Casa Arana: la masacre que José Eustasio Rivera sacó del olvido
Nuestra historia está escrita con la sangre de los desposeídos de nuestra América, como diría José Martí para referirse a este continente. Muchas situaciones han sido relatadas por grandes escritores que, más allá de ficcionar la realidad, le contaron al mundo crímenes caídos en el olvido.
Así lo hicieron Gabriel García Márquez y José Eustasio Rivera, el primero en Cien Años de Soledad con la Masacre de las Bananeras y el segundo en La Vorágine, revelando los crímenes y aberraciones ocurridas en la Casa Arana.
La historia de esta casa data de mediados del siglo XIX en un contexto de explotación, en medio de la espesura de la selva en el suroccidente colombiano, donde la población estaba conformada por comunidades nativas y aventureros en busca de un mejor vivir. Muchos de los indígenas que habitaron la zona fueron presa fácil de los traficantes de esclavos, quienes los capturaban y luego los vendían a “comerciantes” en las aldeas brasileras por el río Amazonas. Paralelo a esto se desató la mal llamada “fiebre de la quina”, que no fue otra cosa que la deforestación desmedida por parte de “inversionistas” sobre los árboles de quina, dando así origen al boom del caucho.
Por el Amazonas se dio inicio a la más descomunal y aberrante explotación de las denominadas plantaciones de cauchería para cubrir la gran demanda en Estados Unidos, Inglaterra y Francia de fábricas de neumáticos, bicicletas, y demás productos que requirieran como materia prima al caucho. El negocio consistía en contratar a un grupo de trabajadores que se encargaba de adentrarse en lo más espeso de la selva y extraer el látex para entregarlo como producto final a un patrono denominado “siringalista”; éste entregaba la goma de caucho a una casa mayor, que finalmente comerciaba el producto con las empresas extranjeras. La casa distribuidora, que era la que finalmente tenía el contacto comercial, se quedaba con la mayor ganancia.
La explotación del caucho trajo consigo violencia, degradación y vulneración de cualquier tipo de derechos. Muchos de los aborígenes y colonos que realizaron las primeras explotaciones se vieron obligados a retomar su trabajo como caucheros y familias enteras quedaron como errantes colonos por el Caquetá, dadas las consecuencias que trajo consigo a la Guerra de los Mil Días, como el encarecimiento de la vida y los insumos necesarios para la explotación del caucho desde la ciudad de Neiva, donde regularmente se adquirían. Probablemente allí haya escuchado José Eustasio Rivera algunas de las historias que lo llevaron a ahondar en el tema de la explotación cauchera, lo que dio como resultado su obra cumbre, La Vorágine.
Con el avance de la explotación los trabajadores del caucho fueron migrando desde el Amazonas hacia el Caquetá y Putumayo, lo que llevó a que las casas mayores construyeran barracas o campamentos para dar vivienda a los caucheros.
En 1901 la Casa Arana inicia operaciones bajo el mando del peruano Julio César Arana, quien al enterarse de lo fructífero del negocio envía su primer grupo de trabajadores al Putumayo, concretamente a La Chorrera. Arana conocía el lugar por sus primeros acercamientos con el negocio y a partir de otras experiencias de amigos que comerciaban el producto a menor escala, lo que le permitió controlar en su totalidad el comercio en esa región. La Casa inicia su funcionamiento con el apoyo del ejército peruano, quien hacía presencia en las zonas de frontera entre Putumayo y el Amazonas debido a la disputa por soberanía entre los dos estados.
La Casa Arana construyó dos grandes barracos, Del Encanto y La Chorrera, con el fin de controlar a todos los trabajadores de las zonas selváticas del Caquetá, Putumayo y el Amazonas. Allí construyeron trochas y caminos con el ánimo de organizar la explotación; cada una de esas trochas contaba con un capataz. La Casa fue considerada un modelo de empresa nacional por parte del gobierno colombiano a cargo de Rafael Reyes, quien hizo oídos sordos a comentarios e historias sobre maltratos y abusos contra los trabajadores.
La Casa Arana se convirtió en la Peruvian Amazon Company, que surtía de caucho a la mayoría de las empresas europeas con el beneplácito del gobierno colombiano. No obstante, luego de la visita realizada por el ingeniero estadounidense Walter Hardenburg, se difundieron las primeras denuncias sobre los malos tratos que, sin embargo, quedaron bajo una total impunidad. Las denuncias fueron dadas a conocer en el periódico londinense Truth a través de un artículo que reproducía lo narrado por el ingeniero, dando cuenta de los tratos degradantes y humillantes hacia la población indígena.
El artículo daba cuenta de la forma en que habían forzado a trabajar a los indios -que en su mayoría eran los trabajadores de la caucherías, aunque también fueron llevados negros para la preparación de alimentos-; relataba el sometimiento a torturas físicas con cepo y látigo, hambrunas, pestes por las condiciones insalubres, y la forma en que eran trasladados a las “correrías”, donde eran enganchados para llevarlos a la plantación.
Luego de las primeras denuncias, el gobierno británico comisionó al cónsul de Rio de Janeiro, Roger Casement, para que realizara una exhaustiva investigación. La misión dio como resultado el llamado a juicio del gerente general de la Casa, el peruano Julio César Arana. Los ojos del mundo estuvieron puestos en ese caso, donde se relató la masacre indígena más significativa luego de la colonización. Sin embargo, luego del estallido de la Segunda Guerra Mundial se le restó importancia a las denuncias y Arana continuó con su régimen de terror hasta mediada la década de 1930. Por esos años un autor provinciano, proyecto de abogado de la Universidad Nacional de Colombia, escribió una novela que para él significó una denuncia pero que años más tarde el mundo de las letras consideraría como su obra cumbre: La Vorágine.
El final del infierno denominado Casa Arana tuvo lugar en 1932 cuando conflicto entre Colombia y Perú llegó a su fin. Peruvian Amazon Company debió retirarse, pero antes trasladó a territorio peruano a la población indígena sobreviviente de la masacre. La zona de La Chorrera, en la Amazonia colombiana, quedó completamente deshabitada.
El relato que nos ofrece Rivera inicia con una historia de desespero y huída. Alicia encuentra en Arturo Cova al poeta que la alejará del mundo capitalino para que, en medio de la provincia, pueda tener a ese hijo que viene en camino. Lo relevante de este relato se da cuando en medio de ese trasegar los fugitivos se encuentran con una situación de explotación que se traduce en la primera frase de la novela: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.
La Vorágine es, además de una gran obra literaria, una denuncia sobre la situación de violencia y explotación en toda la zona selvática colombiana hasta los Llanos Orientales. El proceso de transformación de los personajes de la novela finaliza con un frío cable dirigido al ministro de Relaciones Exteriores que da cuenta de las denuncias que el poeta hizo llegar, donde se consulta por la suerte del resto de compañeras y compañeros de viaje. Allí se explicita: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos ¡Los devoró la selva!”.
Mirados desde la actualidad, Alicia, Cova y sus compañeros de camino son la semilla de la resistencia de todas aquellas y aquellos líderes sociales asesinados o desaparecidos por proteger el territorio.
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* Todas las ilustraciones que acompañan esta nota son obra del artista plástico Canen García, quien las concibió para una edición ilustrada de La Vorágine. Sitio web del autor: https://canengarcia.jimdo.com/