Del paramilitarismo al paramilitarismo: un libro para entender cómo salir de la trampa
Un libro de reciente edición reúne investigaciones actuales y datos inéditos sobre la vigencia del fenómeno paramilitar. Presentamos el aporte del padre Javier Giraldo junto a otros investigadores* , y el enlace para descargar el PDF con las 364 páginas del trabajo completo.
Paramilitarismos en Colombia. Continuidades y reconfiguraciones en el siglo XXI
Javier Giraldo Moreno*, Julián Villa-Turek Arbeláez**, Leonardo Luna Alzate***
Huber Velásquez, líder social de la vereda La Balsa del corregimiento de San José de Apartadó, y cercano a la Comunidad de Paz que existe en esa zona desde hace 25 años (que ha sufrido más de 300 ejecuciones extrajudiciales), es una de las últimas víctimas del paramilitarismo que domina esa región y uno de los 171 líderes sociales asesinados en Colombia en 2021.
El 17 de diciembre de 2021, este veedor comunitario fue asesinado por hacer graves denuncias sobre la corrupción que caracterizó al proyecto de pavimentación de un pequeño trayecto de la vía entre Apartadó y San José, proyecto financiado con el presupuesto de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) que forman parte de los Acuerdos de Paz de La Habana (2006). Este tipo de hecho no es novedoso para los habitantes de San José de Apartadó, pues hay centenares de crímenes sufridos por esta población civil, con participación conjunta de militares y paramilitares, cada vez más visibles y comprobables a medida que se mire retrospectivamente.
El caso de Huber hace parte de la ola de violencia que azota nuevamente a la sociedad colombiana. Según datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), entre enero y abril de 2022 hubo 51 líderes y lideresas sociales asesinados, cifra a la que se suman 14 firmantes de los acuerdos de paz también asesinados en 2022, lo que arroja un número de 1.332 asesinatos desde la firma de los acuerdos en 2016. Asimismo, los enfrentamientos armados, desplazamientos masivos, confinamientos y masacres prolongan un escalamiento del conflicto armado aun en la pandemia de covid-19. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en 2020 se registraron 49.430 personas afectadas por desplazamientos forzados y/o confinamientos, principalmente en 12 regiones del país (El País, 2021; JEP, 2022). Además, 2021 fue el año más violento desde la firma de los acuerdos de paz de 2016. Así lo confirma la Jurisdicción Especial de Paz (JEP): 93 masacres, 146 desplazamientos forzados masivos, 228 enfrentamientos entre fuerza pública y grupos armados, y casi 90 casos de reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes (JEP, 2022). Gran parte de este panorama se debe a la permanencia de grupos armados en 12 regiones del país, incluyendo actores paramilitares.
A pesar de los esfuerzos del Estado y sectores sociales (como las organizaciones de víctimas) para apoyar las iniciativas de construcción de paz a nivel territorial, en simultáneo con los acuerdos de paz de 2016, los avances se han visto frenados y ensombrecidos, entre varias razones, por un fenómeno armado vigente: alrededor de 32 grupos posacuerdo se mantienen y siguen en disputa por el control territorial sobre pequeñas bandas y agrupaciones (Indepaz, 2021a); en esta confrontación también hay grupos paramilitares que se abordarán más adelante. En consecuencia, hay múltiples denuncias ante el desborde de la violencia paramilitar en múltiples departamentos del país, situación que se refleja en el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo.
Aunque desde hace varios años las instituciones estatales no reconocen la continuidad del paramilitarismo, es evidente que tal modalidad de estructura armada persiste, y en proporciones alarmantes. Colombia se enfrenta actualmente con “paramilitarismos”, entendido el término como una aproximación, transposición o desviación con respecto al campo militar y el campo político-social. Usamos el plural para señalar las diversas características que tienen los grupos paramilitares en diferentes regiones. Se trata de colectivos armados, con mando y jerarquía militares no reconocidas como parte de la estructura legal del Estado, aun cuando la mayoría goza de tolerancia, aquiescencia, colaboración, connivencia o apoyo implícito de instancias estatales, y son cobijados por rutinas institucionales de omisión y de numerosas estrategias de impunidad del aparato judicial.
En esta zona de grises se traslapan lo social y lo militar: lo legal y lo ilegal parecen fusionarse, contribuyendo de ese modo a una deformación y desviación de la misión militar del Estado, toda vez que evidencia su imbricación con las fuerzas políticas más corruptas, con el empresariado del narcotráfico y con empresas transnacionales que suplantan las economías y amenazan indirectamente a las poblaciones. Por tanto, estudiar las mutaciones de los paramilitarismos implica criticar su supuesta desaparición, sostenida por el discurso oficial tras la desmovilización en el marco de la Ley de Justicia y Paz en 2005, y nos deja en un escenario de divergencias y continuidades entre el nivel nacional y regional, con instauración de nuevos mandos y posicionamiento de intereses económicos, políticos y sociales en renovadas estructuras paramilitares.
Como se verá más adelante, proponemos que los nuevos paramilitarismos comportan un fenómeno histórico (o determinado por un régimen de historicidad específico) cuya finalidad es tanto política como económica, y que tiene lugar en una zona gris donde lo político, lo social y lo militar se articulan y atraviesan entre sí. En la actualidad, las continuidades y cambios del fenómeno se expresan en: 1) vigencia de la parapolítica y penetración de las instituciones; 2) uso de la violencia selectiva y explotación del miedo acumulado como medios para el enriquecimiento, la monopolización de poder y el control social; 3) despliegue de un discurso donde la seguridad pasa a ser el denominador común, ampliando, mutando y adaptando el sentido del discurso de la Doctrina de Seguridad Nacional (ya no, o no solo, el subversivo, sino ahora también extensivo al “vándalo” y a los criminales); y 4) fomento de un conjunto de valores machistas y de extrema derecha para amenazar, violentar y exterminar sujetos políticos. Así, el paramilitarismo parte de una matriz violenta, pero en paralelo incorpora elementos de lenguaje y prácticas sociales que no pertenecían necesariamente a su código genético.
Nos valemos del plural “paramilitarismos” con el fin de agrupar (de forma retroactiva) las diferentes expresiones que se usan en los capítulos regionales para referir a las formas actuales del paramilitarismo. La denominación no es única ni excluyente; de hecho, es motivo de disputas políticas y académicas, por cuanto cada autor y organización puede recurrir a una propia terminología. La noción de paramilitarismos comprende el análisis pre-2006, las mutaciones y cambios del fenómeno, que no es homogéneo a nivel nacional.
Indagar sobre la transformación del paramilitarismo y sus expresiones diversas en diferentes regiones del país permite, en primer lugar, generar insumos para actualizar los datos e investigaciones sobre el recrudecimiento de la violencia en medio del proceso de paz en Colombia. En segundo lugar, se aspira a apoyar demandas por un cambio institucional integral respecto a la securitización de las comunidades como sujetos activos de la sociedad civil. En tercer lugar, es necesario estudiar el fenómeno paramilitar y su reconfiguración como contribución a la enorme deuda de verdad y reconciliación con las víctimas del conflicto armado en Colombia. Según un estudio del Centro Nacional de Memoria Histórica (2019b), el 47,09% del total de las víctimas mortales (21.044 personas) durante el conflicto armado hasta el 2018, fueron personas asesinadas por grupos paramilitares.
En tal sentido, la presente radiografía de los paramilitarismos actuales pretende abonar a la elaboración y divulgación de insumos académicos sobre la violencia en una redimensión del conflicto. Cabe mencionar que este tipo de estudios conlleva múltiples riesgos a la vida de los investigadores y de los grupos de la sociedad civil que denuncian y resisten. Por esta razón recurrimos al anonimato de fuentes primarias, así como de personas entrevistadas, estrategia necesaria ante el desbordamiento actual de la violencia. Afortunadamente, existe suficiente documentación de dominio público para sustentar cada investigación y responder a posibles demandas.
Fases del paramilitarismo
Sugerimos una hipótesis de conformación del paramilitarismo a partir de tres elementos comunes: 1) la existencia de un marco militar estatal y latinoamericano de lucha antisubversiva en el marco de la Guerra Fría; 2) la creación de grupos de autodefensas por parte de civiles; y 3) el establecimiento territorial de poderes políticos, económicos y sociales a nivel local con actividades legítimas legales e ilegales. Por esto, proponemos cinco fases en un sentido analítico: con miras a identificar cómo funcionó el paramilitarismo en el pasado, pero además con posibilidad de hallar similitudes entre aquel y los grupos paramilitares del presente.
En primer término, el rastreo de los orígenes de la conformación paramilitar desemboca en una estrategia de contrainsurgencia ordenada por el Poder Ejecutivo colombiano, impulsada por la visita, en 1962, del general estadounidense William Pelham Yarborough. Este propone, en sus directrices secretas a los Gobiernos, establecer el entrenamiento de personal mixto, civil y militar, de manera clandestina para “presionar cambios sabidos, necesarios para poner en marcha funciones de contra-agentes y contra-propaganda y, en la medida en que se necesite, impulsar sabotajes y/o actividades terroristas paramilitares contra los partidarios conocidos del comunismo” (McClintock, 1999, p. 222). La Doctrina de Seguridad Nacional postulada en el decreto 3398 en el año 1965 buscó posicionar una nueva estructura cívico-militar en la guerra antisubversiva, obedeciendo las líneas de la Misión Yarborough, permitiendo entregar armas de uso privativo oficial a grupos de civiles y organizando grupos armados civiles como auxiliares del ejército. Esto ocasionó que actores no estatales conformaran ejércitos privados, en especial narcotraficantes, ganaderos y militares retirados, situación que socavó el monopolio de la violencia estatal (Zelik, 2013). Posteriormente, con la ley 48 de 1968, se institucionalizó una serie de manuales de contrainsurgencia que complementaban la acción de civiles en acciones militares con armas entregadas por las Fuerzas Armadas.
En segundo lugar, en la década de los ochenta surgió y se consolidó el modelo de Puerto Boyacá con las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, a las cuales Ronderos (2014) reconoce como primera gran estructura paramilitar. En esta ocasión, civiles se armaron y crearon estructuras paramilitares. Tal proceso tuvo de fondo la legitimación de la autodefensa desde el nivel central y la consolidación del narcotráfico como motor de proyectos políticos y económicos regionales. Adicionalmente, se adhieren los procesos paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), estructuras que crean una federación junto a otras seis organizaciones que tiempo después (a partir de 1996) comenzaron a denominarse Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Insight- Crime, 25 de mayo de 2011). Las AUC combinaron una ideología política de extrema derecha con una serie de intereses económicos vinculados a economías ilegales, incluyendo el narcotráfico de inicios de los años ochenta y proyectos ganaderos y extractivistas. Además, se mantuvieron como actor predominante a partir de la proliferación de numerosas estructuras a nivel nacional, con una distinción de roles militar, logístico, político, de desmovilización y financiero.
Finalmente, el paramilitarismo posterior a la Ley de Justicia y Paz tuvo cambios que aún se reflejan en la actualidad. Por un lado, el fenómeno no desapareció debido a la permanencia de estructuras armadas, y, por otro, estos nuevos grupos tuvieron una diferencia con las AUC predominantes: no se evidencia poder político autónomo en las diversas agrupaciones sucesoras. Como confirma Zelik (2013): “la posibilidad de que se extiendan y se consoliden va a depender, sobre todo, de que sigan siendo requeridos para combatir a la oposición” (p. 143). Así, el paramilitarismo se ha convertido en uno renovado y heterogéneo, donde persisten estructuras armadas.
De tal forma se puede afirmar que después de varias décadas de establecimiento paramilitar, es posible identificar cuatro fases que significaron el auge del fenómeno y la reconfiguración de un modelo vigente desde la desmovilización, para pasar a un escenario de paramilitarismos diferenciados (Zelik, 2013). Además, es posible considerar una quinta fase, después de la “desmovilización”, que concentra el enfoque de los estudios del presente libro. Es preciso tener en cuenta que estas fases sirven más como orientación general y no perder de vista que en las manifestaciones regionales o locales pueden existir diferencias en el desarrollo del fenómeno paramilitar.
Fase 1: Sometimiento armado
La idea central en esta fase es someter y controlar al contrario, elevado a la dimensión de enemigo y que incluyó a actores de la sociedad civil considerados seguidores y colaboradores de los grupos guerrilleros. A partir de la triple alternativa (cooperación, desplazamiento o asesinato) se logró el control social de la población.
En el caso de las AUC, se puede ver la emergencia de un numeroso conjunto de grupos armados que fue capaz de abordar el 60,5% del territorio nacional: “las estructuras paramilitares tuvieron presencia en 667 municipios de los 1.101 municipios registrados en el país” (CNMH, 2019b, p. 55). Entre las regiones donde más hubo presencia del fenómeno, destacan aquellos lugares con poca incidencia de grupos guerrilleros. En cambio, en las zonas de retaguardia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el paramilitarismo no tuvo una cooptación del control armado y social. La disputa territorial ocasionó un aumento en los repertorios de violencia, como masacres, desaparición y desplazamiento forzado. De este modo se aplicaban prácticas de intimidación y terror, seguidas de mecanismos violentos y sistemáticos de control territorial armado en los municipios con presencia de estructuras armadas antes, durante y después de 2006 (CNMH, 2019b).
Fase 2: Represión selectiva
Posterior al sometimiento, se recurrió a la represión para mantener el control adquirido en las bases sociales a través de la violencia desmedida. A esta fase se aplica la noción de selectividad, puesto que en la población había actores que denunciaban los hechos violentos que ocurrían. En ese sentido, cualquier foco de resistencia debía ser controlado. La forma de establecer un poder militar fue la creación de divisiones dentro de las estructuras. Un ejemplo es la delimitación desubgrupos con comandantes. El CNMH (2019) identifica seis divisiones dentro de los estatutos de las AUC:
Este panorama demuestra cómo la segunda fase del fenómeno paramilitar implica los objetivos de sus estructuras por posicionarse territorial y socialmente en regiones puntuales. Estas dos primeras etapas conforman el ciclo que el CNMH (2019b) identifica como de incursión, asentamiento, consolidación y expansión: “las violencias masivas e indiscriminadas, asociadas a prácticas de intimidación y terror, hacen parte de un momento de incursión y asentamiento en lugares de presencia del enemigo y se combinan posteriormente con mecanismos violentos y sistemáticos de control que consolidan presencias armadas” (CNMH, 2019b, p. 56). El control social no se logra únicamente con presencia militar, también precisa infiltrar los espacios de participación política en que la resistencia civil puede surgir.
Fase 3: Infiltración de organizaciones políticas
La infiltración de organizaciones comunitarias es otro de los pasos fundamentales para construir el poder paramilitar. De esa forma, espacios de participación ciudadana, como las Juntas de Acción Comunal (JAC), fueron cooptados, acompañando este proceso con eventos sociales/parroquiales y entregando mercados a las familias. De este modo, el control paramilitar se constituía como poder territorial en distintos niveles, edificándose a partir de las funciones de formación política, manejo de relaciones estratégicas y vínculos con la comunidad, proceso que devendría en la articulación de un proyecto político y social.
En esa línea se reconoce también que el rol político paramilitar en las AUC consistió en producir eventos públicos con los habitantes de territorios donde las estructuras tenían intereses. En reuniones informativas y eventos recreativos se demostraban supuestas obras de beneficencia a la comunidad, ganando credibilidad y legitimidad (CNMH, 2019b). Mientras tanto, se legitimaba el discurso de las estructuras respecto al “bienestar social”. En torno a esto hay estudios que reconocen el papel del discurso paramilitar en la sociedad civil: Cruz (2009), por ejemplo, postula que este busca justificar las acciones del paramilitarismo y articular ciertos sectores a su causa para conseguir legitimidad.
La difusión de mensajes por parte del paramilitarismo ha sido un fenómeno cambiante, pero cuenta con el precedente de la creación de plataformas de información e influencia social. Un concepto que gana fuerza al estudiar las comunicaciones paramilitares es el “ciberparamilitarismo”. De acuerdo a Manrique (2019), este surge en internet y se trata de un sistema que genera múltiples repercusiones sociales, políticas, culturales, económicas y antropológicas. Así se difundieron elementos como operatividad, ideología, valores, y proyectos de carácter político-militar y social del paramilitarismo.
Entre 2002 y 2007 comenzaron a aparecer las primeras expresiones virtuales en dos regiones predominantes: Urabá (Antioquia, Córdoba y Chocó) y el Caribe (Córdoba, Cesar y Sucre). De esta forma, los paramilitares aprovecharon para hacer propaganda al reclutamiento (bloque Tolima, bloque Mineros, etc.), además de crear y publicar videojuegos de libre acceso (Colombia Libre y bloque Elmer Cárdenas) que promueven la imagen del fenómeno paramilitar como una “organización civil armada de carácter nacional” (Manrique, 2019).
Fase 4: Construcción de poder económico, político y militar
Esta fase busca construir el poder económico, político y militar. En la esfera económica, tuvieron una amplia vinculación con el narcotráfico y, a menor escala, pero no menos importante: contrabando, cooptación de las administradoras de recursos de salud, creación de redes de préstamos de paga diario, chances, prestación de servicios de seguridad privada, entre otros. En el ámbito político se encuentra la parapolítica: infiltración de cargos públicos.
Dentro del mismo rol político, destaca el vínculo estratégico con el Estado a partir del accionar conjunto en instituciones estatales, situación que implicó relaciones entre estructuras paramilitares e integrantes de la fuerza pública: miembros activos (en ese entonces) del ejército, la policía, el extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), la Fuerza Aérea y la Armada. Ejemplo de esto son los acontecimientos en el Suroccidente colombiano entre 1999 y 2001, donde grupos paramilitares efectuaron diez masacres con un saldo de 93 víctimas; en estos casos, unidades del ejército fueron también responsables por acción u omisión.
Fase 5: Legalización e institucionalización
La quinta fase abarca la legalización e institucionalización del paramilitarismo. A partir del Pacto de Santa Fe de Ralito, de 2001, se evidenció la articulación entre paramilitares y políticos; en ese mismo lugar, meses más tarde, comenzarían las conversaciones entre el Gobierno de Uribe y las AUC. Como parte de la estrategia de “refundar la patria”, se buscó que en 2002 llegara un Gobierno afín al interés de negociar la posible entrada de líderes narcoparamilitares en el establecimiento político (Zelik, 2013). Como parte de la construcción del rol político desarrollado en las fases anteriores, el posicionamiento regional y nacional se logró gracias a la parapolítica.
Este término se refiere a la cooptación tanto de espacios de participación política como la elección a cargos públicos por personas vinculadas al paramilitarismo. Gran parte de este proceso se debió a la elección popular de alcaldes, gobernadores y congresistas con apoyo o beneficencia de estructuras paramilitares. Romero (2003, citado en Comisión Colombiana de Juristas, 2018) reconoce la existencia de una relación simbiótica en el poder armado: por un lado, afianzamiento de prácticas clientelares de caciques políticos tradicionales con el aval de paramilitares, y por otro, garantía de impunidad a los actores armados desde los funcionarios públicos locales o departamentales. Asimismo, Zelik (2013) afirma que hubo una alianza de poder entre políticos de partidos o coaliciones de Gobierno, que se evidenció (principalmente, pero no únicamente) en la región Caribe con poderes locales que involucraban empresarios y ganaderos.
Asimismo, cobran valor las funciones política y financiera que tenían las AUC, debido al manejo de recursos humanos y económicos de la estructura. Ambas funciones se conectan al Estado por cuanto el surgimiento de estructuras paramilitares se debió a la debilidad institucional frente a las necesidades sociales que los paramilitares prometieron o afirmaron ayudaban a resolver (Ronderos, 2014). Por esto, es posible denunciar la instauración y/o defensa de un modelo de Estado por parte del paramilitarismo. Ronderos (2014) propone el concepto de para-Estados, al entender que hubo pretensiones políticas en la creación o configuración de un Estado que no era homogéneo y podía variar entre estructuras y jefes paramilitares. Esto se puede contrastar en la crítica a la postura de Duncan (2006, citado en Cruz, 2009) que comenta cómo el paramilitarismo generó Estados autónomos dirigidos por Señores de la Guerra (dominio autoritario de actores armados). Tal análisis, sin embargo, se enmarca en una comprensión binaria que interpreta el nivel nacional como más democrático que el subnacional (el cual tiende a verse autoritario). Por tanto, no se reconoce que hubo autoritarismos subnacionales funcionales a intereses de élites políticas regionales y que resultaron hegemónicas nacionalmente (Cruz, 2009).
Con la desmovilización de algunas estructuras de las AUC y el reacomodamiento de mandos militares tras la extradición de antiguos jefes a Estados Unidos, comienza un período de reposicionamiento de nuevos órdenes regionales; tal es el caso de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o del Clan del Golfo. Además, se retoma la figura del informante-cooperante entre civiles y la fuerza pública.
Radiografía actual: paramilitarismos tras el proceso de justicia y paz
La relación entre paramilitarismo y Estado es antigua, multiforme y estructural. El Estado ha pretendido negar este hecho o reducirlo únicamente a lo militar, en intentos de desarme (Ley 975/05), ignorando las dimensiones económicas y políticas, y denominando las agrupaciones paramilitares “bacrim” (bandas criminales) o GAO (grupos armados organizados), como si se tratasen de simples bandas de delincuencia común totalmente ajenas al Estado, al empresariado y a las élites políticas. De tal manera, la nominación oficial no reconoce la dimensión funcional del fenómeno a fines económicos y políticos, fines que han cambiado precisamente por la permanencia de estructuras armadas y la parapolítica.
El análisis recae, en un primer momento, sobre lo que sucedió durante el proceso de justicia y paz. A pesar de que la ley en cuestión se enmarca en la justicia transicional (novedad en el país respecto al abordaje del conflicto armado), no se logró el desmantelamiento de todas las estructuras paramilitares: “un proceso de justicia transicional debe consistir en el efectivo desmonte de las estructuras que permitieron que se cometiesen graves violaciones de derechos humanos, justamente con miras a impedir que estas se repitan” (Uprimny & Saffón, 2005, p. 175). Una de las primeras discusiones al comienzo de la ley fue el tiempo de investigación de los casos de violaciones graves de derechos humanos. Amnistía Internacional (12 de septiembre de 2005) afirmó que la ley otorgaba ventajas procesales, como penas de prisión reducidas, a quienes aceptaran desmovilizarse, por cuanto se debía investigar los hechos de violencia y presentar cargos sin contar con tiempo suficiente. Plazos tan limitados, como los establecidos por la legislación, abren la puerta al sobreseimiento de las investigaciones, aunque los combatientes hayan participado en abusos contra derechos humanos (Amnistía Internacional, 12 de septiembre de 2005, p. 1). Sumado a lo anterior, está el segundo gran limitante: ¿a quiénes se quiso responsabilizar? Uno de los pilares del acuerdo era procesar a cada combatiente paramilitar, lo que en términos prácticos era inviable. Buscar responsabilizar individualmente a todos los excombatientes paramilitares implicaría, según Uprimny, Sánchez Duque y Sánchez León (2014), judicializar todas las conductas violatorias de derechos humanos en un conflicto de larga data y con alto número de excombatientes. Así lo confirma la Comisión Colombiana de Juristas (2012, citado en Uprimny, Sánchez Duque y Sánchez León (2014): hasta el 2013 hubo apenas 14 sentencias de un total de 35.000 excombatientes (0,04% del total). De esa forma, no se priorizó o discriminó, por lo que “las posibilidades de investigar y juzgar todas las conductas y todos los combatientes rebasa la capacidad real de cualquier sistema judicial” (Uprimny, 2014, p. 64). Asimismo, del total de desmovilizados, según el CNMH (2019b), 4.500 excombatientes paramilitares fueron postulados a Justicia y Paz.
En un tercer momento, las limitaciones por la falta de sentencias no permitieron investigar a profundidad el establecimiento del paramilitarismo en el marco de la ley, por lo que no se pudieron descifrar las redes económicas de las estructuras paramilitares. Tampoco se dio, en el marco de la justicia transicional, un proceso de responsabilidad de comandantes y jefes de estructuras paramilitares por las graves violaciones de derechos humanos que seguían presentándose desde 2005 a través de ataques a líderes sociales (Human Rights Watch, 2010). Este escenario ahondó la dificultad que supuso, a mediano y largo plazo, la ineficacia de una desarticulación completa del paramilitarismo nacional.
Según lo pudo contrastar el CNMH en 2019, 34 estructuras firmantes de los Acuerdos de Santa Fe de Ralito en 2004 se desmovilizaron (alrededor de 10.000 combatientes), mientras cinco no lo hicieron (alrededor de 4.000). Además, 25 jefes paramilitares se acogieron a los beneficios de Justicia y Paz, de los cuales 14 fueron extraditados. De este modo se generó un reordenamiento en sus filas para nuevos mandos medios y altos, también se impulsó el poder de las estructuras en los territorios, incluyendo la complicidad con miembros de la fuerza pública y la clase política regional. Alrededor de 53 jefes paramilitares han afirmado que fueron traicionados por el Estado al existir la extradición, en tanto consideran fueron usados por élites políticas y económicas para cometer la violencia armada en pro de la toma total del poder, para luego ser beneficiarios de la legalización de los botines de guerra: la tierra y los bienes (Restrepo, 2022). Algunos jefes como Mancuso quieren declarar (o seguir declarando) sobre los nexos entre instituciones y grupos paramilitares.
Por otro lado, en los datos recogidos por el CNMH se observa que el 70% de combatientes paramilitares entrevistados ingresaron a alguna estructura paramilitar entre 2002 y 2006 debido a factores económicos. Esto demuestra que aun en los años de desmovilización el reclutamiento paramilitar siguió vigente. Las Autodefensas Campesinas del Casanare, el bloque Metro, las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, el frente Cacique Pipintá y el bloque Héroes de Gualivá, fueron las cinco estructuras más numerosas que no se desmovilizaron en el proceso de justicia y paz. Debido a posteriores cambios en la organización, así como a las nuevas alianzas o confederaciones, desintegraciones, cooptaciones o cambios de liderazgo, fue posible identificar a los grupos como “estructuras”que revelan coincidencias, identidades y heterogeneidades (CNMH, 2019b). Esto se refleja en la tabla 2: en varias regiones del país mantuvieron presencia estas estructuras después de 2005 (CNMH, 2019b).
Antes de nombrar los grupos con orígenes en las estructuras paramilitares no desmovilizadas que permanecen activos en la actualidad, es importante disponer una discusión conceptual. La existencia de estas estructuras ha generado debates en torno a la identidad y los fines que mantienen. Históricamente, el paramilitarismo ha tenido pretensiones políticas y económicas, y después del proceso de justicia y paz no han desaparecido. Sin embargo, es menester distanciarnos de la categorización oficial del Estado frente a los nuevos grupos, puesto que omite el término “paramilitar” y sus derivados y opta por “bandas criminales” (bacrim) y “grupos armados organizados” (GAO). De acuerdo con el Ministerio de Defensa, no es correcto hablar de “paramilitarismos” porque no hay ningún proyecto o determinación política detrás de la razón de ser de las estructuras armadas. González Posso (2016) considera que desde el Estado se liga a estos grupos con características históricas de las autodefensas ilegales, hecho que no permite avanzar en una discusión académica y social frente al fenómeno. Asimismo, Indepaz (2021a) señala que al tratar estas agrupaciones estrictamente como delincuencia organizada, se resta importancia a la capacidad real que tienen para alterar el orden público, afectar la sociedad civil e interrelacionarse con entidades del Estado, además de que comporta una negación misma de la identidad de tales grupos en su dimensión paramilitar.
En ese sentido, persiste una discusión conceptual que debe considerarse al valorar los aportes de esta investigación. Por un lado, está el término “narcoparamilitarismo” (Indepaz, 2021a), que contempla la existencia de grupos privados que ejercen funciones de seguridad para redes con fines y objetivos vinculados a economías legales e ilegales: narcotráfico, explotación y comercialización de recursos naturales, agroindustria, minería y lavado de activos. Las operaciones son efectuadas por pequeños grupos armados de entre cinco y quince personas, quienes recurren a la “tercerización de las acciones criminales bajo la subcontratación de oficinas de cobro y/o bandas/combos delincuenciales. No hay una intención de confrontación a las fuerzas del Estado, al contrario, se busca cooptar para la omisión y/o complicidad en negocios ilegales” (Indepaz, 2021a, p. 13). Por otra parte, el narcoparamilitarismo no es lo mismo que el paramilitarismo de las AUC, hay una esencia de beneficio privado según González Posso (2016), “porque no responden hoy a una estrategia central del Gobierno y las fuerzas armadas de organización de civiles para la contrainsurgencia o de alianza programada con estructuras armadas y políticas del narcotráfico” (p. 1). Pero, además, existe el control sobre economías legales e ilegales, así como control político en la interrelación con agencias estatales para el orden o la contrainsurgencia (González Posso, 2016). Entonces, una propuesta es hablar de “para-régimen”: aproximación al vínculo paramilitarismo-política para la reproducción de poder político y acumulación de riquezas (González Posso, 2016). Ejemplo de esto es la parapolítica, la cual ha cambiado y sigue presente en los últimos años.
Aún es pertinente hablar de parapolítica por dos razones. La primera es que sigue vigente la relación entre políticos y paramilitares que trabajan conjuntamente para beneficio mutuo en economías legales e ilegales, alcanzando cargos de elección popular, en la función pública o con cómplices en este tipo de roles:
Estos parapolíticos tienen nexos con el narcotráfico, el lavado de activos que combinan con la contratación pública y se apoyan en grupos sicariales, bandas armadas de todo tipo y estructuras armadas más complejas. Sus redes tienen en la base poderes locales y sus tentáculos han llegado a las maquinarias regionales de partidos y a posiciones centrales del Estado, incluido el Congreso, órganos de control, notarías, cortes y fuerza pública (González Posso, 2016, p. 1).
La segunda razón se asienta en la posibilidad de observar que a pesar de la ola de políticos condenados por parapolítica entre 2002 y 2010, este fenómeno siguió presente en las elecciones legislativas de 2010 y en las elecciones locales y departamentales de 2011. Además, en 2014 hubo candidatos electos que tenían investigaciones en la Corte Suprema por nexos con grupos paramilitares. De 35 candidatos a senado y cámara, solo nueve no quedaron electos. Por otro lado, en las elecciones legislativas de 2018 fueron “más de 30 los candidatos herederos del caudal electoral de otros congresistas y políticos que han enfrentado cargos por parapolítica y otros hechos cuestionables” (El Espectador,12 de diciembre de 2017). Finalmente, en las elecciones de 2022 también se presentaron candidatos relacionados con parapolítica o paramilitarismo. Uno de los casos más emblemáticos, del 13 de marzo de 2022, fue la elección de Jorge Rodrigo Tovar, hijo de alias Jorge 40 (exjefe militar del bloque Norte de las AUC), como representante en una de las 16 curules de paz. Esta elección se da en medio de las denuncias por la falta de financiamiento estatal a los otros candidatos, quienes renunciaron a su aspiración al cargo de la Circunscripción Especial para la Paz número 12, la cual cubre 13 municipios de los departamentos Cesar, La Guajira y Magdalena.
Vale destacar que la parapolítica sigue vigente en regiones donde la violencia paramilitar ha sido más pronunciada en los últimos catorce años. Departamentos como Magdalena, Córdoba, Santander y Antioquia han experimentado un aumento de la violencia armada. Esta situación responde a intereses en economías regionales; es el caso del Pacífico. En esta zona las antiguas estructuras paramilitares dejaron bien posicionados a comerciantes y testaferros, quienes actualmente contratan paramilitares para la defensa de sus negocios, “aprovechando además que la ley es laxa con los delitos que tienen que ver con la minería y mucho menos drástica en comparación con otros delitos como el narcotráfico o la extorsión” (González Posso, 2016, p. 7).
En las fronteras con Venezuela y Ecuador hay incidencia paramilitar por cuanto son zonas estratégicas para los corredores de narcotráfico, específicamente en las áreas donde se ubican laboratorios y comercialización de productos derivados, como la pasta de coca o el pategrillo, sustancia lograda a partir de la intervención ilegal de oleoductos y usada en el procesamiento de droga (Indepaz, 2021a). No obstante, es preciso estudiar con perspectiva regional, puesto que el fenómeno no se manifiesta de igual forma en todos los municipios. Así lo aclara Indepaz (2021a) al analizar las afectaciones de los grupos paramilitares en el período 2008-2020: “de manera continua (en) 200 municipios de 24 departamentos; en 107 municipios pueden estar en proceso de consolidación o en disputa con otras fuerzas armadas (legales e ilegales); y, con respecto al último año de análisis, 90 municipios presentan accionar ocasional o hacen parte de proyectos de expansión de control territorial” (p. 37).
En este punto cabe preguntar: ¿con qué grupos armados hay riesgos no solo de parapolítica, sino de un recrudecimiento de la violencia (que como se ha visto va en aumento en los últimos años)? Por un lado, se observa que las AGC son el grupo armado paramilitar más sólido actualmente y que se ha fortalecido en los últimos seis años. González Posso (2016) afirmaba que la presencia de esta estructura se daba en los siguientes departamentos: Nariño, Antioquia, Bolívar, Córdoba, Cesar, Chocó, Sucre, La Guajira, Magdalena, Norte de Santander, Santander, Valle del Cauca (p. 2). Sin embargo, Indepaz (2021a) ya ha confirmado que está en 25 departamentos, es decir, 78% del territorio nacional (ver figuras 1 y 2).
Además, las AGC no son el único grupo armado, hay una gran variedad de agrupaciones en otros departamentos, incluso algunas operan en un solo departamento, lo que perfila mayor diversidad si se compara con las antiguas AUC de mandos unificados a nivel nacional. La Jurisdicción Especial para la Paz (18 de febrero de 2022) ha identificado la presencia actual del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en más de 290 municipios, de las disidencias de las FARC-EP con 28 frentes, y del Clan del Golfo o AGC (figura 2). Esta información contrasta con la oficial, que presenta estos mismos grupos clasificados entre estructuras (figura 3). Un caso reciente de recrudecimiento de la violencia por los enfrentamientos entre grupos armados lo comporta el departamento de Arauca, donde las disputas armadas entre disidencias de las FARC-EP y el ELN están causando ataques a organizaciones sociales, situación que en enero de 2022 arrojó elevadas cifras de violencia (Indepaz, 2021a; El Espectador, 29 de enero de 2022).
La permanencia de estos grupos conlleva tener una legitimidad social ganada desde el convencimiento, la coerción o el apoyo institucional. Por un lado, el uso de la violencia paramilitar continúa capitalizando los legados de las AUC. De esa forma se han consolidado mecanismos de miedo inductivo a través de amenazas (panfletos dirigidos a líderes y lideresas sociales, incluso en el espacio virtual) como fase previa a hostigamientos, asesinatos y desplazamientos.
Por otra parte, la violencia sexual conforma otro patrón replicado por estos grupos para el control social. Tal como establece Sachseder (2020), en Colombia la violencia sexual muestra una lógica histórica de deshumanización a partir de la intersección género-raza, esta lógica ha servido para desplazar forzosamente poblaciones e imponer violentamente economías ancladas a proyectos transnacionales y neoliberales. En ese sentido, hay una correlación entre estructuras paramilitares, compañías transnacionales, bandas criminales y Estado para amenazar y desplazar a actores que consideran vulnerables, como mujeres y poblaciones afrodescendientes e indígenas, buscando una mayor productividad económica (Sachseder, 2018). Ejemplo de esto es el comercio sexual ilegal tramado por algunas estructuras (como los Urabeños y los Rastrojos) para recibir ganancias monetarias. Existe un “sistema de negociaciones en pequeña y gran escala que moviliza miles de recursos en delitos tan graves como la inducción a la prostitución, la pornografía, la explotación sexual comercial con niños, niñas y adolescentes, y la trata de personas” (Martínez, 2017, pp. 462-463).
Tales acciones fortalecen el funcionamiento de los grupos paramilitares, pues contribuyen a mantener vigente el control social. Asimismo, y también como estrategia eficaz, destaca el uso de las redes sociales en sustitución de las antiguas páginas web de las AUC (Manrique, 2019). Como aspecto central, esta transformación ha incluido el surgimiento de una trama de crimen organizado vinculado al narcotráfico dentro de las nuevas plataformas digitales. En tal sentido, se ha modulado la producción, circulación y consumo de material audiovisual en las multitudes, con miras a vincular la identidad paramilitar con las representaciones que dan sentido a la cotidianidad de la sociedad (Pardo, 2018; Manrique, 2019).
En esa misma línea, se entiende la incursión del paramilitarismo en clave recreativa a través de medios de comunicación, pues de ese modo hace del narcotráfico una economía socialmente aceptada por su alta rentabilidad, pero además, según Ovalle (2010, citado en Pardo, 2018), lo reconoce como un valor ético y económico del neoliberalismo. Para mayor rentabilidad se requiere el uso de la violencia, eliminar al adversario, personificado, sobre todo, en líderes sociales. Asimismo, la imbricación en los medios permite generar nuevas conductas y esquemas de valores: “ha generado nuevos comportamientos y códigos de valores (el dinero fácil), unidos a los viejos (el honor machista, o que ‘la vida no vale nada’)” (Palacios & Safford, 2002, p. 653, citado en Pardo, 2018). Estos códigos también precisan del crimen organizado y de la interconexión con redes legales (Garay & Salcedo-Ibarán, 2012) que faciliten vínculos con otros agentes sociales (nodo-agentes). Esta lógica implica fines políticos. De modo que los sujetos que conforman el paramilitarismo actual deben cumplir dos condiciones previas: 1) estar ligados a una ideología de extrema derecha; y 2) mantener acceso a redes ilegales vía internet para amenazar, acosar, perseguir, violentar y exterminar.
Por tanto, no se puede obviar que la interconexión de tramas para el despliegue de economías ilegales forma parte de una simbiosis cuyos intereses buscan incidir en el orden social y hacer de este uno funcional a sus objetivos económicos. Antioquia y Medellín, por ejemplo, experimentan un rígido control político-social cuya mecánica está entre los viejos y los nuevos paramilitares, incluso a pesar de las disputas dentro de cada organización y de los enfrentamientos de los mismos grupos.
Vale reiterar que para el paramilitarismo otro modo de conseguir legitimidad es mediante apoyo institucional, estableciendo relación entre el Estado y sectores de la sociedad civil para la contrainsurgencia: “La contrainsurgencia ya no es una motivación tan importante como lo fue en el pasado, mientras que los intereses económicos particularistas han ganado importancia. Por otro lado, la gran cantidad de asesinatos políticos deja ver que estos grupos no solamente son bandas criminales” (Zelik, 2013, p. 374). Esto quiere decir que a pesar de las críticas hacia esta cualidad por tratarse del motor que dio origen al fenómeno paramilitar, no debe entenderse como un asunto del pasado. El Gobierno de Iván Duque (2018-2022) propuso retomar una figura similar: el apoyo o asistencia militar a civiles desde el Ejecutivo colombiano bajo el discurso justificador de “orden, legalidad y seguridad”, que en el siglo XXI ha avivado aún más la militarización de espacios de participación política, como las movilizaciones sociales, toda vez que evita el fomento de prácticas de paz y resolución de conflictos. En un discurso emitido el 6 de febrero de 2019 en el complejo militar de Tolemaida, Duque expresó:
Esta política de seguridad tiene unas líneas que merecen ser compartidas en detalle. La primera, esta política de seguridad concibe la disuasión como un mecanismo efectivo para la consolidación de la paz. Mira también, con profunda intensidad, el hecho de aplicar en la disuasión la desmovilización individual de los miembros de los grupos armados organizados para que se sometan a la justicia. Y también busca que en la presencia territorial restablezcamos las Redes de Participación Cívica y en tan solo seis meses de gobierno la hemos quintuplicado y, próximamente, a lo largo de este año llegaremos al millón de ciudadanos vinculados a la Red de Participación Cívica. ¿Para qué? para que la ciudadanía le dé su apoyo a la fuerza pública y la fuerza pública le dé su apoyo a la ciudadanía. Porque la seguridad es de todos los colombianos, como lo dice esta política de seguridad.
En tal sentido, cabe preguntar qué tanto aporta la legitimidad de ese vínculo cívico-institucional a un escalamiento de la violencia, incluso cuando este se dé a través de la participación voluntaria. Hay regiones del país donde la contrainsurgencia dejó de ser el motivo de apoyo a este tipo de grupos de civiles, y aún así persiste para ellos la posibilidad eventual de obtener armas bajo el argumento de que son para “legítima defensa”. Al respecto, González Posso (2016) afirma que “hay intereses que les son comunes y que comparten con otros fenómenos criminales, pero no tienen un centro de mando. El mayor peligro de centralización o de cohesión está en las justificaciones ideológicas para el recurso a la violencia privada y estatal en contra de opositores a su interés de poder o acumulación” (p. 2). Como resultado, varias regiones operan grupos armados de esta naturaleza que ejercen violencia selectiva contra organizaciones sociales.
Los acontecimientos ocurridos en el marco del paro nacional de 2021 pudieran ser ejemplo. Varias lideresas y líderes sociales activos en las movilizaciones fueron víctimas de amenazas o atentados y afirman que esta violencia proviene de grupos armados en complicidad (por hecho u omisión) con miembros de la fuerza pública. Hay testimonios de los ataques a diversos puntos de resistencia y espacios de participación social como la Asamblea Nacional Popular. En Cali operan agrupaciones armadas ligadas a redes de narcotráfico y crimen organizado en zonas de incidencia y rutas comerciales. Además, han surgido facciones de seguridad privada civil. Este panorama ha contribuido a que la ciudad alcance una de las más elevadas cifras de homicidios en toda Latinoamérica. Las denuncias evidencian presencia y accionar de paramilitarismo en múltiples territorios de todo el país, aunque con diferencias regionales. De manera que hay patrones y características que distinguen y ponen de manifiesto la necesidad de revisar la contrainsurgencia y el control social del fenómeno paramilitar (Zelik, 2013).
Con respecto a medidas de seguridad y a políticas implementadas desde el Estado, es preciso considerar errores cometidos en el intento de desmantelar o desintegrar grupos paramilitares. Parte de esta realidad está recogida en el Programa de Garantías para la Paz (2020), documento que expone los fallos históricos de decretos y leyes que dieron sustento al paramilitarismo, así como la ineficacia de políticas públicas que buscan desmovilizar las diversas estructuras. Entre los mayores desaciertos destacan: no reconocer las dimensiones del fenómeno paramilitar; pocas garantías para las víctimas; enfocar la obtención de información en el sometimiento de jefes militares ante la justicia con miras a una ventaja exclusivamente militar, sin estrategias para el desmantelamiento de la estructura político-económica que también forma parte del fenómeno (Programa de Garantías para la Paz, 2020). En este sentido, el análisis del recrudecimiento de la violencia por parte de los grupos paramilitares actuales no debe obviar la relación que mantienen estos con el Estado y sus fines tanto económicos como políticos. Es imperativo hacer una revisión histórica del fenómeno para identificar continuidades y diferencias.
Finalmente, las investigaciones del paramilitarismo no son lineales ni mucho menos inequívocas. Por tanto, no logran (ni procuran) dar cuenta de todo el panorama actual; intentan más bien generar insumos para fortalecer el estudio interdisciplinario en torno a los paramilitarismos del presente, y sobre todo comportan un esfuerzo mancomunado de la academia y los movimientos sociales por construir paz.
Conclusiones
Antes de dar paso a las investigaciones regionales que aportan aproximaciones y análisis complejos del funcionamiento del paramilitarismo actual, ofrecemos unas tesis con perspectiva nacional.
En primer lugar, el paramilitarismo no desapareció con el proceso de justicia y paz. Tras la desmovilización y ante la desarticulación de un eje central, se reconfiguró territorial y estructuralmente, asumiendo posiciones en cada región de manera diversa, bajo la dirección de nuevos mandos (anteriormente medios). Esta situación ocasionó la emergencia de grupos con alcance local y regional. En tal sentido, resulta pertinente hablar de “paramilitarismos”, en plural.
Por otra parte, es posible afirmar que el fenómeno paramilitar se concreta como grupo armado con fines políticos y económicos: agrupa combatientes y civiles que actúan coordinadamente según los intereses en juego. Además, vale rescatar la opinión de que actualmente prevalece una ejecución del paramilitarismo en resguardo de los intereses del capital privado, toda vez que se mantiene la usurpación de funciones de instituciones democráticas (parapolítica) y el convenio con miembros de la fuerza pública (González Posso, 2016). De manera que la existencia de grupos paramilitares responde a la confluencia de objetivos económicos y políticos diferentes en cada región, así como también varían los patrones de violencia y control social.
Tanto en el campo como en la ciudad, en lo regional como en lo nacional, en cuanto a la participación política se dan prácticas democráticas, pero también autoritarias. Estas últimas son propuestas o gestionadas desde élites subnacionales con incidencia nacional y apoyo de poderes armados que vienen de antiguos grupos paramilitares.
Hay poderes políticos y económicos que impulsan, mantienen o limitan el accionar de las estructuras paramilitares en las dinámicas extractivas, agropecuarias y agroindustriales. Por tanto, tal juego de poderes define o prioriza una suerte de statu quo, con interés en el control social.
Con respecto a la ambivalencia del fenómeno y sus múltiples aplicaciones y relaciones armadas en las regiones durante los últimos veinte años, la aproximación y abordaje desde el Ejecutivo colombiano ha sido muy precaria. Muestra de ello es el uso por su parte de términos como “bacrim” o “GAO” que reconocen únicamente los poderes militares, mas no los políticos y económicos que también sustentan el paramilitarismo. Pues, los paramilitarismos no son únicamente expresión de criminalidad o eslabón del narcotráfico; tienen una relación importante con organizaciones del Estado para preservar el orden, a partir del discurso de contrainsurgencia, en determinados momentos o lugares (González Posso, 2016). Además, ya no les es necesario poseer una misma estrategia armada de estructuras como las AUC, desde el poder local es posible ejecutar un esquema propio de funcionamiento y relacionamiento con el aparato estatal.
Finalmente, como los patrones de violencia aplicados por grupos y estructuras paramilitares se han modificado y varían regionalmente, en muchos territorios el control de los paramilitarismos es más indirecto y la violencia más selectiva. Esto explica que haciendo uso del “capital de miedo” acumulado por las viejas dinámicas paramilitares, en múltiples casos actuales las amenazas son suficientes.
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* Sacerdote católico jesuita. Licenciado en Filosofía, magíster en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y estudiante del tercer ciclo en Ciencia Social en la Universidad Panteón-Sorbona de París. Tercer vicepresidente del Tribunal Permanente de los Pueblos. Acompañante de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.
** Politólogo con énfasis en resolución de conflictos e investigación para la paz en la Pontificia Universidad Javeriana. Asistente de Investigación de la Fundación Rosa Luxemburg. Practicante internacional en el Parlamento Alemán “Bundestag”. Defensor de derechos humanos.
*** Comunicador social y periodista. Magíster en Derechos Humanos. Coordinador de proyectos de la Fundación Rosa Luxemburg en Colombia. Militante, activista y defensor de derechos humanos.