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Lo absoluto oculto

Los movimientos reaccionarios no son los propietarios de la verdad absoluta. El pensamiento crítico no es absurdo relativismo. Con este artículo, del escritor argentino Manuel Samaja, presentamos con emoción un adelanto de nuestra edición 35 de Lanzas y Letras en papel: Pensar el socialismo. Así es ¡volvemos al papel!

 

El relativismo es dialéctica para idiotas
Mijaíl Lifshitz

En el sentido común del pensamiento crítico las palabras «verdad absoluta», «belleza absoluta» o «justicia absoluta» inmediatamente provocan la más sentida protesta. Y no es de extrañar: la absolutización de los valores epistémicos, estéticos y éticos ha siempre aparecido junto a la dominación política, la represión cultural, el oscurantismo intelectual, el colonialismo y la opresión humana en general.

De hecho, en nuestra barbárica y grotesca escena contemporánea podemos encontrar una acérrima defensa de «valores absolutos» entre los «nuevos» personeros de la reacción, entre los representantes de esta paradójica corriente de derecha conservadora y «libertaria», xenófoba y ultra-liberal, alineada incondicionalmente con «Occidente» y «crítica del globalismo». Si prestamos algo de atención, en sus discursos podremos escuchar una reivindicación desaforada de verdades absolutas dadas por gracia de la sabiduría matemática y objetiva de la economía, por los mandatos de antediluvianos textos religiosos y valores tradicionales o por la genialidad de un líder mesiánico.

La apariencia inmediata nos induce a pensar que estos movimientos reaccionarios son los abanderados de la verdad absoluta, los campeones de un ethos consagrado por el paso de los siglos y los guardianes de una estética conservadora frente a la contemporánea degradación de la belleza como ideal artístico.

En franco contraste con los profetas de lo absoluto, la intelectualidad crítica y el sentido común predominante en la izquierda presenta una clara inclinación hacia la relativización de los valores. Todo valor estético, ético, filosófico o científico —se nos dice— es relativo al tiempo y al espacio, a la cultura en la que existe o al territorio de su procedencia. Estos ideales son siempre, efectivamente, ideales de grupos dominantes, de clases opresoras, de déspotas políticos o burocráticos, que buscan universalizar su poder y su dominio. En verdad no hay nada absoluto, todo lo que aparece absoluto es una ilusión, un engaño, un constructo social o lingüístico… lo único absoluto es este punto de vista «crítico», negador de todo absoluto, que como un rey establece leyes que valen para todos los demás, salvo para él mismo.

Para explicar el funcionamiento de la ideología de las clases dominantes, Marx y Engels se remitieron a las operaciones de una «cámara oscura», en la que las imágenes aparecen invertidas. Quizás esta analogía tenga más sustancia de la que podemos percibir en una primera aproximación.

En esta antinomia entre «absolutizadores» y «relativistas» quizás deberíamos detenernos a pensar mejor si los contendientes realmente son aquello que dicen ser o, incluso, si verdaderamente son lo que ellos creen ser.

Tomemos el caso más extremo. Después de todo, el método científico de Marx partía de dirigir el análisis a la forma más desplegada y más desarrollada de su objeto de estudio. Podemos sacar, creo, algo de provecho del método de aquél gran pensador también para nuestro problema. Detengámonos brevemente en el autoproclamado «líder de la libertad a escala mundial», el presidente de Argentina, Javier Milei.

Este hombre estrafalario, que al día de hoy ocupa el centro de la escena política argentina, latinoamericana y mundial, es el más violento pregonero de un definido decálogo de valores absolutos. La verdad absoluta usted la encontrará en su rosario de economistas «liberal-libertarios». La justicia absoluta usted la hallará en el «respeto irrestricto de la libertad individual». Y, además, no se ha cansado de insistir sobre la «superioridad estética» de los miembros de su tribu…

¿Hace falta perder el tiempo «demostrando» lo ridículo de sus «valores absolutos»? ¿Alguien con algo de seriedad intelectual puede considerar a sus posiciones «teóricas» dignas de una crítica más o menos razonada? ¿Resistiría un instante de reflexión su principio ético absoluto de la «libertad individual irrestricta» en una sociedad donde un puñado se apropia sistemáticamente del trabajo ajeno mientras que millones tienen que trabajar para poder comer cada día, en el mundo de la universal alienación capitalista? Ni hablar de las cualidades y gustos estéticos de este hombre, rodeado de un séquito de adoradores de las aberraciones pictóricas de la así llamada «inteligencia artificial». Cualquier persona con algo de juicio y que esté en sus cabales solamente necesita escuchar a este sujeto para concluir, inmediatamente, que se trata de un falso profeta.

Y, sin embargo, Milei es un fenómeno social, político y cultural de importancia mundial. ¡Perdón! No hay que darle tanta importancia a este individuo desgraciado, cuya biografía se halla signada por el desamparo y la soledad. Milei es, más bien, la personificación más acabada de un fenómeno social, político y cultural de importancia mundial.

Si observamos con más detenimiento, veremos que esta poderosa corriente ideológica reaccionaria oscila permanentemente entre la absolutización de los valores más conservadores y su disolución más absoluta. ¿Dios? Milei tiene su propia religión individual, cuya deidad principal es su fallecido can y cuya sacerdotisa no es otra que su hermana. ¿Patria? Milei no tiene ninguna y, si es que la tiene, son los EE. UU. e Israel. ¿Familia? Milei no tiene más que a sus perros… si es que aún existen.

Este es un caso extremo. Pero ya Marx —al menos desde 1848— había notado exactamente la misma hipocresía de la ideología capitalista, esta misma oscilación entre la defensa fanática de la tradición y la destrucción implacable de todo lo consagrado.

De todos modos, no debería sorprender a nadie que en la forma superior de la sociedad mercantil, esto es, la sociedad moderno burguesa, «todo lo sagrado se disuelva en el aire».[1] Ya Aristóteles hallaba en la acumulación de valor un principio «vicioso». Para Sófocles, el dinero era la causa de que los hombres «den la espalda, orgullosos, a los dioses». Y para Shakespeare se trataba de un «dios visible, que habla con todas las lenguas para todos los propósitos», que invierte todas las cosas y que por su virtud hace «que en el mundo imperen las bestias».

Marx veía en esta «disolución de todo lo sagrado» un —si se me permite— mefistofélico principio progresista de la sociedad moderna. Pero Marx no era un apologista de Mefistófeles, el que «siempre niega». Más bien habría que decir que Marx era el negador de la negación: si la sociedad capitalista es el principio de la negatividad, de la disolución de todo lo consagrado, entonces Marx luchó por la negación de esta negación, por la expropiación de los expropiadores; podríamos decir, por la humanización de todo lo sagrado.

Después de todo, Mefistófeles, para el que «todo merece perecer», cifraba su victoria en la apuesta con Fausto en la absolutización de un «instante tan bello». Absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto es el triunfo de Mefistófeles.

La contradicción ahora es evidente. La sociedad burguesa disuelve todos los valores absolutos. Y, sin embargo, aquí y allí en las páginas de la historia moderna —especialmente en las más oscuras— aparecen profetas de nuevos absolutos. Llámense «Tercer Reich», «Pax Americana», «Globalización, democracia y libertades individuales», «anarco-capitalismo» o cuantos otros a usted se le vengan a la cabeza. La historia de la sociedad moderna está saturada de dioses absolutos. Pero, a diferencia de los clásicos griegos o romanos, las estatuas de estos dioses terribles son de plástico, de corta duración, producidas en serie y de mala calidad.

El desamparo de este mundo moderno, carente del «cielo estrellado que orienta en los caminos»[2], ha producido y produce alucinaciones en masa: se trata de una búsqueda desesperada para hallar en la oscuridad del cielo alguna nueva constelación que confiera sentido a este infierno de la guerra de todos contra todos, del antagonismo y la competencia universal. Desgraciadamente, buscar en el cielo trascendente un nuevo absoluto es —necesariamente— una vana empresa.

Los valores absolutos de la reacción siempre han sido, son y serán falsos absolutos. Nuevos fetiches para el alma desventurada. Becerros de oro a los cuales entregarse ebrios y dar la espalda a los efectivos problemas del presente. De todas formas, no hay que subestimarlos: se trata de temibles ídolos paganos por los que millones de personas estuvieron y están dispuestas a matar o morir. El mundo capitalista es un mundo de sufrimiento universal: tener una razón para sufrir —aunque sea ilusoria— puede ser algo por lo que la gente esté dispuesta a entregarlo todo. Si no, mírese la historia de las religiones, aquellos «suspiros de las criaturas abrumadas», aquellos «sentimientos de mundos sin corazón».[3] ¡Y aún hay compañeros que se preguntan cómo es posible que millones de personas toleren ser sacrificadas en el altar del superávit fiscal!

Vivimos en un mundo que ha perdido, pues, las referencias a valores absolutos estables y fijos. Aquellos valores emergen y se esfuman en breves períodos de tiempo. Y después de martirios sin nombre, de vidas ofrendadas a aquellos evanescentes absolutos, el alma en pena del sujeto moderno vuelve a estar desamparada y a ser tan miserable como en su día primero. «Dios ha muerto» dijo, célebremente, Nietzsche.

Curiosamente, mientras las fuerzas reaccionarias más tenebrosas se afanan todos los días en la invocación de algún nuevo absoluto, de otro «opio de los pueblos», pareciera ser que quienes queremos un mundo verdaderamente distinto hemos aceptado el dictum del fin de los valores éticos, filosóficos y estéticos. Y, por lo general, se cae así en el error que ya el joven Marx había señalado: en vez de atacar al mundo sin corazón, se ataca al «suspiro de la criatura abrumada». ¡No hay grandes relatos ni valores absolutos, usted debe sufrir silenciosamente el vacío de sentido y gozar en él, si no quiere que lo cataloguemos entre los sujetos «inauténticos», incapaces de tolerar al vacío absoluto de la Nada!

Pues bien, creo que «dios» no ha muerto. Creo que las referencias a valores absolutos no han desaparecido. La situación es mucho peor: dios ha sido reemplazado por una nueva deidad, más poderosa que todos los dioses monoteístas juntos.

La sociedad moderna está absolutamente dominada por un «dios» sin rostro, sin corazón, sin alma, sin paraíso, sin infierno, sin purgatorio, sin texto sagrado, sin forma, sin contenido determinado alguno. Un dios absolutamente impersonal. Por lo general, aparece y se lo ha identificado con la forma dinero. Pero esto es aún un punto de vista abstracto, un tanto fetichista. Este «dios», este nuevo valor objetivamente absoluto, que regula nuestra vida cotidiana, que nos oprime y domina con implacable celo, no tiene por única forma el dinero.

El carácter misterioso de esta deidad moderna es tal que sus adoradores jamás han descubierto su efectiva figura y cada vez tienen más dificultades para llamarlo por su verdadero nombre.  Fue Marx quién por vez primera, en su obra capital, señaló a este «dios», y se trata del valor. De esa «gelatina» de trabajo humano abstracto. De ese quantum indiferenciado de actividad humana cosificada y alienada del sujeto que lo produjo. Y, más aún, se trata no de la «cosa», no del valor objetivado sin más, sino del proceso mismo de valorización, del proceso de producción de plusvalor, del capital.

Nietzsche estaba equivocado: dios no murió, dios fue reemplazado por una forma más acabada de religiosidad, de misticismo, de fetichismo. Más desarrollado y más abstracto que cualquier deidad conocida, el dios capital está en todas partes y no está en ninguna. No ocupa solamente un día a la semana de congregación religiosa, sino que impera sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu a cada hora y a cada minuto de nuestra cotidianeidad. Organizamos nuestra vida y nuestras expectativas alrededor de sus imperativos. ¡Y lo peor de todo es que no lo sabemos! Pensamos que así somos libres, que somos sujetos autónomos de nuestro propio destino. Y desenvolvemos, sin saberlo, nuestra vida cotidiana y su ilusoria libertad con las mediaciones que el capital nos impone. Hasta los capitalistas, esos idólatras del dios moderno, junto con sus nuevos sacerdotes —conocidos por lo general con el nombre de «economistas»— son esclavos de esta peculiar deidad.

Pero Marx, que hizo suyo el odio prometeico a todos los dioses, no se limitó a señalar el imperio absoluto de la producción de plusvalor en la sociedad moderna. Marx mostró algo mucho más importante: en verdad, este absoluto —la valorización del valor— es una forma contradictoria, antagonizada, invertida si se quiere, del desarrollo de la capacidad humana como un fin en sí mismo. La acumulación de valor no es otra cosa que una forma alienada, extrañada, por la que la humanidad ha convertido al despliegue de su capacidad productiva en un fin absoluto. Pero, claro, este desarrollo de la producción humana aparece como un fin hostil y ajeno a los productores mismos, como algo que no es controlado por ellos sino que los controla como una fuerza ingobernable, externa, destructiva y ciega.

Lo absoluto no ha desaparecido en la sociedad moderna. Al contrario, impera con más poder que nunca. Solo que ahora es invisible, es abstracto, es impersonal; es como Proteo: capaz de metamorfosearse y adquirir cualquier figura. Lo absoluto aparece ahora escondido en las cosas, reificado y oculto en ese «inmenso arsenal de mercancías» que es hoy la forma social que ha adquirido el «cuerpo inorgánico» de la humanidad. Y este nuevo absoluto aplasta o prostituye a cualquier otro valor humano concreto que se interponga a su paso. Él es la medida de todas las cosas, aparece como el alma de todos los objetos de la vida social y muestra la relatividad recíproca de todo lo que entra en el círculo de la actividad humana. Desde su punto de vista abstractamente cuantitativo, «hasta la máxima obra de arte es idéntica a determinada cantidad de estiércol».[4]

Sin embargo, este absoluto oculto es, efectivamente, nuestras propias capacidades y actividades humanas cosificadas y alienadas de nosotros mismos.

El ser humano es el ser genérico por antonomasia. La naturaleza toda es su cuerpo inorgánico. Lo absoluto para el ser humano siempre ha sido y será el ser humano mismo. Nada más que, hasta ahora, en virtud de las formas antagónicas en que ha existido la producción social, el ser humano se apareció a sí mismo como algo distinto de sí mismo. Como muchos dioses, como un dios o como la finalidad absoluta de acumulación de plusvalor.

Pero, frente a los falsos absolutos de la reacción contemporánea, ¿qué hacer?  Pienso que lo peor que se puede hacer es caer en el falso inconformismo del conformismo relativista. Esto es, caer en la apología de la tendencia capitalista de disolución de todos los valores humanos. Tenemos que hacer, nuevamente, una «crítica de la crítica».

Marx es heredero de una tradición para la cual —como dijo alguna vez Hegel— lo bello, lo bueno y lo verdadero siempre serán grandes palabras, que harán latir al corazón de la persona justa.[5] Pero, para aquel pensador dialéctico, estos valores no son alguna verdad metafísica dada de una vez y por todas. Son, más bien, «el recuerdo y el calvario del espíritu», el resultado del esfuerzo y el trabajo silencioso y duro de millones de personas a lo largo de la historia. El producto de la actividad de pueblos enteros, cristalizado en las obras filosóficas, científicas y artísticas, las luchas y tragedias de millones de seres humanos acumuladas en la memoria colectiva de la humanidad y personificadas en grandes ejemplos morales y éticos (Sócrates, Jesús o Espartaco, «El Che», Rosa Luxemburg o las Madres de la Plaza de Mayo). Esto es lo verdaderamente absoluto: la humanidad como resultado histórico de su propia actividad.

Esto no podemos regalárselo a los idólatras del capital. No les pertenece.

Pero para salirnos de la falsa antinomia entre lo falsamente absoluto y la nada del relativismo tenemos que comenzar por señalar que lo absoluto, aquello que es un fin en sí mismo, que es valioso en sí mismo, existe. Es la propia actividad social productiva de la humanidad toda. O, con más precisión, de aquella parte mayoritaria de la humanidad que produce con su esfuerzo y sacrificio la vida común de todos.

Hoy lo absoluto está oculto. La finalidad absoluta —la actividad humana como un fin en sí— se presenta falsamente como la maximización privada de la ganancia. Y esta falsedad no es una mera cuestión de la mente, sino un estado mismo de la realidad, tan real que puede incluso conducirnos a la autodestrucción del género humano.

Para todos aquellos que alguna vez han luchado y ofrendado su vida por el ideal de la emancipación social, lo absoluto se les presentó como lo que verdaderamente es: el ser humano mismo. En el siglo pasado y este, en todas las latitudes, millones de personas que no creían en ningún dios y ningún paraíso dieron —y continúan entregando— todo por un valor verdaderamente absoluto: la emancipación de la humanidad, como un fin en sí mismo.

Si hoy queremos enfrentar a los falsos profetas de valores falsamente absolutos, tenemos que empezar por rescatar, nuevamente, a nuestro absoluto, a nuestro sentido humano, común, universal y verdadero. Al acervo cultural, intelectual y ético creado por el trabajo en la historia formativa del ser social. Esto es, como dirían Marx o el viejo Lukács, el ser genérico humano para sí mismo, su esencia genérica realizada.

Solamente un ideal tal puede conferir sentido y ser algo más que la «soledad sin vida» del espíritu bajo el imperio del capital.


Notas

[1] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista. 2.ª ed. (Madrid: Alianza, 2019).

[2] György Lukács, Teoría de la novela. Un ensayo histórico-filosófico sobre las formas de la gran literatura épica. (Buenos Aires: Ediciones Godot, 2010).

[3] Karl Marx, Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. (Valencia: Pre-Textos, 2014).

[4] Mijaíl Lifshitz, La filosofía del arte de Karl Marx. Seguido de Literatura y marxismo. Una controversia. (Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 1981).

[5] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía I. (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1995).

Autor

Licenciado en Ciencia Política y estudiante del Doctorado en Sociología por la Universidad Nacional de San Martín en Argentina. Organizador y profesor independiente de los cursos «Introducción al pensamiento dialéctico» e «Introducción al marxismo de Georg Lukács». Además, coordina una serie de grupos de lectura sobre pensadores marxistas.