Al ala oscurantista del catolicismo se ha sumado una fuerza inusitada de las iglesias evangélicas
En esta entrevista, Diego Pinto Millán explica por qué es necesario repensarse la relación Iglesia – Movimiento social. Además de una lectura amplia y plural de los textos sagrados, se propone partir del concepto de paz como justicia social para lograr resignificar la fe dentro de esta misma lógica.
Esta entrevista hace parte del libro Final abierto. 20 miradas críticas sobre las negociaciones con las insurgencias (2010-2018), publicado por Revista Lanzas y Letras y La Fogata Editorial. [Foto de portada: Colombia Informa]
El triunfo del No en el plebiscito de 2016 puso en evidencia la militancia de sectores religiosos en contra de los acuerdos de paz, reactualizando un discurso de odio, por ejemplo, respecto a las diversidades sexuales y los derechos incluidos en los acuerdos de La Habana. ¿Cree que eso expresó una coyuntura puntual, o marca una tendencia de crecimiento de los sectores conservadores de la Iglesia que se va a profundizar?
Diego Pinto Millán*: Estamos en un momento que requiere una lectura cuidadosa de lo que está sucediendo en el país y en el mundo, donde posiciones conservadoras vienen tomando un papel protagónico en discusiones políticas. Si hacemos un seguimiento juicioso, encontramos que no es solo una situación coyuntural que se presentó para la votación en el plebiscito que refrendaba los acuerdos de paz firmados entre las FARC y el Gobierno, sino que lo que pasa hace parte de todo un entramado donde los sectores de la derecha buscan generar miedo a los ciudadanos y encuentran en las religiones una posibilidad para amplificarlo.
Los sectores más retardatarios han entendido que la gente toma decisiones políticas por algunas emociones más que con una racionalidad sobre las propuestas de fondo y las implicaciones que éstas traen (en buena medida debemos hacer una autocrítica a la forma en que se ha construido nuestra cultura política). Esto ha sido aprovechado por estos sectores, como lo han expresado algunos de sus representantes sin asomo de vergüenza: han hecho que la gente vote con rabia, con odio, con miedo. Entonces, lamentablemente, es más fácil que alguien salga a votar contra las diversidades sexuales, contra el comunismo, contra los «castrochavistas», a que lo haga por una propuesta de país que privilegie la soberanía nacional, que tenga de fondo una propuesta educativa transformadora o de defensa de la paz como un derecho fundamental de todos los colombianos.
La campaña por el plebiscito evidenció que son los mismos viejos fantasmas los que movilizan la opinión pública utilizando los discursos conservadores que han sido predominantes desde la religión. En el centro están la discriminación a la diversidad sexual y el temor al comunismo, temas que parecía que en pleno siglo XXI ya no eran objeto de prejuicios, pero se reitera que no es así.
Aquí debemos diferenciar además los actores que se movilizan, por un lado, los sectores propiamente de los partidos conservadores, la extrema derecha, pero también vemos la posición oficial de las iglesias y aquí está el ala más oscurantista del catolicismo, pero también una fuerza inusitada desde las iglesias evangélicas. Digo esto porque no puede ser leído como un fenómeno homogéneo, sino con sus diversos matices.
Es claro que el modelo neoliberal hizo la tarea al interior de las iglesias evangélicas con su modelo de teología de la prosperidad, el individualismo, el terror al infierno y la doble moral. Estos elementos permitieron que una propuesta que en su base es liberadora en el mensaje central del evangelio, se vuelva el estandarte de la discriminación y la manipulación política. Es claro que el discurso de odio es no solo una postura social de algunas iglesias, sino que además es un trampolín para algunos pastores y líderes religiosos que han decidido dar el salto a los escenarios de representación política.
Hay toda una matriz de opinión que gana fuerza sobre sectores de la iglesia católica y evangélica donde el ideal de dirección política de una nación tiene que ver con la creencia de sus gobernantes y la materialización de unas políticas que expresen la moralidad judeo-cristiana. Esto es a todas luces una posición que debe preocuparnos y que debemos combatir al interior del cristianismo porque va contra el mensaje central de Jesús y enmascara de fondo la defensa de los autoritarismos, la segregación social y el fascismo.
En este panorama queda una reflexión importante a mi juicio y es que la espiritualidad y la religión son también escenarios de disputa del sentido común, porque si bien hay un panorama que no es alentador con la conservadurización de la iglesia y la sociedad, sí hay posturas críticas, iglesias disidentes y espiritualidades que se la siguen jugando por la paz, la equidad, la justicia social y eso debe llenarnos de esperanza y motivar la lucha por un cristianismo más cercano a las necesidades de la gente, que en Colombia son transformaciones y como resultado de estas, la paz.
No nos digamos mentiras, parece que el odio y el miedo ganan más votos que el amor y la esperanza.
Por eso finalmente mataron a Jesús, por su mensaje de amor liberador, es momento para que los cristianos definamos de qué lado estamos.
Un grupo de feligreses elaboró una carta dirigida al Papa proponiendo una autocrítica por el rol en la violencia política que ha tenido la Iglesia Católica en la historia reciente de Colombia ¿cómo cree que se expresa en la actualidad esa vinculación histórica de algunas religiones con la violencia? ¿cuál ha sido la relación de las iglesias protestantes o evangélicas con sectores que ejercieron la violencia contra el pueblo?
D.P.M.: Es dolorosa la vinculación del cristianismo, tanto católico como protestante con la violencia política en Colombia y en todo el continente, porque no podemos olvidar que desde la jerarquía eclesial se contribuyó con las dictaduras a lo largo del cono sur.
En el caso de Colombia podríamos caracterizar de manera diferente la violencia auspiciada por católicos y protestantes, pero en ambos casos hay algún nivel de participación por acción y/u omisión que incluso se refleja en actos muy recientes que reafirman las posiciones de las cúpulas de las iglesias. Esto queda en evidencia por ejemplo en las beatificaciones en la visita del Papa Francisco al país. En Villavicencio por solicitud del alto clero colombiano fueron nombrados beatos los sacerdotes Jesús Jaramillo y Pedro María Ramírez, quienes en círculos académicos y sociales han sido ampliamente cuestionados, el primero por actuaciones dudosas de corrupción y colaboración con paramilitares en Arauca y el segundo por ser un cura que llamaba desde el púlpito a asesinar liberales hasta antes de las revueltas del 9 de abril de 1948, sucesos en medio de los cuales fue asesinado por la turba que reclamaba justicia ante el magnicidio de Gaitán.
Es claro que la jerarquía católica no ha hecho mucho por deslindarse de los poderes políticos y económicos en el país, manteniendo posiciones ambiguas sobre la violencia política y en casos más graves incluso se han visto involucrados en hechos de esta naturaleza.
En el caso de la iglesia evangélica o protestante ha sido más por omisión y por acción ideológica que se ha presentado este vínculo macabro entre fe y violencia política. Aquí son las posiciones de odio contra la izquierda, el comunismo, las guerrillas, las que más han ayudado a que se reafirmen posturas guerreristas e incluso la justificación del paramilitarismo. Basta con mirar alguna literatura evangélica o las predicaciones de pastores con posiciones que poco ayudan a un ambiente de construcción de paz, sino que más bien profundizan la confrontación de sectores sociales.
Todo este panorama se une a la naturalización creciente de la violencia contra determinados sectores y actores, donde esta parece estar bien si es contra quienes el establecimiento ha decidido deben ser los enemigos, que básicamente son quienes se oponen al modelo de desarrollo impulsado por los grandes poderes económicos.
Hay un asunto que me parece importante resaltar cuando de iglesia y posturas sociales se trata y es la interpretación amañada de las escrituras, hay un asunto hermenéutico central según quien interpreta, a favor de quien interpreta y cuáles son las implicaciones prácticas de dichas interpretaciones.
Aquí ha existido una suerte de asepsia religiosa donde no se tiene en cuenta el contexto para interpretar la Biblia, el argumento de que este libro sagrado tiene una respuesta a todo, ha ocasionado todo tipo de perversidades para justificar el terrorismo de Estado, expresado en asesinato de líderes sociales, persecución política a la oposición y montajes judiciales.
Pero hay también una violencia quizás tan dura como los temas que hemos hablado, pero menos visibilizada, es la violencia estructural, que es la que afianza un modelo económico y político que asesina a miles de niños de desnutrición, que violenta a través del modelo de salud, que mata lentamente con salarios miserables. Diría, con certeza absoluta que cristianos católicos y evangélicos hemos contribuido enormemente con esta violencia, que es mucho más terrible y sangrienta que la de las armas. Esta violencia se profundiza cuando permitimos el avance del neoliberalismo; cuando votamos por candidatos que favorecen la exclusión; que discriminan; que hacen política contra los pobres, aun cuando estos se digan cristianos; cuando nos callamos ante las injusticias ordenadas por el sector financiero y avaladas por los políticos en el Congreso de la República.
Un gran reto para los cristianos honestos es hacer pedagogía en nuestras comunidades para superar todo tipo de violencia con la fuerza de la organización comunitaria.
A lo largo del último medio siglo de conflicto social y armado en el país, sectores de la Iglesia supieron vincularse, también, con las expresiones populares de lucha, adhiriendo a ideales revolucionarios. El caso más emblemático fue el de Camilo Torres, pero no fue el único, sino que expresó toda una tendencia identificada con la Teología de la Liberación ¿qué queda hoy de eso, hay un aporte concreto a la paz, que logre arraigo social, de los cristianos por la liberación? ¿en qué se expresa?
D.P.M.: El legado del padre Camilo Torres y la Teología de la Liberación para los cristianos en Colombia y América Latina, es muy importante no solo por la historia que enmarca toda esta corriente de pensamiento, sino sobre todo por la vigencia de los planteamientos centrales, del método de interpretación bíblica y el ejemplo coherente necesario de los cristianos que insistimos en la fe como experiencia liberadora.
Es importante que el espectro de la teología de la liberación se expanda a temas que habían estado negados incluso por las corrientes críticas al interior de la iglesia, temas como el feminismo o la lucha por las diversidades sexuales, sin dejar a un lado por supuesto los asuntos de la desigualdad social y la injusticia que significa la existencia del sistema capitalista. Hoy las nuevas tecnologías, las nuevas formas de comunicación, la virtualidad y otros desarrollos son muy útiles para pensar en nuevos métodos que sin suplantar el vínculo comunitario activen formas de organización social.
Una falsa dicotomía se ha planteado en estos tiempos, que una cosa son los cambios estructurales y otra cosa es la paz. Desde la enseñanza bíblica y la opción liberadora esto es errado, porque la paz es sencillamente el fruto de la justicia social, así lo afirma el profeta Isaías y lo reitera el mensaje de Jesús. Ese es un planteamiento que tiene fuerza en un sector importante de la sociedad que no creemos que la paz sea el silenciamiento de los fusiles insurgentes, sino una serie de cambios que superen los problemas estructurales de la desigualdad social, que ha dado paso a múltiples violencias, incluyendo la opción de la lucha armada por el poder político.
Es por esta línea de la paz entendida como justicia social que podemos encontrar un cauce a la acción cristiana, que le es útil no solo a los creyentes, sino a todo el país. Esto nos hace preguntar por el sujeto que debe desarrollar esas transformaciones y aparece el asunto de la participación de la sociedad, con su diversidad, desde las regiones, desde las culturas propias y cosmovisiones particulares. Esta participación significa que las comunidades digan qué necesitan para alcanzar la paz, si son vías de acceso a sus regiones, acueductos, vivienda digna, empleo no precarizado, reconocimiento del campesinado, respeto a los derechos humanos, etcétera. Pero es la voz de la gente la que tiene que estar allí y esa participación debe ser vinculante, los planes de vida de las comunidades deberían volverse los planes de desarrollo de los Gobiernos. Este planteamiento es supremamente cristiano, construye comunidad, permite solucionar los conflictos de manera adecuada y privilegia la vida contra la muerte y el guerrerismo.
Para que el potencial liberador de la propuesta cristiana se haga realidad debemos asumir unos retos en el actual contexto, yo diría que hay al menos tres que son urgentes. El primer reto que tenemos los cristianos de las teologías críticas y emancipadoras, es el de la batalla de ideas. La resignificación de la fe no es tarea fácil, pero contamos con el método básico de Ver-Juzgar-Actuar para poder ayudar a miles de creyentes que hoy están desorientados en medio de tanta desinformación. Ver la realidad primero, entenderla, desentrañar las raíces de los problemas sociales, económicos y políticos; Juzgar a la luz de las escrituras si hay una situación de injusticia y quien la comete; y por último actuar en consecuencia, a favor de los pobres que sufren el modelo y contra los poderes que se enseñorean de las personas.
El segundo reto es sin duda organizativo. Hay que superar la dispersión de las expresiones del cristianismo crítico, causadas entre otras cosas por la persecución a las Comunidades Eclesiales de Base de los años ochenta por parte de los paramilitares y el terrorismo de Estado. Urge proyectar articulación de procesos, renovación de metodologías e incluso estéticas que se hagan atractivas en contenido, pero también en forma, para los creyentes más jóvenes que buscan una alternativa a la iglesia institucional. Aprendimos de Camilo que es desde la base, desde la experiencia propia de las comunidades que se construyen las alternativas sociales y políticas. Hoy incluso de allí deben salir los liderazgos para la lucha electoral.
El tercer reto urgente es acompasar la construcción de comunidades de fe con la movilización social alrededor de las banderas de la paz como fruto de transformaciones que traigan dignidad a la vida de las mayorías. Las grandes jornadas de protesta y movilización sin duda pueden tener un potencial mayor si un actor protagónico son los cristianos pidiendo cambios.
Estos tres retos creo que deben estar acompañados de un principio fundamental para que no se pierda la esencia de este proyecto: Nunca dejar de estar del lado de los pobres, de los que sufren, de los oprimidos.
¿Qué valoración general tiene usted, como militante cristiano, de los procesos de negociación con ambas insurgencias llevados a cabo durante los últimos 8 años?
D.P.M.: La Biblia dice que son hermosos los pies de los que anuncian la paz, que son las buenas noticias de cambios, de liberación. Creo que la primera gran responsabilidad tiene que ver con el objetivo que se traza una sociedad a la hora de solucionar el asunto de la guerra, pero allí hay visiones diferentes, que podríamos mirar en al menos tres posturas, solo una de ellas cristiana.
Por un lado, la postura del establecimiento que «hace la paz» para profundizar sus negocios, es decir sigue haciendo la guerra al pueblo, esta visión minimalista lo único que busca es desarmar a las insurgencias, pero no soluciona los problemas de fondo y hace que a la larga otras violencias se recrudezcan. También está la concepción de la paz entendida como participación política de las insurgencias, una visión sin duda necesaria pero restringida, porque sigue sin tocar las raíces del conflicto y por último está también una visión de la paz transformadora, esa que requiere cambios profundos en el modelo económico, en la representación política y también en unos nuevos valores que fomenten una cultura de resolución pacífica de conflictos.
Considero que nuestro aporte fundamental debe estar en la última visión, la de los cambios, porque si el objetivo trazado es otro entonces no es la orilla del cristianismo desde la que estamos parados. Desde el imperativo ético de las transformaciones que traen la paz es desde donde podemos analizar los procesos de paz.
Hemos visto el fracaso del proceso de solución política con la FARC por culpa del incumplimiento del Gobierno a lo pactado y la falta de voluntad para que la sociedad discuta su posible aporte a estos acuerdos. Cada vez es más evidente que al régimen no le interesa hacer la paz sino desarmar a la guerrilla, volver a la vieja fórmula de hacer que todo cambie para que nada cambie.
En medio de este panorama se ha visto la voluntad de esta guerrilla por cumplir lo que acordó y su difícil tránsito de la vida guerrillera a la lucha como partido político legal. A pesar de esta voluntad se evidencia como estrategia por parte de un sector de la sociedad la defensa de los acuerdos, lo cual a mi modo de ver es importante pero insuficiente si no se hace énfasis en los cambios estructurales más allá de lo pactado.
En el proceso de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) hay un esfuerzo importante que se refleja en la agenda acordada, la coincidencia de los tres primeros puntos, con el clamor de la participación de la sociedad es una buena señal sobre el camino a recorrer, pero infortunadamente el Gobierno nacional no ha dado muestras de querer avanzar en este punto.
Es muy escaso el avance de la negociación debido a la exigencia de hacer un proceso vinculante de participación y eso debe preocupar a todos los colombianos y alertar sobre los verdaderos intereses del régimen a la hora de negociar con las insurgencias. Aún a pesar de esto, son importantes las expresiones que han buscado una participación protagónica de la sociedad en las negociaciones, tal como la Mesa Social por la Paz que agrupa cientos de organizaciones e iniciativas de paz y movimientos sociales.
Preocupa además el escenario creciente de persecución al movimiento popular, el actual exterminio en curso contra líderes sociales, la judicialización y criminalización a personas y procesos de partidos y movimientos de izquierda. Esto nos da cuenta de una doble intención, de acabar con las resistencias armadas y de exterminar toda posibilidad de cambio que surge de las resistencias no armadas.
En conclusión, diría que los ocho años de Gobierno de Juan Manuel Santos y los procesos de paz han sido un campo de disputa en el que se ha demostrado que no hay una intención por parte del establecimiento de alcanzar una paz transformadora, ni siquiera de permitir unos pequeños cambios en el sistema político y económico. La única forma posible de alcanzar esta paz será desde las luchas que dan las comunidades, en las calles. Estos cambios deben cristalizar en un nuevo Gobierno que permita la construcción de la paz, que distribuya la riqueza de manera equitativa y construya una nación en torno a principios éticos para vivir con dignidad. Eso sería un gobierno más cristiano, el que necesitamos, la tarea está en manos de todos los colombianos.