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(Des)colonización del paladar

A diario entra más política por nuestra boca de lo que podríamos imaginarnos. Siglos de colonización, expansión capitalista y sometimiento animal han hecho de nuestros estómagos unas perfectas máquinas de sorber vidas. ¿De dónde viene nuestro deseo mortal por comer carne? Una visión desde el veganismo popular. [Portada: Les Créatnautes].

El problema de la alimentación en Colombia es, sin duda alguna, una cuestión bastante compleja e indisociable del problema agrario, de la política macroeconómica, del mercado mundial, de las potencias económicas y de los organismos internacionales de financiación y regulación monetaria. A esto se le suma el hecho de que tenemos un Estado caracterizado por altísimos niveles de corrupción, infiltrado por mafias de diversa índole que durante décadas han copado instancias claves en las ramas del poder público. Todos estos factores determinan el nivel de disponibilidad, acceso y calidad de los alimentos afectando la soberanía y la seguridad alimentaria a diferentes escalas territoriales, convirtiendo aquello que en principio debería ser un derecho, en una mercancía.

Pero la cuestión alimentaria va mucho más allá, porque cuando se controlan los alimentos se controla también la vida. El régimen alimentario contemporáneo y la llamada “occidentalización de la dieta”, producen permanentemente una contradicción entre alimentación y vida que a veces pasa desapercibida. La producción y el consumo de carbohidratos refinados, de grasas saturadas y de productos de origen animal está generando una transición epidemiológica de proporciones globales y unos impactos geopolíticos, socioecológicos y culturales muy profundos. Estos hechos los confirman los informes de la Organización Mundial de la Salud (WHO, por sus siglas en inglés) en los que se evidencia el aumento de enfermedades como la diabetes, la obesidad, y diversas enfermedades cardiovasculares, entre otras, producto de la ingesta de alimentos con alto contenido de estos ingredientes mencionados anteriormente.

Es cierto que la alimentación debe ser controlada permanentemente, el problema es quiénes la controlan. Aunque la soberanía, por sí sola, no resuelve la cuestión. La alimentación no es únicamente un problema político. El régimen alimentario no solo es problemático por sus implicaciones geopolíticas, sino también por la normalización de ciertas sensibilidades y gustos que impiden construir una mirada más amplia sobre las consecuencias éticas de nuestros hábitos alimenticios. Que nuestro continente y nuestro país se estén cubriendo de pasto para la ganadería, que nuestra diversidad alimentaria esté desapareciendo como consecuencia de los monocultivos de agricultura transgenética, que lo que comemos esté saturado de azúcares, sales, grasas y aditivos sintéticos, no es un hecho aislado, como tampoco lo es la ganadería campesina a pequeña escala o la monoculturización paulatina de pequeños proyectos agrícolas. Es posible que en ambos casos el problema de la soberanía se haya resuelto, pero lo más seguro es que ambos estén también atravesados por un mismo régimen gustativo, por una misma sensibilidad y por una indiferencia análoga hacia problemas éticos como la explotación de animales para su consumo: es decir, el elemento complementario al carácter político de la alimentación está relacionado directamente con un componente de orden cultural.

La cuestión no admite respuestas simples. Se trata, más bien, de complejizar la problemática más allá de sus implicaciones humanas. La alimentación que asumimos actualmente no solo tiene consecuencias para nuestra salud y nuestros territorios, sino también para los animales y sus territorios. La colonización, que en principio supone un proceso internacional de conquista, ya no tiene unas fronteras tan claramente definidas: se coloniza desde afuera y desde adentro. Los organismos internacionales, el mercado, los Estados y las clases dominantes introducen sus principios de ordenación en los territorios hasta llegar a lo más profundo de nuestros cuerpos y deseos para instalarse, de manera “colateral”, en nuestro paladar, desechando prácticas propias de las diferentes culturas e implantando otras que estén en función a sus intereses de inserción en un territorio.

Creemos que como “las cosas son así” tienen que ser así siempre y solemos reivindicar un hedonismo popular para justificar nuestros gustos, considerando como políticamente incorrecto cuestionar los consumos locales, como si “lo local” nos inmunizara ante cualquier reflexión ética. Pero como decíamos, esta colonización del paladar viene desde afuera y desde adentro. Desde una estrategia agresiva contra los consumos locales, pero también a partir de los procesos de subjetivación neoliberal.

Hoy no comemos carne porque necesitemos hacerlo, sino porque así lo hemos decidido, aunque en muchos casos no sepamos por qué hacemos lo que hacemos. Hemos decidido aceptar este régimen alimentario que se introdujo en nuestro territorio cuando ni siquiera era un “país”, hace más de 500 años. Hemos decidido aceptar, sin ningún atisbo de reflexión crítica, la criminalización de alimentos ancestrales para abrirle espacio a una de las prácticas más agresivas de la historia. De hecho, aceptamos sumisamente el consumo de carne vacuna (por poner un ejemplo) sin que nos incomode el hecho de que la ganadería fue —¡y es!— un factor decisivo en los procesos de violencia nacional asociados a conflictos por el control territorial y la paramilitarización del conflicto armado.

Los argumentos esgrimidos nos permiten llegar a una serie de conclusiones, a saber:

  1. Si bien la colonización del paladar está enmarcada en un proceso mucho más amplio, hay que poner en evidencia los efectos que esta tiene en las vidas y cuerpos de los animales no humanos al ser cosificados y reducidos a meros objetos de consumo. Los animales también están sometidos a procesos coloniales de despojo, básicamente porque son sustraídos violentamente de sus condiciones de existencia.
  2. El modelo capitalista, en su fase neoliberal, produce consumos “sostenibles” como el de las “granjas felices” en las que la ampliación de espacio para los animales y la “reducción” de su dolor se convierten en paliativos morales. Bajo la idea de una explotación “más humana”, se engaña al consumidor para hacer que el animal-mercancía sea más atractivo a un mercado presuntamente más consciente.
  3. Las economías de la clase popular tampoco están exentas de estos problemas éticos, y si bien no estamos de acuerdo en atacarlas de la misma manera como atacamos a esa gran maquinaria de muerte sostenida por la Federación Nacional de Ganaderos (FEDEGAN), la Federación Nacional de Avicultores de Colombia (FENAVI), el Fondo Nacional de Porcicultura, entre otros; sí es importante señalar que el debate no solo se limita al consumo de animales producidos “industrialmente”. En últimas, el hecho de que la carne sea “local” no implica necesariamente que haya una disminución de las prácticas especistas.
  4. Finalmente, la colonización del paladar no se limita a una dieta en particular. También hay un veganismo colonial que se distancia de los orígenes campesinos y antiimperialistas del término, que promueve lavados de conciencia, moviliza grandes capitales y prioriza identidades coloniales. El veganismo corporativo, que inunda las estanterías de productos “libres de explotación animal”, reivindica la cultura de la carne en tanto tiende a neutralizar, más que a fomentar, el debate ético sobre nuestra relación con los demás animales. Una de las consecuencias de esta mercantilización del veganismo es la carne in vitro que crea una “dieta paralela”: mientras los omnívoros comen carne de origen animal los veganos consumen carne “sin sufrimiento”. Pero el veganismo no pretende ganarse un espacio dentro del mercado. Lo que está detrás del veganismo, como apuesta ética y política, es una lucha hegemónica. Por eso, para confrontar esa colonización del paladar se requiere de la construcción de puentes políticos donde sea posible la integración de las luchas por la soberanía, las economías solidarias y el reconocimiento de los animales no humanos como sujetos de una vida.