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¿De quiénes son las ciudades? Apuntes desde el urbanismo feminista

¿Y si la ciudad fuera nuestra?”, fue la pregunta instalada por la militante Marielle Franco, asesinada en Río de Janeiro en el 2018. El telón de fondo a esta pregunta es un modelo de ciudad construido a través de la violencia contra las mujeres. Aquí algunas claves desde el urbanismo feminista para pensar una ciudad a la altura de nuestras demandas.

¿Nos hemos puesto a pensar cómo se construyeron los barrios que hoy habitamos? Aquellos lugares en que crecimos y nos llevan a recuerdos disfrutando de los juegos populares. Los barrios son espacios cargados de historias que, en gran medida, fueron construidos desde el tejido comunitario por nuestras abuelas, tías, madres y vecinas. Pero hoy, algunas de sus dinámicas han ido cambiando, las relaciones que allí se construyen se han transformado, y vale la pena pensarnos cómo el conjunto de nuestras ciudades se ha construido con relación a las mujeres.

Tenía poco más de diez años cuando viví el primer caso de acoso callejero. Son experiencias de las que pocas veces hablábamos, o que solamente nos contábamos entre unas cuantas en el colegio. No eran temas gratos de mencionar. A los trece años ya usaba el transporte público para hacer un par de diligencias en Bogotá, una ciudad lo bastante grande como para tomar un bus con el fin de desplazarse a zonas medianamente aledañas. Allí el acoso y el manoseo eran continuos, y una pregunta fue tomando en mí cada vez mayor fuerza: ¿para quién está pensada la ciudad?

Las “principales” ciudades en Colombia se han construido bajo algunas premisas. Primero, el desarrollo de las ciudades colombianas profundiza las desigualdades, despoja a los sectores populares y los expulsa hacia las periferias. Luego, son ciudades que han sido planificadas desde las necesidades de hombres clase de media-alta que han restringido los mecanismos de participación para la planificación territorial sin tener en cuenta, por ejemplo, un enfoque feminista, de género y diferencial. Finalmente, estas ciudades responden a los intereses de los sectores empresariales que centralizan los servicios y embellecen las ciudades desde la lógica del capital.

Todo esto ha recaído, principalmente, sobre las mujeres. En las últimas semanas han sido más visibles las denuncias de casos de violencia sexual en el transporte público de Bogotá. Son cifras que alarman, pues en menos de 72 horas se conocieron seis casos de violencia sexual en Transmilenio y, según el informe del programa de Ciudades Seguras de ONU Mujeres, en Bogotá el 90,5% de las mujeres se sienten inseguras y con temor de ser acosadas en el transporte o el espacio público. Adicionalmente, la Veeduría Distrital mencionó que entre el 29 de julio y el 24 de agosto de 2022, ocho de cada 10 mujeres mencionaron haber sido acosadas, y el 89,3% de ellas afirmaron que no habían denunciado los hechos.

Este panorama no mejora en otras ciudades. Cali, por ejemplo, ha tenido un incremento de denuncias en un 70% en lo que respecta a actos sexuales, 40% en violencia sexual y 19% en violencia física, según cifras de la alcaldía. En el Atlántico, hasta el mes de agosto, se presentaron 40 mujeres asesinadas, y en Barranquilla, la ciudad con más expresiones de violencia, esta ha crecido en un 61,4%.

Ahora bien, ¿qué dicen estas cifras de la manera en cómo se han construido y se construyen las ciudades? La planificación territorial es un elemento fundamental en la prevención de las violencias contra las mujeres. Sin embargo, el modelo de planificación ha partido de una “supuesta neutralidad” del espacio público, invisibilizando las maneras diferenciadas en que habitamos las calles, el transporte, las viviendas y nuestros barrios. Por ese motivo, es necesario que dentro de los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) se tengan en cuenta aspectos como usos de suelo mixto y equipamientos necesarios para el tránsito seguro de las mujeres en la ciudad.

Por ejemplo, el uso del suelo mixto ha sido una apuesta planteada desde diferentes organizaciones urbanas en México y ONU Hábitat. Su propósito es construir ciudades más seguras para las mujeres y descentralizar los servicios que se ofrecen en la ciudad, permitiendo que las zonas transitadas cuenten con una infraestructura adecuada para la disminución de situaciones de acoso y violencia. Esta estrategia prioriza elementos como: iluminación idónea de las calles, disminución de zonas exclusivas de comercio y poco habitadas en las noches (pues estas suelen ser puntos focales de violencia), acceso a lugares de protección y denuncia de violencias, entre otros.

Sin embargo, en la actualidad los POT no responden a las violencias que vivimos en los espacios que recorremos diariamente. Por el contrario, se han centrado en los intereses corporativos y en el acceso a la ciudad para sectores acomodados, que no requieren de grandes desplazamientos en su vida diaria y que cuentan con vivienda centralizada o con un medio de transporte propio.

El urbanismo feminista ha puesto sobre la mesa la importancia de pensar y planificar ciudades que tengan en el centro la vida digna. Jane Jacobs y Kim England fueron algunas de las primeras mujeres en plantear las ciudades como lugares inseguros para las mujeres, develando que los roles de género impuestos, la carga doméstica, el aislamiento entre habitantes y el uso mayoritario del vehículos tenían afectaciones diferenciales en la vida de las mujeres, comprendiendo así la necesidad de una planificación del territorio que tenga en cuenta la realidad de quienes lo habitan.

Esto quiere decir, que reconozcan y atiendan las necesidades de las mujeres, madres, infancias y personas en condición de discapacidad. Además, que descentralicen los servicios para lograr un acceso pleno a la ciudad, a medios de transporte seguros, y a un espacio público que deje de llamarse neutro para que atienda las particularidades que vivimos al transitarlo. Estas son demandas que no han sido tenidas en cuenta por quienes se encuentran en los procesos de toma de decisiones, y que al día de hoy siguen cobrando la vida y tranquilidad de muchas.

Actualmente, permanecemos en la disputa para que las ciudades que no sean un potencial peligro al transitarlas, en las cuales podamos estar en el transporte público sin miedo a ser acosadas. Garantizar el derecho a la ciudad significa contar con un hospital cerca, estudiar a pocas cuadras o no gastar más de dos horas en cada uno de nuestros desplazamientos. También significa caminar en las calles sin temor a una agresión sexual, o llegar a nuestras casas propias y no convivir con los mismos agresores.

“La que quiera romper, ¡que rompa! La que quiera quemar, que queme y la que no, ¡que no nos estorbe!”.1 Reconocer y pelear por nuestro lugar en la ciudad es hoy una bandera clara del movimiento feminista. Para las mujeres de clase popular, es una tarea diaria el quebrantar el orden establecido al que nos ha querido someter negándonos el espacio público, la vivienda, la educación, sexualizándonos y agrediéndonos. Por eso, seguiremos luchando por nuestro derecho a habitar la ciudad desde la construcción de los POT, la pelea por una vivienda digna, la exigencia del cumplimiento de los protocolos de atención y prevención de violencias en el transporte y el espacio público. Pero sobre todo, seguiremos en nuestras casas, barrios, calles y en la movilización con gritos de indignación cada que sea agredida, violentada o nos falte una amiga, compañera, niña o mujer a causa de un sistema patriarcal que nos invisibiliza y niega las violencias que vivimos.

Notas

  1. Palabras de Yesenia Zamudio, madre de María de Jesús Jaime Zamudio, víctima de feminicidio en México.

Referencias