Reflexiones paradójicas sobre un momento paradójico
En lugar de imponer al mundo aquello que debe ser, somos las fuerzas radicales quienes debemos ir al mundo y ser educadas por él. En esta nueva entrega, Manuel Samaja problematiza la cuestión de la teoría en las izquierdas y cómo llegamos a ella.
Acerca de la interpretación y la transformación, el ser y el deber-ser, nuestras ideas abstractas y las ideas concretas del pueblo, y sobre la derrota histórica y las potencialidades emancipadoras en el mundo contemporáneo
Manuel Samaja
De omnibus dubitandum
Marx
¿Por qué suponemos que la realidad debe ser distinta de cómo es? ¿Por qué motivo pensamos que nuestros nobles ideales de izquierda, progresistas, revolucionarios, humanistas, emancipatorios, deben realizarse? ¿Por qué los marxistas pensamos que de lo que se trata es de transformar al mundo?
Si usted responde, casi espontáneamente, que debemos luchar contra la injusticia, que debemos realizar un orden social más justo, podríamos responder —junto con Hegel— que todo esto está henchido de un abstracto «deber-ser». No es más que otro «imperativo categórico» kantiano. Muy bello, pero abstracto. Y la realidad no tiene por qué adecuarse a nuestro ideal de abstracto deber-ser. Mírese a la historia efectiva, a la historia real. ¿Qué vemos allí? ¿Justicia? ¿Libertad ¿Felicidad universal? Un gran filósofo alguna vez dijo que los días felices son páginas vacías de la historia.
No es casual que uno de los géneros literarios más significativos sea la tragedia. Con esta palabra podemos designar, sin riesgo a equivocarnos, los derroteros de todas las experiencias históricas por realizar nuestros ideales transformadores: tragedias. En mayor o menor escala, más o menos cercanas a una «farsa». Y cuando ni siquiera podemos participar de una heroica tragedia histórica se presenta otra figura: la de Don Quijote.
Claro, la historia no termina en las tragedias singulares, y ellas nunca nos harán abandonar nuestro fáustico esfuerzo por superar toda tragedia. Así es, y así debe ser. De todos modos, es evidente que por ahora Mefistófeles nos lleva la ventaja.
Hoy en Argentina (y en otras latitudes) estamos viviendo una forma bastante acabada de tragicomedia con un señalado componente grotesco, propio de nuestra peculiar realidad nacional.
Creo, pues, que es un buen momento para reflexionar sobre los fundamentos de nuestra posición frente al mundo. Para volver a la raíz del asunto. Por supuesto, en estos breves apuntes no pretendo ni originalidad ni ofrecer alguna respuesta definitiva. Son solamente algunas reflexiones motivadas por una constante interrogación sobre este presente desconcertante y angustiante. Unas reflexiones que son un modesto esfuerzo por enfrentar a aquella angustia que, estoy seguro, usted comparte conmigo.
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Por lo general, los marxistas y las personas de izquierda, revolucionarias o progresistas concebimos a la teoría como un medio, como una herramienta, como un instrumento para realizar, prácticamente, nuestros ideales. «Los filósofos han interpretado, pero de lo que se trata…». Esto es sabido.
Sin embargo, si concebimos al pensamiento y a la teoría como un medio, como un instrumento, entonces esto significa que damos por supuesto al fin. El fin ya lo tenemos en nuestra mente: son nuestros ideales, cualesquiera que sean. Con el instrumento-teoría vamos a buscar los medios para realizarlo. Ahora bien, a lo largo de la historia —en este más de siglo y medio que pasó entre aquellas tesis escritas al «volar de la pluma» y la actualidad— resulta que la realidad se ha obstinado en resistirse a nuestros ideales, se ha obstinado en no transformarse. Más bien, habría que decir que la realidad se ha transformado permanentemente y, sin embargo, a través de todas esas transformaciones no ha dejado de ser lo que es: el sistema del imperio universal del capital. Como una Hidra moderna, las cabezas del monstruo se han multiplicado y han resurgido en formas inesperadas y horripilantes.
Pero más allá de la experiencia histórica, aquí tenemos un problema lógico (en el sentido amplio del término): ¿por qué motivo nosotros, que somos parte de esta realidad, hijos e hijas de este mundo, de esta sociedad y esta historia, pretendemos que el mundo debe cambiarse según nuestros particulares designios? Nadie puede saltar sobre su época, decía Hegel.
Con una gran sabiduría, los más grandes pensadores, al menos de la historia occidental, han tendido a «reconciliarse» con el mundo. Nótese bien: reconciliarse. No ha faltado en ellos su momento crítico (momento en la historia personal y momento en el sistema de su pensamiento), pero han vuelto al mundo, a la realidad. Hegel admiró la Revolución Francesa y siempre la guardó en su corazón. Pero su conclusión filosófico-política fue la de una monarquía constitucional. Otro de aquellos colosos del pensamiento tuvo la osadía de poner a Dios en el banquillo de los acusados frente al tribunal de la razón. Pero el juicio concluyó con la absolución de Dios y con la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Podría parecer que todo esto no sería problemático para un marxista, si no fuese por el pequeño detalle de que lo que distinguió a Marx de sus contemporáneos compañeros de lucha fue que él cultivó su pensamiento en esta misma tradición clásica. ¡Y cuando el joven Marx polemizó con el socialista Proudhon, no tuvo mejor idea que reivindicar las teorías del cínico burgués David Ricardo!
De hecho, si observamos la trayectoria personal de Marx, veremos que su camino al comunismo fue muy distinto, por no decir opuesto, al de la mayoría de sus seguidores. En la Gaceta Renana podremos leer, incluso, que Marx se proponía someter a una implacable crítica al movimiento comunista naciente en aquellos años.
Para Marx, el socialismo, el comunismo como ideal, no fue una premisa: fue una conclusión. Y una conclusión del estudio crítico de la teoría y de su realidad presente. Este es precisamente el punto que quisiera enfatizar: para Marx la teoría no era un instrumento o una herramienta. La verdad no nos pertenece, sino que nosotros le pertenecemos a la verdad, decía el revolucionario de Tréveris. La ciencia de Marx no es un medio para realizar un ideal abstracto. Es, más bien, el descubrimiento del ideal mismo, de su sentido histórico concreto. El comunismo, dijeron Marx y Engels, es el movimiento real que resuelve las contradicciones presentes…
Creo que hoy más que nunca es importante para nosotros, quienes pensamos que el mundo capitalista es realmente abyecto, recuperar esta orientación. Hegel lo llamaba «la infinita modestia del espíritu, que calla y deja que el objeto cuente su propia historia». Precisamente es en este punto en el que Marx recupera y supera, efectivamente, a la tradición clásica que lo precede. Y es en este punto en el que Marx comienza a distinguirse de otros revolucionarios militantes, socialistas, comunistas y anarquistas. Este punto podría resumirse del siguiente modo: no somos nosotros los que tenemos que decirle al mundo cómo debe ser, no somos nosotros los que tenemos que decirle al mundo por qué motivo debe luchar; más bien nosotros tenemos la tarea —mucho más difícil— de explicarle al mundo y de explicarnos a nosotros mismos por qué motivos él ya efectivamente lucha. Esto es, también, una paráfrasis libre de Marx.
Creo que los más significativos representantes de aquello que llamamos «marxismo» han guardado esta misma actitud. Lenin, con su idea de que el marxismo no es un dogma sino una guía para la acción. Nótese bien: no una herramienta para un fin presupuesto, sino una guía para la acción. O Gramsci, con su idea de que los intelectuales son articuladores de concepciones del mundo e ideales que ya están presentes, dispersos, en la sociedad misma. O Lukács, especialmente a partir de finales de los años veinte, cuando reflexiona sobre la derrota histórica de principios de aquella década y recupera en su trabajo sobre Moses Hess, el método de Marx y la especificidad de su posición frente a Hegel.
Creo que hoy más que nunca necesitamos interpretar la realidad para transformarla. No para transformarla según nuestro arbitrio singular. No hay nada más propio de la ideología moderno-burguesa que ese gran Yo que realiza su ideal moral en ese No-Yo del mundo. De lo que se trata es, precisamente, de transformar al mundo según su correcta, profunda, humilde y atenta interpretación. O mejor, para que el mundo se transforme a sí mismo: el pensamiento tiene que tender a la realidad, pero también la realidad tiene que tender al pensamiento.
Hay que decir que una verdadera interpretación solo puede ser una interpretación crítica, i.e. una interpretación que busque transformar al mundo. Pero, nuevamente, no una crítica exterior, sino una crítica inmanente: buscar los límites propios del mundo actual.
Todo esto puede parecer muy «metafísico», pero tiene consecuencias muy concretas en cómo miramos a nuestra realidad presente. Por ejemplo, en cuál será nuestra respuesta (aún evidentemente desarticulada) frente a Milei y todo lo que representa.
La victoria electoral de Milei es mucho más que eso. Es, sin duda, una gran derrota política, moral e ideológica del «campo popular», de la clase obrera, de los sectores subalternos (llámelos como usted quiera). Mejor: es un punto cúlmine de una prolongada derrota, que comenzó tiempo atrás: ¿2008?, ¿2013?, ¿2015?, ¿2017? Todos son momentos de este proceso. Incluso podríamos decir que es el resultado último de la gran derrota histórica de 1976, cuyas heridas hoy segregan un repugnante pus con el inconfundible olor apestoso de la represión estatal.
Asumir la derrota es, a mi criterio, el punto de partida para toda reflexión sobria acerca del presente. Asumir que la realidad nos dio, como decía Vallejo, un golpe tan fuerte…y que no sabemos.
Así como nosotros vemos a la realidad, así ella nos mira a nosotros… y los ojos locos de su mirada nos deberían anoticiar de nuestra culpa frente a todo lo que hemos vivido.
En los últimos meses —afortunadamente— muchas otras voces, algunas muy autorizadas, han esbozado y señalado aspectos de esta necesaria autocrítica. Aspectos como la burocratización de las organizaciones populares, la falta de creatividad o imaginación política para formular «nuevas canciones», la permanente derechización política de la dirigencia kirchnerista que apostó sistemáticamente a candidatos y proyectos conservadores, o la incapacidad de la izquierda trotskista para formular una alternativa hegemónica. Las determinaciones de la cuestión son múltiples, y de ninguna forma pretendería agotarlas aquí. Solamente me gustaría detenerme en una arista del problema, que me parece sumamente llamativa e importante, y que pienso que no solamente nos permite ir a fondo en la autocrítica, sino que también nos permite dilucidar una salida.
Si escuchamos el discurso político de Milei notaremos que —entre una hedionda masa de barbaridades, falsedades, incoherencias y mentiras— hay muchas verdades. Esto, claro, ya fue dicho por muchos. Pero creo que aquellos elementos de verdad que hay en el discurso de Milei no son, digámoslo así, «superficiales».
Por ejemplo, Juan Grabois señala acertadamente que cuando Milei propuso los «váuchers» para que los padres manden a los niños a la escuela privada o parroquial, estaba sintonizando con un deseo generalizado y genuino en la población. La educación pública se ha deteriorado sistemáticamente en los últimos años, y es un deseo lógico el que los hijos tengan una educación de calidad, que tiende a identificarse con la escuela privada, etcétera.
Sin embargo, yo creo que en el discurso de Milei, en el mito libertario, hay mucho más que estas verdades fragmentarias y parciales.
Creo que lo que ha distinguido decisivamente a Milei respecto del conjunto de las fuerzas políticas fue el haber planteado una impugnación total e integral a la sociedad argentina tal cual ella existe. Precisamente, él pregona un verdadero mito, todo un mundo de significados concretos, una respuesta integral, global y totalizante frente al drama del presente.
Por lo general, quienes hemos intentado frenar electoralmente esta pesadilla que vivimos nos preguntamos cómo es posible que más de 14 millones de argentinos y argentinas hayan votado a un hombre como Milei para… ¡presidente! ¿Se volvieron todos locos?, ¿son todos mala gente o son todos imbéciles? Nuevamente, esta es la voz del Yo henchido de «deber-ser» que pretende imponerle al mundo sus ideas abstractas.
Pienso que en el voto a Milei no hay solo «odio» (que, por más de que esté mal dirigido, es muy entendible), ni es simplemente producto de una «manipulación» (aunque, claro, también ella está presente), ni que solamente se trate de una «derechización de la sociedad» (lo que únicamente desplaza el problema, pero no lo resuelve, porque inmediatamente tenemos que preguntarnos por el motivo de esta derechización). Pienso que en el masivo voto a Milei hubo algo mucho más profundo y verdadero: creo que en el voto a Milei hubo un fuerte componente ético.
Esto es paradójico. Efectivamente, Milei personifica el vaciamiento ético más absoluto. Pero, evidentemente, estamos viviendo en un mundo en el que todo se invierte y todo aparece como lo contrario de sí mismo. Contrastando con la hipocresía de la casta política, la negación absoluta de toda ética y de toda apelación a la justicia en el discurso de Milei apareció como la única posición auténtica.
Frente al vacío conceptual, la falsedad política y personal, la nada de horizonte, el carácter conservador de la candidatura de Massa, la parte mayoritaria de la población (y de la juventud) eligió impugnar radicalmente la realidad presente. Y allí reside un motivo mucho más genuino, mucho más profundo y verdadero que la mera defensa de lo existente. Realmente, en el balotaje del 2023 la mayoría de la izquierda y el progresismo argentino nos encontramos objetivamente en una situación que nos obligó a proclamar y a militar la consigna de que «¡vivimos en el mejor de los mundos posibles!». Porque el «otro mundo» que proponía Milei era —y es— un abismo. Pero el pueblo eligió la posibilidad del abismo antes que el mundo existente.
La gran pregunta —cuya respuesta no tengo— es por qué fue la reacción (y no «nosotros») la que pudo encarnar esta profunda insatisfacción, este profundo inconformismo con el presente, un inconformismo no individual y abstracto, sino masivo y, por ello, objetivo.
Hay que decir que no es la primera vez en la historia. Más allá de analogías y diferencias (nada es totalmente análogo a nada, nada es totalmente diferente a todo), el fascismo clásico tuvo el mismo rasgo de ser una revolución reaccionaria o una reacción revolucionaria. Y, al menos en este aspecto, Milei repite la pauta.
Milei se presentó y fue presentado (incluso por nosotros mismos) como el enemigo del Estado, el exterminador de la casta política y empresarial, el crítico de los endeudadores seriales, el paladín de la lucha contra la inflación, el amigo del pueblo precarizado y excluido, el tribuno plebeyo de una juventud traumada por una crisis económica y sanitaria sin precedentes en la historia reciente, una crisis en la que se priorizó al capital antes que a la vida humana (no solamente la vida en sentido biológico, sino en el sentido humano: el desenvolvimiento de una vida cotidiana medianamente humana).
El Estado, la inflación, la precariedad laboral, la casta política, empresarial y sindical, la deuda, la pandemia, el encierro y el aislamiento… Todo esto no son más que resultados o aspectos del imperio del capital y de su crisis estructural contemporánea. Y, sin embargo, ha sido la reacción la que le ha puesto voz y le ha conferido subjetividad al malestar que el capital produce. Esto es lo paradójico de Milei.
En dos palabras, el capital logró crear su propio «topo» de la historia, para que en el momento de crisis nos asalte desprevenidos y desarmados. Y vaya que ha cavado bien… El topo que «destruye al Estado desde adentro», que viene a cambiarlo todo para que todo, a través del cambio, siga siendo en esencia igual. Aunque tampoco hay que olvidar que la apariencia también es esencial y, ciertamente, la apariencia de esta sociedad está cambiando… y es espeluznante.
Este carácter contradictorio y paradójico de la subjetividad política que Milei expresa es, a mi criterio, lo más relevante y lo más llamativo del asunto. Diría que se trata del núcleo del enigma que tenemos que resolver.
La contradicción está en el corazón de la ideología «libertaria». Libertad e individualidad son quizás sus categorías centrales, contrapuestas al «control», al «autoritarismo», al «despotismo» del «Estado» y el «colectivismo». Sin embargo, no hay nada más lejos de la «libertad y la individualidad» que la sociedad capitalista en general y que la sociedad capitalista existente en la actualidad. Quizás nunca hemos sido tan esclavos de fuerzas impersonales y ciegas como en la actualidad. Quizás nunca el Estado fue una fuerza tan poderosa y omnipresente como en la sociedad del moderno Leviatán. Quizás nunca hemos sido individuos tan pobres espiritual y materialmente como en la actualidad (en especial si se compara al individuo contemporáneo con las capacidades objetivas de la sociedad). Y esta ideología reivindica, precisamente, al fundamento central de esta esclavitud y despersonalización moderna —al mercado y al capital— como ¡la fuente de la libertad individual por excelencia!
Claro, esto no es ninguna novedad en la ideología burguesa. Pero sí es novedosa su radicalidad, su audacia enunciativa y mitológica. Es una versión potenciada del mito neoliberal de los noventa.
Pero en este mismo carácter contradictorio radica, a mi entender, la posibilidad no solamente de derrotar a esta nueva personificación hegemónica del capital, sino también la necesidad y el imperativo de recuperar una ofensiva política, discursiva y conceptual. No porque yo «quiera» que esto suceda: creo que la realidad misma demanda una radicalización. Esto es, la realidad nos demanda tomar los problemas del presente por su raíz. Creo que Milei es el imperativo objetivo de esa demanda. Un imperativo que nos lo exige la realidad misma. Como la Esfinge, la realidad pregunta. Nos toca a nosotros dar la respuesta correcta.
Más aún: esta derrota tan desconcertante —esta contemporánea Esfinge— nos impone una pregunta cuya respuesta aún no tenemos, y por eso mismo esta respuesta no puede ser un lugar común; esta respuesta aún no fue dicha ni formulada. El tiempo está abierto. Lo paradójico de la derrota es que puede significar el principio de una victoria, quizás mucho más profunda de las que hasta ahora conocimos. Esto es, claro, solo una potencialidad.
Cómo romper el conjuro, cómo rearticular todo este malestar, todo este inconformismo, toda esta voluntad de transformación y cambio en un sentido emancipatorio, auténticamente transformador, genuinamente humano: allí radica el gran problema. Y, por supuesto, la solución no la puede ofrecer un individuo suelto.
Por ahora, me limitaría a decir que haríamos bien en tener muy presente aquella idea de Spinoza: no reír, no llorar, no enojarse, sino comprender. Y, con Marx, podemos agregar: comprender para activar las potencialidades de transformación que están presentes en la realidad efectiva.
En fin, podríamos decir que necesitamos de algo así como de un realismo radical o de un radicalismo realista.