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La emergencia de lo popular y los no tan nuevos mundos del trabajo

La economía popular es un fenómeno que cada vez adquiere más peso político en el país. Sin embargo, buena parte de las izquierdas aún no han logrado situar su papel dentro de un proyecto estratégico de cambio social. En los desencuentros entre el trabajo y el salario se halla la economía popular. A continuación un mapa político para entender los no tan nuevos mundos del trabajo.

Ya no es lo mismo caminar por el pasaje Junín en Medellín. Las novelas de época narran un vanidoso corredor: cafés, salones, música y comercio. El espectáculo de la cultura obrera en una suerte de belle epoque paisa. Pero aun con el bálsamo que ofrece la literatura, la Junín de hoy sería inenarrable para las plumas ansiosas de una modernización inconclusa. Uno se adentra en un paisaje estridente: bailarines en las bancas, saxofonistas en las esquinas, un anciano vende-todo y una mujer que ofrece diminutas flores de colores al por menor. En medio del bullicio, se acercan a ofrecerte plata: “¡le prestamos hasta 30 millones!”, “¡si no es pensionado, le prestamos en hipoteca!”, “¡le ofrecemos 200 meses de plazo!”. Cuando uno cruza la calle, termina en los bolsillos con decenas de tarjetas: trabajo sexual, préstamos dudosos y todo tipo de oficios en busca de quien tenga algún problema con el lavaropa o, quizá y solo quizá, un viejo amor al que reconquistar con las artes ocultas de todo gran centro urbano.

El “mundo del trabajo” no es lo mismo, y hace mucho que no lo es. ¿Qué es lo que ha cambiado? Hay quienes dicen que para responder esta pregunta hay que acudir al discurso remanido del fin de las clases sociales y la abolición final de aquella lucha que las caracterizaba. Pero no, no es eso lo que sucede. Puede ser cierto que varias décadas de agresivos (y por lo general violentos) ajustes en contra de la clase trabajadora hayan minado su principal instrumento de organización durante la intentona industrial: el sindicato. Sabrá Dios si volveremos a ver, con la misma masividad y recurrencia, aquellas potentes tomas de empresas que por meses se convertían en el espacio de vida de miles de familias obreras y de toda una generación militante. Lo cierto es que para muchos la calle se convirtió en la fábrica, y el patrón que castiga y recompensa se disolvió en las figuras del Estado y del mercado.  

Es una pena para nosotros, nostálgicos de las viejas glorias obreras. Pero más penoso lo es para un pensamiento de izquierdas que no ha superado el despecho de la derrota en el mundo del trabajo. Desde esta perspectiva, la emergencia de lo popular —del trabajo expulsado de la economía del salario— es el ocaso de una visión del mundo que tenía al trabajador asalariado como pivote único y exclusivo de la rebelión social. Y si antes ciertos izquierdistas creían que podían ignorar las demandas de mujeres, pueblos originarios y campesinado, lo que hoy llamamos la economía popular es verdaderamente un gigante ineludible. Y lo es incluso para la más descarada miopía política. 

En otra parte mostramos que tras la encerrona del COVID-19 fueron los mal llamados trabajos informales los que apalancaron la reactivación económica en el país.1 Pero lo que parece novedoso, no lo es tanto en realidad. La imagen de laboriosos individuos puestos al margen de la relación de dependencia salarial, aun cuando no hacen más que trabajar, no es para nada nueva en nuestra región. La forma en la cual cada economía se incorpora a los patrones globales de acumulación de capital define muy claramente las características y composición de clase de su fuerza de trabajo. Nuestro capitalismo, pese a todos los mitos del izquierdismo oficial, nunca impuso unas circunstancias en las cuales el trabajo asalariado prevaleciera como el centro único sobre el cual gravitara la experiencia y composición de clase. Para nosotros, lo popular se ha tornado en el prisma para observar los espasmos de un capitalismo tan elástico como tembloroso.    

El trabajo a la vuelta de la esquina 

El marxismo ortodoxo siempre ha tenido problemas al vérselas con aquello que queda por fuera de la fórmula clásica de la explotación: salario, plusvalor, mercancía fuerza de trabajo y ganancia. Por desgracia para este marxismo simplificado, es imposible pensar en una sociedad que ceda por completo a los afanes mercantilizadores del capitalismo. So pena de implotar, las sociedades capitalistas recurren —en diferentes escalas— a los bienes públicos y al trabajo no asalariado de la reproducción social como resortes de contención ante los brotes de insatisfacción social. Pero más aún, en nuestros países, donde las relaciones de valor se impusieron sin la generalización de las relaciones salariales, la ortodoxia (la mainstream y la marxista) ha encontrado límites infranqueables para intervenir esta abigarrada realidad. Por polémico que suene, es tan ficticia la imagen social de individuos aconductados milimétricamente por la ley de la oferta y la demanda, como la de un proletariado compacto y plenamente asalariado. Si ignoramos aquellas las sociedades de laboratorio, veremos por el contrario la extensión de un proletariado sin salario que le da forma al vector de lo popular. 

Lo que hoy llamamos economía popular constituye una gran cantidad de población que, en buena parte de los países de la región, supera la mitad de la clase trabajadora activa. Esta economía está compuesta por todos aquellos trabajadores que no están empleados por un patrón que les ofrezca un salario a cambio de un tiempo de trabajo en el cual, por lo general, el propietario del capital logra extraer y apropiarse de los excedentes que solo ese trabajo puede producir. Para apropiarse legalmente de esa riqueza, algunos capitalistas se someten a las —cada vez más laxas— regulaciones que orientan las reglas de juego de la extracción de riqueza a través de la explotación del trabajo. Pero los sujetos de las economías populares trabajan —y trabajan mucho—, y a pesar de eso no tienen jefes, no devengan salarios, ni están cobijados por derechos laborales. 

En ausencia del pacto salarial que incorpora un paquete de dinero, derechos laborales y cierta representación política, los trabajadores populares aseguran sus ingresos monetarios haciéndose con sus propios instrumentos de producción y activando, a través de ellos, su trabajo. La gran mayoría ejerce su oficio a su propia suerte, sin un ingreso mínimo asegurado por una relación bilateral de explotación, sin el respaldo de los dispositivos legales de protección al trabajo, y sin más lugares de trabajo que el mismo espacio público. La mayoría de las ramas de la economía popular se caracterizan por ocupar el suelo urbano y los sistemas de transporte. Artistas callejeros, artesanos y venteros se arrojan al espacio público como entorno para reproducir su vida. Pero la calle es un camino escarpado, y hay quienes caen en un viacrusis laboral, representado casi bíblicamente en la vida paria de ir de feria en feria. Los feriantes encarnan el extraño papel de ser trabajadores obligados a pagar para trabajar. ¡Pagar para trabajar! El sueño del proletariado produce monstruos.  

Ahora bien, es cierto que nadie se ha topado con un ventero ambulante ofreciendo dos levitas por veinte varas de lienzo en El capital de Marx. ¿Significa esto podar hasta el límite las fronteras explicativas de los marxismos? ¿Es acaso el triunfo de la pragmática antiteórica de algunas izquierdas contemporáneas? En absoluto. La economía popular no es más que un remoquete para hablar de un gran sector de la clase trabajadora urbana que escapa a las categorías más típicamente popularizadas del marxismo. Nos referimos a trabajadores activos que se inscriben en circuitos productivos, comerciales y dinerarios del capital. No son precisamente los “trabajadores libres y asociados” prefigurados en ocasiones por Marx, pero tampoco encajan en un “ejército industrial de reserva” que fluctúa entre la desocupación y la salarización de los ciclos industriales. En otras palabras, la economía popular consiste en una masa creciente de la fuerza de trabajo que se autoemplea, o si se quiere hacer uso de cierta terminología, son —estrictamente hablando— trabajadores dueños de sus medios de producción que han construido unas tramas laborales por fuera del dispositivo salarial. Es lo que Michael Denning denominó con mayor precisión: vida sin salario.2

Por supuesto, las increíbles fábricas de las big tech se hallan muy lejos del carrito de comidas rápidas, de las herramientas del artesanado o de las bagatelas requeridas para el show del artista callejero; y las esquinas bulliciosas de Medellín se parecen muy poco a Silicon Valley, pese a todo lo que diga el alcalde. Podríamos decir que los medios de producción en manos de las economías populares no son, al menos en primera instancia, instrumentos para la apropiación privada del excedente social. Claro está, los espantos de las calles impiden cualquier tipo de romantización acrítica, y las modalidades a través de las cuales alguien puede asegurar ingresos monetarios cuando carece de un salario no son siempre los ficticios repertorios de las “economías solidarias”. Más allá de esto, basta nombrar el hecho de que los individuos que se adhieren a lo que llamamos economías populares viven de su propio trabajo. Comprobado así el carácter de clase de las economías populares, la pregunta que todo buen marxista podría hacerse es: “¿y la explotación qué?”. 

Eso, ¿y la explotación qué? 

Recordemos que en el argot marxista la explotación no es un término moralizante, como suele usarse en el habla cotidiana. Por el contrario, es el proceso a través del cual prevalece, como regla general de la acumulación capitalista, la apropiación privada de los excedentes producidos por todos quienes trabajan. La explotación, en ese sentido, no tiene nada que ver (aunque puede ir acompañada) con malos tratos, excesivas cargas laborales o el uso de recursos violentos para doblegar al trabajo. Dicho de otro modo, lo que llamamos explotación es esa relación entre producción y apropiación que define la generalidad de la vida cotidiana en el capitalismo. Todas aquellas personas que pertenecen a la clase que vive (mejor o peor) de su propio trabajo están sometidas a una relación de explotación. Ahora bien, en el núcleo argumentativo del marxismo la explotación ha estado fuertemente ligada a la existencia del salario. La mistificación que envuelve al salario consiste en instalar la apariencia social de que a cada quien se le paga por su trabajo. Sin embargo, para Marx al asalariado se le paga el uso de su capacidad de trabajar por un determinado número de horas, se le paga el valor de la fuerza de trabajo hecha mercancía, se le paga (en el mejor de los casos y descontando el trabajo impago de la reproducción) lo que requiere para reproducirse a sí mismo en su entorno social específico. La diferencia entre lo que produce quien trabaja y aquello que le toca bajo la modalidad de un salario es lo que llamamos explotación. 

Dicho esto, surgen una serie de incógnitas. De un lado estamos de acuerdo con que las economías populares están compuestas por sectores de la clase trabajadora que aseguran sus ingresos monetarios a través del uso de medios de producción propios y del ejercicio de su trabajo. Del otro lado, también estamos de acuerdo con que la explotación es el eje estructurante de los modos a través de los cuales se administra el trabajo en el capitalismo. Antes que las economías populares, las mujeres tuvieron que lidiar con el problema de entender la explotación a través del prisma de los trabajos sin salario (o en su caso, sin ningún tipo de pago). Silvia Federici mostró cuán rápido se puede pasar de la mistificación del salario al patriarcado del salario.3 En su caso, las mujeres definieron un sujeto político y un lugar en la lucha de clases a través de la comprensión del papel que el trabajo impago de la reproducción social juega en el sostenimiento, no solo de la economía salarial, sino del conjunto de las relaciones de valor y de la vida misma. Pero en el caso de las economías populares, estas sí reciben ingresos monetarios y participan formalmente en los circuitos comerciales, productivos y dinerarios del mercado.     

Pareciera que las economías populares se encuentran en una patética situación. La posición dominante indica que son economías de subsistencia en las cuales, por ejemplo, no puede existir acumulación de capital. La explotación quedaría así por fuera del horizonte de lo popular, reservada a los trabajadores asalariados, encarnada en la figura de un patrón y de un equipo de gerentes. Así las cosas, bajo esa mirada, la ausencia del dispositivo salarial arrojaría a las economías populares a la categoría de una mera reproducción simple, una posición estéril políticamente que no tendría más opción que “ascender” a la economía salarial o hundirse en el pantano de una marginalidad parasitaria. Buena parte del fracaso de la izquierda revolucionaria de hoy ha tenido que ver con que abandonó el soporte elemental (aunque no el único) de la lucha de clases desde una óptica materialista: el trabajo. La actual composición del mundo del trabajo muestra en las economías populares el chispazo que hacía falta tras la crisis del sindicalismo clasista. La explotación, como veremos, ha sido mal entendida en la figura de una relación bilateral entre empleado y empleador. Pero el capitalismo siempre ha tenido más de sistémico, de abrasivo y de abigarrado que de subjetivo. Intentemos, por el momento, comprender sus puntos de anclaje. 

Los dos vectores

En sus escritos, Pablo Chena sostiene que la explotación de estas vidas sin salario tiene dos relaciones fundamentales, dos vectores constitutivos.4 Primero, se trata de una explotación comercial basada en la desvalorización de los trabajos populares. De acuerdo con Chena, Marx no identifica la creación de valor como un asunto que suceda de puertas para adentro de las unidades productivas. El valor, por el contrario, es un proceso social que únicamente adquiere realidad efectiva en su realización. O dicho en cristiano, por muy buenas intenciones que yo ponga en la producción de mi brillante emprendimiento, si aun luego de publicitarlo apasionadamente entre amigos y familiares nadie se encuentra en la disposición de darme un peso, sencillamente todas esas semanas de trabajo no encarnan ningún tipo de valor. 

La discusión sobre el valor es extensa y —solo para algunos pocos excéntricos— emocionante. Por ahora, únicamente interesan sus consecuencias inmediatas. Las economías populares son explotadas en la medida en que el valor del producto de sus trabajos es medido por debajo de lo que es socialmente aceptado para ese mismo tipo de mercancías. Como si no bastara con la presión técnica que recae sobre una organización del trabajo ya bastante limitada, el mercado castiga a estas economías subvalorando sus productos bajo la premisa de la calidad. Siguiendo con Chena, la inapelable disciplina del mercado no solo fija criterios de productividad y tecnificación. Al fin y al cabo, cuando hablamos del valor como un procedimiento de acreditación social a través del dinero, juegan una infinidad de circunstancias que definen los mercados del mundo real, y no aquellos de los voluminosos libros de microeconomía. Así las cosas, la identificación de lo popular con mercancías de menor calidad refleja una especie de higiene del poder y habilita el primer vector de explotación de las economías populares.

Ahora bien, las secuelas de la desvalorización del trabajo popular son el caldo de cultivo para el segundo vector de explotación. Empecemos por lo obvio. Un trabajo desvalorizado no es un mero problema teórico, es un vívido drama para el sostenimiento de la vida de una enorme parte de la clase trabajadora. Las economías populares suelen caracterizarse por la baja productividad del trabajo, los reducidos ingresos, la escasa capacidad de ahorro y, por tanto, los menguados procesos de acumulación de capital. En ese sentido, las unidades económicas populares son frágiles y encuentran todo tipo de dificultades, incluso, a la hora de recomenzar un nuevo ciclo de inversión o de pagar la admisión a una feria comercial. Con todo y lo poco atractivo que suene este panorama, estas condiciones precipitan la existencia de una densa trama financiera que se fermenta de manera generalizada dentro de las economías populares. La financiarización de las economías populares no es una excepcionalidad o una mera dislocación. La incrustación de una enorme enredadera financiera dentro de los pliegues de las vidas sin salario ha sido ampliamente documentada. En Argentina, por ejemplo, Verónica Gago y Lucía Cavallero relatan cómo las finanzas se anclan a las economías populares a través del respaldo de los subsidios instalados por los gobiernos de corte progresista.5 Silvia Federici hace lo suyo con una punzante crítica a las microfinanzas en África.6 Los estudios de Philip Mader7 o Randy Martin8 aportan en esta misma vía desde una perspectiva de influencia marxista. 

En ese sentido, la explotación financiera constituye la segunda clave para comprender la extracción de valor en las economías populares. La financiarización de lo popular, como veremos, contradice el prejuicio que mantiene a estas economías en la triste imagen de un infinito circuito de reproducción simple. Lo que se ve, por el contrario, es que a las orillas de lo popular se sitúa un concurrido universo financiero que, a la vez que engrasa los ciclos de las unidades económicas populares, articula una serie de estrategias para acceder a diversas formas de apropiación de valor. Por tanto, el principal repertorio a través del cual las finanzas capturan las economías populares es el endeudamiento. Se podría argumentar, sin embargo, que en el caso colombiano —y en otros, seguramente— el limitado acceso al crédito bancario es parte de los grandes problemas del trabajo que se autoemplea. Y es cierto. Las economías populares son sistemáticamente excluidas del crédito convencional al ser identificadas con la idea de riesgo, y de ahí, con el incumplimiento o la morosidad. Es una suerte de frustrante derecho de admisión al capital, por pequeño que este sea. Por supuesto, esto no deja de ser paradójico viniendo de la tecnocracia bancaria, reina y señora a la hora de usar plata ajena en operaciones bursátiles de altísimo riesgo.  

Al final, la noción de riesgo cumple en la explotación financiera un rol paralelo al de la calidad en el vector comercial. Es un repertorio moralizante que intenta mantenerse bajo una apariencia eminentemente técnica. La caracterización de sujetos riesgosos expulsa a los sectores populares de las regulaciones convencionales del crédito bancario, y abre el paraguas para que arrime un universo de endeudamiento costoso compuesto por ONG, microfinancieras y estructuras criminales. En Colombia, las oficinas de cobros coercitivos, mejor conocidas como los préstamos gota a gota, se han convertido en verdaderas redes transnacionales de extracción de valor hacia las economías populares de todo el continente. Su éxito se deriva del modo particular en el cual capturan los procesos de endeudamiento de los sectores populares. El sistema gota a gota logra establecer una relación singular entre acreedor y deudor y, al mismo tiempo, construye un procedimiento común de cobro amparado en la violencia. Los cobradores de este sistema recorren los sitios de trabajo de los sectores populares, realizan desembolsos de manera rápida y pactan condiciones de pago considerando los dilemas del trabajo popular. A cambio, extraen enormes porciones de valor a través de tasas de interés usurarias, emplean la violencia (y no el prestigio, los subsidios o las reprimendas legales) como soporte implacable de pago y, en últimas, despojan a los deudores morosos de su patrimonio familiar como contrapartida del eventual impago.

Podría decirse que el gota a gota crea un régimen espacio-temporal adaptado al endeudamiento de las economías populares. También podría decirse que es un circuito de capital que combina momentos de explotación financiera con operaciones continuas de acumulación por desposesión. Si las finanzas convencionales homogeneizan trabajos heterogéneos al sobreponerlos como desplazamientos temporales del dinero, el gota a gota resalta las particularidades de los trabajos populares para apuntalar una captura situada de la deuda popular. La geografía del gota a gota no es la de las torres financieras en las zonas acaudaladas de la ciudad, los cobradores recorren los barrios populares y los paisajes barrocos del comercio callejero. El tiempo, que de por sí es un factor frenético en el capitalismo, en el gota a gota se torna, junto a la violencia, en el principal instrumento de regulación de la competencia entre diferentes oficinas de cobro. No hay lugar a dudas de que el gota a gota se perfila como un repertorio de peso en el cosmos de la deuda. Su expansión en la última década por América Latina, Europa y Estados Unidos muestra que las economías populares son un creciente sector de los trabajadores cada vez más claramente definido dentro de la composición global de clase. También muestra que el capital se resiste a ser encasillado en dualismos como legal o ilegal, formal o informal, que, pese a todo, le son funcionales. El capital es, al fin de cuentas, capital. Por este motivo, vale la pena insistir en que lo popular es un lente insobornable del capitalismo contemporáneo. 

Una política para lo popular

En airadas discusiones de izquierdistas es común escuchar que lo popular no ofrece un horizonte político claro. Para estos sabios, la política es una cuestión de “intereses objetivos” y solo el trabajo asalariado revela una contradicción cara a cara contra el capital. Lo popular, desde esta daltónica óptica, es interpretado como algo parasitario o lumpen en el mejor de los casos. Llegados a este punto, sin embargo, espero haber demostrado que lo popular está constituido por trabajos expulsados del dispositivo salarial y explotados a nivel comercial y financiero. Ofrezcamos calma a los expertos marxólogos: lo popular es explotado, ergo, puede ser legítimamente un sujeto político dentro de la lucha de clases. Queda por resolver, pues, una cuestión adicional. Las economías populares no son solo víctimas de diversas modalidades de extracción, también tienen enemigos y relaciones de poder que tensionan y constituyen su existencia. Veamos este punto en detalle. 

Primero, la explotación no es únicamente la lógica propia del metabolismo social en el capitalismo. No es solo una relación económica objetiva. Es, en lo fundamental, un mapa político del modo en el que se desenvuelven nuestras relaciones sociales. La explotación es, en definitiva, un asunto de poder. La pregunta, entonces, consiste en descubrir los repertorios que el capital emplea para disciplinar la fuerza de trabajo. La cuestión es amplia y ofrece respuestas muy variadas. A pesar de todo, es evidente que el instrumento político por excelencia para controlar una parte de la fuerza trabajo activa es el dinero en forma de salario. El salario, para esa porción de la clase trabajadora que accede a él, es un instrumento político de subordinación. Nadie patea a la lonchera, como sentencia la sabiduría popular. Pero a los trabajadores no solo se les domina a través del estómago. La religión, el sistema educativo, las costumbres familiares, la cárcel, los medios de comunicación, la ideología y la casi siempre eficaz violencia hacen parte de un vasto catálogo de herramientas para establecer (y perturbar) relaciones de poder. 

Ahora bien, ¿qué sucede cuando entre el trabajo y el capital no intermedia el salario? Las militantes feministas se hicieron esta pregunta en la segunda mitad del siglo pasado. Su propósito era comprender las características del trabajo reproductivo y los puntos de anclaje de una política liberadora desde el prisma de las mujeres y la reproducción social. El capital disciplina el trabajo impago de las mujeres  instalando ideales morales alrededor de la idea de lo femenino, interponiendo la figura del varón asalariado en el hogar, fijando políticas de control de la sexualidad y la natalidad, y creando entornos sistemáticamente violentos para las mujeres. En el caso de las economías populares, el modo en el que acceden a los ingresos monetarios dibuja el primerísimo plano de su subordinación y, por su puesto, del las formas en las que impugnan el orden sociopolítico vigente. Los últimos años de investigación militante en América Latina han descifrado una enorme cantidad de dispositivos de opresión circunscritos al trabajo popular. Para los limitados propósitos de este ensayo, y sin intención de cerrar la discusión, describiremos tres escenarios (para nada novedosos) de lucha de las economías populares por recuperar la riqueza social: el mercado, el espacio público y el Estado. 

Para empezar, en el mercado las economías populares entablan dos relaciones conflictivas fundamentales. De un lado, encarnan el papel de vendedores dentro de la relación comprador-vendedor y, del otro lado, se sitúan en el polo de los deudores en el seno de la relación deudor-acreedor. Ya habíamos dicho que este par define la explotación de las vidas sin salario, pero en el plano de la acción política aún queda mucha tela por cortar. En primera instancia, el endeudamiento experimentado por las economías populares reemplaza al salario en su faceta de instrumento de disciplina social. La gente se endeuda para trabajar, y trabaja para pagar sus deudas. La extensión de la deuda en las economías populares es la ampliación de un compromiso político en torno a la distribución de los ingresos del trabajo popular. Los acreedores precipitan una relación política que se acomoda y, al mismo tiempo, conflictúa con las condiciones en las que las economías populares desarrollan su trabajo. No importa si son las microfinanzas, la banca convencional o la deuda coercitiva ilegal. En las circunstancias técnicas y económicas del trabajo popular, las tramas financieras tienen un rol fundamental en la administración de la vida cotidiana. Ante este panorama, el objetivo político de desendeudar las economías populares significa un replanteamiento del actual régimen de acumulación de capital. 

Por su parte, en la relación comprador-vendedor se visibiliza una contradicción que, aun hallándose en el plano del mercado, requiere otro tipo de respuestas. Si para desendeudar las economías populares presuponemos —en el mejor de los casos— la expulsión de la figura de acreedor y la reorganización de las condiciones de financiamiento del trabajo popular, cuando nos situamos en el proceso comercial de las economías populares la principal demanda es el mejoramiento de la capacidad negociadora en el polo del vendedor. La desvalorización de los productos del trabajo popular es un fenómeno que puede ser intervenido a través de iniciativas de compra pública u otros programas de fomento comercial. De hecho, la lucha contra la desvalorización de sus trabajos es algo que ya está incorporado en los repertorios de las economías populares. Me refiero a la autoorganización de pasajes artesanales, ferias populares y la ocupación permanente de espacios urbanos a través del compromiso y solidaridad entre distintas ramas de las economías populares. 

Este último aspecto de la lucha contra la desvalorización del trabajo popular está íntimamente relacionado con las demandas por ocupar el espacio público o, hablando de manera más general, por el derecho a la ciudad. En las economías populares se rompen continuamente las barreras espaciales entre la calle, la casa y el trabajo. Por un lado, es cierto que la producción y circulación de mercancías de algunas ramas de la economía popular encuentra su núcleo en el hogar y, de este modo, densifica las relaciones que se concentran en la infraestructura hogareña. Solo basta pensar en los talleres familiares del mundo textil para evaluar los impactos que el borramiento de las fronteras entre espacio de producción y espacio de reproducción social imponen a la vida popular. A pesar de eso, una gruesa franja de los trabajadores populares reclaman la calle como espacio para producir y realizar la riqueza social y, por tanto, para asegurar el sostenimiento de sus vidas. 

En este punto se comprende que la batalla diaria de las economías populares por hacer uso del suelo urbano y de los sistemas masivos de transporte no es otra cosa que lucha de clases. En las reglas de juego que definen la destinación de los espacios y equipamentos urbanos se hallan cristalizados los compromisos de clase en torno a la apropiación del valor en una determinada zona de la ciudad. La regulación del espacio público es un escenario de contienda en el cual rentistas urbanos, inversionistas y comerciantes se enfrentan con algunas ramas de la economía popular alrededor de la distribución de la riqueza que circula en el espacio urbano. Bajo esta perspectiva, las autoridades encargadas de aplicar los manuales de espacio público no hacen otra cosa que administrar las condiciones para la acumulación de capital y, de una forma u otra, privilegiar un determinado arreglo de poder en la ciudad. 

La escalada de los conflictos asociados al uso del suelo urbano para las economías populares ha tenido episodios memorables en una ciudad como Medellín y ha revelado que, detrás de la apariencia técnica del ordenamiento territorial, se encuentra la pelea por la apropiación del valor. En el año 2012, un estallido de venteros estremeció el centro de la ciudad y movilizó a cientos de trabajadores de la economía popular en contra del Plan Integral de Intervención del Centro de Medellín. En ese momento, la respuesta ante los masivos desalojos propuestos por la administración de la ciudad fueron las acciones de calle, las tomas de las oficinas de espacio público y la parálisis total del comercio y la movilidad en el sector. Pese a que han pasado más de 10 años de lo ocurrido, las izquierdas locales no han logrado valorar estratégicamente el sujeto político que, en aquel entonces, emprendía una importante labor de recomposición del campo popular tras la crisis organizativa a la que había llegado lo comunitario.  

Ahora bien, solo queda por abordar la cuestión del Estado en el mapa político de las economías populares. En primera instancia, es necesario decir que las economías populares adquieren su actual envergadura gracias a los programas de ajuste en la región y del modelo de gestión neoliberal de la vida que se impuso con estos. La configuración actual del Estado capitalista reemplazó los derechos sociales por las transferencias monetarias focalizadas, sustituyó la protección social al trabajo por la atención individualizada a la pobreza, y privilegió dentro de las finanzas públicas el pago de la deuda sobre la formulación de política social. En definitiva, lo más destacado de los Estados neoliberales —en el plano de esta discusión— se encuentra, de un lado, en el rol que juegan en la distribución de la riqueza social y, de otro lado, en los instrumentos monetarios de control social diseñados para contener aquella población expulsada del dispositivo salarial. 

Las fuerzas que operan al interior de los Estados capitalistas periféricos han asegurado arreglos institucionales que favorecen una masiva transferencia de riqueza social a las manos de aquellos inversionistas dedicados a obtener rendimientos de los bonos de deuda pública. El primer paso de esta operación fue la llamada independencia del Banco de la República establecida en la Constitución de 1991. En esta nueva correlación de fuerzas, la exigencia de derechos sociales y de un sistema de protección social al trabajo supone desafiar la destinación del excedente social capturado por el Estado a través de los impuestos. Debido a su ubicación dentro de las relaciones de producción, las demandas de las economías populares logran interpelar la organización misma del actual régimen de acumulación del capital. Podríamos decir que cuando los trabajadores de las economías populares se reclaman justamente como trabajadores, están en el fondo exigiendo un aparato de derechos y protección extensivo a quienes se encuentran por fuera del dispositivo salarial. Al mismo tiempo, y como se ha mostrado claramente en los últimos meses, reconocer a las economías populares abre una caja de Pandora de la cual se escapa estruendosamente la lucha por el excedente social manifiesta —como lo ha ilustrado rigurosamente el profesor César Giraldo— en la contradicción entre el pago de la deuda y la política social.9

Reorganizar el trabajo

Llegados a este punto nos encontramos frente a un dilema mayor, el capitalismo contemporáneo se ha demostrado incapaz de asimilar esta gran masa de trabajadores a través de la extensión de las relaciones salariales y, a su vez, nadie en sus cinco sentidos puede argumentar a favor de las condiciones que viven los trabajadores populares. Nuevamente, la reflexión del feminismo marxista ofrece luces frente a esta cuestión. En un famoso artículo, Nancy Fraser demuestra que una de las grandes astucias del neoliberalismo fue incorporar en las luchas de las mujeres una dudosa noción de igualdad respecto al trabajo asalariado. Pero lo que se esconde en la salarización neoliberal de las mujeres es una doble jornada laboral, la una paga y la otra impaga.10 Del mismo modo, podríamos decir que la romántica insistencia de la izquierda tradicional por “formalizar” y “salarizar” unas otrora economías populares puede ser una terrible trampa. 

Este es, sin lugar a dudas, un terreno fangoso para la militancia. Las economías populares pueden llegar a convertirse en un sujeto a través del cual gravite la política de izquierdas en los próximos años. Su masividad, su entramado organizativo y su tensiones explícitas con el régimen de acumulación activan un tipo de política de masas que entrecruza las demandas sectoriales y el trabajo comunitario. Pero, con todo y eso, la visión de conjunto advierte un panorama mucho más complejo. Apenas con el gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez se empiezan a ensayar alternativas que vayan más allá del emprendedurismo, la asistencia social o la represión. Ahora bien, organizar las economías populares desde arriba es una opción peligrosa y se corre el riesgo de hacer de ellas una plataforma de formalización o un recipiente de subsidios. Reducir una provechosa participación estatal en el fomento de las economías populares al mero subsidio supone caer en un error ya diagnosticado por otras experiencias de la región. La utopía izquierdista de una sociedad de asalariados tiene un paralelo vergonzoso en una sociedad de subsidiados. Este periodo requiere de todo el ingenio y la inteligencia de las organizaciones populares y, al tiempo, de toda la apertura y esfuerzo de aquellos nodos en el gobierno que aún están comprometidos con una apuesta mínima de cambio. 

Desde la perspectiva que he intentado sostener aquí, las que llamamos economías populares encarnan una posibilidad actual de reinventar alternativas anticapitalistas. Pero también podrían no hacerlo, y todavía peor, sumergirse más profundamente en modelos mafiosos de autoridad y refrendación política. Si se quiere, el trabajo urgente para el movimiento popular consiste en plantear una ruta a través de la cual impulsar las potencias —en el sentido estricto del término— de las economías populares y, al mismo tiempo, militar sus dificultades a través del trabajo organizativo. La fuerte trama asociativa, el vacío de una relación patronal, el hábito a la confrontación heredado de la permanente ocupación del espacio público y la indivisibilidad entre sus instrumentos de producción, sus trabajos y sus demandas gremiales son robustas trayectorias organizativas sobre las cuales renovar las fórmulas del trabajo político.

Ahora bien, finalicemos diciendo que quienes nos ubicamos desde una postura de izquierda tenemos el deber de no perder una visión panorámica del proceso de cambio social. Las economías populares son centrales para las batallas dentro del capitalismo contemporáneo, pero no pueden nublar o reemplazar el horizonte de colectivización y planificación que debería guiar la producción de la vida social. Muy pocos se sumarían a un proyecto de sociedad sin las condiciones técnicas para asegurar una vida feliz para las mayorías. El apoyo popular tarde que temprano cedería a un modelo de sociedad que arroja a las condiciones indispensables para el sostenimiento de la vida a una oleada asambleista bajo la excusa de procedimientos “desalienantes”. Entre otras cosas, lo que nos permiten las economías populares hoy es discutir alrededor de formas radicales de reorganizar el trabajo, que no es otra cosa que reorganizar el conjunto de la sociedad. A lo mejor estemos enfrentándonos ante viejas-nuevas preguntas y, en casos como estos, volver a cuestiones lejanas no es un síntoma de la derrota. Por lo pronto, no encuentro mejores palabras para finalizar que las ya dichas por Alejandro Galliano en una de sus recientes notas: 

La izquierda ha recorrido un largo camino desde los debates sobre la ley del valor. Fue un periplo enriquecedor en el que se discutieron la eficacia del mercado, las particularidades locales, las prácticas subalternas, los efectos ambientales del desarrollo, la noción de crecimiento y el concepto mismo de economía. Pero el mundo es redondo y llegamos al punto de partida: en el horizonte se ve a Marx de espaldas, es necesario volver a pensar en la creación de valor. A menos que queramos ser terraplanistas económicos.11

Notas

  1.  En el informe analizo el papel que las economías populares, hasta el año 2021, jugaban en la reactivación económica de Bolivia, Colombia, Perú y Ecuador. Duque-Agudelo, J. F. (2022). Impactos, persecución y respuestas de las trabajadoras y trabajadores en situación de informalidad de la región andina. Observatorio Laboral de las Américas, Boletín 10. https://csa-csi.org/observatoriolaboral/wp-content/uploads/2022/02/CSA_Boletin10_ESP.pdf
  2. Denning, M. (2011). Vida sin salario. New Left Review, v. 66. https://newleftreview.es/issues/66/articles/michael-denning-la-vida-sin-salario.pdf
  3. Feredici, S. (2018). El patriarcado del salario, críticas feministas al marxismo. Traficantes de sueños
  4. Chena, P. (2018). La economía popular y sus relaciones determinantes. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, n. 53. http://www.scielo.org.ar/pdf/cfhycs/n53/n53a09.pdf
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