Jugar y jugarse: Argentina y la final más sorprendente de la historia
En el país donde nacieron Messi, Maradona y el Che este mundial se vivió con una efervescencia social inédita, aún desde mucho antes del triunfo final. ¿Por qué el pueblo se movilizó y, a su modo, buscó las mil y una formas de participar? Más que en el fútbol como tal, más que en la victoria, es en el juego donde se fermentan los vestigios posibles de la felicidad. Y en la conquista de la felicidad hay, también, algo de justicia social.
Durante más de un mes familias enteras repitieron rituales, niños y niñas se inventaron camisetas con bolsas de nylon o papel, abuelas se integraron a las barras juveniles del barrio en los festejos, coros infantiles combinaron voces barítonas y tenores para interpretar canciones de la tribuna, una colectividad inédita de “brujas argentinas” enseñaron por redes sociales y TV macumbas caseras, personajes antipopulares —el expresidente M*cri— fueron evitados por “mufas”. Cuando algún analista pretendió explicar que no había que creer en la superstición, la respuesta no fue científica sino emocional: dejá a la gente que disfrute, no vengás ahora con ese racionalismo acá (un rosarino le hubiera dicho al refutador de leyendas “bobo, andá pa´llá”).
El hashtag #ElijoCreer se convirtió en una guía risueña e ingeniosa de coincidencias inverosímiles con hechos ocurridos en los años 1978 o 1986, cuando Argentina ganó la copa mundial, o con circunstancias dadas en las victorias inmediatas anteriores, como si en la repetición de cada quién se proyectara una fuerza mágica que empujara al equipo a ganar. Inventar o forzar cábalas se convirtió en un gran juego nacional. Como tituló la revista satírica Barcelona: “Atropelló a una persona el día de Argentina-Croacia y ahora busca una nueva víctima ´para darle suerte a la albiceleste´”. La producción de memes fue otra actividad de masiva participación popular.
Por momentos, la búsqueda de canalizar la excitación del juego derivó en otro deporte nacional: la politización de todo lo que nos interpela como pueblo. En algunos casos esa politización resultó exagerada, en otros absurda, de tan forzada. Cuando Argentina perdió su primer partido se echó a rodar la versión de que la FIFA, por intermedio de M*cri —que preside una fundación de esa institución del fútbol mundial— quería perjudicar a la selección de Messi para que le vaya mal al gobierno actual (con el diario del lunes, podemos decirlo: nada más lejos de la realidad). Cuando se enojó El Gran Capitán se teorizó sobre su maradonización, su repentino “enfrentamiento al poder”, el Messi “plebeyo” guevarista-kirchnerista y otros tantos sinsentidos. En esa línea se inscriben las deformaciones que provoca aplicar sin filtros la geopolítica al fixture del Mundial: que los de Marruecos ante España y Portugal son triunfos vindicatorios de los pueblos oprimidos, cuando el reino de Marruecos es el gran opresor del pueblo saharaui; que si Argentina le gana a Países Bajos o Francia es un triunfo del “tercer mundo” contra la Europa imperial… cuando el 98% de los jugadores sudamericanos mundialistas juegan y viven y son parte de la élite de aquella Europa con la que repentinamente los buscamos contrastar.
¿No hay choques más allá del resultado, entonces? Sí, claro, pero en todo caso, choques futbolísticos, de estilos de juego que nos pueden gustar o emocionar más. Tiene más sentido identificar cierta técnica potente y calculadora en el fútbol europeo, y reivindicar los genes más creativos, más de gambeta y potrero en nuestro fútbol de acá (entiéndase rioplatense, carioca o del surgido en el pacífico colombiano). Bien vale tomar nota del atrevimiento y la frescura de los equipos africanos, o la tenacidad de los asiáticos, y buscar comprender los porqué en elementos históricos o culturales. El deporte, el juego, después de todo, también son formas ancestrales del saber y el aprender. El análisis, el debate sobre las estrategias, la proyección de las conclusiones a otras disciplinas de nuestras vidas, bien pueden ser parte del entretenimiento, proyección genuina del gusto por ver jugar, una forma accesoria de participar. Además de sentirlo, es apasionante entender este deporte magnífico que alguien por ahí definió como “la dinámica de lo impensado”. Pero si nos vamos de ese lugar lúdico, recreativo, de aprendizaje, la politización forzosa suele llevarnos a más de un desastre conceptual. Messi no es Maradona y la selección nacional no es aquel equipo de guerrilleros con vocación futbolera del MRTA.
El sociólogo y docente Pablo Alabarces, quien lleva más de 30 años estudiando el universo del fútbol y su relación con la cultura popular, escribió días atrás un artículo titulado “Los intelectuales no saben nada de fóbal”. Allí, después de cuestionar algunos desvaríos analíticos, propone: “Que el fútbol nos permita cosas importantes también incluye callarse la boca y disfrutar. A callarse y a sufrir y a gozar, que eso es el fútbol. Después hablamos: de amor y de goce y de festejo, o de la esperanza de la próxima”.
Días atrás se viralizó la historia del Rana Daniel Valencia, campeón del mundo en Argentina 1978, quien rechazó la invitación de la FIFA para viajar a Qatar porque prefería ver esta final con su familia, en su casa, compartiendo los mates con su hijo. “Yo no practico fútbol, yo juego a la pelota”, diferenció, cuando le preguntaron por el peso en su vida del fútbol profesional. Jugar a la pelota, simplemente. Así también se puede ganar un mundial.
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Una expresión popular —aunque bastante antifútbol— sentencia: “ver un partido y decir ´ganamos´, es como ver una porno y decir ´cojimos´”. Sin entrar en polémicas sobre el porno, asumamos que es una afirmación ingeniosa, aunque un poco engañosa.
Porque, sí, en estos días, en todo el mes, el pueblo futbolero —y quienes no lo son tanto pero se permitieron acompañar—, quienes estuvimos del lado de afuera de la línea de cal, también ganamos. Ganamos alegrías, tuvimos excusas para encuentros rebosantes de emoción y amistad, nos sentimos bien al alegrarnos por el triunfo de alguien más (Lio, más que nadie), y eso también es ganar.
Y ganamos porque jugamos. De mil modos posibles, también supimos jugar. En Argentina, el deporte de Alfredo Distéfano, Estefanía Banini y Julián Álvarez reactiva lazos sociales adormecidos, habilita el ejercicio sin fin de la creatividad popular (las canciones de cancha, por caso), incentiva reflexiones callejeras mucho más certeras que más de un análisis de los especialistas de la televisión o la academia, invita a movilizarse y a festejar. Está demostrado: en estos días, el juego de Messi y de aquellos otros muchachos en Qatar potenció como ningún otro hecho —me atrevería a decir: en la historia— la felicidad popular.
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Además, este deporte que vemos jugar para buscar nuestro reflejo de victoria dio, en este mundial, en la imagen de esta selección, un bello y motivador espejo que nos invita a soñar con otras formas posibles de habitar la cruda realidad que condiciona nuestras vidas. ¿No es una motivación muy sana la reivindicación del espíritu de equipo que los de Scalloni practicaron en todo el proceso, esa mezcla tierna de apoyo mutuo, compañerismo y amistad? ¿No es genuina la emoción que nos despierta ver cómo esos atletas de alto rendimiento, que están siendo vistos por todo el universo, quieren, dejando de lado el ego, que el gol lo haga el compañero? Messi quiso que brillen los pibes, y estos querían más que nada que él sea el campeón, tanto o más que la selección nacional. ¿No está buena esa garra que le ponen en los momentos difíciles, como complemento siempre necesario del talento, del trabajo, del simple hacer lo que hay que hacer? Además de ver buen fútbol, gambetas y goles, ¿no brindan esos pibes un lindo espejo donde un pueblo golpeado pero aguerrido se puede ver reflejado, y motivarse con eso aún más?
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La expresión que acompaña el título de esta nota, “jugar y jugarse”, no remite Messi o a Maradona sino a Paulo Freire. Así se llama un libro de Mariano Algava donde sistematiza experiencias de educación popular. No es un texto sobre fútbol, aunque de algún modo también se lo puede resignificar en este contexto de euforia Mundial. La metáfora del fútbol está integrada a nuestra idiosincrasia, a nuestra cultura popular.
Escribe Claudia Korol en el epílogo del libro de educación popular: “La alegría que sentimos nace de la constatación de sabernos cómplices en la aventura de reinventar el mundo. No lo haremos en un acto solemne. No lo haremos en una sucesión de proclamas heroicas. Lo haremos con picardía, sacando fuerzas de la debilidad, aprendiendo los pases, el juego en equipo, el sentido de nuestros movimientos, en la misma cancha. No sabemos cuántos goles nos harán todavía. Pero seguimos apostando a la alegría y a la libre creatividad”.
Quienes disfrutamos del fútbol sabemos, al igual que lo saben quienes practican la educación popular, que nada grande se puede hacer desde el individualismo, sin alegría y sin saber remontar los goles que nos harán. Sabemos, en el juego y en la lucha, que la felicidad del pueblo es un valor que nos impulsa a ganar. Jugar y jugarse. De eso se trata, nada menos y nada más.