Generic selectors
Exact matches only
Search in title
Search in content
Post Type Selectors

“Cien años de soledad” y la masacre de Aracataca

Literatura, historia y política se mezclan en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. En su forma particular de narrar, el colombiano rescata la historia de la masacre de la zona bananera en 1928. La literatura como tentativa de luto.

Por: Karen García Delamuta, Priscila Engel, Silvia Beatriz Adoue. Un niño de sólo un año, muchos años después, frente al papel en blanco, recordaría que unos soldados lo saludaron al pasar por la puerta de la casa de sus abuelos maternos, donde él estaba sentado. Ese recuerdo improbable, asociado a un conjunto de relatos familiares, sería después motivo para la literatura de Gabriel García Márquez. Palabras para quedar en paz con los muertos dentro de él, niño que fue creciendo con la presencia fantasmagórica de esos cadáveres insepultos, alimentada por la memoria alucinada de los vivos.

Estudiando los elementos de realismo maravilloso en la obra de Gabriel García Márquez Cien años de soledad (2003), nos encontramos con un acontecimiento que aquí trataremos en la perspectiva de las relaciones entre literatura y trauma.

Buscando la fecha de nacimiento del autor colombiano, nos encontramos con una controversia: mientras él afirma que fue en 1928, su biógrafo asegura que el escritor es del año 1927. El hermano Luis Enrique, entrevistado por Dasso Saldívar, confirma la última fecha, no sin antes aclarar que su hermano Gabriel se obstina en afirmar que su nacimiento fue en 1928 para hacerlo coincidir con el año de la gran matanza de Aracataca, su ciudad natal (Saldívar, 2000: pág. 58).

En la trama de Cien años de soledad, García Márquez ficcionaliza en Macondo, ciudad donde se desenvuelve la novela, lo ocurrido el 6 de diciembre de 1928, haciendo una descripción detallada de la masacre, de la cual el personaje José Arcadio Segundo sería un sobreviviente.

La historiografía

En 1905 se había instalado en Aracataca un emprendimiento de la United Fruit Company que explotaba el banano para exportación. La llegada de la empresa trajo para ala región tecnologías hasta entonces desconocidas. El tren era una de ellas. Además de partir del local cargado de bananas, llegaba con un aluvión de inmigrantes en busca de empleo que, posteriormente, García Márquez llamaría de “la hojarasca” y al cual dedicaría uno de sus relatos (1969).

La mano de obra era intermediada por contratistas y la empresa extranjera no se responsabilizaba por los encargos sociales. Los trabajadores, organizados en sindicatos, hicieron un movimiento por nueve reivindicaciones:

“Seguro colectivo, indemnización en caso de accidente de trabajo, descanso dominical remunerado, aumento de salario en cincuenta por ciento, suspensión de los comisionados dentro de la región, cambio del pago quincenal por el semanal, suspensión de los contratos individuales y vigencia de los colectivos, un hospital para cada cuatrocientos trabajadores, un médico para cada doscientos e higienización de los campamentos de trabajadores”1 (Saldívar, 1997: pág. 59).

Los dirigentes sindicales, comunistas y anarcosindicalistas, convocaron a una huelga que duró 28 días y que trajo perjuicios a la empresa. El gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez declaró “estado de alteración del orden público” y “toque de queda” en la víspera de la masacre. Al mismo tiempo, armó una trampa a los trabajadores: se les dijo que el gobernador y el gerente de la United Fruit llegarían en tren para proponer un acuerdo. Al amanecer del día 6 de diciembre, los huelguistas se concentraron en la estación esperando a las autoridades. Pero fueron sorprendidos por la llegada del general Carlos Cortés Vargas, jefe civil y militar de la zona, acompañado por unos 300 soldados. El general leyó a la multitud cuatro decretos ordenando que se dispersase bajo amenaza de abrir fuego. Como la muchedumbre no se retiraba, Cortés Vargas dio un minuto más. Según la historiografía, una voz en el medio de la masa respondió: “Puede quedarse con el minuto que falta” (Roberto Herrera Soto y Renán Veja apud Saldívar, 1997: pág. 60). Los militares abrieron fuego. La masacre ocurrió entre la una y media y las dos de la madrugada. El cálculo de los cadáveres ocurrió sólo a las seis de la mañana. Se supone que entre las dos y las seis hubo procedimientos para hacer desaparecer la gran mayoría de los cuerpos, reduciendo el número oficial a 9, que coincidía con el número de reivindicaciones levantadas por el movimiento, y 3 heridos. Existen documentos gráficos de la fosa común en que fueron enterrados esos 9. El historiador Herrera Soto instala la controversia, sin embargo, diciendo, en su libro “La zona bananera del Magdalena”, que el cálculo completó el número de 13 muertos y 19 heridos. El diario “La prensa” de Barranquilla habló de 100 muertos. El general conservador Pompillio Gutiérrez, cinco meses después de la masacre, dio entrevista al diario “El Espectador” afirmando que tenía pruebas irrefutables de que los muertos eran más de 1000 y que el gobierno lo ocultaba. Carlos Arango, en su libro “Sobreviviente de las bananeras”, habla de centenas de muertos y cita testimonios como los de Carlos Leal y Víctor Gómez Bovea, chofer de uno de los vehículos que llevaron los cadáveres hasta las lanchas para echarlos al mar antes de las 6 de la mañana. El propio cónsul de Estados Unidos, en un informe ahora público, afirmó que los muertos pasaban de 1000 (Saldívar, 1997: pág. 57).

La United Fruit sufrió un proceso parlamentar iniciado por el liberal Jorge Eliecer Gaitán. Un año después, en 1929, se redujeron las cotas de exportación como consecuencia de la crisis en las bolsas. En 1932 hubo inundaciones, motivadas por las grandes lluvias. Pero, en Aracataca, fueron aun mayores, resultado del desastroso desvío de los ríos Aracataca, San Joaquín y Ají, que la United Fruit había realizado. Todo eso llevó a la retirada de la compañía de la región.

La literatura

El relato de la masacre ocurrida en Aracataca ocupa cuatro páginas de Cien años de soledad. La matanza es descripta de manera tan detallada que acaba transformándose en una denuncia frontal, con sólo un pequeño episodio realista maravilloso, registro que, sin embargo, impregna el resto de la novela. José Arcadio Segundo estaba en el medio de la multitud que se había concentrado en la estación, porque, habiendo participado de la reunión de dirigentes sindicales, había sido encargado de mezclarse con los trabajadores para orientarlos según las circunstancias.

“[…] esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, había desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras” (García Márquez, 2003: pág. 363.).

“- Señoras y señores –dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.

La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.

– Han pasado cinco minutos –dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.

José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. ‘Estos cabrones son capaces de disparar’, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

– ¡Cabrones! –gritó-. Les regalamos el minuto que falta.” (pág. 364).

El narrador relata el episodio en tiempo real. Llegamos a sentir la respiración de los manifestantes, oír el barullo de las ametralladoras…

“Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: ‘Aaaay, mi madre.’ Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.” (pág. 364-365).

Después de este trecho, el punto de vista deja de ser el de José Arcadio Segundo para pasar al de un niño que éste levanta del piso, para evitar que sea pisoteado. Pero este cambio comienza con una referencia al recuerdo que el niño tendría posteriormente:

“Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. (pág.365).

Ese juego de avance y retroceso puntúa algunos momentos de Cien años de soledad a partir de la frase que abre la novela:“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (p.9). Según Josefina Ludmer:

“Inaugurar la ficción como un retroceso […] implica delimitar el material de la historia como lo pasado; inaugurarlo como recuerdo de un personaje implica, además, regresar a ese pasado a través de la memoria.” (1989: pág. 23-24).

Pasamos a conocer lo que ocurrió por un recuerdo de infancia. En el caso del párrafo que sigue, de alguien que fue testigo privilegiado, por haber sido elevado por arriba del mar de cabezas, única manera de tener una visión de conjunto. Sin embargo, su testimonio, años después, sería recibido como el de un loco, de ningún modo confiable:

“Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.” (p. 365-366).

La referencia a la venta de “animalitos de caramelo” informa sobre la perplejidad de las víctimas por el hecho de encontrarse con la catástrofe en un escenario marcado por los recuerdos de un cotidiano apacible y delicado. La masacre marca entonces un antes y un después. La memoria de la inocencia violentada en la hora de la carnicería y la memoria posterior de la propia carnicería.

Es la mirada del niño desde el claro protegido de las balas (único elemento realista maravilloso de todo el fragmento de cuatro páginas) que nos informa del desvanecimiento de José Arcadio Segundo, que se desmaya y sólo se despierta dentro de un vagón del tren que carga millares de muertos. Entonces percibe la amplitud de la matanza ocurrida en Macondo:

“Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. […] Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.” (pág. 366-367).

José Arcadio Segundo camina más de tres horas bajo un aguacero torrencial y entonces vislumbra una casa en la cual es recibido por la propietaria que se asusta al verlo, pues él parece haber sido tocado “por la solemnidad de la muerte”. Él comenta a la mujer que deben haber sido tres mil muertos y la mujer niega diciendo que “Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo” (pág. 368). Después él pasa por tres casas donde le dicen lo mismo: “No hubo muertos” (pág. 368).

José Arcadio Segundo se clausura en el silencio, retorna a su casa y se esconde en el cuarto de Melquíades. Pero una noche de febrero seis oficiales invaden la casa de Úrsula, revisan cuarto por cuarto. Los oficiales entran en el taller de orfebrería, donde José Arcadio Segundo está sentado y no lo ven, retomando el contexto de realismo maravilloso. “Eran más de tres mil –fue todo cuanto dijo José Arcadio Segundo-. Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la estación” (pág. 374).

Josefina Ludmer, que elaboró una interpretación sobre Cien años de soledad, analiza la estructura narrativa en la secuencia de veinte capítulos que componen la novela: los diez primeros narran la misma historia que los diez últimos, de forma invertida, con avances de movimiento entre presente y pasado (1989). Según este esquema, el relato de la masacre, en el décimo quinto capítulo, daría inicio al desenlace. En este sentido reconocemos la centralidad de la matanza dentro de la estructura, mas también reconocemos en él una centralidad del punto de vista semántico: a partir de ese episodio, comienza una lluvia que dura 4 años, 11 meses y 2 días y todo se pudre, la narrativa anda para atrás. El personaje sobreviviente afirma que su único miedo es el de ser enterrado vivo y Santa Sofía de la Piedad le promete “luchar por estar viva hasta más allá de sus fuerzas, para asegurarse de que lo enterraran muerto” (pág. 374).

Trauma. Historia y Literatura

Ese improbable recuerdo infantil que abre nuestro trabajo, relatado por Gabriel García Márquez a su biógrafo y considerado por el escritor como su primera recordación, tal vez sea una llave para comprender la poética del escritor y los vínculos de esta poética con la historia de América Latina. Pero tal vez sea también una clave para aproximarnos a las complejas relaciones entre trauma, historia y literatura.

Las motivaciones íntimas del escritor coinciden con las de los lectores. El genocidio y su ocultamiento son experiencias compartidas en nuestro continente. El ejercicio de la escritura y de la lectura puede ser un intento de elaborar colectivamente el luto por esa pérdida. Porque a la omnipresencia de la muerte, la realidad exasperada de la muerte, debe sumarse la censura de su relato, su negación.

Pero, ¿por qué la ficción? ¿Es acaso porque sólo la ficción literaria puede, en la batalla de las narrativas, enfrentar a la ficción oficial? Recordemos que, para lo ocurrido en Aracataca, el Estado y la compañía también construyeron una ficción. Ese relato tiene, también él, una poética de muerte. Pensemos, por ejemplo, que la versión del ejército hablaba de 9 cadáveres, uno por cada reivindicación de los huelguistas.

Para relatar el episodio, García Márquez mantiene el narrador en tercera persona -que utiliza del comienzo al fin de la novela-. El punto de vista, sin embargo, cambia: pasa de José Arcadio Segundo, uno de los organizadores de la huelga, a un niño que fue alzado por aquél, arriba de un mar de cabezas. El cambio nos parece no sólo un recurso que permite lo imposible: una mirada panorámica que no hubo. La historiografía consiguió, por la colecta de testimonios de sobrevivientes, reconstruir muchos de los detalles del episodio, pero las informaciones fragmentadas no permitieron observar el conjunto. Por ese motivo, las víctimas sobrevivientes poco pudieron ayudar en la determinación del número de muertos. Esa es una información que sólo los que recogieron los cadáveres podrían dar y, aun ellos, sufrieron la amenaza de la represión ante la revelación de lo que habían visto. Según Lyotard, el encuentro con lo real, en el caso de los testigos de una catástrofe, es de antemano perdido, porque “no se da en el registro de una conciencia soberana” (ápud Seligmann-Silva, 2000: pág. 86).

La mirada del niño podía mantener, hasta cierto momento, un registro de los detalles, en la medida en que, en su inocencia, su falta de experiencia, no asociaba los acontecimientos con la muerte. Era, tal vez, su primer contacto con ella. Su perspectiva era, del punto de vista espacial, la de un testigo privilegiado. Pero, también por ese motivo, la muerte le dio con todo: una muerte inaugural, digamos, y simultáneamente tan excesiva. Al mismo tiempo pierde la madre y el mundo conocido y tranquilo, donde compraba “animalitos de caramelo”. Se produce una “quiebra de confianza” (Seligmann-Silva, 2001: pág. 106) en todo aquello que hasta entonces parecía amigable. La infancia es el ideal de la condición en que se encuentra la víctima del trauma. Como ese personaje, también el niño Gabriel García Márquez vio pasar a los soldados, que lo saludaron, y él los miró con la inocencia de quien no percibe el paso de la muerte frente a la puerta de la casa familiar. Como el personaje, también Gabriel García Márquez fue alejado de la madre en seguida de nacer. El testimonio del niño, ya crecido, será descalificado como delirio o ficción. El niño observa también la “muerte”, el desmayo, de José Arcadio Segundo. Y, entonces, también él, desaparece del relato. Hay una pérdida de sentido, de la conciencia y, por lo tanto, de la capacidad de testimoniar.

El relato en tiempo real, esa memoria del detalle, de la minucia, no coincide con el registro general de la novela. Las cuatro páginas que relatan el episodio son como una piedra incrustada en el texto. La imagen coincide con una descripción del trauma que Márcio Seligmann-Silva hace: “como una especie de quiste autónomo que representa un núcleo duro resistente a la simbolización y al significado” (2001: pág. 109). La opción por ese registro coincide con las “exigencias” del texto testimonial: la literalidad en la vuelta a la escena traumática, porque la generalización supone el ejercicio de la abstracción, de la universalización que es imposible (Seligmann-Silva, 2000). ¿Cómo incluir tal exceso en un modelo explicativo, en un modelo de representación universal y en una cronología que jerarquice los acontecimientos y seleccione lo esencial? Esa memoria exasperada del detalle es resultado de una conciencia no soberana justamente porque el sujeto que pretende conocer es también objeto, víctima de la violencia. El sobreviviente precisa guardar todos los detalles para “tiempos mejores”, si los hubiere, para cuando esté en condiciones de pensar racionalmente sobre lo sucedido. Entonces, como “Funes el memorioso”, personaje de Borges (Borges, 1995), recuerda absolutamente todo. Y, para recordar los acontecimientos, precisa tanto o más tiempo que para ivirlos. Por eso el relato en tiempo real. Pero el presente del acontecimiento traumático es un presente que desborda y se expande para el pasado y para el futuro, impregnando todos los recuerdos y constituyéndose en la única realidad. Instaurando un tiempo en el cual los acontecimientos no cesan, no nos preservan más de su presencia permanente: “Estar en el tiempo ‘post’catástrofe significa habitar estas catástrofes” (Seligmann-Silva, 2000: pág.103). En las catástrofes, los relojes paran. Más que recordado, el trauma es revivido.

La masacre de la compañía bananera, de alguna manera, “ilumina” y atribuye un sentido a acontecimientos anteriores. La introducción de nuevas tecnologías por fin muestra su rostro siniestro en las ametralladoras. Impregna de desconfianza la aproximación a inventos inofensivos que habían producido fascinación como el hielo mantenido en medio del clima tropical de Macondo, presentado como atracción de circo, o la pianola que animaba las fiestas de adolescentes casaderas. El progreso trae junto con él la destrucción. La acción humana sobre la naturaleza sólo trae la catástrofe. Del desvío de los ríos a la masacre. Del primero zigurat a la bomba neutrónica. La naturalización del universo mágico de la tradición y la perplejidad frente a la introducción de aquello que viene de la racionalidad europea, procedimientos propios del realismo maravilloso para poner de punta cabeza el discurso que opone civilización y barbarie, parece el recurso adecuado para hablar de la realidad latinoamericana. La acción humana sobre la naturaleza sólo todo lo arruina. La lluvia que pudre todo. La lluvia de 4 años, 11 meses y 2 días es un llanto largo que está impedido a los sobrevivientes por el ocultamiento y la censura. A partir de esa acción de la compañía bananera, Macondo camina para el deterioro. La naturaleza recupera lo que le fue retirado. “El tiempo pasa, pero no tanto”, dice Úrsula.

El sobreviviente es una especie de muerto/vivo que ni siquiera es “visto” por las fuerzas de la represión. A partir de aquel momento, José Arcadio Segundo, se dedica a descifrar los pergaminos. Los pergaminos están escritos en sánscrito. Ellos contienen un mensaje “encriptado”. El trauma también queda “encapsulado” en la memoria, inscripto en ella como en una tumba donde permanece como “algo que conocemos, pero de lo cual nos ‘olvidamos’…” (SELIGMANN-SILVA, 2001: p. 112). Su contenido no se despega de una “concretud” que no admite simbolización ni sentido. Para atribuir significado es preciso “desencriptar” ese material, como si tratásemos con una escritura cifrada. En los pergaminos está el sentido de todos los hechos de la historia de la familia Buendía, de Macondo, de Colombia, de América Latina, de toda la historia humana… El desciframiento de los pergaminos permite al penúltimo de la especie organizar los hechos, darles un sentido, conocer el origen, la falla de origen, el “pecado original” que provocó la caída, la expulsión del paraíso, de la Arcadia, de la Edad Áurea, a la estirpe de Arcadios y Aurelianos, y que los llevará a su ruina. Ese desciframiento se da por la escrita y la lectura:

“La literatura está en la vanguardia del lenguaje: ella nos enseña a jugar con lo simbólico, con sus flaquezas y artimañas. Ella es marcada por lo ‘real’ y busca caminos que lleven a él, procura establecer vasos comunicantes con él. Ella nos habla de la vida y de la muerte que está en su centro […], de lo visible de su marco que no percibimos en nuestro estado de vigilia y de constante ‘Angst’ – delante del pavor del contacto con las catástrofes externas e internas.

De cierto modo podemos afirmar que la literatura es también la portera de la cripta. Una figura que tanto viene ‘de dentro’ como está ‘fuera’, delante de la cripta, de espaldas a ella. Esa cripta evidentemente –así como la noción fuerte de ‘real’ –posee la misma característica de la concepción freudiana de ‘Unheimlich’: como algo de familiar que no puede ser revelado. ¿Qué puede habitar esta tumba sino el propio histórico?” (Seligmann-Silva, 2001: pág.112).

El retorno a los hechos, a la “realidad tal como ocurrió”, es al mismo tiempo una necesidad y una imposibilidad. La ficción de García Márquez, un miembro de la segunda generación de la gran matanza de Aracataca, es un intento. Su poética no puede ser separada de esa intención: “¿Cómo contar una realidad poco creíble […] cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable a no ser elaborando y trabajando la realidad, poniéndola en perspectiva?” (Seligmann-Silva, 2001: pág. 95), es preciso crear una “poesía que [intente] crear una ‘sepultura del texto’, literalmente: enterrar los muertos” (pág. 97).

La representación ficcional de la catástrofe parece, por otra parte, justificada por el escamoteo de la historia. Podríamos llenar las lagunas de la historiografía por el recurso a la ficción. De hecho, ante la controversia a propósito del número de muertos, Cien años de soledad ha contribuido a fijar una cifra aceptada hoy como verdadera por el sentido común. ¿Cómo llegó a ella García Márquez? Aparentemente, según confesó a su biógrafo, por un procedimiento caprichoso en que calculó los cachos de banana que cabrían en cada vagón, multiplicó por el número de vagones y sustituyó los cachos de banana por cadáveres (SALDÍVAR, 2000: pág. 57). Al cinismo oficial, que reconoció nueve cadáveres, uno por cada una de las reivindicaciones de los huelguistas, el escritor responde con otra ficción, donde el número 3 también se repite: José Arcadio Segundo camina 3 horas bajo la lluvia torrencial, pasa por 3 casas y dice que los muertos fueron 3 mil. La lluvia se prolonga por 4 años, 11 meses y 2 días.

Fijando una cifra grande, parece que la ficción da idea de una desmesura que la violencia, aunque fuese cometida contra un único cuerpo, ya instaló. Como escribe Borges: “son 14, son infinitos” (Borges, 1957: pág. 69). Es preciso decir de alguna manera que el universo, por esa acción, que es humana, quedó incompleto. Pero ocurre también que el ocultamiento, más de 3 décadas después de la masacre, hizo proliferar los cadáveres de manera fantasmagórica. Llegar a un número, cualquiera que sea, también debe tener algo de “tranquilizador”, porque es acotar, poner un límite. El distanciamiento favorecido por el espejo ficcional permite mirar para los hechos, reflexionar sobre ellos sin que la angustia nos haga “perder el sentido”. Tal vez la necesidad de luto sea la razón para el relato. Tal vez haya sido el motivo por el cual el niño Gabo, muchos años después, frente al papel en blanco, recordaría que unos soldados lo saludaron al pasar por la puerta de la casa de sus abuelos maternos, donde él estaba sentado. Ese recuerdo improbable, despertado por infinidad de relatos familiares, tal vez haya sido motivo de su literatura, como lo reconoce Márcio Seligmann-Silva, “portera de la cripta”.

Notas

  1. La traducción de ésta y las otras citas del portugués al castellano es de las autoras.

Referencias

  • Borges, Jorge Luis. “La casa de Asterión”. El Aleph. Buenos Aires: Emecé, 1957.
  • Borges, Jorge Luis. “Funes el memorioso” en: Artificios. 2ª.Ed. Madrid: Alianza, 1995.
  • García Márquez, Gabriel. La Hojarasca. Buenos Aires: Sudamericana, 1969.
  • García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Buenos Aires: Debolsillo, 2003.
  • Saldívar, Dasso. Gabriel García Márquez. Viagem à semente. Uma biografia. Río de Janeiro: Record, 2000. Trad. Eric Nepomuceno.
  • Seligmann-Silva, Márcio. “A história como trauma” en: Netrovski, Arthur e Seligmann-Silva, Márcio. (orgs.). Catástrofe e Representação. São Paulo: Escuta, 2000.
  • Seligmann-Silva, Márcio. “Literatura e trauma: um novo paradigma” en: Rivista di Studi Portghesi e Brasiliani n III, 2001.