
La Nueva Guerra Fría: consenso de guerra y repliegue imperialista
Esta nota tiene como objetivo situar algunos apuntes para entender la escalada militar, de guerra económica e ideológica entre Estados Unidos y China, dirigiendo la mirada hacia cuestiones que a menudo se pierden en la especulación y la prisa del hecho noticioso y sintetizando algunos análisis relevantes. En medio de un cambio de época, se hace necesario acercarse a la correlación de fuerzas en la confrontación geopolítica que está definiendo el rumbo de ese tránsito. Un artículo de Santiago Pineda, sociólogo de la Universidad de Antioquia y educador popular de la Escuela Marta Cecilia Yepes.
El 12 de diciembre, Mark Rutte, que recién desde octubre pasado funge como secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pronunció un discurso[1] en un evento del think tank Carnegie Europe. En él situaba a países como Rusia, China, Irán y Corea del Norte como amenazas para la predominancia militar y económica de la que ha gozado la Organización desde el colapso de la Unión Soviética. Para hacer frente a estas amenazas, hizo un llamado a todos los estados integrantes de la alianza a elevar sus presupuestos de guerra a niveles superiores al 3% del PIB, un gasto visto por última vez en los tiempos más álgidos de la Guerra Fría.
En su discurso, Rutte dedicó varias líneas a advertir sobre la sombra de China sobre el orden global. Pero, teniendo en cuenta que China no cuenta con una amplia red de presencia militar en todo el mundo, como la que tienen Estados Unidos y la OTAN[2] y que la última guerra en la que China combatió fue en 1979 ⎯la Guerra Sino-Vietnamita, que duró unos 3 meses⎯ ¿por qué Rutte se preocupa tanto por un país tan alejado geográfica, pero también militarmente, del Atlántico? Él mismo no tardó en responder a esta pregunta afirmando claramente: “China está intimidando a Taiwán y buscando acceso a nuestra infraestructura crítica en formas que podrían paralizar a nuestras sociedades”.
No es una novedad que las élites europeas y estadounidenses vean como propios los recursos estratégicos del Sur Global. Después de todo, sobre el saqueo colonial se cimentó la hegemonía europea y norteamericana. El hecho de que lo admitan de forma tan directa, sin edulcorarlo con el velo del libre comercio o la cooperación internacional, eso ya es más propio de un tiempo de claroscuros, entre imperios decadentes, heridos en su dominio y en su autoestima, y un mundo nuevo cuya silueta aún no distinguimos del todo. En estos claroscuros, recordando a Gramsci, es cuando surgen los monstruos.
Estamos asistiendo a la ruptura del consenso del Fin de la Historia, según el cual todos los países del mundo están enrutados a convertirse en democracias liberales, capitalistas, para lo cual necesitan el empujón del mundo desarrollado. En cambio, el mundo se precipita a una etapa de transición hacia la multipolaridad, en la que se desnaturalizan las relaciones de dependencia entre Norte y Sur y las confrontaciones militares están a la orden del día, al tiempo que se abren oportunidades para los proyectos soberanistas en el Sur Global. Rutte lo sabe perfectamente, y por ello no dudó en lanzar una inequívoca amenaza: “Nos están probando”, dijo, “y el resto del mundo está mirando. No, no estamos en guerra, pero ciertamente tampoco estamos en paz”.
China y el fin del proyecto de unipolaridad
Lo político es en buena medida un asunto cartográfico ⎯y viceversa⎯ y, desde hace algunos años, el mundo ya no es entendible a través de los mapas convencionales, con Europa en el centro y el Océano Atlántico como eje central del mercado global. Estados Unidos y los países de Europa occidental, hasta hace poco las potencias dominantes, experimentan un fuerte estancamiento económico, sumado a una crisis social por los altos costos de vida. Esto, especialmente en Europa, ha causado agudas crisis de gobernabilidad, con gobiernos que se suceden rápidamente mientras las extremas derechas se van abriendo camino en los estados y en las conciencias de la clase trabajadora. Pero esta crisis no tiene nada de súbito. Sus orígenes se pueden rastrear hasta por lo menos 50 años atrás, a la década de los 70, cuando ocurrieron dos hechos clave:
Primero, el auge del neoliberalismo en el mundo capitalista. Los gobiernos neoliberales, inicialmente en Estados Unidos, Inglaterra y en países de América Latina, inauguraron una serie de reformas para desregular el sector privado, arrebatar derechos laborales a la clase trabajadora y recortar el gasto del Estado, en busca de que este último pasara a ser un actor marginal en los mercados, cediendo sus empresas al capital privado y limitándose a garantizar los derechos de propiedad. Esta arremetida fue parte de un esfuerzo enorme por contener la caída de la tasa de ganancia que los inversionistas occidentales experimentaban después de la crisis del petróleo, a la vez que se sentaban las bases para la emergencia de sus reemplazos.
Mientras tanto, China, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, comenzó a implementar reformas de mercado, en lo que hoy se conoce como el período de la Reforma y Apertura. Desde entonces se han creado zonas económicas especiales en las que inversores capitalistas pueden acceder a beneficios tributarios y mano de obra barata. Estas reformas atrajeron rápidamente capital occidental, que trasladó los procesos de manufactura a suelo chino, lo que permitió el Estado la captación de parte de los excedentes de producción, para su reinversión en el desarrollo de las fuerzas productivas nacionales.
Desde entonces, países que solían ser potencias manufactureras, como Alemania y Estados Unidos, comenzaron un doloroso proceso de desindustrialización, a medida que sus empresas volcaban la mayor parte de su producción al este de Asia, que ofrecía mano de obra más barata y, con el tiempo, mejor cualificada. Hoy en día, Volkswagen, uno de los mayores fabricantes de automóviles del mundo, experimenta caídas en sus ventas, atribuidas a su incapacidad de incursionar con fuerza en el mercado de los vehículos eléctricos. La situación ha llevado a la empresa al punto de anunciar que buscará recortar 35.000 empleos en los próximos 5 años, a la par que se acerca a inversionistas chinos para mantener a flote las ganancias y la competitividad de la compañía. Por su parte, Tesla, el mayor fabricante occidental de carros eléctricos, depende en gran medida de partes fabricadas en China y, mientras el mercado de vehículos eléctricos está siendo saturado por el fabricante chino BYD, lo que motivó al gobierno de Joe Biden a vetar sus productos del mercado interno de Estados Unidos, como recurso desesperado para evitar que los fabricantes locales se ahogaran.
La industria automovilística es solo un ejemplo de una tendencia generalizada de países del Sur Global, encabezados por China, a reemplazar a los países del G7 ⎯Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, Japón y Canadá⎯ como vanguardia del crecimiento económico global. Si bien los países del G7 siguen ocupando una posición relevante y central en el comercio y las manufacturas a nivel global, las fuerzas productivas de países como China, Singapur o Indonesia ya crecen a ritmos más acelerados, mientras las primeras se estancan.
Parece ser, además, que la estrategia de fabricar un antagonista se está volviendo en contra de los Estados Unidos. Mientras el gobierno de Donald Trump amenaza con aranceles al mundo entero y con sanciones a empresas que comercien con China en mercados estratégicos, el gobierno del PCCh ofrece préstamos con bajas tasas de interés, libres de los draconianos criterios de privatización y recortes al gasto público que imponen las instituciones de Bretton Woods. Una oferta atractiva para gobiernos de todo el espectro político y de todas las regiones, que hacen fila para volverse socios del Nuevo Banco de Desarrollo, creado por el grupo de los BRICS.
Incluso con los aranceles impuestos recientemente por Estados Unidos a productos chinos parece difícil de cumplir la promesa de la reindustrialización hecha por el gobierno de Trump. El hecho de encarecer la importación de productos chinos no necesariamente hace que sea viable volver a manufacturar en Estados Unidos en el corto plazo, teniendo en cuenta la falta de mano de obra cualificada que la misma desindustrialización produjo y los costos de mano de obra. Además, el declive de la industria nacional ha significado el declive de la infraestructura ⎯eléctrica, de transporte de carga, de telecomunicaciones⎯ necesaria para soportar un proceso rápido de industrialización, que tendría que ser conducido por un gobierno central que sea capaz de orientar estratégicamente el gasto público hacia ese objetivo, algo en lo que Donald Trump no parece tan interesado.
Un último elemento que no se puede obviar es que la manera en que la guerra en Ucrania ha pasado factura al bloque hegemónico. Ha privado a Europa de importantes fuentes de combustibles, como los gaseoductos que la conectaban a las fuentes rusas, amarrando a la Unión Europea a la oferta de gas estadounidense, mucho más caro, encareciendo aún más el costo de vida y provocando una grave crisis energética.
Con el actual estancamiento de la guerra, el manifiesto desgaste del ejército ucraniano y los acercamientos entre el gobierno de Estados Unidos y el de Rusia para propiciar una negociación, la firma de un acuerdo de cese al fuego y la cesión de territorio ucraniano a Rusia parece una cuestión de tiempo. Este hito ha puesto en evidencia el verdadero carácter de la OTAN, como un vehículo para estirar la mano del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Y es que el nuevo presidente ha decidido reubicar el presupuesto para la guerra en Europa en el Pacífico y, con ello, pretende forzar a sus aliados europeos a abandonar una guerra autolesiva para emplear sus ya limitadas capacidades en una nueva.
El Pivot to Asia y el consenso de guerra en Estados Unidos
La política exterior del primer gobierno de Donald Trump se caracterizó por su hostilidad hacia China a través de guerras comerciales y un estrechamiento de lazos militares con aliados históricos en el Pacífico, como Corea del Sur, Japón y Taiwán ⎯que ya estaban fuertemente ocupados por las fuerzas militares de EE.UU. desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de la Revolución China[3]⎯, pero también con países como Filipinas, que en otras ocasiones ha sido un país neutral e incluso cercano al gobierno chino. Recientemente, Marco Rubio, el nuevo Secretario de Estado de Donald Trump, se refirió a China como la “mayor amenaza” para la prosperidad de los Estados Unidos en el Siglo XXI[4].
Sin embargo, la política de guerra fría contra China no es nueva ni específica del Partido Republicano: este enfoque se puede rastrear hasta la Estrategia del Este de Asia, también conocida como Pivot to Asia, implementada durante los gobiernos de Barack Obama, y apuntalada por su Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Aunque China no tenía ni tiene capacidades militares que compitan con las de Estados Unidos, mucho menos con las de todo el bloque militar que lidera ⎯ que como señala el Instituto Tricontinental, agrupa alrededor del 76% del gasto militar global ⎯, esta estrategia ya situaba a China como el principal rival de la hegemonía norteamericana, no por razones militares, sino de carácter económico. Esto supuso darle un giro a una política exterior que, hasta los gobiernos de George Bush, Jr., estaba centrada en el Medio Oriente. Desde entonces, EE.UU. fijó un rumbo claro hacia una escalada militar en el Pacífico.
Un producto esperable de esta política ha sido el estrechamiento de relaciones económicas, políticas y militares entre China y Rusia y de estos con Irán y Corea del Norte, países cuyas economías están fuertemente presionadas por sanciones internacionales, pero también por medidas unilaterales impuestas por el Departamento de Estado estadounidense, así como por la escalada militar en sus fronteras: en el caso de Irán, el genocidio que el Estado de Israel comete contra el pueblo palestino y el colapso del Estado sirio, propiciando su alineación con los intereses de la OTAN, han agitado el precario equilibrio militar en el Medio Oriente; en el caso de Corea del Norte, los nuevos acuerdos militares de Japón, Corea del Sur y Filipinas con Estados Unidos y la creciente presencia de equipo militar y tropas norteamericanas cerca de sus fronteras la han empujado cada vez más a buscar aliados en el bloque rival.
Dicho de otro modo, la política exterior de los Estados Unidos, en vez de establecer una estrategia para enfrentar a sus enemigos, los crea para subsistir a través de la confrontación.
El eufemismo de la “paz a través de la fuerza”
En junio de 2024, en plena carrera por la Casa Blanca, Robert O’Brien, quien fue asesor de Seguridad Nacional durante el primer gobierno de Trump, escribió un artículo en Foreign Affairs[5] en el que abogaba por un “retorno de la paz a través de la fuerza”, una visión según la cual, para garantizar la paz, es necesario prepararse de tal manera para la guerra, que el adversario considere cualquier maniobra ofensiva como un peligro demasiado grande para sí mismo. En ese artículo O’Brien afirmaba, refiriéndose a la política exterior del gobierno de Biden: “Este pantano de debilidad y fracaso estadounidense clama por una restauración trumpiana de la paz a través de la fuerza. En ninguna parte es más urgente esta necesidad que en la contienda con China.”
Basta una leída a esa nota para darse cuenta de que, cuando el autor habla de paz, no se refiere más que a la predominancia de los intereses estadounidenses, una dura y lección de realpolitik: paz y guerra no son opuestos, sino complementarios. La guerra no se compone solamente de la confrontación militar, sino también de las confrontaciones que la anteceden, en los ámbitos económico e ideológico. Primero se ganan posiciones para luego tener ventaja en los movimientos y el repliegue aparente actual de los recursos del gobierno de Estados Unidos y la salida de su ejército de ciertas regiones conflictivas no es más que la consolidación de posiciones críticas, que ponen a sus tropas a la expectativa de futuros movimientos.
El Comando Indo-Pacífico tampoco ha perdido el tiempo posicionando nuevas tropas, equipos e instalaciones militares en territorio de sus aliados, desde donde tiene fija la mira hacia Beijing[6]. Todo esto ha reactivado disputas territoriales que hasta hace poco estaban “frías”, como la disputa por las islas Senkaku/Diaoyu[7] entre China y Japón, ubicadas al norte de Taiwán y controladas por Japón desde la Segunda Guerra Mundial. Otro frente es el atolón Second Thomas Shoal que China disputa con Filipinas en el Mar de China Meridional, y que ha sido objeto de mayores tensiones desde la firma del acuerdo de cooperación militar entre Estados Unidos y Filipinas en 2014 y su renovación en 2023, a través del cual las FF.MM estadounidenses pueden hacer uso de bases militares y navales filipinas.Todo esto ha reactivado disputas territoriales que hasta hace poco estaban “frías”, como la disputa por las islas Senkaku/Diaoyu[8] entre China y Japón, ubicadas al norte de Taiwán y controladas por Japón desde la Segunda Guerra Mundial. Otro frente es el atolón Second Thomas Shoal que China disputa con Filipinas en el Mar de China Meridional, y que ha sido objeto de mayores tensiones desde la firma del acuerdo de cooperación militar entre Estados Unidos y Filipinas en 2014 y su renovación en 2023, a través del cual las FF.MM estadounidenses pueden hacer uso de bases militares y navales filipinas.
La escalada militar también ha abonado a las tensiones en la Península de Corea, con evidencia saliendo a la luz de que el intento de golpe de Estado del presidente surcoreano Yoon Suk-yeol ⎯hoy suspendido y procesado⎯ hacía parte de un esfuerzo más amplio por detonar una “guerra limitada” con el Norte[9] para patear el tablero político interno que le desfavorecía.
Lo cierto es que, si nos tomamos en serio una definición ampliada de guerra, es evidente que la guerra entre China y Estados Unidos empezó hace años. Queda saber quién dispara la primera bala.
El “desacople” como táctica de guerra
En otro artículo para Foreign Affairs[10], Stephen G. Brooks, profesor de la Universidad de Dartmouth y Ben A. Vagle, analista político del Tesoro estadounidense afirman que el gobierno de Estados Unidos posee una suerte de as bajo la manga para enfrentar a China: el desacople [decoupling]. Esta maniobra consistiría en un movimiento decidido y coordinado de Estados Unidos y toda su esfera de influencia para romper las relaciones de dependencia entre sus economías y la de China. Esto implicaría acciones como el fin de acuerdos comerciales, la implementación de aranceles elevados a las importaciones chinas y la sanción a empresas de ese país, así como a todas las empresas que comercien con ese país, entre otras. Esto golpearía fuertemente la economía china, que alberga una gran cantidad de plantas de producción de empresas occidentales. Pero no sería fácil convencer a los aliados de EE.UU. de asumir el riesgo de una nueva recesión económica.
Los autores afirman que esta táctica debe ser empleada únicamente en el evento de una conflagración militar, por ejemplo, en caso de que el Ejército Popular de Liberación mueva sus tropas sobre Taiwán. Un evento así, afirman, desestabilizaría tanto la región que podría lograr alinear a todos los aliados de Estados Unidos respecto a la necesidad de cortar a China de todas sus cadenas productivas. De jugar esa carta prematuramente, advierten, Estados Unidos corre el riesgo de empujar a China a una pronta acción militar dado que se cerraría rápidamente la ventana de oportunidad para hacerlo y porque, al estar la carta ya sobre la mesa, ya no habría ninguna disuasión adicional que se los impida. El costo estaría asumido de antemano.
Sin embargo, el panorama no es necesariamente tan favorable para Estados Unidos como los autores afirman. Como lo señala Wang Wen para No Cold War[11]:
Los aranceles y restricciones comerciales de Trump empujaron a China a fortalecer sus lazos con el mundo no Occidental. A través de iniciativas como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, China profundizó sus relaciones con las naciones del Sur Global. Entre 2018 y 2024, el comercio con estas naciones creció más de 40 por ciento, mientras su dependencia comercial de Estados Unidos cayó de 17 a 11 por ciento.
Por otro lado, como lo mencionan Brooks y Vagle, si Estados Unidos actúa solo no haría el daño necesario a las fuerzas productivas chinas como para impedir que su economía siga su curso actual de crecimiento en el largo plazo. En la actualidad es difícil afirmar que mucha de la esfera de influencia norteamericana sea el séquito fiel que fue durante la primera Guerra Fría. Más aún, las demostraciones de fuerza hacia sus propios aliados recién iniciado el segundo gobierno de Trump le ha dado impulso a sectores políticos que defienden los acercamientos a China. En Europa, la insistencia de los conservadores y socialdemócratas en mantener su política exterior como una extensión de la estadounidense, incluso cuando eso va en contra de sus propios intereses ⎯como lo sería una confrontación con China⎯ parece estar abonando el terreno para el ascenso de proyectos no alineados con la política atlantista, más por derecha que por izquierda. Es el caso de Alemania, donde AfD, un partido “euroescéptico” y crítico de la OTAN logró la segunda bancada más grande en el parlamento, un caso para nada aislado.
En otras palabras, puede que sea al gobierno estadounidense a quien se le viene cerrando la ventana del sabotaje económico y, al verse en una situación desfavorable, podría recurrir a acciones más drásticas, como intentar imponer un bloqueo económico por medios militares, cerrando rutas comerciales claves para China o imponer sanciones unilaterales, acelerando la escalada militar.
Contradicciones en la retaguardia
A pesar de que el nuevo gobierno estadounidense está compuesto en buena medida por halcones anti chinos, Donald Trump también debe lidiar con las contradicciones entre los diferentes sectores que componen su gabinete y su fuerza política. Tal vez la mayor de ellas sea entre la estrategia de confrontación con China y la necesidad de conciliar con los intereses de la burguesía industrial y comercial, que tiene un músculo económico importante en ese país. A pesar de los recortes de impuestos a los más ricos que caracterizan a Trump, la guerra comercial con China y los aranceles a otros países suponen para el presidente estadounidense un enfrentamiento con su propia burguesía en un país cuya balanza comercial es de importaciones netas.
Recientemente Tesla, empresa propiedad de Elon Musk, se sumó a una demanda interpuesta por fabricantes chinos y europeos contra la imposición de aranceles a los vehículos fabricados en China por parte de la Unión Europea. Esto a simple vista parece contradictorio, pero pone de manifiesto su fuerte dependencia de la economía china y la ausencia de una estrategia monolítica en la política exterior del nuevo gobierno. No es secreta, además, la hostilidad que existe entre Musk, un empresario que ha integrado la coalición de Trump para avanzar en sus propios intereses corporativos, e ideólogos del movimiento MAGA (Make America Great Again), como Steve Banon, que se mueven por la causa. Tales tensiones han llevado a desacuerdos tácticos, por ejemplo, en política económica, en medio de los cuales se dio la salida de Musk de su cargo de asesor a finales de mayo.
A su vez, el “campo popular” se enfrenta a contradicciones importantes, tanto en el Norte como en el Sur. En el primer caso, las izquierdas europeas se disputan entre la inercia socialdemócrata del alineamiento con la OTAN, enquistada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, por un lado, y la necesidad de una política independiente, por otro. Tanto partidos socialdemócratas como conservadores impulsan una fiebre belicista que, disfrazada de autonomía estratégica frente a las amenazas y el abandono de Estados Unidos, se encamina a cumplir a cabalidad sus exigencias de incremento rápido del presupuesto de defensa. Mientras tanto, las izquierdas estadounidenses permanecen neutralizadas en el campo institucional, incapaces de movilizar una agenda que contenga el esfuerzo de guerra que adelantan las élites demócratas y republicanas.
En el segundo caso, los gobiernos progresistas latinoamericanos carecen de una política exterior coordinada que les permita hacer frente a la competencia intensa por los recursos naturales que acarrea una economía global de guerra, con unos realizando más concesiones que otros a los intereses imperialistas. Un caso importante se puede ver en las contradicciones del gobierno colombiano que, por un lado, le plantó cara al gobierno Biden, mostrando su solidaridad con el pueblo palestino y, por otro, disponía la isla de Gorgona, en la costa pacífica, para la construcción de infraestructura militar financiada por el gobierno estadounidense, al tiempo que las campañas por acabar con la presencia militar de Estados Unidos en el país han sido completamente ignoradas. Este impulso fue frenado solo por la Corte Constitucional, mientras de todas formas el Comando Sur se prepara para estrenar una base militar en las Islas Galápagos, en la costa de Ecuador. Por su parte, las Fuerzas Armadas de Chile hospedaron en 2024 ejercicios militares organizados con el Comando Sur, en las costas del país y en el desierto de Atacama, parte del acercamiento militar del gobierno de Boric con el gobierno de Biden.
En el occidente de África, las potencias imperialistas se enfrentan a la recomposición de movimientos de liberación nacional. La nueva Alianza de Estados del Sahel, conformada por Burkina Faso, Mali y Níger, logró expulsar a las tropas francesas de sus territorios, que se vieron obligadas a replegarse en otros países cercanos, donde también ha ideo creciendo la presión por expulsar a las tropas de ocupación. La línea de la AES la han seguido Chad, Senegal y Costa de Marfil, que también han anunciado la terminación de acuerdos de defensa con Francia y la retirada de sus tropas. Con esto, se ve comprometido el acceso de Europa y Estados Unidos a recursos estratégicos del continente.
Cada paso que da Estados Unidos parece orientado a tensar la cuerda, escalando hacia una confrontación cuyas ondas expansivas se sentirán en todo el mundo. Está claro que la mayor disputa de nuestro tiempo no es entre democracia y autoritarismos, sino entre el derecho indisputado de un bloque de países de imponer su voluntad sobre el resto del mundo y las aspiraciones de pueblos y movimientos de acelerar la formación de un orden que se base en una correlación diferente de fuerzas. Las organizaciones populares de todo el mundo están llamadas hoy a resistir la escalada militar, impidiendo que sus territorios sean usados como retaguardia para la extracción de recursos y la logística militar o como corredores de paso para equipamiento y tropas.
Sin embargo, la tarea más difícil será la de aprovechar la sensación de las cadenas que se aflojan. El tránsito a la multipolaridad abre al Sur Global la posibilidad de librarse de la sujeción a una única potencia incuestionable, con todas las paradojas que le son propias a este momento. Por un lado, presenta el riesgo de una competencia intensificada por los recursos que ya está ocurriendo, con las afectaciones a la vida de las poblaciones más explotadas y el daño medioambiental que implica; por otro lado, pone de manifiesto el rol crucial que estos territorios ostentan, a la vez que abre una pequeña ventana para decidir ⎯en el marco de un intercambio capitalista con una demanda ampliada, no controlada solo por países Norte Global⎯ aprovechar los recursos estratégicos con los que cuenta para negociar términos de intercambio más favorables.
En el largo plazo, el período de tránsito que apenas comienza puede ser aprovechado para construir de un orden global que permita un intercambio más justo entre países, unas relaciones internacionales en las que la violación de la soberanía por vías militares o económicas no sea la norma, y una economía global que permita el florecimiento de nuevos proyectos de desarrollo soberano. Un futuro que solamente la fuerza de los pueblos oprimidos es capaz de construir.
Notas
[1] El discurso completo se puede leer en el portal de la OTAN: https://www.nato.int/cps/en/natohq/opinions_231348.htm
[2] Sólo en términos de gasto: China gasta 1,6% de su PIB en defensa (SIPRI), los cálculos más altos sitúan ese porcentaje en 2,6%, mientras que Estados Unidos gasta alrededor del 6% de su PIB. Según el Instituto Tricontinental de Investigación Social, el bloque militar liderado por Estados Unidos es responsable del 74,3% del gasto militar global (solo Estados Unidos, del 53,6%), mientras que China es responsable del 10,2%, Rusia del 3% y el resto del mundo del 12,5%.
El Tricontinental desarrolla la correlación de fuerzas militares a nivel global en su dossier 72, La agitación del orden mundial. Disponible aquí: https://thetricontinental.org/es/dossier-72-agitacion-del-orden-mundial/
[3] Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se consolidó como potencia militar dominante, desplegando su ejército sobre las potencias aliadas y las del eje, que habían quedado devastadas por los bombardeos, sus instituciones colapsadas y su población diezmada. Luego, consolidó su poder económico sobre estas regiones invirtiendo grandes cantidades de recursos en la reconstrucción de sus ciudades y sus aparatos productivos. Desde entonces, países como Japón han permanecido ocupados por las fuerzas militares estadounidenses, bajo el Comando del Indo-Pacífico. Pocos años después, la infraestructura estadounidense en Japón sirvió como retaguardia para impulsar una ocupación militar del sur de la península de Corea, que propició la fundación de la República de Corea, como instrumento de contención del socialismo en el norte. Posteriormente, tanto Corea del Sur como Japón fueron la retaguardia imperialista durante la Guerra de Vietnam, desde donde se enviaron soldados, armamento y provisiones al combate contra las fuerzas de liberación.
[4] Farnoush AMIRI, Matthew LEE & Didi TANG. (2025). Marco Rubio warns China is America’s ‘biggest threat,’ affirms value of NATO alliance. AP News. https://apnews.com/article/marco-rubio-trump-secretary-state-senate-nomination-7ad1ad16ed95a213706c18b613b630b5
[5] Robert C. O’BRIEN. (2024). The Return of Peace Through Strength. Foreign Affairs. https://www.foreignaffairs.com/united-states/return-peace-strength-trump-obrien
[6] Para entender las recientes movidas militares de Estados Unidos contra China en el Pacífico, disfrazadas de maniobras defensivas contra Corea del Norte, vale la pena leer el dossier 76 del Tricontinental, La Nueva Guerra Fría hace temblar el noreste asiático. Disponible aquí: https://thetricontinental.org/es/dossier-76-nueva-guerra-fria-noreste-asia/
[8] Descifrando la Guerra construyó una serie donde explican en detalle el origen de la disputa y las posiciones de ambos países: https://www.descifrandolaguerra.es/la-disputa-sobre-las-islas-senkaku-diaoyu-i-la-posicion-china/
[9] Ju-Hyun PARK. (2024, 13 de diciembre). Was South Korea’s coup an attempt to restart the Korean War?. People’s Dispatch. https://peoplesdispatch.org/2024/12/13/was-south-koreas-coup-an-attempt-to-restart-the-korean-war/
[10] Stephen G. BROOKS y Ben A. VAGLE. (2025). The Real China Trump Card. Foreign Affairs. https://www.foreignaffairs.com/united-states/real-china-trump-card-brooks-vagle
[11] Wang WEN (2025). Trump 2.0 – The view from China. No Cold War. https://nocoldwar.org/news/trump-2-0-the-view-from-china