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Eduardo Galeano cuenta Colombia: 20 relatos breves

Son múltiples los libros que reúnen relatos breves del uruguayo Eduardo Galeano. Repartidos entre sus páginas se encuentran los siguientes relatos que hacen mención a anécdotas, hechos históricos y personajes de Colombia*:

La carta

Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, perdone el atrevimiento, disculpe la molestia:

—Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.
—¿Yo?
—Me han dicho que usted puede.

Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:

—Yo puedo escribir, yo sé. Pero una carta así, no sé.
—¿Y para quién es la carta?
—Para… ella.
—¿Y usted qué quiere decirle?
—Si lo sé, no le pido.

Enrique se rascó la cabeza.

Esa noche, puso manos a la obra.

Al día siguiente, el albañil leyó la carta:
—Eso —dijo, y le brillaron los ojos—. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.

[En Bocas del tiempo]

Los gamines

Tienen la calle por casa. Son gatos en el salto y en el manotazo, gorriones en el vuelo, gallitos en la pelea. Vagan en bandadas, en galladas; duermen en racimos, pegados por la helada del amanecer. Comen lo que roban o las sobras que mendigan o la basura que encuentran; apagan el hambre y el miedo aspirando gasolina o pegamento. Tienen dientes grises y caras quemadas por el frío.

Arturo Dueñas, de la gallada de la calle Veintidós, se va de su banda. Está harto de dar el culo y recibir palizas por ser el más pequeño, el chinche, el chichigua; y decide que más vale largarse solo.

Una noche de éstas, noche como cualquier otra noche, Arturo se desliza bajo una mesa de restorán, manotea una pata de pollo y alzándola como estandarte huye por las callejuelas. Cuando encuentra algún oscuro recoveco, se sienta a cenar. Un perrito lo mira y se relame. Varias veces Arturo lo echa y el perrito vuelve. Se miran: son igualitos los dos, hijos de nadie, apaleados, puro hueso y mugre. Arturo se resigna y convida.

Desde entonces andan juntos, patialegres, compartiendo el peligro y el botín y las pulgas. Arturo, que nunca habló con nadie, cuenta sus cosas. El perrito duerme acurrucado a sus pies.
Y una maldita tarde los policías atrapan a Arturo robando buñuelos, lo arrastran a la Estación Quinta y allí le pegan tremenda pateadura. Al tiempo Arturo vuelve a la calle, todo maltrecho. El perrito no aparece. Arturo corre y recorre, busca y rebusca, y no aparece. Mucho pregunta y nada. Mucho lo llama y nada. Nadie en el mundo está tan solo como este niño de siete años que está solo en las calles de la ciudad de Bogotá, ronco de tanto gritar.

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

El infierno

En tiempos coloniales, Palenque fue el santuario de libertad que escondía, selva adentro, a los esclavos negros fugitivos de Cartagena de Indias y de las plantaciones de la costa colombiana.

Pasaron los años, los siglos. Palenque sobrevivió. Los palenqueros siguen creyendo que la tierra, su tierra, es un cuerpo, hecho de montes, selvas, aires, gentes, que por los árboles respira y llora por los arroyos. Y también siguen creyendo que en el paraíso reciben recompensa los que han disfrutado la vida, y en el infierno reciben castigo los que han desobedecido la orden divina: en el infierno arden, condenados al fuego eterno, las mujeres frías y los hombres fríos, que han desobedecido las sagradas voces que mandan vivir gozando con alegría y pasión.

[En Patas arriba]

Ventana sobre la música (I)

Quien sabe tocar el acordeón, lo pone a hablar -decía don Alejo Durán-. Para quien sabe, hombre y acordeón son una sola cosa. Don Alejo fue vaquero y trovador, maestro del lazo y del toque chiquito, cronista cantante de la costa colombiana. Y siempre por gusto, nunca por encargo. Cuando él no estaba enamorado, se le callaba el acordeón.

No cometió música llorona. Franca y gozona fue su música, como francas y gozonas eran las mujeres que su música llamaba, de lejos, sin necesidad de teléfono.

[En Las palabras andantes]

Elogio del sentido común

Al amanecer de un día de fines de 1985, las radios colombianas informaron:
—La ciudad de Armero ha sido borrada del mapa.

El volcán vecino la mató. Nadie pudo correr más rápido que la avalancha de lodo hirviente: una ola grande como el cielo y caliente como el infierno atropelló a la ciudad, echando humo y rugiendo furias de mala bestia, y se tragó a treinta mil personas y a todo lo demás.

El volcán venía avisando desde hacía un año. Un año entero estuvo echando fuego, y cuando ya no podía esperar más, descargó sobre la ciudad un bombardeo de truenos y una lluvia de ceniza, para que escucharan los sordos y vieran los ciegos tanta advertencia. Pero el alcalde decía que el Superior Gobierno decía que no hay motivos de alarma, y el cura decía que el obispo decía que Dios se está ocupando del asunto, y los geólogos y los vulcanólogos decían que todo está bajo control y fuera de peligro.

La ciudad de Armero murió de civilización. No había cumplido todavía un siglo de vida. No tenía himno ni escudo.

[En El libro de los abrazos]

1928 – Al sur de Santa Marta. Bananización

Eran no más que perdidas aldeas de la costa de Colombia, un callejón de polvo entre el río y el cementerio, un bostezo entre dos sueños, cuando el tren amarillo de la United Fruit Company llegó desde la mar. Tosiendo humo, el tren atravesó los pantanos y se abrió paso en la selva, y al emerger en la fulgurante claridad anunció, silbando, que la edad del banano había nacido.

Entonces toda la comarca despertó convertida en inmensa plantación. Ciénaga, Aracataca y Fundación tuvieron telégrafo y correo y nuevas calles con billares y burdeles; y por millares acudían los campesinos, olvidaban la mula en el palenque y se hacían obreros.

Durante años esos obreros fueron obedientes y baratos y machetearon malezas y racimos a menos de un dólar por día, y aceptaron vivir en inmundos barracones y morir de paludismo o tuberculosis. Después, formaron sindicato.

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

Ayuda

Buena parte de la ayuda militar norteamericana antinarcóticos se utiliza, en Colombia, para matar campesinos en áreas que no tienen nada que ver con las drogas. Las fuerzas armadas que más sistemáticamente violan los derechos humanos, como es el caso de Colombia, son las que más asistencia norteamericana están recibiendo, en armamentos y en asesoría técnica. Esas fuerzas armadas llevan ya unos cuantos años en guerra contra los pobres enemigos del orden, y en defensa del orden enemigo de los pobres.

[En Patas Arriba]

1948 – Bogotá. Vísperas

En la plácida Bogotá, morada de frailes y juristas, el general Marshall se reúne con los cancilleres de los países latinoamericanos.

¿Qué nos trae en sus alforjas el Rey Mago de Occidente, el que riega con dólares los suelos europeos devastados por la guerra? El general Marshall resiste, impasible, con los audífonos pegados a las sienes, el discurserío que arrecia. Sin mover ni los párpados, aguanta las larguísimas profesiones de fe democrática de muchos delegados latinoamericanos ansiosos por venderse a precio de gallo muerto, mientras John McCloy, gerente del Banco Mundial, advierte:

—Lo lamento, señores, pero no he traído mi libreta de cheques en la maleta.

Más allá de los salones de la Novena Conferencia Panamericana, también llueven discursos todo a lo largo y a lo ancho del país anfitrión. Los doctores liberales anuncian que traerán la paz a Colombia, como la diosa Palas Atenea hizo brotar el olivo en las colinas de Atenas, y los doctores conservadores prometen arrancar al sol fuerzas inéditas y prender con el oscuro fuego que es entraña del globo la tímida lamparilla votiva del tenebrario que se enciende en vísperas de la traición en la noche de las tinieblas.

Mientras cancilleres y doctores claman, proclaman y declaman, la realidad existe. En los campos colombianos se libra a tiros la guerra entre conservadores y liberales; los políticos ponen las palabras y los campesinos ponen los muertos. Y ya la violencia está llegando hasta Bogotá, ya golpea a las puertas de la capital y amenaza su rutina de siempre, siempre los mismos pecados, siempre las mismas metáforas: en la corrida de toros del último domingo, la multitud desesperada se ha lanzado a la arena y ha roto en pedazos a un pobre toro que se negaba a pelear.

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

1948 – Bogotá. Gaitán

El país político, dice Jorge Eliécer Gaitán, nada tiene que ver con el país nacional. Gaitán es jefe del Partido Liberal, pero es también su oveja negra. Lo adoran los pobres de todas las banderas. ¿Qué diferencia hay entre el hambre liberal y el hambre conservadora? ¡El paludismo no es conservador ni liberal!

La voz de Gaitán desata al pueblo que por su boca grita. Este hombre pone al miedo de espaldas. De todas partes acuden a escucharlo, a escucharse, los andrajosos, echando remo a través de la selva y metiendo espuela a los caballos por los caminos. Dicen que cuando Gaitán habla se rompe la niebla en Bogotá; y que hasta en el alto cielo san Pedro para la oreja y no permite que caiga la lluvia sobre las gigantescas concentraciones reunidas a la luz de las antorchas.

El altivo caudillo, enjuto rostro de estatua, denuncia sin pelos en la lengua a la oligarquía y al ventrílocuo imperialista que la tiene sentada en sus rodillas, oligarquía sin vida propia ni palabra propia, y anuncia la reforma agraria y otras verdades que pondrán fin a tan larga mentira.

Si no lo matan, Gaitán será presidente de Colombia. Comprarlo, no se puede. ¿A qué tentación podría sucumbir este hombre que desprecia el placer, que duerme solo, come poco y bebe nada y que no acepta anestesia ni para sacarse una muela?

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

1957 – Los naipes marcados

Acuerdo conyugal entre conservadores y liberales. En una playa del mar Mediterráneo, los políticos colombianos firman la componenda que pone fin a diez años de exterminio mutuo. Mutua amnistía se conceden los dos grandes partidos. Desde ahora, alternarán la presidencia y repartirán los empleos. Colombia podrá votar, pero no elegir. Liberales y conservadores se turnarán en el poder, para garantizar juntos el derecho de propiedad y de herencia sobre el país que sus familias han comprado o recibido de regalo.

Este pacto del riquerío es una mala noticia para la pobrecía.

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

Nombres

Arturo Alape me cuenta que Manuel Marulanda Vélez, el famoso guerrillero colombiano no se llamaba así. Hace cuarenta años, cuando se alzó, él se llamaba Pedro Antonio Marín. Por entonces, Marulanda era otro: negro de piel, grandote de tamaño, albañil de oficio y zurdo de ideas. Cuando los policías golpearon a Marulanda hasta matarlo, sus compañeros se reunieron en asamblea y decidieron que Marulanda no se podía acabar. Por unanimidad le dieron el nombre a Marín, que desde entonces lo lleva.

También el mexicano Pancho Villa llevaba el nombre de un amigo que le mató la policía.

[En El libro de los abrazos]

Guerras disfrazadas

A principios del siglo veinte, Colombia sufrió la guerra de los mil días.

A mediados del siglo veinte, los días fueron tres mil.

A principios del siglo veintiuno, ya los días son incontables.

Pero esta guerra, mortal para Colombia, no es tan mortal para los dueños de Colombia:
la guerra multiplica el miedo, y el miedo convierte la injusticia en fatalidad del destino;
la guerra multiplica la pobreza, y la pobreza ofrece brazos que trabajan por poco o nada;
la guerra expulsa a los campesinos de sus tierras, que por poco o nada se venden;
la guerra otorga dinerales a los traficantes de armas y a los secuestradores de civiles, y otorga santuarios a los traficantes de drogas, para que la cocaína siga siendo un negocio donde los norteamericanos ponen la nariz y los colombianos los muertos;
la guerra asesina a los militantes de los sindicatos, y los sindicatos organizan más entierros que huelgas y se dejan de molestar a las empresas Chiquita Brands, Coca-Cola, Nestlé, Del Monte o Drummond Limited;
y la guerra asesina a los que denuncian las causas de la guerra, para que la guerra sea tan inexplicable como inevitable.

Los expertos violentólogos dicen que Colombia es un país enamorado de la muerte.

Está en los genes, dicen.

[En Espejos]

1599 – Santa Marta. Hacen la guerra para hacer el amor

La rebelión estalla en las costas del Caribe y los truenos sacuden la sierra Nevada. Los indios se alzan por la libertad del amor.

En la fiesta de la luna llena, bailan los dioses en el cuerpo del jefe Cuchacique y dan magia a sus brazos. Desde los pueblos de Jeriboca y Bonda, las voces de la guerra despiertan la tierra toda de los indios tairona y sacuden a Masinga y Masinguilla, Zaca y Mamazaca, Mendiguaca y Rotama, Buritaca y Tairama, Maroma, Taironaca, Guachaca, Chonea, Cinto y Nahuanje, Mamatoco, Ciénaga, Dursino y Gairaca, Origua y Durama, Dibocaca, Daona, Chengue y Masaca, Daodama, Sacasa, Cominea, Guarinea, Mauracataca, Choquenca y Masanga.

El jefe Cuchacique viste la piel del jaguar. Flechas que silban, flechas que queman, flechas que envenenan: los tairona incendian capillas, rompen cruces y matan frailes, peleando contra el dios enemigo que les prohíbe las costumbres.

Desde lo más lejano de los tiempos, en estas tierras se divorciaba quien quería y hacían el amor los hermanos, si tenían ganas, y la mujer con el hombre o el hombre con el hombre o la mujer con la mujer. Así fue en estas tierras hasta que llegaron los hombres de negro y los hombres de hierro, que arrojan a los perros a quienes aman como los antepasados amaban.

Los tairona celebran las primeras victorias. En sus templos, que el enemigo llama casas del Diablo, tocan la flauta en los huesos de los vencidos, beben vino de maíz y danzan al son de los tambores y las trompetas de caracoles. Los guerreros han cerrado todos los pasos y caminos hacia Santa Marta y se preparan para el asalto final.

[En Memoria del fuego I – Los nacimientos]

1781 – Zipaquirá. Galán

En el pueblo de Zipaquirá se firma el tratado de paz, que el arzobispo redacta, jura sobre los evangelios y consagra con misa mayor.

El acuerdo da la razón a los rebeldes. Pronto este papel será ceniza, y bien lo saben los capitanes comuneros; pero también ellos, criollos ricos, necesitan despejar cuanto antes la tormenta asombrosa, sumo desarreglo de las gentes plebeyas, que crece oscureciendo los cielos de Bogotá y está amenazando a los americanos de fortuna tanto como a la corona española.

Uno de los capitanes rebeldes se niega a entrar en la trampa. José Antonio Galán, que había hecho sus primeras armas en el batallón de pardos de Cartagena, continúa la pelea. Marcha de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, liberando esclavos, aboliendo tributos y repartiendo tierras. Unión de los oprimidos contra los opresores, proclama su estandarte. Amigos y enemigos le llaman el Túpac Amaru de aquí.

[En Memoria del fuego II – Las caras y las máscaras]

1818 – San Fernando de Apure. La guerra a muerte

Al frente de un ejército triturado por las derrotas, cabalga Bolívar. Un capote de peregrino le echa sombra en la cara; en la sombra destellan los ojos, que miran devorando, y la melancólica sonrisa.

Bolívar cabalga en el caballo del finado Rafael López. La silla luce las iniciales de plata del muerto, un oficial español que disparó contra Bolívar mientras el jefe patriota dormía en una hamaca.

La ofensiva al norte ha fracasado.

En San Fernando de Apure, Bolívar pasa revista a los restas de la tropa.

—Está loco —piensan o murmuran los soldados descalzos, extenuados, lastimados, mientras les anuncia que pronto llevarán esta guerra, guerra santa, guerra a muerte, hasta Colombia y Perú y la cumbre de Potosí.

[En Memoria del fuego II – Las caras y las máscaras]

1966 – Patiocemento. «Sabemos que el hambre es mortal»

decía el cura Camilo Torres. Y si lo sabemos, decía, ¿tiene sentido perder el tiempo discutiendo si es inmortal el alma?

Camilo creía en el cristianismo como práctica del amor al prójimo y quería que ese amor fuera eficaz. Tenía la obsesión del amor eficaz. Esa obsesión lo alzó en armas y por ella ha caído, en un desconocido rincón de Colombia, peleando en las guerrillas.

[En Memoria del fuego III – El siglo del viento]

1896 – Bogotá. José Asunción Silva

Ama a su hermana Elvira, aroma de alhucemas, incienso de benjuí, furtivos besos de la más pálida sílfide de Bogotá, y por ella escribe sus mejores versos. Noche tras noche acude a visitarla al cementerio. Al pie de su tumba lo pasa mejor que en los cenáculos literarios.

José Asunción Silva había nacido vestido de negro, con una flor en el ojal. Así ha vivido treinta años, golpe tras golpe, el lánguido fundador del modernismo en Colombia. La bancarrota del padre, mercader de sedas y perfumes, le ha quitado el pan de la boca; y en un naufragio se han ido a pique sus obras completas.

Hasta altas horas discute, por última vez, la cadencia de un verso alejandrino. Desde la puerta, farol en mano, despide a los amigos. Después fuma su último cigarrillo turco y por última vez se compadece ante el espejo. Ninguna carta llega desde París para salvarlo. Atormentado por los acreedores y por los malévolos que lo llaman Casta Susana, el poeta se desabrocha la camisa y clava el revólver en la cruz de tinta que un médico amigo le ha dibujado sobre el corazón.

[En Memoria del fuego II – Las caras y las máscaras]

Cuentacuentos

En estos días, y en otros también, celebran sus festivales los narradores que relatan cuentos a viva voz, escribiendo en el aire.

Los cuentacuentos tienen numerosas divinidades que los inspiran y los amparan.
Entre ellas, Rafuema, el abuelo que contó la historia del origen del pueblo uitoto, en la región colombiana de Araracuara.

Rafuema contó que los uitotos habían nacido de las palabras que contaban su nacimiento. Y cada vez que él lo contaba, los uitotos volvían a nacer.

[En Los hijos de los días]

Celebración de las bodas de la razón y el corazón

Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.

Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.

[En El libro de los abrazos]

El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.

Y dijo que somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló— un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

[En El libro de los abrazos]

– – –

Las ilustraciones que acompañan los relatos fueron tomadas del libro Bocas del tiempo. Se trata de imágenes del arte de la región peruana de Cajamarca, reunidas por Alfredo Mires Ortiz.

* El libro Colombiando. Palabras sentipensantes sobre un país violento y mágico, publicado por CEPA Editores con selección y presentación a cargo de Renán Vega Cantor, reúne prácticamente la totalidad de relatos de Eduardo Galeano sobre Colombia. Lo recomendamos.