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Masculinidad bélica: La violencia sexual en el conflicto armado colombiano

La historia del conflicto armado en Colombia ha atravesado múltiples perspectivas de análisis. Unas centradas en los factores económicos, otras en elementos institucionales; las más recientes y burdas en una teorética sobre el terrorismo, y de vez en cuando, algunas con miradas profundamente críticas. Sin embargo, al relato del conflicto armado en Colombia aún le falta mucho por contar sobre las mujeres. La mujer como sujeta política es una categoría de análisis que merece todo el detenimiento. ¿Cómo actuó sobre ella el conflicto?, ¿qué elementos la hacían partícipe?, ¿cuál era su posición como cuerpo en la guerra?

“la mejor forma de resistencia a la violencia, no es enfrentarla sola,
es juntarnos, crear formas de vida y reproducción más colectivas,
fortalecer nuestros vínculos y así verdaderamente crear
una red de resistencia que ponga fin a toda esta masacre”.
Silvia Federici, en Uruguay, 2017 

Por Carolina Dorado. Para Rita Segato (2016) hoy existe una ofensiva que se ha transformado y que se caracteriza principalmente por ser una guerra paraestatal, dada su informalidad y vínculo generado entre el Estado y los grupos al margen de la ley. Esta nueva guerra ha generado nuevas modalidades y estrategias en contra del “enemigo”, entre ellas una de las más utilizadas en medio del conflicto colombiano ha sido la violencia sexual, ante lo cual Segato afirma que “la violencia contra las mujeres ha dejado de ser un efecto colateral de la guerra y se ha transformado en un objetivo estratégico de este nuevo escenario bélico” (Segato, 2016, p. 57). 

El 24 de junio del 2020, se hizo pública por parte del Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) —en la voz del gobernador del resguardo Gito Dokabu- Emberá Katío, Juan de Dios Queragama— la violación de una niña de 12 años de la comunidad embera por parte de siete soldados, el día 21 de junio. La niña fue enviada a recoger guayabas en un terreno cercano a un campamento militar, los soldados aprovecharon que ella estaba sola, se la llevaron hacia el interior del monte donde la retuvieron y la violaron durante toda la noche. La niña fue encontrada al siguiente día, cerca de las 10 de la mañana. Ella misma fue quien relató que entre 8 o 9 soldados la habían violado. 

Este mismo día, el sargento viceprimero Daniel Díaz, comandante del pelotón Buitre II y quien estaba al mando de los soldados acusados de violación denunció lo sucedido. Fueron siete los soldados que denunció el sargento, tres de los cuales la niña pudo reconocer y así afirmar la denuncia. 

Las declaraciones frente a este hecho pretendían exponer que este era un caso aislado, que se trataba tan solo de un par de “manzanas podridas” y que por lo tanto no se podía generalizar. Incluso, se cuestionó el testimonio de la comunidad,  ejemplo de ellos fue el trino de la senadora María Fernanda Cabal del partido Centro Democrático el cual decía: “Mucho cuidado con esto @mindefensa que no sea un falso positivo como ha sucedido antes”. Declaraciones que causaron la indignación  y  movilización de organizaciones de defensa de Derechos Humanos, organizaciones de mujeres y organizaciones feministas de Colombia y de diferentes partes del mundo, para denunciar y rechazar este tipo de actos ejecutados por miembros del ejército. 

Recientes denuncias e investigaciones permiten afirmar que este no es un hecho aislado, el mismo general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del ejército, declaró que existen 118 uniformados implicados en casos de violencia sexual. Esa misma semana se supo de una nueva violación a otra niña de 15 años de la comunidad Nukak Makú, atacada por dos militares del Batallón Joaquín París en el Guaviare. Los informes indican que 45 uniformados han sido retirados de las filas, y el resto, 73, están siendo investigados disciplinariamente. “Todos estos hechos a la fecha son conocidos por la Fiscalía General y cuentan con investigación disciplinaria, algunas adelantadas por la Procuraduría. Permanecemos atentos a los requerimientos de las autoridades competentes”. Dijo Zapateiro para un periódico local colombiano. 

Como se demuestra, estos no son hechos aislados. Ha sido una práctica estructural y sistemática que históricamente han hecho parte de las fuerzas armadas,  y por lo tanto, no se le puede restar responsabilidad a la  institución. Este artículo pretende interpelar, cuestionar e indagar sobre algunos factores que pueden caracterizar estos sucesos por parte del ejército como son: la masculinidad, el poder y el patriarcado, todos estos relacionados directamente con la violencia hacia el cuerpo de las mujeres. 

El conflicto armado, la violencia sexual y su relación con las masculinidades bélicas

Colombia tiene un conflicto armado de más de 60 años que ha dejado millones de víctimas. Según la Red Nacional de Información de la Unidad de Víctimas se estima que hasta el 1 de octubre 2018 se habían registrado más de 8 millones, de las cuales 4.170.856 son mujeres y 23.875 son delitos sexuales. Pese a que las cifras oficiales son elevadas, no reflejan la totalidad de casos, ya que no siempre incluyen a todas las mujeres que han sufrido hechos victimizantes y más bien se perpetúan en dicha condición revictimizante y dejando de lado la posibilidad de la denuncia.

Los delitos sexuales dentro del conflicto armado son entendidos por el Informe Nacional sobre Violencia Sexual (INVS) como: 

Una modalidad de violencia de género, que se constituye en un ejercicio de dominación y poder ejercido violenta y arbitrariamente a través de la imposición de realizar o presenciar actos sexuales en contra de la voluntad de una persona. […] Una forma de violencia de género utilizada por los perpetradores para expresar control sobre un territorio-población y “sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio” (Segato, 2013, página 20). […] Es una acción racional que responde a la capacidad y voluntad de someter a otra persona que se encuentra en estado de indefensión y/o vulnerabilidad. La violencia sexual reduce a las personas a la incapacidad de decidir y de tener autonomía sobre su propio cuerpo, así como sobre sus derechos sexuales y reproductivos. (INVS 2017, 21)

Las violencias sexuales, en medio del conflicto armado de Colombia, han legitimado los comportamientos y una estructura de poder de larga duración que ratifica y aumenta la desigualdad de estatus entre hombres y mujeres y grupos étnicos y etarios. Vinculados a elementos estructurales sociales que expresan, a la vez y de manera inseparable, aspectos institucionales de carácter moral, político, familiar, económico, religioso, comunitario y simbólico: “la violencia sexual no es un caso atípico, individual o irregular, sino una extensión de conductas normativas masculinas que son, a su vez, resultado de adaptaciones a valores y prerrogativas que definen roles masculinos en sociedades de configuración patriarcal” (INVS 2017, p. 205). 

En este sentido Darío Muñoz-Onofre (2011) indica que la masculinidad bélica se puede rastrear desde los primeros ciclos vitales de los hombres y que se va fortaleciendo durante su adolescencia y juventud, a través de diferentes acontecimientos en el transcurso de su vida, acompañados de ciertas construcciones sociales y culturales como: 

  • La cohabitación de las comunidades rurales con los grupos armados irregulares.
  • La presencia normalizada de la figura modélica del combatiente armado (sea este soldado regular, paramilitar o guerrillero).
  • Los juegos bélicos practicados durante la infancia.
  • La obligación de desempeñar labores agrícolas pesadas en edades tempranas.
  • Y el maltrato recibido en la familia, entre las más importantes.

Estas condiciones generan una predisposición social que condiciona y va perfilando a los niños y los jóvenes hacia lo que él denominará masculinidad bélica y su futura incursión en grupos armados. Asimismo, ya en el ingreso y vinculación a estos grupos, existe otro tipo de disciplinas militares que modelan y refuerzan el perfil bélico de la masculinidad que fue abonado en los casos anteriormente mencionados. Este perfil busca el abandono de la infancia, la deshumanización y la creación de un prototipo específico de hombre para la guerra caracterizado por:

  • El aguante físico.
  • El endurecimiento emocional
  • La normalización de la muerte
  • Las pruebas de fidelidad al grupo
  • La indiferencia frente al sufrimiento de otros
  • La capacidad de matar.

La violencia sexual entonces se convierte en un el fruto de los imaginarios creados social y culturalmente que se van naturalizando y que provienen de una sociedad patriarcal que estimula constantemente a los hombres a exhibir su virilidad y sus capacidades de poder, dominación y combate. 

La violencia sexual aparece en el contexto del conflicto armado como un lenguaje comunicativo que permite a algunos hombres afianzar su honor viril y el reconocimiento de su masculinidad, y a las víctimas, principalmente mujeres, afianzar su lugar de subordinación y sumisión por medio de un despliegue de poder y dominación. (INVS 2017, p. 206). 

El cuerpo de las mujeres en disputa 

Para los feminismos el cuerpo es el primer territorio de autonomía y práctica política, así como el lugar desde el cual ejercemos la capacidad de relacionarnos, comunicar, explorar y crear. Posibilita un método de interacción con el entorno y las otras personas y constituye el móvil de vivencias e historias. Hablar de cuerpo nos permite generar reflexiones de cómo este ha sido un territorio constante de disputas morales y políticas, es punto de intersección entre lo físico y lo simbólico. 

Teniendo en cuenta al cuerpo como territorio Rita Segato (2014) menciona que parte de esas transformaciones se han dado porque estamos frente a todo un sistema bélico que constituye un cuantioso capital. Este capital necesita reforzar constantemente su necesidad de poder, dominio y control, en este caso el control sobre el cuerpo. Es por esto que, para Segato la 

violencia corporativa y anómica se expresa de forma privilegiada en el cuerpo de las mujeres [..] En este contexto, el cuerpo de la mujer es el bastidor o soporte en que se escribe la derrota moral del enemigo, así como la victoria del vencedor. (Segato 2014, p. 62). 

En este sentido se enmarca que las relaciones inequitativas de género dentro de los conflictos son agudizadas por la diferenciación de condiciones sociales políticas y económicas de las mujeres dentro de las comunidades. Muchas de las violencias sexuales en medio del conflicto están enmarcadas en contextos de la ruralidad, teniendo como principales características el desplazamiento, la pobreza, el territorio en disputa, mujeres y niñas en completo estado de vulnerabilidad, un escaso acceso al estudio, un sistema judicial precario y un contexto social en el cual son sistemáticamente intimidadas, pues en la mayoría de los casos son amenazadas de muerte por sus violentadores. Estas condiciones permiten que se fortalezcan, de diferentes maneras, las relaciones de poder, aumentando as situaciones de violencia sexual, “hecho que se potencializa en un contexto de dominio por parte de los actores armados, donde los cuerpos considerados femeninos se convierten en propiedades sobre los cuales las normas patriarcales se inscriben para castigar, moralizar, higienizar y disciplinar” (INVS 2017, p. 207).

La masculinidad está asociada a un rechazo total a todo lo feminizado, por lo tanto, pone en un alto grado de vulnerabilidad los cuerpos de las mujeres, así como los cuerpos que no se encuentren dentro de la normatividad binaria heterosexual. De esta forma, el cuerpo de las mujeres se pone en disputa, para obtener el control y la regulación de su feminización, que se basa principalmente en la aniquilación de la voluntad de las víctimas, reduciendo sus fuerzas, imponiendo la fuerza masculina y reduciendo a la víctima o como diera Segato “la víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo”.

La niña violada por los militares pertenece a la comunidad emberá katío, quienes ancestralmente son del departamento del Chocó, comunidad que ha sufrido más de 30 años de persecución por el control y dominio de sus tierras, por lo que se han visto obligadas a desplazarse constantemente de su territorio ancestral. De modo que es una niña que se encuentra en un lugar no propio, que no espera ser violentada por quien, supuestamente, está para protegerla.

El patriarcado ha promovido la idea de “propiedad” del cuerpo de las mujeres por parte de los hombres, ha naturalizado prácticas violentas y ha transformado a los cuerpos de las mujeres en campos y territorios en disputas y como botín de guerra. En Colombia se ha promovido la imagen del soldado como aquella persona que porta un uniforme que debe ser considerado un “héroe de la patria”. Según esta lógica, portar un uniforme y un arma es sinónimo de estatus, poder y respeto. En consecuencia se promueve soterradamente la violencia sexual gracias a diferentes factores, entre ellos los entrenamientos militares, las estrategias que se utilizan para el control de los territorios, el comportamiento patriarcal que se establece socialmente con las mujeres y los modelos preestablecidos frente a las masculinidades. 

La violencia sexual no es un asunto derivado de la naturaleza masculina sino la expresión de una jerarquía política en la que se aprende a apropiar cuerpos y a violentarlos como parte de un proceso de reafirmación de la dominación masculina en la sociedad. (INVS 2017, p. 223). 

Como he mencionado, para Muñoz, la masculinidad es formada y producida, partiendo, primero, de un contexto social y familiar; y seguido de esto con el ingreso a las filas de militarización: “Se trata de un tipo de masculinidad bélica invulnerable, resistente, fuerte, con capacidad de arrojo y sin temor al peligro, el dolor y la muerte. Encarnada en un cuerpo que tiene como mandato sobre exigirse a sí mismo y multiplicar todas sus fuerzas por propia voluntad” (Muñoz 2011, p. 101). 

A los hombres dentro de los grupos armados, legales o ilegales, les han enseñado a matar, a dominar y a conquistar. Y es aquí donde el cuerpo de la mujer se ha convertido en un cuerpo disponible, asequible, sexuado y útil para demostrar la virilidad y el poder masculino. “La violencia sexual ha existido en este contexto porque, entre otras cosas, es una expresión de la dominación masculina y guerrera” (INVS 2017, p. 236). Lamentablemente la situación actual del país ha demostrado que esta es una de las pocas maneras y tal vez la única opción para muchos jóvenes empobrecidos, o de zonas donde el conflicto esté más presente. Hasta hace muy poco tiempo era legal en Colombia realizar lo que popularmente se conocía como “batidas”, una práctica que se aplicaba en lugares periféricos y empobrecidos para  reclutar a jóvenes, ya fuera por parte del ejército o por los grupos al margen de la ley quienes aprovechan las estas circunstancias y convierten a estos jóvenes en carne de cañón y los convencen de ingresar a sus filas, para ser adoctrinados y para producir masculinidades bélicas necesarias para sus guerras y propósitos militares.

Estamos ante un estado patriarcal, que a través de sus políticas como la “seguridad democrática” ha promovido, en complicidad con otros sistemas, una institución patriarcal, reflejada en sus ejércitos y todo un despliegue de poder militar, como diría Segato “El proyecto de la guerra es hoy, para sus administradores, un proyecto a largo plazo, sin victorias ni derrotas conclusivas. Casi podría decirse que el plan es que se transformen, en muchas regiones del mundo, en una forma de existencia” (Segato 2014, p. 57), en busca de perpetuar la dominación masculina, donde una de sus principales víctimas es la mujer y su cuerpo; y por lo tanto, limitando el acceso de las mujeres a la justicia y al derecho a una vida libre de violencias, ya que está amparado por su estatus institucional y por la complicidad del Estado.

En Colombia el sistema judicial para las mujeres es muy precario, carece de credibilidad, eficacia y compromiso político por parte del Estado. Vale la pena mencionar aquí que en Colombia son los hombres, en su gran mayoría, quienes ejercen el poder judicial.  Las mujeres no denuncian por recelo a ser revictimizadas, ya que pocas veces se imponen penas o sanciones reales y casi siempre quedan los delitos quedan en la impunidad. Por ello, leer los titulares de los periódicos resulta frustrante, ya que en la mayoría se puede leer: “el presunto caso de violación por parte de miembros del ejército”, es decir, no se le cree a la víctima o se le escucha entre dientes “algo debió haber hecho para que le pasara eso”. 

Las mujeres hemos tenido que recorrer un gran camino en la defensa de nuestros derechos, en la construcción de una justicia que realmente nos represente, pero el camino aún es largo. Sin embargo, estos acontecimientos también han sido un impulso que ha generado reacciones en los movimientos de mujeres, así como el surgimiento de organizaciones de la sociedad civil y algunas políticas públicas, nacionales e internacionales, que reconocen la exigencia, protección y garantía de derechos particulares para las mujeres en contextos de guerra y conflicto armado. La creación de estos movimientos ha abierto un camino para la exigencia, la reivindicación de los derechos y el cumplimiento de la ley, así como ha permitido encontrar otras maneras de denuncia, de apoyo a las víctimas y de encuentro que permita acompañar y restaurar desde el poder organizativo de las mujeres.

Bibliografía

  • Centro Nacional de Memoria Histórica. 2017. La guerra inscrita en el cuerpo. Informe nacional de violencia sexual en el conflicto armado. Bogotá: CNMH
  • Muñoz, Darío. 2011. Masculinidades bélicas como tecnología de gobierno en Colombia. La Manzana.
  • Segato, Rita. 2016. La guerra contra las mujeres: Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres. Madrid: Traficantes de sueños.