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Maquiavelo para izquierdistas 

Maquiavelo es quizá uno de los pensadores con peor fama en la historia de las ideas políticas. Su pecado, sin embargo, no es otro que buscar la verdad de las cosas, aun cuando no nos agrade lo que finalmente encontraremos. A continuación unas lecciones desde el siglo XVI para izquierdistas contemporáneos.

Las coyunturas son momentos privilegiados en que lo político se revela descarnadamente. Nuestras torpezas, ingenuidades y descuidos se desnudan en el desarrollo de los acontecimientos. Estar a la altura de la coyuntura –como suele decirse– tiene más que ver con darnos cuenta de nuestros propios errores que con no fallar en lo absoluto. En política, sin embargo, los errores suelen ser costosos y enmendarlos puede tardar varias generaciones de recomposición de fuerzas, rearticulación de horizontes y reacomodo de técnicas para el trabajo organizativo. 

Pero es indudable que cometer errores va de la mano con participar en política. Los mejores polemistas, consejeros y militantes de todas las épocas han tratado de domesticar los fracasos políticos, o por lo menos, de hacerlos menos estridentes. Por eso, además de ridícula y engreída, la actitud de ciertas izquierdas tendiente a tapar los errores con la arena del secretismo es, ante todo, perjudicial. Desde esta óptica, las malas decisiones se transforman en sacrificios necesarios, los críticos de esas mismas decisiones en traidores o ingenuos, y las coyunturas, finalmente, solo pueden leerse a la luz de un complot del enemigo que pone a prueba la firmeza ideológica de la militancia. 

Recuerdo una conversación que sostuve con un brillante marxista de la ciudad alrededor del año 2020. Atravesábamos un momento desesperante y la alcaldía de Daniel Quintero en Medellín se presentó para muchos como una opción favorable a un proyecto de cambio. Quizá con las mejores intenciones del mundo, aquel sujeto elevó esa esperanza a un estatus teórico. De acuerdo con su razonamiento –dicho sea de paso, muy poco original–, la alcaldía de Quintero convertiría a Medellín en la cuna de un nuevo proletariado asociado a las vastas inversiones en industrias tecnológicas. De esta manera, siguiendo el argumento, la ciudad no solo resolvería acuciantes problemas sociales, sino que desarrollaría un sujeto político capaz de radicalizar la política local. 

No quiero ridiculizar a mi contertulio, a decir verdad, una parte importante del movimiento popular excedió los límites de la confianza y confundió el pragmatismo con la lealtad política. Algunos honestos militantes de izquierdas accedieron a roles de coordinación en secretarías menores, como suele ocurrir cuando se le “permite” participar al movimiento popular de gobiernos ajenos. No se puede desconocer que los proyectos y contratos significaron un alivio para organizaciones comunitarias que venían, más que resistiendo, aguantando. 

Pero el desenlace lo conocemos todos. Hasta perder bochornosamente las últimas elecciones, el llamado quinterismo seguía mostrando los dientes con soberbia. Hoy, sin embargo, habría que ver cómo algunos de sus principales cuadros se enfrentan en X (antes Twitter), renuncian ruidosamente a lo que queda del partido, se defienden de líos de corrupción y se lanzan graves acusaciones entre los mismos que asumían abanderar un proyecto de cambio que, al son de hoy, se hizo ruinas y no deja de colapsar conforme pasan los días.

Pero la distancia que nos separa de aquel momento debe permitirnos mirar la política y nuestras torpezas (justificadas o no) con nuevos ojos. Naturalmente, no me refiero a la mirada de aquellos que se posan en la cuneta de la historia para juzgar errores ajenos sin haber movido un solo dedo. Para aquellos que nunca toman postura está negado eternamente el error, la victoria o cualquier cosa que se le parezca. Me refiero, por el contrario, a una mirada militante en el sentido profundo del término. Y creo que aún las izquierdas podemos indagar en Maquiavelo por cuestiones que iluminen nuestra acción. En lo que sigue me gustaría, por lo menos, sugerir unas cuantas provocaciones. 

En un bien logrado texto suyo, Atilio Borón ubicaba algunas afinidades entre Marx y Maquiavelo. Y no, no es solo la mala prensa que ha rodeado el legado de ambos pensadores o la afición casi obsesiva por el conocimiento histórico. En últimas, en estos dos exponentes del pensamiento militante se encuentra la misma ruptura de paradigma a la hora de pensar la política. En lugar de partir de lo que quisiéramos que fuera la política para elaborar una ruta estratégica para la lucha, nuestro deber es hallar esa política tal cual es, aun cuando lo que encontremos no sea de nuestro agrado ideológico. A eso Marx le llamaba materialismo y Maquiavelo la veritá effettuale delle cose (la verdad efectiva de la cosa). Nosotros, sencillamente le podemos decir sensatez

Este primer razonamiento del florentino, y sus consecuencias, resulta de capital importancia para nuestro acontecer. Usando la terminología de la época, Maquiavelo se distancia de cierta precaria reflexión que envuelve algunas militancias de izquierda. Para Maquiavelo, la lógica de la política no es –digámoslo así– aritmética: quien actúa con bondad en política no necesariamente obtiene resultados igualmente bondadosos. Esto indica que el éxito en política requiere de una reflexión mucho más profunda en torno a los medios y los fines que perseguimos quienes remamos a contrapelo del orden establecido. En un tono casi lastimero, Maquiavelo afirma en El príncipe: “Y es que muchos se han imaginado repúblicas y principados jamás vistos ni conocidos en el mundo real. Porque es tanta la diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que el que abandona lo que se hace por lo que se debería hacer, antes experimenta la caída que le estabilidad”.

Guardando distancias respecto a sus íntimas inclinaciones políticas, Max Weber supo captar con claridad este asunto en una de sus más conocidas conferencias: “quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”.

Este golpe de realidad lanzado directamente desde el siglo XVI desconcierta una militancia de izquierda que se aferra a sus principios sin atender a los resultados de su acción. Para seguir con el ejemplo sugerido, simplemente contrastemos las buenas intenciones de esa porción de la izquierda que imaginó una Medellín convertida en una cascada de leche y miel con su terrible desenlace: una victoria aplastante de la restauración derechista, el acelerado desmonte de los –aunque muy bregados– exiguos logros para el movimiento popular, y desprestigio que pesa sobre Daniel Quintero, sus políticas y sus funcionarios.

Aun cuando este sea el caso más dramático por la patética reacción de quienes abanderaron Independientes, la reflexión podría extenderse al conjunto de las izquierdas que llevan décadas procurando, por todos los medios posibles, acceder y conservar exitosamente el poder político. En ciertos periodos –más extensos de lo deseable– quienes militamos a la izquierda del espectro ideológico hemos hecho de la deserción de generaciones de angustiados y descorazonados militantes parte del paisaje organizativo, hemos justificado nuestra incapacidad para exponer alternativas tangibles y programas realizables a través de los vicios ideológicos que pesan sobre los sectores populares y, finalmente, hemos pretendido culpar a los espasmos de insatisfacción popular por no acomodarse a nuestros modos de hacer la política. 

Entre las muchas lecciones que Maquiavelo nos ofrece quizá la más básica es, al mismo tiempo, la más urgente. Si queremos realmente participar en política con la íntima vocación de transformar la realidad de los maltratados es necesario vérnosla con aquello que llamamos poder, y el poder se resbala por los dedos de las izquierdas que eluden la responsabilidad de la derrota y la descargan en una sociedad que (vaya a saber por qué) no comprende sus soliloquios. Si de verdad se quiere ir a la veritá effettuale delle cose habrá que dejar de ver conspiradores en los convencidos que perdieron convicción y quitarle el mote de “lumpen”, “anarquista”, “espontaneísmo” a los levantamientos que somos incapaces de aprovechar.

En una adornada carta de juventud, Marx ya hacía referencia a este hondo sentido de responsabilidad política del que hoy adolecemos: “Ésta es una tarea para el mundo y para nosotros. Solo puede ser la tarea de fuerzas unidas. Requiere de una confesión y nada más. Para asegurar el perdón de sus pecados, la humanidad solo debe declararlos tal y como son”.

A fin de cuentas, la política se trata más de tener éxito que de tener la razón. Pero las izquierdas buscamos tener éxito sin abandonar la verdad, la bondad y la razón que nos acompaña en la contienda. En lugar de asumir un pragmatismo que cercene la verdad en procura del éxito o, por el otro lado, obstinarnos en un puritanismo que defienda la bondad a costa de la eterna derrota, el mundo de hoy nos exige elevar el realismo y la utopía hasta sus máximas expresiones. Si me pudiera quedar con uno, sin lugar a duda escogería este consejo de un Maquiavelo para izquierdistas. 

No quisiera dejar pasar la ocasión para añadir apenas una más de las tantas lecciones que nos ofrece la lectura del florentino. En la izquierda lleva años ganando terreno un zopenco antiintelectualismo que privilegia, en sus palabras, la acción sobre la reflexión. Es probable que este antiintelectualismo sea una reacción legítima ante la llamada crisis de los intelectuales o el acomodamiento de los académicos marxistas en una posición de cómodo aislamiento respecto a los movimientos populares. Pero lo que es un vicio no puede hacerse pasar por virtud. Incluso un individuo con una vocación tan profundamente práctica, un militante tan meticuloso y calculador como Maquiavelo valoraba profundamente su relación con la lectura y, particularmente, con las enseñanzas de la Historia. Así describió su rutina en una bella carta dirigida al embajador Francesco Vettori en medio de las penas sufridas, precisamente, tras la derrota:

“Cuando llega la noche, regreso a casa, entro a mi escritorio y en la puerta me despojo del traje cotidiano, lleno de tierra y lodo, y visto regias y solemnes galas; y así adecuadamente revestido, me introduzco en las antiguas cortes de los antiguos hombres que me reciben amorosamente, y me nutro de ese alimento que sólo a mí me pertenece, y para el cual nací, y no me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles la razón de sus acciones. Y ellos con gran humanidad me responden; y durante cuatro horas no siento tedio alguno, olvido toda angustia, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: me les entrego entero”.