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Pandemia y educación pública en Colombia: nuevo capítulo, misma crisis

La pandemia generada por el Covid-19 puso el mundo en jaque. Hablamos de virus, de salud y de capacidad hospitalaria; de reactivación económica, de pico y cédulas y de nuevas “normalidades”; pero muy poco se vocifera en las calles la exigencia por una educación a la altura de las condiciones ¿Acaso es un problema menor? ¿Acaso la pedagogía y las ciencias de la educación no tienen nada por decir ante una crisis como la que padecemos? ¿Acaso la exaltación a la virtualidad nos ha dejado la mirada obscura, nublada, cómoda? La crisis educativa estructural en Colombia tiene hoy un nuevo capítulo, las transformaciones económicas y pedagógicas que implica la educación virtual, tan plausible por algunos, tan resignada para otros, y tan poco problematizada en el fundamento de una formación crítica y valorativa de lo humano. A continuación, una nota escrita por un docente incómodo y dispuesto a que estas no sean nuevas normalidades educativas.

Por: Gustavo Adolfo Oquendo Marín. La política de precarización de la educación pública es un tema de permanente debate dentro de la agenda académica nacional y razón inextinguible de convocatoria para el movimiento social y político en Colombia. Sin embargo, la permanencia de ese debate se sostiene no tanto por la tensión entre la veracidad o no del empobrecimiento de la educación pública en el país, como sí por las sistemáticas medidas de gobierno que evidencian el plan internacional de la precarización de la educación y la ciencia en naciones pobres, a través de la baja calidad en la prestación del servicio, la disminución efectiva de recursos por medio de una destinación presupuestal ineficiente, el sometimiento a un modelo de gestión administrativo, técnico y estándar que poco estimula la educación científica y una restricción al derecho a educarse, gracias a decisiones de favorecimiento para la oferta del sector privado.

Por un lado, el modelo neoliberal en los países del tercer mundo deja pocas alternativas y sobre todo muy pocos recursos para la inversión social, donde salud y educación son factores centrales en lo relacionado con la dignificación de la persona y las posibilidades de desarrollo futuro. De hecho, una de las más distintivas características de la política neoliberal es la reducción de las responsabilidades de Estado en lo que tiene que ver con la garantía de derechos para los ciudadanos, lo que en vocabulario neoliberal equivale a prestación de servicios. Por otro lado, el sentido crítico y beligerante del movimiento social, especialmente de las agremiaciones de profesores y de las organizaciones estudiantiles, más el respaldo moral y político de un minoritario sector del congreso, han contribuido para mantener la conversación sobre la educación pública en Colombia.

Esta nueva generación de sujetos políticos que debaten y marchan por la educación, gozan de una nueva fisonomía muy útil para la agenda académica, en la medida que han sabido pasar de la resistencia radical en la que se plantaron los movimientos de otros años, para ser decididamente más constructivos en su consigna de una educación popular y científica, participando del debate institucional como actor político que se respalda socialmente en la capacidad de su convocatoria y posicionado según la dimensión de sus propuestas de reforma.

Quizás jueguen a favor del gobierno nacional las acciones referidas a la implementación de proyectos y la continuidad de programas contra la deserción y en ampliación de la cobertura, así como la financiación de becas para el nivel superior; pero aún ahí queda mucho por discutir dado que en el caso del primero, los planes y proyectos de cobertura, de algún modo, han servido para los intereses electorales como caudal de votos y en consecuencia propiciar una educación masificada que no entra en coherencia con las necesidades de educación para las masas. En cuanto a los programas de becas para educación superior, también es cierto que estas terminaron por beneficiar al sector privado, tanto por los cupos asignados como por el destino final de los becarios, quienes una vez titulados, encuentran pocas posibilidades de vinculación laboral y científica en el sector público, contribuyendo finalmente al capital privado nacional e incluso internacional.

Así es que la educación entendida como problema de discusión política y social estará siempre en la agenda de las comunidades académicas a partir de dos cuestiones que le son fundamentales: la financiación y el ejercicio de la pedagogía. La primera como parte de la asignación de recursos producto de una política de Estado, y la segunda, en torno a un modelo pedagógico que disponga la formación por encima de la gestión administrativa y que garantice la práctica de la investigación tanto a nivel metodológico como en el propósito de contribuir a resolver los problemas reales de la sociedad.

Estas dos cuestiones fundamentales de la educación pública requieren ahora ser revisadas en el contexto de crisis social devenida de la emergencia sanitaria por la pandemia del coronavirus, que cerró las puertas de la institución educativa, confinando la educación a una práctica casera en la que el Estado poco y nada ha tenido por hacer.

Si bien la pandemia en tanto cuestión microbiológica rebasó, como es natural, a la organización social de los seres humanos, cierto es también que la histórica falta de inversión adecuada de los recursos posibilitó el crecimiento del brote y el contagio y una escasa infraestructura hospitalaria y capacidad médica para atender la emergencia; ambas cuestiones se asocian a la financiación de la educación.

Mayores recursos para la educación pudieron haber formado más y mejores médicos, enfermeros y epidemiólogos, mayores presupuestos para educación podrían haber tenido una investigación científica de vanguardia capaz de avanzar más rápido que el virus y no al revés, una inteligente inversión social seguramente tendría más y mejor infraestructura hospitalaria. Pero nuestra educación ha sido siempre considerada como un asunto de tercer orden, para usar las palabras de los economistas defensores del mercado: más como un gasto que como una inversión; un gasto por demás muy chichipato si se compara con otros destinos del presupuesto, por ejemplo, el de seguridad, porque a los ojos de algunos pareciera más rentable tener bien equipados a los aparatos policiales de represión, que dotar los laboratorios de las instituciones educativas. No olvidemos que antes del decreto de cuarentena, el alcalde de Medellín ya tenía en confinamiento policivo a los estudiantes de las universidades públicas de la ciudad.

Un estudiante que toma por primera vez un tubo de ensayo o una probeta apenas en el primer año de universidad es equivalente en su edad a los años de atraso en la producción científica, tiempo que se suma en costo para la ciencia al hecho de que por ese estudiante hay otros miles que ni siquiera ingresan a la universidad. La situación se agrava si pensamos en los niños que apenas están en sus primeros años escolares, edad de estimulación en los procesos básicos, determinantes para el desarrollo cognitivo, porque un cerebro que no se estimula a tiempo tendrá serias dificultades en la adquisición de conceptos, fundamental para la inteligencia numérica y lingüística, si es con educación virtual y las fotocopias para quienes no tienen red, no se consiguen atender con eficiencia a esta necesidad. Tenemos grandes problemas en el futuro respecto a estudiantes que requerirán metodologías de mayor apoyo y complejidad con consecuencias de atraso ya conocidas.

En cuanto al ejercicio de la pedagogía, la pandemia puso en evidencia la crisis estructural del sector, sin que el Estado, como responsable directo de la política educativa nacional, haga ni un amague para atender la crisis más allá de las obvias recomendaciones y adecuaciones de bioseguridad. Una vez se presentó el brote del coronavirus y las ciudades fueron declaradas en cuarentena, los campus universitarios y las escuelas cerraron sus puertas sin que hasta ahora se tenga certeza de hasta cuándo será el cierre, aunque ya se dice avecinar. Esta secuencia demuestra que, a la crisis sanitaria, de razones microbiológicas, le siguió una crisis social y de salud pública, por el aislamiento preventivo y la parálisis de la vida urbana, con lo cual, se originó también una crisis educativa, en tanto la educación quedó confinada a práctica casera. Añadiéndole a esto el agravante que El Ministerio de Educación Nacional no la ha atendido, simplemente porque no la reconoce, suponiendo que todo depende, tan sólo, del control epidemiológico.

La decisión fue virtualizar la práctica educativa, lo que en materia de aislamiento social es un acierto, pero con implicaciones pedagógicas y políticas no valoradas públicamente. En escuelas y universidades la estrategia llevó a institucionalizar las plataformas de comunicación de las grandes corporaciones tecnológicas que no han parado de aumentar sus ganancias económicas desde la cuarentena mundial, varias de ellas, reconocidas en su sistemática práctica de espionaje de datos personales y vulneración de sistemas de protección informática. No parece díscolo pensar hoy en día que oficinas de Google en California puedan ya conocer los contenidos de mi clase de filosofía en un colegio público de la comuna 12 de Medellín.

Desde la virtualización del trabajo, estas compañías han ido presentando actualizaciones frecuentes del servicio de plataformas que ofrecen reuniones y llamadas colectivas a través de la red, sembrando la sospecha de si esas actualizaciones y mejoras en el servicio posiblemente fueron desarrolladas desde el principio de la plataforma pero puestas a disposición de los usuarios sólo una vez que las reglas del mercado lo demandaran, asunto que la educación estaría patrocinando indirectamente con su afiliación y actual dependencia del servicio en red.

Y dado que la solución a los problemas depende de cómo se plantean, diré que el planteamiento de la actual crisis sugiere inicialmente que sólo las ciencias médicas y el área de la salud en general deberá resolver la emergencia, como si únicamente la producción farmacológica y la creación de vacunas pudieran dar la salida de la pandemia, o en otro caso, la producción de equipamiento hospitalario para mejorar la atención y tratamiento a los nuevos contagiados, lo cual de por si es así.

Pero bajo estas premisas, las ciencias sociales y con ellas la pedagogía quedan relegadas en su función natural de analizar y contribuir a resolver los problemas de orden social. Desde luego, serán las investigaciones bioquímicas y microbiológicas las que encuentren los tratamientos médicos contra el virus, pero nuestros saberes disciplinares aún no han sido considerados con suficiente atención para entender y aprender a convivir con la amenaza del coronavirus para la vida social, someter a crítica el sistema de producción y proponer nuevas formas de organización social. Los aportes de la sociología, la historia, la psicología, la educación, la economía y otras disciplinas relacionadas con las ciencias sociales, son fundamentales para sobrevivir al estado de alerta en el que vivimos los ciudadanos del mundo desde que Wuhan anunció el brote. De esta manera, la educación no aporta ni siquiera para formar un ciudadano capaz de disciplinarse ante las restricciones cívicas y de autorregularse para el control del contagio, pues hemos sido entrenados por los medios de comunicación y por la escuela misma, para seguir un modo de vida sin restricciones para el yo y el consumo.

Nuestra pedagogía se ha quedado confinada en el instrumentalismo de una práctica virtual, casera, oficinista, en la que los profesores devienen en gestores de información y la calidad de los contenidos está supeditada a la calidad del Wifi, relegando a los estudiantes a simples usuarios del sistema.

Así las cosas, aquellos quienes tienen mejor acceso a la red, tendrán la ventaja respecto al acceso a la información científica de calidad; y como es fácil saber quiénes son esos aventajados, se seguirá ampliando la brecha de desigualdad en la calidad de la educación y la desigualdad en general entre las clases sociales. Los hijos de quienes no pueden pagar una conexión a la red estarán rezagados dentro del sistema educativo y también en el mercado laboral, en comparación con aquellos que cuentan con mejores herramientas tecnológicas.

Los costos de funcionamiento se han trasladado a los bolsillos de maestros y estudiantes definidos ahora como usuarios, y la prestación del servicio educativo pende ahora de la disposición domestica de equipos y de conectividad, con turnos de rotación dentro del hogar o de familiares cercanos y vecinos solidarios para el uso de los aparatos disponibles. Toda esa logística hogareña, de creatividad y adaptación, contrasta con la inoperancia de los Ministerios de educación y de las Tic, que como autoridades nacionales no han puesto a disposición de las familias históricamente excluidas ninguna alternativa de cobertura técnica. Es decir que mientras los equipos de cómputo de las instituciones de educación se consumen por el polvo del encierro y la obsolescencia de su desuso, miles de estudiantes pierden la oportunidad de mantenerse activos en su dinámica de aprendizaje y cientos de maestros asumen por cuenta propia la dotación que garantice sus clases. Mientras las empresas privadas prestadoras del servicio de internet siguen facturando como si no pasara nada (porque aquí los distintos gobiernos decidieron que el internet no era una cuestión pública), las ministras de las carteras en cuestión y el presidente de la república no han exigido la gratuidad del servicio para las familias pobres en dónde hay estudiantes matriculados, así como tampoco le han exigido a los canales privados de televisión, ni siquiera a las cadenas de radio, que cedan alguno de sus espacios diarios para transmitir contenidos educativos y tratar así de reducir el déficit de la cobertura virtual y salvar de paso el contenido basura de esas cadenas.

La falta de responsabilidad social en la política de educación pública hizo que varias generaciones de maestros perdieran interés por actualizar sus didácticas y afinar su experiencia, dejando una nueva consecuencia dentro de la crisis: una educación virtual rudimentaria, basada en la transmisión de contenidos, sin exploración multimedial, retrocediendo varias décadas en la construcción de una pedagogía más científica y menos artesanal, quiero decir que, no por el uso de herramientas tecnológicas se haya avanzado, al contrario, nos devolvió a la pedagogía tradicional en la que uno da instrucciones y muchos las siguen, porque el intercambio de conceptos, la discusión de ideas y el aprendizaje colaborativo se limita con la virtualidad, se individualiza el proceso de aprendizaje y se invisibiliza a los sujetos tras la pantalla, desaparece el sentido intuitivo que hay en la acción pedagógica y, la subjetivación, por la que la educación y las ciencias sociales se han transformado, encuentran hoy en la modalidad virtual, una barrera difícil de superar. Con todo esto, pareciera más acertado hablar de educación remota que de educación virtual, por lo excluyente de su acceso, por la abstracción que imprime al proceso formativo y por la recóndita relación que traza entre los sujetos.

Esta condición de lo remoto estaba ya presente en la influencia que el uso de redes sociales promovía entre los sujetos, la sensación falsa de una presencia absoluta, de reemplazar a la memoria en su función de traer consigo a los seres cercanos y poder estar en contacto con ellos sin importar distancias geográficas ni circunstancias temporales, siempre que haya señal y se pueda chatear. Esta idea es reforzada por la absurda publicación de la vida privada a través de selfies y estados en pantalla, dan la ilusión de que también esa educación remota podría ajustarse a la disponibilidad absoluta, al chat inmarcesible en el que el profesor es un generador de respuestas inmediatas, un asesor de soporte a la información y en el que también el profesor ausculta más allá de la reserva del estudiante porque el paternalismo pedagógico también tiene sus cosas.

La educación bajo estas condiciones remotas y recónditas, instrumentalizada por la máquina o el aparato, exige una dosis alta de disciplina y autonomía para la cual la escuela tradicional no ha preparado a nadie dada su dependencia a la aprobación y vigilancia del maestro. El dar y seguir instrucciones en la virtualidad conlleva al autodidactismo: yo leo, yo escucho, yo escribo o copio, yo me pregunto, yo me respondo, y con esto al peligroso anarquismo de los pareceres que desde Parménides estaba superado y que Twitter había venido a revivir en el incendiario escenario de: a mí me parece, esto es lo que yo creo, yo pienso así, eso fue lo que entendí; reduciendo las premisas de cualquier análisis a simples opiniones que pueden pasar por verdades mediáticas, pero no científicas. Y en esa trampa están cayendo nuestros estudiantes y también algunos profesores.

Es una trampa de falta de rigor científico que se manifiesta con frecuencia en la copia de información entre estudiantes y desde fuentes de consulta y que la educación virtual está profundizando, por un lado por la falta de orientaciones y acompañamiento del profesor en la aclaración de las reglas de la ciencia y por otro lado, por la precariedad del trabajo autónomo no estimulado en los procesos básicos y ahora incentivado en la urgencia volátil de la virtualidad y la educación casera, “yo no sé o no tengo tiempo pero ctrl c ctrl v”, “clic derecho copiar clic derecho pegar”, todos envían el correo, si tienen conectividad, pero no se garantiza el aprendizaje. Seguramente estos fenómenos también se presentaban en la presencialidad, y precisamente por eso es una demostración de crisis, por su permanencia y su falta de soluciones, porque se convierte en hábito, en estructuras muy difíciles de modificar y que tienden a potenciarse en la pedagogía remota.

¿Por qué cuando había presencialidad reconocíamos en la educación virtual una educación de menor calidad, incluso menos cara que la presencial, y ahora que ya no es tan exótica sino normalizada, sí la quieren definir como lo mejor que nos haya pasado? ¿Podrá la educación virtualizada en Colombia contribuir a mejorar las demandas de los estudiantes con necesidades educativas especiales, que requieren un acompañamiento diferente en su proceso de formación? ¿tiene la ministra Angulo una política clara de apoyo e inversión para los profesores que atienden por internet a estudiantes ciegos o sordos o con cualquier diagnóstico cognitivo? Esta homogenización de contenidos en plataforma en nada propicia el reconocimiento de las diferencias que tanto costó visibilizar, suprime el diálogo entre comunidades diversas que habitan en la escuela y en la universidad, generaliza, obvia la minoría ¿culpa de la ministra? Desde luego que no, pero tendrá que resolverlo o permitir que otros lo hagan porque ¿qué tal si jamás volviéramos a las aulas? ¿y si esta que tenemos hoy fuera la escuela de la posteridad? Ahí sí que tendríamos no una crisis sino un problema definitivo, una patología social a la que terminaríamos por resignarnos. Pero mientras mantengamos abierta la conversación sobre la educación pública sostendremos el desafío, la beligerancia y la crítica de plantearnos una educación democrática en el sentido de atender a los actores y contextos que la sociedad colombiana requiere, de lo contrario, sigamos dando clic en aceptar.