, 130,000 personas se vieron afectadas directamente por el conflicto armado en 2018.[5] De ellas, 989 fueron asesinadas, un poco menos que en 2016, el año del acuerdo de paz; sin embargo, 114,889 personas fueron desplazadas, un número mayor que en 2016 y 2017. Aunque estas cifras deben tratarse con cautela, sí indican claramente que la lucha armada por el control territorial está aumentando nuevamente.
Entre los frentes: las organizaciones sociales
Desde 2012, exceptuando solo el 2016, el programa Somos Defensores ha registrado un aumento constante de agresiones contra representantes de campesinos, líderes comunitarios, activistas ambientales, maestros y sindicalistas que se oponen a nivel local, por ejemplo, a los megaproyectos, la extracción de oro, la explotación de petróleo o el fracking, y que abogan por la sustitución de los cultivos ilícitos o exigen la restitución de tierras robadas.
La estigmatización y las amenazas de muerte, las judicializaciones y la represión de la protesta son el pan de cada día de las organizaciones, así como como el asesinato de activistas.[6] Según un informe del instituto de investigación INDEPAZ, 681 líderes sociales han sido asesinados desde enero de 2016,[7] así como, desde la desmovilización, proceso al que se habían unido alrededor de 12,000 personas, 135 exmiembros de la guerrilla de las FARC.
Al mismo tiempo, las reformas y políticas negociadas en el acuerdo de paz no avanzan o avanzan lentamente. Con Iván Duque, un opositor del acuerdo asumió la presidencia en agosto de 2018, y con él, las fuerzas sociales que ven en el acuerdo y el fin del conflicto una amenaza para sus intereses políticos y económicos, han ganado influencia.
Esto se refleja no solo en la constante violencia política sino también en los numerosos obstáculos puestos a la implementación del proceso de paz y en una agenda política del gobierno que establece otras prioridades diferentes a la construcción de la paz.
El nuevo gobierno de Colombia: Poca paz
El acuerdo de paz abarcó varias áreas. Además de los aspectos procesales, como la desmovilización y la reintegración de los combatientes, este proporcionó un conjunto de programas, instituciones y leyes:
- Medidas para mejorar o cambiar la situación social (distribución de la propiedad de la tierra entre los pequeños agricultores, programas de desarrollo regional, sustitución de cultivos ilícitos).
- Posibilidades y garantías de participación política (estatuto de oposición, diez escaños del Congreso para las FARC, establecimiento de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, Circunscripciones Especiales Transitorias de Paz).
- Acciones para aclarar y tratar los crímenes cometidos durante el conflicto (Comisión de la Verdad, Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas – UBPD, Justicia Especial para la Paz, JEP).
Si bien los representantes del gobierno con frecuencia hacen énfasis en la relevancia y la prioridad del proceso de paz ante la comunidad internacional, la cual acompañó las negociaciones y apoya financieramente la implementación del acuerdo, la realidad es diferente en muchas áreas. En algunos aspectos, como la reintegración de los ex combatientes, el gobierno de Duque sigue, aunque solo parcialmente, implementando el acuerdo, mientras que en otros, como en la justicia transicional o la restitución de tierras, intenta boicotearlo o debilitarlo. Sin embargo, para bloquearlo totalmente, el gobierno carece de una mayoría en el Congreso.
Las entidades para esclarecer el pasado del conflicto armado, la Comisión de la Verdad, la UBPD y la JEP, reciben poco apoyo político y financiero. La UBPD solo comenzó a trabajar tras un retraso considerable y con una planta de personal más pequeña. Sin embargo, la JEP, que establece penas reducidas para los que contribuyen a esclarecer la verdad, es la que se encuentra bajo un fuego particular. Hasta principios de junio de 2019, el gobierno de Duque intentó impedir la entrada en vigor de la ley estatutaria que regula las tareas y competencias de la JEP.
El principal objetivo del gobierno era proteger del enjuiciamiento por parte del sistema de la justicia especial a los miembros de la Fuerza Pública que cometieron crímenes de lesa humanidad en el contexto del conflicto armado y aquellos grupos sociales que se beneficiaban del conflicto, financiaban a grupos paramilitares y se apropiaban de tierras de forma ilegal.
Sin embargo, el intento de Duque fracasó en abril de 2019, ante la resistencia de una alianza de fuerzas burguesas y de izquierda en el Congreso, y también a principios de junio de 2019 en la Corte Constitucional.[8]
Un ejemplo sobresaliente de la lucha de poder entre la JEP y el Fiscal General, cercano al gobierno, es el caso del miembro de las FARC Jesús Santrich. En abril de 2018, el entonces Fiscal General Néstor Humberto Martínez arrestó a Santrich luego de que un tribunal de los Estados Unidos solicitara su extradición. Santrich habría acordado, después de su desmovilización, negocios de narcotráfico con un cartel mexicano. El Fiscal General reclamaba su competencia exclusiva en el caso y, a pesar de que las pruebas eran cuestionables, pretendía extraditar a Santrich.[9]
Solo después de varios meses de pugnas político-legales, la JEP impuso su competencia y, aunque el proceso contra Santrich sigue en curso, ordenó a mediados de mayo de 2019 su liberación provisional.[10]
El caso, además, pone de relieve la fuerte influencia estadounidense en la política colombiana. Si bien en el contexto de la búsqueda de un acuerdo de paz el presidente Santos se enfocaba más en el multilateralismo y en una reorientación cautelosa de la política antidrogas, el retorno al bilateralismo asimétrico es evidente bajo los gobiernos de Duque y Trump. El reclamo de un liderazgo regional de Colombia en un continente suramericano cada vez más de derecha, el apoyo a Juan Guaidó en la crisis de Venezuela y la lucha más represiva contra los cultivos ilícitos, incluso a través del uso planificado de Glifosato, son otros ejemplos de este cambio de rumbo.
El hecho de que el proceso de paz y las medidas previstas en los acuerdos sean solo aspectos marginales de la agenda del gobierno también se refleja en su nuevo Plan Nacional de Desarrollo (PND). Contrario a lo que se acordó en La Habana, el PND no contemplaba un capítulo especial para la financiación del proceso de paz. Además, debilita los programas de distribución de tierras y de restitución, y abandona el camino establecido en los acuerdos, el cual se centraba en programas con enfoque de desarrollo regional y economía campesina acordados en las regiones.
Respecto a la política de seguridad, Duque se guía por su padrino político Álvaro Uribe, presidente desde 2002 hasta 2010: ciertas regiones afectadas por el conflicto son declaradas zonas especiales con el fin de restaurar y consolidar la presencia estatal por parte de los militares. Al hacerlo, el ejército no solo tendrá la tarea de combatir a los grupos armados, sino también el control de la región y la organización de algunas de las tareas de las autoridades civiles (infraestructura, atención médica, etc.), ubicándose por encima de las instituciones democráticas locales y de las exigencias de la población.
El papel de los militares
Desde la finalización del gobierno Uribe, algunos sectores del gobierno y del ejército habían cuestionado la doctrina de “seguridad democrática” y de combatir al «enemigo interno», ya que a través de ella no se lograría una solución definitiva al problema de la guerrilla y tal doctrina, al mismo tiempo, costaba un gran número de bajas civiles (NN y “falsos positivos”).[11]
Esta tendencia abrió el camino dentro de las Fuerzas Armadas para un acuerdo negociado al conflicto, lo que el presidente Santos reconoció a través de la inclusión de militares de alto rango en las negociaciones de paz de La Habana. Sin embargo, este replanteamiento no fue compartido por todas las facciones al interior del ejército, y, con el ministro de Defensa de Duque, Guillermo Botero, y la nueva cúpula militar, se puede observar un regreso definitivo a la vieja doctrina.
En mayo de 2019, un artículo en el New York Times confirmó lo que las organizaciones de base y Human Rights Watch habían señalado desde antes: que la práctica de “falsos positivos” nunca había desaparecido totalmente y que, desde principios del 2019, a través de una orden a los comandantes, se habían exigido mayores resultados en las operaciones de combate contra grupos ilegales. Ahora las unidades debían “lanzar operaciones con un 60-70 por ciento de credibilidad y exactitud” de que el objetivo atacado fuera el correcto. Este umbral estaba antes en un 80 por ciento. Como consecuencia de esto, dice el New York Times citando a varios generales, los casos de «asesinatos sospechosos» aumentaron.[12]
El complejo paramilitar
Las organizaciones de base que están en los territorios temen que la creciente militarización fomente la violencia en lugar de mejorar la situación. Aunque las mencionadas cifras de agresión hacia los activistas demuestran lo dramática que es la situación, el problema parece atraer poca atención a nivel internacional.[13]
Las excepciones confirman la regla, como sucede en el caso de la activista afrocolombiana Francia Márquez, ganadora en abril de 2018 del «Goldman Environmental Prize» por su lucha contra la minería de oro y la consiguiente destrucción ambiental. En mayo de 2019 Márquez fue atacada cuando se reunía con otros activistas afrocolombianos. Tres personas les dispararon y lanzaron una granada. Dos de los guardaespaldas proporcionados por el programa estatal de protección (UNP) resultaron heridos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las víctimas de los ataques son independientes o representantes desconocidos de pequeñas organizaciones locales activas en las regiones periféricas de Colombia. Allí hay escasa presencia de las instituciones estatales y se presta poca atención al trabajo de estos activistas locales.
Si bien las personas más reconocidas de las organizaciones y redes establecidas, como Francia Márquez, disponen de varios guardaespaldas y un vehículo blindado, la protección proporcionada por el estado para los activistas de base, si es que existen medidas, a menudo solo consiste en la provisión de un teléfono celular. Según el instituto de investigación CINEP, detrás de este modus operandi de los agresores, de amenazar y asesinar especialmente a los activistas desconocidos a nivel local, se encuentra la estrategia de «lograr debilitar el proceso por medio del miedo y de esta forma enviar un mensaje a las organizaciones más fuertes y consolidadas que se sustentan de los trabajos sociales de las bases comunitarias”.[14]
Por otro lado, los ataques contra los líderes relativamente bien protegidos son más difíciles, ya que atraen mucha atención gracias al trabajo de solidaridad internacional y generan una presión legal y política mucho mayor. No obstante, para combatir y comprender este fenómeno no es decisiva la cuestión de quién ejecuta en última instancia los hechos, sino de quién los encarga o de acuerdo al interés de quién se llevan a cabo. Esto es mucho más difícil de comprender y el análisis requiere una mirada que vaya más allá del marco político-institucional y se centre en los actores no estatales y en las diferentes relaciones de poder a nivel local. Los responsables de la violencia contra la población civil y los activistas pueden ser los paramilitares, pero también las guerrillas del ELN o los grupos disidentes de las FARC. Sin embargo, las investigaciones por parte de organizaciones de la sociedad civil a menudo no siempre pueden realizar una clasificación clara, ya que los perpetradores no se identifican, se hacen pasar por miembros de otro grupo o pagan asesinos a sueldo, o los entrevistados tienen miedo de nombrar a los perpetradores. Por ejemplo, un estudio realizado por varias organizaciones colombianas en colaboración con la Universidad Nacional sobre los asesinatos de activistas dice que 19 de ellos fueron perpetrados por disidentes de las FARC, 44 por paramilitares y 168 aún no se pueden asignar a un grupo específico.[15]
Durante las décadas de 1990 y 2000, los grupos paramilitares estaban agrupados en una “organización paraguas”, las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), en la que se unieron los diferentes bloques regionales y en los cuales estaban organizados jerárquicamente. Hoy en día, la estructura, composición y enfoque de los grupos neoparamilitares son, en cambio, mucho más difícil de dilucidar. Estos «Narco-Paramiltares» aparecen con más frecuencia en grupos más pequeños que en grandes unidades armadas, están ideológicamente menos enfocados contra la izquierda y la guerrilla, y actúan principalmente de acuerdo a intereses económicos, especialmente en el narcotráfico y la minería ilegal. Cada vez más subcontratan grupos criminales locales pequeños para ejecutar la violencia o las amenazas contra activistas.[16]
Sin embargo, estos «narcoparamilitares» son solo parte de un «complejo paramilitar» más grande. Este consiste en «una múltiple alianza entre grupos armados organizados para negocios ilegales, parapolíticos y negociantes de la paraeconomía, que cuentan con niveles de complicidad de agentes del Estado, incluidos miembros de la fuerza pública”.[17] Por interés propio o de sus socios, asumen funciones de orden desde la criminalidad, tales como operaciones de la mal llamada limpieza social, imposición de dictaduras locales y control de territorio.[18]
En cuanto a la violencia contra los activistas, Leonardo González de Indepaz precisa que «si bien el grupo armado es responsable del asesinato de un activista, la muerte de esa persona, que, por ejemplo, exige la restitución de tierras robadas por empresas agrarias o aboga por la protección de las fuentes de agua frente a la industria minera, a menudo se realiza por interés de actores individuales estrictamente anti-suberversivos, por ejemplo, dentro de las fuerzas militares o fuerzas locales. Estos actores devuelven este “favor” del asesinato con otro, por ejemplo, haciéndose el de la vista gorda frente al contrabando de drogas a través de una región o a la minería ilegal. Quiénes son estos poderes locales depende de los intereses económicos de cada región. En un área, son personas con negocios en la minería ilegal, en otra en la industria de la caña de azúcar, la palma de aceite o la ganadería quienes, gracias a su influencia política y financiera en la política local, ejercen el poder real en esta zona. Estas a menudo pequeñas elites locales están acostumbradas a resolver los conflictos sociales y políticos que tienen con organizaciones sociales a través de la violencia».[19]
Esta compleja situación general tiene dos consecuencias centrales. Antes de la desmovilización de las FARC, los actores eran en gran medida claramente identificables para la población local, que sabía «quién pertenecía a quién». Ahora, diferentes actores, a menudo divididos entre ellos, intentan llenar el vacío de poder dejado por las FARC. Esto agrava la violencia, mientras que las afiliaciones y las líneas de conflicto son cada vez menos identificables. Así, la violencia contra los activistas parece difusa y arbitraria: al parecer no tiene ni un centro ni un objetivo político o económico inmediato. Desde afuera, esto crea la impresión, y esa es la segunda consecuencia central, de que estos crímenes hacen parte de la violencia común (como asuntos interpersonales o disputas entre vecinos). El contexto político y económico, así como la sistematicidad de los hechos escapan, por lo tanto, al análisis.[20]
Esta percepción distorsionada se refleja en las medidas estatales que hasta ahora poco han contribuido a mejorar la situación. Aquí también se puede observar un abandono de los acuerdos de paz por parte del gobierno. El plan previsto originalmente, con un enfoque unificado que permitiría y protegería la participación política (a través de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad y la Unidad Especial de la Fiscalía General, entre otros), ha dado paso a un enfoque unidimensional. El gobierno apuesta, sobre todo, a aumentar los recursos financieros de la Unidad de Protección (UNP), pero no a abordar estructuralmente el problema de la violencia política.[21]
Movimientos sociales: ¿presión en la calle, éxito en las urnas?
En la capital cubana ambas partes discutieron las causas centrales del conflicto armado, pero no el régimen neoliberal predominante de acumulación, extractivista o agroindustrial. Es más: parte de las élites colombianas vieron en la finalización del conflicto armado con las FARC la oportunidad para reducir los altos costos financieros y sociales del conflicto armado[22], y, de esta manera, no solo intensificar la acumulación de capital, sino también crear nuevas oportunidades para la acumulación de capital en las regiones periféricas.[23]
Sin embargo, incluso desde antes del cambio de gobierno en 2018, fue evidente que esto daría lugar a la persistencia de conflictos sociales en las regiones afectadas. De igual forma, era evidente que a través de la llegada al poder del presidente Duque y del partido de gobierno, el Centro Democrático, las fuerzas sociales[24] que agravarían aún más estos conflictos iban a ganar influencia.
No obstante, el presidente no carece de obstáculos para mantener este rumbo: Desde el comienzo del mandato de Duque, varios grupos han organizado repetidamente manifestaciones, huelgas o bloqueos contra la orientación de la política y las medidas tomadas por el gobierno: contra la violencia continua hacia los activistas; contra una ley de tierras presentada recientemente al Congreso que facilita la asignación de grandes áreas agrícolas a los inversionistas y da prioridad a la actividad minera sobre la propiedad de tierra de campesinos y sus estilos de vida; contra la introducción del fracking; contra el abandono del proceso de paz y el fin de las conversaciones con la guerrilla del ELN; contra la restricción de los derechos de autonomía; contra la reforma del sistema de pensiones; contra la mayor flexibilización de los derechos laborales y la falta de financiación de la educación pública.
A finales de 2018 se llevó a cabo una huelga nacional de estudiantes en un gran número de universidades públicas del país. Durante varias semanas, estudiantes y profesores organizaron huelgas y marchas con decenas de miles de participantes. Las protestas se dirigieron no solo contra la desfinanciación crónica del sistema educativo, sino también contra las modalidades de los créditos educativos, y se manifestaron en contra de un modelo de financiación que no garantiza la financiación básica de las universidades, sino que está orientado en la demanda coyuntural. Este modelo se introdujo durante el gobierno de Santos y ha dado lugar a que los fondos fluyan cada vez más hacia las universidades privadas.
Después del cambio de año continuaron las movilizaciones en masa. A partir de una Minga indígena[25] en la provincia de Cauca que bloqueó la carretera Panamericana durante casi un mes, las protestas se extendieron a varias regiones. Esto debido a que organizaciones afrocolombianas, campesinas y varios sindicatos independientes también se unieron a la Minga. Los estudiantes y la oposición de izquierda en el Congreso se mostraron solidarios.
Las razones de las protestas fueron diferentes localmente, pero en última instancia, siempre se trató del conflicto sobre los territorios, acerca de las competencias y la participación de la población local en asuntos ambientales, el uso del suelo y de recursos estratégicos como los recursos no renovables o el agua.
Ahora, los movimientos sociales de los diversos sectores (sindicatos, campesinos indígenas y afrocolombianos, pequeños agricultores, estudiantes, organizaciones ambientales, etcétera) quieren ir más allá de sus diferentes trasfondos político-ideológicos, coordinarse mejor y tener una agenda de movilización común.
Ante las políticas económicas y sociales del gobierno Duque, que limitan y amenazan a las personas en diferentes campos (paz, extractivismo, educación, política agraria, derechos indígenas, trabajo y pensiones, derechos humanos, etcétera), estos movimientos quieren esforzarse para llevar su protesta a las calles de forma coordinada. Un primer intento en este sentido fue el «Paro nacional» de un día a finales de abril de 2019, durante el cual decenas de miles de personas salieron a las calles en todo el país. Sin embargo, hasta ahora la coordinación necesaria de las protestas solo se ha dado en casos puntuales. Los correspondientes intentos para cambiar esta situación (por ejemplo, a través de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Sociales (COS) o el Encuentro Nacional de Organizaciones Sociales y Políticas que tuvo lugar en febrero de 2019) aún están en sus inicios, como opina Jimmy Moreno, uno de los portavoces del Congreso de los Pueblos, un movimiento social y político de Colombia que articula trabajos de poder popular a nivel nacional y regional.
Las movilizaciones contra la política del gobierno prevista en el PND continuarán en los próximos meses. En esos días comenzarán las actividades contra la ley de tierras, que ha iniciado su camino por el Congreso; y en las regiones afectadas, respaldadas por ONG y sectores centro-burgueses de la sociedad civil, se está formando la resistencia a la introducción del fracking prevista por el gobierno.
Otro desafío estratégico que enfrentan las organizaciones sociales con vocación emancipatoria, y no solamente en vísperas de las elecciones regionales y locales de octubre 27 de 2019, consiste en convertir las voces de protesta en votos y lograr entrelazar las luchas y movilizaciones sociales en las calles con la oposición en las instituciones, de forma tal que la protesta se refleje también en los resultados en las urnas. Quizás la relativa debilidad política de la izquierda colombiana sea todavía una consecuencia de la estigmatización y la pérdida de credibilidad que la política alternativa de izquierda experimentó durante los años de conflicto armado con la guerrilla (las FARC, convertidas en partido político legal, obtuvieron solo el 0,34 por ciento de los votos en las elecciones nacionales el año pasado).
En el período previo a las elecciones, las alianzas intersectoriales han sido más bien coyunturales y no estratégicas y a largo plazo. Esto quedó particularmente en evidencia durante la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de junio de 2018. En ellas, Gustavo Petro pudo registrar el 41.8 por ciento de los votos, un resultado récord para un candidato de izquierda, gracias a que, entre otros factores, fue posible reunir gran parte de la izquierda política y social para apoyar un candidato. No obstante, tras la derrota, esta alianza se disolvió tan rápido como se había forjado.
Una y otra vez, algunas organizaciones de base ponen en juego el concepto de “poder popular” que se centra en la auto-organización de las clases populares. Su organización política y social independiente debe llevar a la construcción de instituciones paralelas «desde abajo» que se opongan o reemplacen a las estructuras de la política burguesa y sus instituciones. Expresiones de poder popular son frecuentes en algunos territorios de los pueblos indígenas, afros y campesinos, en forma de estructuras de autogobierno, propiedad y jurisdicción alternativa, pero sí es poco común en sectores sindicales o urbanos. Las razones de este enfoque son evidentes: los cambios fundamentales en las condiciones sociales son difíciles de lograr dentro del modelo colombiano, donde las relaciones de poder se acorazan por medio de la coerción y el sistema político se caracteriza por deficiencias democráticas.
Esto lo demuestra, en últimas, el estado actual del proceso de paz con las FARC y el transcurso de las conversaciones con el ELN. En estas últimas, los intentos por abordar problemas estructurales más amplios resultaron en pocos avances, antes de que dichas conversaciones, también debido a la falta de visión política del ELN, finalmente fracasaran en enero de 2019.
Cuán desfavorable puede resultar la dependencia de una organización centralista, que enfoca su capacidad política principalmente en la participación en elecciones y busca representación en las instituciones, se evidencia en la situación del movimiento político y social Marcha Patriótica y el actual partido de las FARC. Desde la desmovilización de la guerrilla y la fundación del partido en 2017, no pocas de las organizaciones miembros de Marcha Patriótica han reducido su capacidad de movilización e impacto político. Si bien Marcha Patriótica fue un factor importante en los diferentes escenarios de movilización de los últimos años, hoy día parece haber perdido relevancia como actor nacional. Personalidades importantes de Marcha se integraron a las estructuras del partido FARC, donde contribuyen a la consolidación del partido dentro del sistema político.
Así las cosas, si bien la violencia política continuará en el futuro cercano, los movimientos sociales de izquierda enfrentan el desafío estratégico de entrelazar sus luchas sociales con la actividad política-electoral, de manera que la segunda no domine las primeras y que el cambio profundo de las relaciones de poder social “desde abajo” no se pierda de vista.
Referencias
[1] Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo.
[2] Así lo formula el acuerdo final, que lleva el título “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”.
[3] En febrero de 2019, tras un ataque a una institución policial en Bogotá que mató a 22 personas, el gobierno de Duque terminó las conversaciones de paz con el ELN iniciadas durante el anterior gobierno del presidente Santos. Después de la desmovilización de las FARC, el ELN (Ejército de Liberación Nacional) hoy día es el grupo guerrillero más grande en Colombia. El número de sus miembros ha aumentado después de la desmovilización de las FARC; la inteligencia militar estima, de acuerdo con un informe de la agencia de noticias Reuters, que el ELN cuenta actualmente con 2.400 combatientes. Ver: Di Salvo, Mathew: FARC dissident groups grown to have 2300 guerrillas since 2016 peace deal: report, Colombia Reports, 6.6.2019, https://colombiareports.com/farc-dissident-groups-grown-to-have-2300-rebels-during-peace-process-report/. Además, según analistas, el ELN cuenta con un número desconocido de milicianos que trabajan como civiles para la organización.
[4] Dependiendo de la fuente, el número de grupos surgidos de las anteriores estructuras de las FARC está entre 18 y 31, y el número de miembros entre 1,200 y 2,400. Di Salvo, Mathew: FARC dissident groups grown to have 2300 guerrillas since 2016 peace deal: report, Colombia Reports, 6.6.2019, https://colombiareports.com/farc-dissident-groups-grown-to-have-2300-rebels-during-peace-process-report/.
[5] Unidad de Víctimas, Registro Único de Víctimas, 2019, en: www.unidadvictimas.gov.co/es/registro-unico-de-victimas-ruv/37394 (fecha de consulta: 5.6.2019).
[6] Programa Somos Defensores: La Naranja Mecánica, Bogotá, 2019.
[7] Indepaz: Todos los nombres todos los rostros, Separata de actualización, 30.4.2019.
[8] A partir de esta oposición a la política gubernamental, nació un movimiento intersectorial de políticos, académicos, organizaciones sociales y artistas denominado “Defendamos la paz”, que se ha propuesto insistir en el cumplimiento de los mismos a través de diferentes métodos colectivos.
[9] Por lo que se sabe públicamente, la acusación contra Santrich en los EE. UU. se basó en material de audio y vídeo obtenido en reuniones y llamadas telefónicas con Santrich por parte de los agentes provocadores encargados por la Administración para el Control de Drogas (en inglés: Drug Enforcement Administration, DEA), cuya tarea consiste, entre otras cosas, en prevenir el tráfico de drogas hacia los EE. UU. Según la defensa del acusado, se trataba de una trampa (“entrapamiento”), ya que Santrich asumía que los supuestos socios comerciales estaban interesados en proyectos productivos de los excombatientes de las FARC. El arresto y la posible extradición de Santrich tuvieron repercusiones en el proceso de paz, ya que redujo la confianza de los excombatientes desmovilizados de las FARC en las instituciones estatales y en el cumplimiento de los acuerdos de paz por parte del estado. Iván Márquez, miembro de la dirección del nuevo partido y jefe del equipo negociador en La Habana, regresó a la clandestinidad inmediatamente después de la detención de Santrich en abril de 2018.
[10] El 30 de junio 2019, la Unidad Nacional de Protección informó que Santrich, quien después de su liberación se había posicionado como congresista, abandonó su esquema de seguridad. Al momento de redacción de este artículo, su paradero es desconocido.
[11] Ver: Bermúdez Liévano, Andrés: Los debates de La Habana: una mirada desde adentro, sin lugar, 2019, p. 26.
[12] Casey, Nicholas: Colombia Army’s New Kill Orders Send Chills Down Ranks, 18.5.2019. en línea: www.nytimes.com/2019/05/18/world/americas/colombian-army-killings.html.
[13] Las protestas y campañas de organizaciones de la sociedad civil en Colombia y en Europa han hecho que el problema se haya vuelto cada vez más visible. Por ejemplo el movimiento “Defendamos la Paz” mencionado anteriormente promueve una movilización para el 25 de julio del presente año y la iniciativa “Defendamos la Vida”, lanzada por once embajadas de países de la Unión Europea en Colombia a principios de junio, igualmente pretende llamar la atención sobre la situación.
[14] CINEP: Violencia camuflada. La base social en riesgo, 2019, S. 7, en línea: www.cinep.org.co/publicaciones/wp-content/uploads/woocommerce_uploads/2019/05/2019509_Informe_ViolenciaCamuflada_2019_DDHH_Completo.pdf
[15] CINEP: ¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de Líderes Sociales en el Post Acuerdo, 2018, en línea: www.cinep.org.co/publicaciones/es/producto/cuales-son-los-patrones-asesinatos-de-lideres-sociales-en-el-post-acuerdo/
[16] Indepaz: Todos los nombres todos los rostros, Separata de actualización, 30.4.2019.
[17] González Posso, Camilo: El complejo paramilitar se transforma, 4.3.2017, S. 4, en línea: www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2018/09/EL-COMPLEJO-PARAMILITAR.pdf
[18] González Posso, Camilo: El complejo paramilitar se transforma, 4.3.2017, S. 4, en línea: www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2018/09/EL-COMPLEJO-PARAMILITAR.pdf
[19] Entrevista con el autor, publicado en: Graaff, David: «Paramilitärs versuchen, das Machtvakuum zu füllen», en: Neues Deutschland, 2.9.2017.
[20] Ver: CINEP: ¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de Líderes Sociales en el Post Acuerdo, 2018, en línea: www.cinep.org.co/publicaciones/es/producto/cuales-son-los-patrones-asesinatos-de-lideres-sociales-en-el-post-acuerdo/
[21] Sánchez, Diana: PAO para proteger a líderes sociales: ¿reedición de la seguridad democrática?, Semana Rural, 7.2.2019, en línea: www.semanarural.com/web/articulo/pao-para-proteger-a-lideres-sociales-y-seguridad-democratica/815
[22] Richani, Nazih: Fragmented Hegemony and the Dismantling of the War System in Colombia, in: Studies in Conflict & Terrorism, 2019.
[23] Hylton, Forrest/Tauss, Aaron: Peace in Colombia: A New Growth Strategy, in: NACLA Report on the Americas 3/2018, pp. 253–259.
[24] Según Richani, la fracción de capital que se beneficia del sistema de guerra colombiano es principalmente aquella cuyos intereses se centran en el uso, explotación y aprovechamiento de la tierra (una élite terrateniente que incluye negocios agroindustriales, especuladores, grandes ganaderos y corporaciones multinacionales extractivistas.), Richani, Nazih: Fragmented Hegemony and the Dismantling of the War System in Colombia, in: Studies in Conflict & Terrorism, 2019, p. 11.
[25] La expresión minga proviene originalmente del Quechua y significa «trabajo común» o «compromiso con el bien común».