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El vientre en falta

Maternidad: ciudad incesante, promesa afirmante, amor asfixiante ¿Qué reclama un vientre cuando se encuentra vacío? ¿Qué extiende la existencia de la madre más allá de sus hijes?¿Qué hace del maternar un acto femenino? Estas son las preguntas a las que nos invita un texto que nos sumerge en un entramado psíquico y crítico de la figura de la madre. Un texto escrito por Yesica Guzmán.

Al fondo de mí hay una madre sin cara:
un Dios
de tentáculos aéreos
atravesando la estación más blanca de la naturaleza.
Su pecho es un patio de hortalizas mordidas;
un estanque madre de las anacondas
un útero deambulante
una mandíbula
que moja mi corazón
con su perfecta leche.

“Mandíbula”
Mónica Ojeda

Por: Yesica Guzmán.* Un vientre vacío reclama la presencia. Las caderas ensanchadas rechazan ahora esa liviandad inquietante del hijo que nace en marcha, en huida, en abandono. Reclaman el peso de quien pujaba por salir con total indiferencia. La piel colgante y arrugada constata el daño, agota la duda.

Soy ahora un espacio que ella no sabe cómo ocupar, habitan solo las sombras. Me imagino, en un acto de pura fantasía, que se reprocha:

-No diste a luz, diste a oscuridad. Tu única victoria es tu blanca soledad.

“El horror ligado a la vida como un árbol a la luz”.

George Bataille

Y entonces, me parece lícito ese resentimiento mudado en amor, purificado, sublimado en cuidados excesivos y asfixiantes. Es la obligación infinita de maternar a la ausente. El abandono no puede dejar sino odio, pero a ella no le está permitido odiar, ella debe cuidar, acariciar, alimentar. La miro, habita una cárcel. Me devuelve la mirada con desdén agarrada a las rejas.

-¡Bastarda!

Le oigo decir entre los dientes. Afino el oído, y ella rectifica sus palabras.

-¡Hija!

Me nombra, y en ese acto me crea cariñosamente, me libra de la orfandad. Parece, entonces, que la madre perdona, redime la culpa. Dios es la madre, o hay mucho de dios en la madre, o de la madre en dios, no podría decirlo con precisión. Mira con ojos tiernos, de tal forma, que la maldad se vuelve insospechable. Ella reconcilia el resentimiento y el afecto, les ofrece reposo y los acuesta juntos, los reproduce, los hace vitales.

Pero ese amor tiene una fuente, es el consuelo de que su goce ha quedado como huella indeleble en la conciencia —o inconciencia— de la maternada. La hija ya no mora en ella, pero ella sí en la hija y en un lugar más espaciado, allí tiene palabra, risa, enojo, frustración, deseos. Al nombrarla ha encontrado la manera de prolongar su existencia. El vientre vacío se llena ahora de esperanza, es nuevamente habitado, el lazo se reconstruye. Es dueña de un destino. La mujer no existe, la madre sí.

En ese acto creador e instituyente, en la ocupación inevitable de la intrusa, soy ahora el deseo reprimido de la Otra, la que engendra con dolor, la del vientre hinchado y rebosante, vacío y colgante, la siempre desposeída y de mirada omnipresente. Ella es el lugar originario donde se construye el vínculo inquebrantable, al que nos aferramos como la cuerda al cuello del suicida.

Reímos a carcajadas en el espejo, somos nosotras y Ella, más Ella que nosotras. La madre fusionada con las hijas, o más bien, las hijas devoradas por la madre.

Danos tu bendición, madre. Que no nos falte tu padrenuestro agonizante.

Notas

* Politóloga de la Universidad de Antioquia.