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16 relatos cortos. 16 veces nos negamos a olvidar

El diez de febrero es una fecha guardada en la memoria agónica de la movilización social. Un estallido, un hecho capaz de cambiar vidas y recuerdos. También de acabar con ellas. Dieciséis relatos recopilados que se presentan con la consciencia de quienes viven de primera mano los hechos, de quienes hacen parte de la historia. ¿De qué historia? Siempre nos preguntaremos. Recopilado por Leyder Perdomo Ramírez.

Uno.

Sergio dijo que se trataba de hacer algo. Que si éramos materialistas las condiciones objetivas que resultarían del TLC darían con agudizar la contradicción, y nosotros teníamos que ser parte de eso. Avivar el fuego, convocar a los explotados, a los oprimidos, a los excluidos y a los ofendidos.

Yo dije que sí, que me disponía. Me estaban invitando a hacer la historia, el futuro, y no me lo podía perder. Pero ni el materialismo, ni las condiciones objetivas ni el cálculo político me dieron como para evitar hincarme la noche del 9 de febrero y tener la que tal vez fue mi última conversación con el Dios de mi madre. Bueno, realmente no fue una conversación.

Le dije que él debía saber que este era el lado de los justos, de la redención de Cristo, aquí y ahora, que nos cuidara, incluso que cuidara a los peones que se pondrían del otro lado, pero que pusiera de nuestra su furia y nos ayudara a hacer temblar a los poderosos.

No me contestó nada. Y al parecer no estaba de nuestro lado.

Dos.

Éramos los hijos menores y los nietos de la generación que todo lo soñó, que todo lo luchó, que todo lo tuvo cerca. Yo no crecí con el Divino Niño en la sala. En mi casa había un retablo del Che Guevara mirando al horizonte y diciendo que “éramos compañeros” y que eso era más importante. Era imposible no hacerse parte del día en que haríamos historia, La Historia del movimiento estudiantil.

Lo que no sabíamos es que nuestros viejos soñaron todo, lo lucharon y lo tuvieron cerca, pero solo lograron una parte, algunos creen que nada. Tampoco sabíamos que la historia que íbamos a ser no sería la de nuestra épica, sino la de nuestro propio dolor.

Tres.

Adrián se ríe y dice que nunca imagino que un baño fuera lugar para tanta alegría, tanta vitalidad: “Marica éramos por ahí 20 o 25 personas, manes y viejas, casi todos eran anarco punks, entre nerviosos, místicos y felices. En una mezcla de todo eso, estuvimos como 10 minutos cagados de la risa, ahí metidos, diciendo bobadas.

Una persona entró a mear y al ver ese montón de encapuchados se devolvió subiéndose la bragueta. Me acuerdo de que uno de los punks hizo un chiste con eso, dizque, “al menos la toma del baño fue exitosa”.

Cuatro.

Antonia nunca había sentido tanto miedo. La ansiedad la torturaba. Su experiencia era ninguna y solo tenía en su mente las imágenes de aquellos “care trapos” que mostraban de La Nacho y del San Juan de Dios en las noticias. Y pensaba “¡Cosa tan hermosa!”. Siempre los vio como superhéroes, con su “moral en alto” y dispuestos a darlo todo por todos; sujetos con súper poderes enfrentando al mal. Pero ese día, los que aún no se habían puesto en modo “care trapo” como ella, reflejaban exactamente lo que su rostro no podía esconder: preocupación, ansiedad, temor.

Al momento de cubrirse con un pedazo de tela, dejó de ver sus caras y dice que creyó reconocer sus verdaderos rostros: “Que bello fue ver salir tantos superhéroes en medio de los pasillos, reconocer que ninguno de ellos tenía ningún poder sobrenatural, que su verdadera fuerza era la unión, el compañerismo, la disciplina y el compromiso. En ese instante, donde mi cara ya no existía, mi rostro cambió por completo. Se llenó de una fuerza que solo la puede dar el colectivo y por fin lo comprendí, de a poco, entre gases, piedras, petardos y molochas; al final la dignidad no es de uno, es de todos, y por eso se construye y se alcanza, no por uno, sino por todos”.

Cinco.

¡Mientras los ricos negocian los pobres luchamos!

Ese fue el grito de batalla de un fulano desconocido, me emocioné mucho; ahora me entero de lo ingenuos que éramos. Efectivamente ellos negociaron y nosotros luchamos, pero no negociaron con nosotros y no luchamos con ellos. Ni se dieron cuenta de nuestra rabia y de nuestro dolor.

Seis.

¡Qué-ji-jue-pu-ta-tropel!

Más de cien peludos enmascarados. El santo y seña para “las jotas” era “rayo”. Eran unas papas más grandes y poderosas. El santo y seña era que pa’ que, si estábamos muy cerquita, abriéramos la boca y no nos fuera a tumbar la honda. Y eso era un solo griterío: ¡Rayo! ¡Rayo! ¡Rayo! Es que si la cosa no sale como salió, hubiéramos terminado con dolor en la cara de andar con la jeta abierta, le digo.

Siete.

Cédulas ya teníamos, pero éramos unos cagones y unas cagonas. Los cagones y las cagonas que íbamos a cambiar al mundo, o al menos, a no dejar que privatizaran la Universidad y ni que firmaran el TLC con los gringos. Ese fue nuestro último juego de niños. La manera cruenta en que nos hicimos adultos. Mientras duró, tal vez una hora y media, de verdad creímos que el estruendo de los petos, las consignas de la gente y su solidaridad trayendo piedras y leche, eran el principio de alguna gran cosa. Pero no, era un tropel, otro tropel, uno grande y, por eso, peligroso. Otro tropel, que del mejor de todos pasó a ser el peor. Al que le siguió la muerte, las heridas, la cárcel… Otro tropel.

Ocho.

De niño me gustaba destapar las papeletas y los silbadores para quemar esa pólvora. El resultado era una luz centelleante que en un segundo iluminaba con muchos colores. Un mini espectáculo que aún creo muy bello. Esa fue la imagen que vi ese día, pero multiplicada por un millón. La luz bella fue muy grande y antesala de un estruendo que en micros segundos reventó vidrios y me tiró al piso. Luego un silencio que pareció eterno. El humo que se disipaba lentamente, la vida relatada por la muerte, en cámara lenta. El olor a ropa quemada, a carne quemada, los gritos y los lamentos.

Nueve.

Era el primer tropel de Diego. Todavía hoy no se explica cómo no fue el último. Al ser el primero, se la pasó recogiendo piedras, acercando leche a las personas afectadas por los gases, arengando con la gente. Atrás. En algún momento se arrimó a la portería y arrojó un bombillo de pintura de los que habían llevado los anarcos. Al ver un tropel tan grande, se animó a arrojar un peto, a hacerlo sonar, poder creer que ese ruido también era suyo:

“Parce y yo me fui a hacer la cola a la cocina. Es que éramos tantos que tocaba hacer cola para reclamar los explosivos”. Estando allí, cuando faltaban 3 o 4 personas para su turno, apareció Andrés, “su responsable”, pero al que apenas volvía a ver. Andrés le preguntó que qué hacía allí, que sí estaba seguro. Diego respondió que sí, pero dudo. Se salió de la fila, camino hacia el pasillo de Guayaquilito. Apenas estuvo allí, una pequeña explosión, una gran luz, un estruendo…

Diez.

Yo estaba con otra amiga chismoseando. Cuando eso explotó, corrí hacia el lugar y nunca se me olvidaran dos imágenes. La primera fue la del humo apenas disipándose y unos fueguitos en varias partes, incendios pequeñitos que dejó la explosión. La otra, una muchacha que había quedado en ropa interior, su ropa se había incendiado y ella estaba muy quemada. La llevaban de pie, caminando. Sus calzones estaban sangrados, no sé si producto de las heridas o porque tenía la menstruación. Pero en medio de todo eso, ella se tapaba, como con vergüenza. Desde entonces y hasta ahora, he pensado mucho en esa imagen, en lo hijueputa del pudor, la moral, el control. Ni sufrir podemos en libertad.

Once.

Cuando pienso en la Policlínica pienso en un desierto. Los policías eran bichos venenosos y acechantes, querían entrar a interrogarnos. Cuando lo lograban, sus tonos incriminadores eran punzadas. Todo ese blanco alrededor, el ardor en la piel, el calor continuo, el riesgo y el temor de que se inoculara alguna bacteria en las llagas. Era un desierto egipcio, porque algunos de nosotros parecíamos momias, envueltos en vendas. Y las muchachas, la sed de las muchachas, su clamor por una gota de agua.

Doce.

No tenía nada de qué arrepentirme. Aunque habíamos padecido la agresividad del establecimiento: En la clínica, los policías no paraban de hostigar; apenas había podido dormir de largo una noche y parecía que esta también lo iba a lograr. No escuché los golpes en la puerta, los gritos de mi mamá y los pordioses de mi papá. Cuando me desperté, dos tipos encapuchados del CEAT me apuntaban a la cara y me gritaban “¡Al suelo guerrillero hijueputa!”. Luego nos mostraron como parte de no sé qué “organización terrorista”. Los calabozos del DAS eran torturaderos donde se ensañaron con otros presos políticos, los querían desaparecer. Y claro, la horrible Bellavista.

Pero ni siquiera me convencí de que estaba del lado correcto por la horripilancia del orden; fue por la belleza de la rebeldía. En la clínica hasta hubo tiempo para el amor, el más vendado de todos se enamoró y enamoró a una enfermera. El CEAT me apuntaba y mis viejos no paraban de decirme que me amaban y que no estaría solo. Mientras nos mostraban como los más peligrosos, cantamos el himno a la Universidad. En los calabozos del DAS, casi no paramos de tirar caja. Y de bello la Bellavista solo tenía la solidaridad de los otros alzados contra el sistema.

Trece.

Para Gabriel estar encerrado en Bellavista fue también una lección empírica de sus clases de criminología. Una dolorosa lección “en campo” de la afirmación que escuchó varias veces sobre la prisión como una escuela del crimen:

“Y lo recordaba tanto, no solo por la selva de mañas que se pueden aprender allá, sino porque también allá me convencí y me hice parte de un proyecto y una organización de la que torpemente me acusaban de integrar y que apenas sabía que existía antes de entrar. Fue allá donde me hice lo que me decían que era y por lo que me habían encerrado. Entré siendo un estudiante aficionado a la rebeldía, salí siendo un insurgente convencido de que tenía que pelear a costa de mi propia vida”.

Catorce.

Es increíble que la Fiscalía “antiterrorismo” se haya servido de la tragedia para demostrar resultados. Llevaban desde el 2002 tratando de encontrar a los insurgentes que hacían presencia en la Universidad. Ellos estaban, negarlo es una tontería, pero no dieron con ni uno. Y pasa lo que pasa el 10 de febrero y a la encargada de la investigación le pareció fácil empapelar a los heridos por la explosión y a uno que otro líder o personaje señalado por dos manes locos. Es que esa fiscal, además de conchuda, se pasó de inepta: Chuzó teléfonos, mandó a hacer seguimientos, infiltró de policías la asamblea, hizo capturar a 15 personas, allanó casas desocupadas o donde no conocían a los mandados a apresar y encargó a unas fuerzas especiales de la policía para hacer eso e incautar comunicados de sindicatos, libros de Lenin, del Che y poesía revolucionaria. Puso a que los profes de Derecho, algunas ONG y la defensoría pública se tomaran el trabajo de defendernos; y mientras, nosotros metidos en Bellavista y el Buen Pastor, esperando a que la señora entendiera las diferencias entre una asamblea, los capuchos y la guerrilla, pero no fue capaz.  No hizo más que el ridículo. Tanto que otro fiscal le pegó mera braveada y ordenó liberarnos.

¡Ah! Y todo eso se hizo con fondos públicos. Y ni contar lo que luego tuvieron que pagarle a los que demandaron al Estado. Y sin contar las amenazas y los desplazamientos forzados que provocó con sus señalamientos mal probados.

Ser esa señora sí debería dar cárcel.

Quince.

“¡Uribe perdiste! ¡Uribe perdiste!”

Con ese grito victorioso “pise las calles nuevamente”, como dice la canción. Un montón de amigos, la mayoría desconocidos, nos esperaban y se abalanzaron sobre nosotros, como si fuéramos estrellas del rock, para abrazarnos, felicitarnos, darnos la bienvenida. Lo cierto es que nunca estuvimos fuera de la U, aunque estuviéramos dentro de Bellavista o del Buen Pastor. Que la gente aguantara, esperara, nos amara y nos apoyara, fue la manera en que nunca salimos de la Universidad.

Diez y seis.

No me avergüenzo de nada. Tampoco estoy orgulloso. Fuimos lo suficientemente coherentes como para actuar según creíamos que era justo. Pero no estoy orgulloso porque no nos preguntamos con suficiencia si lo que hacíamos servía de algo. Nos bastamos con consignas y emociones, con reafirmarnos entre nosotros y a nosotros mismos.

No estoy orgulloso porque discrepo de la práctica esa de las izquierdas latinoamericanas, que han fundado sus cimientos en los relatos de dolor y muerte, llenándolos de enaltecimientos y palabras rimbombantes. No. Al dolor hay que sufrirlo. El sacrificio no es ninguna cualidad.

Paula y Magaly tenían que estar aquí, con nosotros, luchando o hasta desistiendo de luchar, pero vivas, tratando de ser felices. No en un mural, no en una consigna, ni siquiera en la historia que le estoy contando y que usted quiere escribir y divulgar.