Lo que calla la palabra. Sobre el inapelable compromiso de la literatura
Podríamos hacer una inocente división entre literatura comprometida y literatura conformista. Sin embargo, no podemos obviar la abstención como postura política clara. ¿Por qué se condena al libro que se cataloga como comprometido? ¿No hay escapatoria ante el monstruo ideológico?
Es común encontrar la expresión “literatura comprometida” como una forma casual de llamarles a las obras literarias que hablan críticamente de la vida política y económica de una sociedad. Aunque no hay marcas de estilo estables como para afirmar que tenga una estética particular, algunos estudiosos la vinculan con el movimiento realista. La alusión a hechos históricos y la toma de posición ante lo narrado, visible en un tono emotivo de denuncia, serían sus rasgos característicos. En pocas palabras, la literatura comprometida es un cuestionamiento social convertido en obra literaria, la manifestación verbal y artística del anhelo revolucionario. Pero ¿qué pasa con la literatura que no critica la realidad social, sino que la disculpa, naturaliza o posterga en nombre de búsquedas que le parecen más urgentes?, ¿hay una categoría especial que agrupe a estas obras? y, ¿es posible siquiera hablar de “ausencia de compromiso” en la literatura?
La respuesta a las primeras dos preguntas es que la literatura “no crítica” es demasiado diversa para ser un subgrupo, y sin un parecido estético fuerte no hay un buen criterio que explique la decisión de volverla una categoría. Algo así estaría, a todas luces, políticamente motivado, por lo cual desde los Estudios Literarios se consideraría caprichoso. Sin embargo, esto mismo es verdad para la —llamémosla así sólo por ahora— literatura comprometida. En realidad, ella es más grande y variada que el Realismo Socialista. Los estereotipos de poemas donde el yo lírico invita a la ira popular y narrativas que sólo hablan del hambre de la clase trabajadora son representaciones anticuadas de quienes piensan la crítica social por el prisma constrictivo de la mirada liberal. Lo cierto es que el deseo de cambiar el mundo implica no sólo atacar el presente, sino proponer una alternativa de futuro. La ciencia ficción tiene un rol privilegiado en esto. Artistas como Octavia Butler, Iain Banks y Kim Stanley Robinson se han dado a la tarea de soñar planos muy detallados sobre el aspecto de un mundo poscapitalista. Y este trabajo no es sencillo, ya que imaginar otro tipo de relaciones económicas implica repensarlo todo: una tecnología orientada a fines distintos a la explotación de un planeta y sus criaturas, una arquitectura divertida y flexible —donde tal vez se realicen propuestas como la situacionista— enfocada en crear espacios plurifuncionales e interconectados, en lugar de aislar las pocas experiencias humanas hoy admisibles en sus respectivos bloques de concreto. También hace necesario especular con otra clase de medicina, leyes, alimentación, trabajos, ritos, discursos, y relaciones entre las personas, lo que implica diferentes formas de tratarnos, entendernos, sentir, aprender, sufrir, etc. Mejor dicho, este ejercicio requiere un esfuerzo heroico de la imaginación que excede al realismo. Demanda tanto una exploración literaria intimista —capaz de producir imágenes poéticas extrañas para describir las nuevas sensibilidades— como una épica futurista que supere el lugar común del colonialismo intergaláctico y demás clichés al estilo Hollywood.
El rechazo del mundo capitalista exige tanta o más creatividad que su defensa, pues ésta sí impone restricciones artísticas de peso. Un ejemplo obvio es que los escritores no pueden proponer una realidad a la vez distinta y preferible a esta. Ya sea porque el pesimismo atrofió su imaginación o por estrategia, muchos escritores de ciencia ficción han dejado de alimentarnos con sueños capaces de empujarnos a la acción; sólo nos dan pesadillas que nos paralizan. De ahí que hoy sea tan popular la distopía. Toda alternativa debe hacernos ver el vaso medio lleno. Tiene que mostrarnos un futuro más sórdido para sustituir el arrogante deseo de algo mejor por un respiro de alivio, esa sensación a medio camino entre la resignación y la gratitud que acompaña al “podría ser peor”. La distopía es servil al statu quo al dignificarlo con un aspecto de mayor justicia, o de mal necesario. Va muy en línea con el viejo “mejor malo conocido que bueno por conocer”, una idea dañina que ha ayudado mucho a que toleremos situaciones de abuso por miedo al cambio.
Ahora bien, en su versión realista la escritura que defiende o naturaliza este orden de cosas —la “no crítica”— tampoco puede hablar de lo que quiera, como quiera. Hay aspectos de la realidad casi inherentemente revolucionarios que debe omitir, o al menos tratar con cuidado para no despertar sentimientos de solidaridad: las experiencias de las mujeres, de las personas explotadas, pertenecientes a etnias marginadas, de los hombres revolucionarios, de las personas con orientaciones sexuales o expresiones de género disidentes, de los niños y las niñas, de las personas en situación de discapacidad, en fin, las vivencias cotidianas de todas y todos aquellos que sufren en su carne las crueldades del capitalismo. Darles roles protagónicos a estas voces nos sensibiliza ante el otro. A largo plazo, altera las formas en las que nos relacionamos, estrechando nuestros vínculos. La literatura conformista prefiere no correr ese riesgo. Por eso casi siempre insiste en relaciones donde la empatía y el compañerismo no tienen lugar. El ejemplo paradigmático de esta ausencia es la historia de crimen en donde los protagonistas se relacionan exclusivamente para hacerse daño: el personaje uno destripa al personaje dos, en vista de lo cual el personaje tres intenta atrapar al personaje uno para encerrarlo por el resto de su vida en la cárcel. Cuando sí hay lugar para la empatía, tampoco se puede sentir de buenas a primeras por cualquiera, sino que se le reserva a personajes en posiciones de poder. De ahí que privilegie los tormentos espirituales de los ricos, los gobernantes, los policías, etc. Si acaso se identifica con un pobre, le restará virtud haciéndolo criminal o autodestructivo.
Otro de los grandes temas que puede permitirse esta literatura “no crítica” es la contemplación de expresiones de desesperación sin potencial revolucionario —suicidio, misantropía, drogadicción— romantizadas hasta el hartazgo. Así ocurre en las biografías de artistas políticamente enajenados. En sus formas más clásicas, habla mansamente de temas como el amor y la familia patriarcales, la muerte o la soledad. En fin, su rasgo más distintivo es que aborda las dinámicas sociales tratándolas como manifestaciones de la naturaleza inmutable del hombre. Para ella nada de lo que hace una persona es histórico; todo es la expresión de una esencia. Así, mediante bonitos lamentos, afirma este estado de cosas como algo terrible pero también inevitable, eterno, humano y, por eso, al fin y al cabo, trágicamente hermoso. Cuando el lector menos piensa, está conmovido y enamorado de nada más y nada menos que este triste mundo.
Pese a la relativa libertad en la elección de temas y perspectivas, la literatura conformista —o acrítica, como a veces la llamo— está obligada a legitimar unas conclusiones, una ética y un modo de vida precisos, es decir, a reproducir una ideología. Entonces las acciones de la trama deben apoyarse en una racionalidad que las llene de un sentido particular y estable, una racionalidad que distribuya la justicia y la crueldad de un modo estratégico. Por esto las innovaciones en la representación de los sistemas de valores y axiomas que informan el comportamiento de los personajes están prohibidas. Matar a algún personaje puede ser malo, bueno o trivial. Pero con respecto a lo económico nunca hay paradojas. Cualquier mapa moral que se rija por una lógica diferente a la de la propiedad privada es condenado en todas las historias, asociado a la maldad más pura y elemental. Es gracioso ver productos aparentemente distintos como la ficción orwelliana y los panfletos estadounidenses de la Guerra Fría coincidir en su representación del comunismo: ¡esa aberración antidemocrática que amenaza la libertad y a la civilización misma!
Como creo haber mostrado, es posible especificar la literatura acrítica como categoría propia, apelando a los mismos métodos usados para definir la categoría de literatura comprometida (incluso prestándole más atención a las cuestiones formales). Lo que me interesa señalar ahora es que la creación de una categoría y el rechazo de la otra son dos aspectos de una misma maniobra política realizada dentro de los Estudios Literarios. Por supuesto, los Estudios Literarios son sólo una forma de decirle a las personas que estudian la literatura, personas con creencias políticas que inevitablemente afectan su relación con su objeto de estudio. Los literatos son a fin de cuentas los que proponen, aceptan y rechazan las etiquetas o clasificaciones por medio de las cuales organizan el conocimiento literario. Y esto, por más que se haga inocente o desinteresadamente, nunca tiene consecuencias neutrales: la etiqueta de “literatura comprometida” es un reduccionismo violento contra las obras socialmente críticas. Pasa por alto su singularidad y riqueza estética, pretendiendo meterlas a todas en una misma bolsa, como si querer un mundo mejor las volviera formalmente idénticas. “Literatura comprometida” equivale a decir que lo más destacable de estas obras, lo que decididamente no puede ignorarse, es su carga ideológica. No es muy lejano a ponerlas en una lista negra, pues en últimas cumple la función de marcarlas para distinguirlas de la población general de obras en apariencia políticamente neutras. También es un acto de iconoclastia, ya que la obra pierde un poco esa dignidad de cosa sagrada para sí y por sí que le damos al arte, y es forzada a vivir la existencia degradada del panfleto. En contraste, al no hacer del conformismo una categoría, las obras no críticas del statu quo circulan libremente, sin que sus filiaciones políticas sean motivo de señalamiento. Nadie las obliga a juntarse en un pequeño gueto con sus pares ideológicas. Entonces ellas se reparten en otras categorías, de acuerdo con criterios estéticos. Unas se vuelven literatura fantástica; otras, de suspenso; las de más allá serán ficción literaria, novela psicológica, crónica de viajes… A nadie se le ocurrirá tratarlas como panfletos, porque la sonoridad de sus palabras y la potencia de sus imágenes son lo principal. Al fin y al cabo son, estas sí, obras de arte. Pero allí, almibarada, disimulada por toda la belleza, sigue estando esa alianza con este mundo, ese sustrato ideológico común que, en ausencia de alguien que lo delimite y lo nombre por lo que es, se reproduce a sus anchas, silenciosa y cómodamente.
Esto me lleva a la tercera pregunta: ¿es posible hablar de “ausencia de compromiso” en la literatura? Una literatura no comprometida sería una cadena coherente de enunciados neutros, o sea no valorativos. Pero el enunciado en sí mismo, sin importar su contenido, es la expresión concreta del juicio: “es preferible decir esto ahora y de esta manera a no hacerlo”. En ese sentido, la valoración es un aspecto causal y estructurante de todo lo que decimos, así como la unidad constitutiva de la ideología. Por supuesto que también hay enunciados particulares para los que una lectura ideológica sería absurda, como las leyes de la termodinámica. Pero esos son justo la clase de enunciados que no sirven en la comunicación artística. Una obra literaria no es y no puede ser un encadenamiento de certezas. Al contrario, un juego de perspectivas que necesita del equívoco. Se crea a partir del posicionamiento del autor frente a un conjunto de objetos y las relaciones entre estos. Esa postura informa las imágenes y descripciones por medio de las cuales construye cada objeto. Unas características son juzgadas como importantes y otras son descartadas, cosa que no puede hacerse sin un sistema de verdades jerarquizadas que informe la selección. Por ejemplo, cuando el narrador de una novela describe la carnosidad de los labios de un personaje femenino y no dice nada sobre sus ideas, lo define por su sensualidad y pone en segundo lugar su inteligencia. En un solo acto descriptivo juzga el objeto y legitima una forma de mirarlo.
La toma de posición está en el ADN del mero hecho de comunicarnos. Pero también se da en una escala mayor que a veces se nos escapa. Esto ocurre cuando tenemos una idea ingenua y caricaturesca de lo que es el compromiso político y, por lo tanto, del verdadero aspecto que tiene una defensa del capitalismo. Y es que el fascismo en la literatura nunca es una celebración abierta de las relaciones de propiedad, con odas a los bancos y a las multinacionales petroleras. Es más, normalmente no tiene la forma de una defensa, y los autores que la escriben ni siquiera se consideran militantes de derecha. Sólo son estetas enamorados de los clásicos o reformistas de buen corazón. La legitimación del capitalismo es bonita, sutil. En su versión más agresivamente propagandística se vuelve un clamor de justicia que repudia desde un lugar de mayor altura moral todos los procesos revolucionarios, invitándonos a contemplar con los ojos encharcados los sangrientos horrores que se desatan cuando tratamos de cambiar el mundo. Pero la presentación más delicada, que es también la más habitual, es la distracción. Para sobrevivir, el capitalismo solamente necesita que no lo combatamos porque estamos entretenidos con otras cosas. No importa cuáles: podemos rumiar historias de enamoramientos, miedos y nostalgias hermosas; embelesarnos con la musicalidad de los versos; divertirnos con las asociaciones oníricas de la poesía surrealista, o con el pesimismo nihilista. En fin, podemos narrarnos lo que sea, siempre y cuando esas palabras no nos empujen a construir la realidad que queremos.
Jean-Paul Sartre fue, a su pesar, uno de los autores que contribuyeron a esta conceptualización del compromiso político en la literatura como una opción progresista de ciertos géneros y no como una cualidad inherente a las obras literarias. En el texto Qué es la literatura (2008) usó la palabra compromiso de un modo ambiguo. Primero afirmó que: “aunque nos mantuviéramos mudos y quietos como una piedra, nuestra misma abstención sería una acción” (pág. 10). Esto va en línea con la idea de la indiferencia como un tipo de compromiso negativo. Pero después aclara que sólo puede comprometerse la literatura que utiliza el lenguaje para “significar” algo. Y describe el oficio del poeta como una operación diferente a significar. Según esta idea, el poeta no trabajaría con signos, sino con cosas. Es decir, el poeta se enfoca en el aspecto plástico de la palabra; de esa manera convierte a las palabras en fines en sí mismas y no meros medios para señalar algo afuera de ellas. Luego ilustra este punto comparando las palabras del poeta con los colores del pintor. El amarillo es sólo amarillo, aunque en ciertos lugares se lo asocie a una emoción. Por eso, dice, “se comprende qué tontería sería pedirle compromiso a la poesía” (pág. 50). Tal parece que no logró hacer el salto de la imaginación necesario para entender que ese no significar, ese no usar el lenguaje para decir, era un silencio político, una clara forma de abstención.
¿Podría el capitalismo encontrar un sirviente más leal que el mutismo de la palabra ornamento? Una palabra-cosa se define porque no sirve para hablar de un modo sencillo y claro sobre lo que nos pasa. Está socialmente desactivada, alienada de nuestros problemas. Ella vino al mundo para vivir una existencia hermosa e inofensiva como la de una mariposa. Al final su principal atributo es su capacidad de no estorbarle al lado que vaya ganando mientras le aporta belleza a una realidad insoportable para hacerla un poquito más digerible. Por eso es una palabra siempre absolutamente comprometida con el poder. El capitalismo no dormiría tranquilo con una palabra-signo, porque ella todavía podría usar en su contra esa facultad de significar. En cambio la palabra muda no puede traicionarlo. Da lo mismo que no le sirva como moneda para comprar legitimidad ideológica. Lo importante es que tampoco nos sirve a nosotros para unirnos y organizarnos. No por nada el expresionismo abstracto en la pintura encontró buenas críticas y financiamiento de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Fue la única escuela que por aquellos días prefirió no representar la cruda realidad para dedicarse a la superior tarea de pintar manchas de colores. La CIA, que no es boba, supo ver en este arte callado y ensimismado un arte amigo.
En conclusión, el compromiso ideológico no es un condimento que se le pueda poner a la obra para darle sabor político. Es parte de su materia prima, tan indisociable de ella como su dimensión estética o lingüística; nadie en su sano juicio pensaría que puede haber obra sin lengua o sin estilo. Pues tampoco puede haber obra sin unas valoraciones que repercutan de algún modo en cómo los lectores se relacionan entre sí. Por eso, cuánto más opresivas son las condiciones de vida de la mayoría, más cínico y monstruoso se vuelve el poeta comprometido nada más con recordar melancólicamente los veranos de su infancia, esperando que su palabra-adorno nos entibie el corazón. La cuestión no es si la literatura se compromete o no, sino con qué se compromete.
Referencias
- Sartre. & Bernárdez, A. (2008). Qué es la literatura. Buenos Aires: Losada.