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¿Creación sin confrontación o creación heroica? A propósito de la “versión blanda” del pensamiento crítico

Cada vez más cómodamente se instala en América Latina una “versión blanda” del pensamiento crítico, desprovista de rigurosidad y eficacia política. La blandura es la antesala de la mediocridad del pensamiento, la tumba de la crítica. [Foto de portada: @mruniversitario].

Importa la verdad, no la táctica

Wilhelm Reich

Hace ya mucho tiempo que en Argentina y en Nuestra América se viene consolidando una versión “blanda” del pensamiento crítico. No pretende ser esta una expresión rigurosa. Se puede argumentar que la blandura indefectiblemente conspira contra la criticidad y, también, contra el pensamiento. La utilizamos porque no tenemos motivos para poner en duda las buenas intenciones de ciertas subjetividades. Recurrimos a ella porque existen pensamientos que, en lo aparente, no proponen una apología abierta del orden establecido y no pretenden reducir la complejidad social. Estos pensamientos ejercen una crítica a una parte de lo real y/o proponen una alternativa a los viejos y agotados paradigmas críticos. El problema está en que albergan categorías capitalistas y contrabandean conceptos y cavilaciones que no afectan la totalidad predominante. Es más, buscan resguardarla y por eso no dan cuenta, ni de la inherencia de esa totalidad en las partes, ni de su intensidad. El problema está, principalmente, en el vacío de promesa y desmesura que arrastran. Jamás nos revelarán alguna verdad. Para constatar la blandura de este pensamiento debemos confrontarlo con sus prácticas y sus efectos concretos.

No se trata simplemente de una crítica con sordina. Es algo mucho más profundo que eso. Es un tipo de cuestionamiento al capitalismo que, al mismo tiempo que lo repudia, no puede dejar de considerarlo una condición de posibilidad de la mismísima existencia social. Parafraseando a Karl Marx, se puede definir como una crítica que le teme a sus propios resultados y que pretende evitar todo conflicto con los poderes estatuidos. En efecto, estamos frente a un caso de flagrante ambigüedad estratégica. O ante la primera de las formas de no sufrir el infierno identificadas por Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles: “aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más”.[1]

Entonces, lo que tenemos es un pensamiento que no piensa el cambio sistémico, la transición o el pasaje, sino la simple adecuación. La experiencia a la que convoca es, lisa y llanamente, una experiencia de adecuación. Es más, considera que esa adecuación es la única forma de adquirir racionalidad política y realidad social. O sea, niega la posibilidad de toda racionalidad política por fuera de la institucionalización burguesa, del “pacto”, del “contrato social” o cárceles similares.  Esta posición y las prácticas pacificadoras que de ellas se derivan conllevan importantes concesiones a la racionalidad neoliberal y están llamadas a recrear constantemente las condiciones de seguridad de/para las clases dominantes. Constituyen tanto el fundamento de la impotencia del progresismo y de la izquierda institucional como del “giro pragmático” que condena a la resignación a una parte de los movimientos sociales y de las organizaciones populares de Nuestra América.

Mientras el capital subordina al trabajo con mayor énfasis, mientras las relaciones sociales capitalistas arrasan con los ámbitos sociales-comunitarios de reproducción de la vida, una capa de intelectuales que dicen asumir la posición de los trabajadores y las trabajadoras, de las clases subalternas y oprimidas en su conjunto, (o su “punto de vista”), ensayan teorizaciones de la relación capital-trabajo que la presentan como una relación no antagónica. Como una “contradicción” donde la conflictividad no implica la negación de alguna de las partes.

Para la versión blanda del pensamiento crítico no existen contradicciones fundamentales y, por ende, no existen terrenos donde los enfrentamientos sociales alcancen su grado máximo de concreción. La “tensión” entre las clases sustituye a la lucha de clases o se le impone a la lucha de clases la aceptación del orden social dominante como límite estricto. Parecen aceptar las siguientes fórmulas: “dentro del capitalismo todo, fuera del capitalismo nada”; “no existe otra racionalidad que la racionalidad burguesa”. De este modo, el “análisis de clase” es presentado, livianamente, como “reduccionismo de clase”. Y lo más importante: el espacio de la política se limita al campo de objetividad política instituido, cerrado, sórdido y a un índice de realidad donde sólo caben las “luchas democráticas”. Las “relaciones de fuerza”, confinadas a ese campo de objetividad y a ese índice de realidad, sólo pueden modificarse en aspectos secundarios, cuando un cambio significativo de las mismas exige la impugnación de ese campo y ese índice. La adecuación, entonces, requiere del desplazamiento de la jerarquía de intereses, requiere de un conjunto de trampas, señuelos, transacciones y abstenciones. El resultado no es otro que el ocultamiento de la verdad.

En forma paralela se suele plantear el carácter eventual del sujeto. Se reivindican los “sujetos contingentes” y se hace una profesión de fe antiesencialista. Pero a la hora de analizar la constitución ideológica del sujeto… ¿acaso no corresponde tener presente la relación entre la contingencia de los sujetos (subalternos y oprimidos) y el carácter eventual de la venta de fuerza de trabajo?  ¿No hay una relación de causalidad entre el proceso de acumulación y las condiciones de vida de la clase que vive de su trabajo? Esas relaciones, en sí mismas, no son fortuitas. Existen planos del “ser social” de las clases subalternas y oprimidas (y de todas las clases, y todos los seres humanos) que se conservan relativamente firmes e inaugurales en materia de subjetividades. Sin ahondar en la realidad de esos planos, sin el conocimiento (que es auto-conocimiento) de esos planos del ser social, difícilmente puedan darse procesos colectivos de transformación en las subjetividades.

La versión blanda del pensamiento crítico erige al “pueblo” como un sujeto desprovisto de todo fundamento, núcleo o incrustación clasista. Lo que instala la suposición de que la burguesía también estaría desprovista de esos elementos. Por cierto, de ahí parte la apelación al concepto ideológico (y ambiguo) de oligarquía. Pueblo y oligarquía funcionan como conformaciones puramente ideológicas y políticas. El concepto de burguesía es desechado, por su pesada materialidad y su pesada “socialidad”, (la materialidad y socialidad propias de las relaciones humanas). Lo mismo ocurre con otros sentidos posibles para el concepto de pueblo, en especial los que apelan a la categoría del ser social y los que están atentos a los universos de experimentación/vivencia colectiva de ese ser social. Todo un plano de la existencia (y de la coexistencia) de los seres humanos es descartado o invisibilizado cuando se define a las clases y a los grupos sociales privilegiando los aspectos subjetivos de sus atributos. ¿Nos precipitamos en el esencialismo al considerar que existen atributos propios de las clases?

La porosidad que despliega la burguesía mientras construye y reconstruye su hegemonía jamás pone en tela de juicio la propiedad privada de los medios de producción. Podríamos dar muchos ejemplos más, pero este remite a un aspecto medular que señala la imposición de un límite estricto en la conformación del espacio hegemónico propio de la burguesía. Claramente, la burguesía resigna algunos intereses particulares en pos de consolidar su universalidad, pero conserva núcleos intocables, especialmente los que hacen a su “base material”, los santuarios de la “sagrada materia” en los términos de Theilard de Chradin; en ellos afirma el ancla de su subjetividad. Sin ir más lejos, por fuera de esos núcleos está el campo de objetividad política que impone la burguesía, donde todo es discutible menos lo más importante.

Entonces, ¿cuál es el sentido de plantearle a la clase que vive de su trabajo que, para devenir hegemónica, debe constituirse como “pueblo” y desarrollar una heterogeneidad tan grande y unas articulaciones discursivas tan extensas que incluyan el no cuestionamiento a la propiedad privada de los medios de producción y la aceptación del carácter insuperable del capitalismo? De no asumir ejes anticapitalistas (praxis, subjetividades), todo indica que la clase que vive de su trabajo no estará en condiciones de ceder intereses particulares en pos de consolidar su propia universalidad. No se constituirá en clase porosa, sino que quedará expuesta a la porosidad de la burguesía. Al ampliar la alianza de clases no hará otra cosa que ampliar la base hegemónica de las clases dominantes. De ningún modo construiría una hegemonía propia.

El clasismo, el anticapitalismo, sólo pueden verse como posiciones “monistas” y/o “reduccionistas” desde un punto de vista abiertamente pro-capitalista. Sólo constituyen un “límite para la política” si se asume sin cortapisas el campo de la política pro-sistémica. Por el contrario, son el fundamento de una política anti-sistémica. Eso es lo que no abunda.

La versión blanda del pensamiento crítico viene a corroborar la capacidad del capitalismo para escindir la base material de las representaciones simbólicas y su eficacia para neutralizar las contradicciones de la sociedad capitalista a partir del despliegue de un potente aparato simbólico. Viene a ratificar la función social de los hechos culturales. Entonces, la versión blanda del pensamiento crítico puede apelar a la noción de poder popular, pero termina desvinculándola de los procesos de socialización de los medios de producción y de autogobierno popular, asimilándola a figuras meramente administrativas.

Ningún horizonte paradigmático nos impone sentidos y vectores. No se trata de concretar ninguna abstracción. Simplemente constatamos que el poder-hacer del capital tiende a ser presentado como una realidad inmodificable y que se pretende compatibilizarla con el poder-hacer de las clases subalternas y oprimidas. ¿Son compatibles? ¿El ejercicio de las facultades del poder-hacer del trabajo no implica una lucha por disminuir las facultades del poder-hacer del capital hasta llegar a su negación? ¿Se pueden disminuir/negar las facultades del poder-hacer del capital con métodos administrativos? ¿Es posible lograr la autoafirmación sin la reducción del “otro” cuando “el otro” es el sistema capitalista? ¿Se puede fecundar sin adversar? ¿Es posible realizar un proyecto basado en el amor ahorrándose el momento negativo del odio? ¿Cabe pensar el amor por fuera la dialéctica de la lucha de clases? ¿Es en verdad un ejercicio crítico teorizar sobre las relaciones de no-negación del contendiente, cuando el contendiente nos niega y nos destruye en el proceso de su reproducción?

El capitalismo como totalidad, jamás se constituyó (ni se constituye) en conexión con los otros, las otras y les otres. Por el contrario, sólo puede consumar su existencia nutriéndose de la vida de los otros, las otras y les otres, en un proceso de constante despersonalización. El capitalismo no reconoce prójimos.

Mientras el capital, cada vez más, da muestras de no reconocer a los pueblos como “lo otro” legítimo en la convivencia, como sujetos iguales con derecho a ser, la versión blanda del pensamiento crítico fomenta el pánico a la hora pensar en la negación de un oponente sistémico que nos impone sus propios fines y nos reduce a la condición de instrumentos pasivos. ¿Existe alguna posibilidad de no ver a ese contendiente sistémico bajo la tradicional figura del “enemigo”? No lo podemos determinar con certeza, pero consideramos que: hacer fraternizar lo incompatible, despojar a las clases sociales de toda materialidad, propiciar las relaciones contenedoras de los contendientes sistémicos y alentar unos vínculos de reconocimiento mutuo, (la matriz convivencial, las apologías abstractas del consenso) son formas de no cuestionar –y de garantizar– la reproducción del capital, son formas de aceptación de las categorías del “enemigo”. Es más, desde la condición de las clases subalternas y oprimidas, las maniobras señaladas podrían considerarse como fragmentos de un plan de rendición anticipada.

La versión blanda del pensamiento crítico no se centra en las praxis críticas a la propiedad/gestión de  los medios de producción por parte del capital, sino en una distribución “más justa” del excedente económico. Apuesta a la constitución de una subjetividad popular con el fin de condicionar las políticas regulatorias del capital.    Parte del presupuesto de que existe un “capitalismo normal” y un “capitalismo patológico”. Pero el capitalismo es siempre patológico. Es un contrasentido –un “oxímoron”– hablar de un capitalismo virtuoso, justo o bello.  El capitalismo sólo puede moderar su maldad intrínseca en función de las correlaciones de fuerzas, del desarrollo de las luchas de clases. Pero eso no lo normaliza, simplemente le impone un repliegue provisorio. Por lo tanto, la versión blanda del pensamiento crítico se expresa en exigencias al capital para que reconozca al trabajo como fuente de valor y a los trabajadores y las trabajadoras como vectores del juego social y político. Sostiene la quimera de una construcción conjunta (capital-trabajo) del deseo. No cuestiona la legitimidad ni la “dignidad” del capitalismo.

La versión blanda del pensamiento crítico se erige en alternativa a otros pensamientos esencialistas, economicistas y deterministas. Pero abusa de la “determinación de la forma”. Considera que la política formatea las luchas históricas y, de alguna manera, diluye, o directamente niega, los contenidos de esas luchas, las singularidades de los contendientes. Digamos, a la pasada, que las visiones dialécticas de la sociedad, no necesariamente están condenadas a ser monolíticas o esencialistas.

La versión blanda del pensamiento crítico reduce al anticapitalismo a una expresión derivada del un culto racionalista a una objetividad estructural. Resguarda así a la ideología y a la política del efecto económico y societal. En este determinismo invertido, el formalismo politicista libera a las superestructuras de toda atadura, de todo circuito de interrelaciones, trata de evitar la barbarie de las estructuras que, de todos modos, se cuela por algún flanco e instituye algún que otro cuestionamiento aislado y espontáneo a los principios fundantes, como el de propiedad privada por ejemplo; o sugiere la idea de una reforma agraria, o promueve la autogestión y autogobierno popular, etcétera.

La versión blanda del pensamiento crítico invita a las clases subalternas a renunciar  a toda afirmación autónoma, por lo menos parcial, de sus intereses e identidades. Al decir de Walter Benjamín, las conmina a seguir desaprendiendo el odio y el sacrificio, que es una forma de desaprender el amor verdadero (que no se puede escindir del odio que fundamenta su origen). Las convoca a la inviable faena de crear sin confrontar, clausurándole los caminos de la “creación heroica” y la imaginación revolucionaria. Mientras tanto, las clases subalternas y oprimidas, los trabajadores y las trabajadoras, el precariado y el pobretariado o, si se prefiere, el pueblo, seguimos sin política propia, sin proyecto propio, orientándonos (¡desorientándonos!) a través de las prácticas ratificadas por las clases dominantes,  expuestos y expuestas al idealismo abstracto e inoperante de pequeños grupos y sectas y al pragmatismo rastrero de una parte de la dirigencia sindical y social.

El formalismo politicista y la matriz convivencial nos atan a la deriva del sistema capitalista. Si no impugnamos radicalmente al capital y a sus lógicas, si no denunciamos su indignidad intrínseca, si no dejamos de considerar al capitalismo como la parte principal e irremplazable del conjunto de social, no hay pensamiento crítico posible. Y la “política popular” queda reducida a la disputa por los esquemas regulatorios y no a la construcción de la fuerza social (subjetividad incluida) que ponga en jaque las estructuras y los fundamentos del sistema. Sin asumir el anticapitalismo teórico y práctico como punto de partida, difícilmente puedan construirse bloques contra-hegemónicos. Y tampoco habrá pensamiento crítico.

Detrás de las ansias de erigirse en nuevo paradigma crítico, la versión blanda solo propone versiones de la relación entre economía y política que reactualizan la que alguna vez propusieron el social-cristianismo, la social-democracia, el reformismo, el populismo: Estado benefactor, capitalismo democrático, etcétera.

En la Argentina, el desarrollo de la versión blanda del pensamiento crítico posee vasos comunicantes con una situación de reflujo del movimiento popular y con un proceso histórico signado por corporativización del precariado y el pobretariado y por  la eficacia desarrollada por las clases dominantes y el Estado de cara a la institucionalización de los conflictos.

Puede que ya sea tiempo de revisitar –por enésima vez– al general Carl Von Clausewitz. Si queremos frenar la agresión del capital, sólo frenarla sin pensar en ningún contraataque… si queremos construir autonomía y poder popular para preservar la vida ¿podremos prescindir de las perspectivas de una contienda basada en la defensa?, ¿podremos prescindir de los ejercicios que desplieguen algún grado de contra-violencia cualitativamente distinta de la violencia alojada en las mismas relaciones sociales capitalistas?, ¿podremos dejar de replicar las lógicas, creencias, leyes y valores de la derecha a la hora de construir las fuerzas adecuadas y la inteligencia colectiva-situacional para una lucha que será cada vez más desigual? Será muy difícil eludir tales perspectivas y tales ejercicios si aspiramos a reconstruir una racionalidad revolucionaria concreta, un poder y una fuerza cualitativamente diferentes al poder y la fuerza de la burguesía.

La resistencia a la opresión, el anhelo de vivir, el deseo de construir la utopía concreta de una matria para todos, todas y todes, tienden a colocar a los cuerpos en un escenario donde prima una lógica bélica que, aunque intente camuflarse de mil modos, cada tanto, en acciones y palabras, muestra su verdadera faz.

Para nosotros, nosotras y nosotres cabe la segunda forma no sufrir el infierno identificada por Ítalo Calvino, la más “peligrosa”, la que “exige atención y aprendizaje continuos”: buscar y saber reconocer quien y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.[2]

Lanús Oeste, 19 de febrero de 2020. 

* Esta nota fue originalmente publicada en el portal de nuestros amigos y amigas de ContrahegemoniaWeb

Referencias

[1] Calvino, Ítalo, Las ciudades invisibles, Buenos Aires, Minotauro, 1984, p. 175.

[2] Ibidem., p. 175