A 50 años del 68 en Colombia: aristas de la subversión
Desde 2016 y, por lo menos, hasta 2020, estamos asistiendo a un conjunto de efemérides de “fechas cerradas” que las hacen solemnes y magníficas. En 2016, conmemoramos el medio siglo de muerte de Camilo Torres Restrepo, atravesado por las balas oficiales en las montañas santandereanas con su coherencia y terquedad humanística al hombro. En 2017, rememoramos el centenario de la revolución rusa y el cincuentenario de la caída del Che Guevara en Bolivia. En 2019 recordaremos el bicentenario de la Batalla de Boyacá, los cincuenta años de El Cordobazo argentino, el centenario del asesinato de Rosa Luxemburgo y las cuatro décadas del triunfo sandinista en Nicaragua. En 2020, los cuarenta años del triunfo de la Unidad Popular chilena con Salvador Allende. Por supuesto que este 2018 también tiene su jugo particular, pues se entrecruzan tres efemérides rimbombantes: el bicentenario del natalicio de Karl Marx, el centenario de la Reforma universitaria de Córdoba y los 50 años de los eventos de 1968. Pareciera que este lustro, con sus memorias, condensara rabias y esperanzas contenidas.
Por los acontecimientos de 1968 fui invitado a reflexionar sobre el “caso colombiano”. Entonces, tras la pregunta encubierta en forma de invitación (¿hubo un “1968” colombiano?) surgieron otras dudas encadenadas: ¿cómo hablar de 1968 más allá de Praga, París, Berkeley y Memphis?, ¿cómo ir más allá del LSD, el rocanrol, la píldora anticonceptiva, las generaciones beat y flower power? Si la respuesta fuera vacía, o negativa, ¿habremos de quedar fuera de la historia?
Considero que todas las efemérides entrañan un dilema. Son actos de memoria y olvido, dicen y callan, alumbran y ensombrecen. En cierta medida tienen su cuota fetichista, pues pretenden explicar algo (hecho o acontecimiento) o alguien por sí mismo, como dato completo (y no complejo), como un todo cuando en realidad se trata de una parte. Sin embargo, no rehúyo a la realidad histórica de comprender que hay acontecimientos y personas (individuales y/o colectivas) que catalizan una época, que la simbolizan y la definen más nítidamente.
Entendiendo la tensión dialéctica que nos proponen las luces y las sombras de las efemérides y las relaciones entre sujeto individual y colectivo, quiero plantear una primera premisa: pensar el “1968” latinoamericano y colombiano exige una consideración de proceso histórico con erupciones magmáticas; es decir, que desde una mirada descentrada y situada, el 1968 sureño es diferente del norteño, cada cual con sus particularidades específicas.
Para poder abordar teóricamente la cuestión, me apoyo en la categoría analítica de “unidad epocal” propuesta por Paulo Freire en su Pedagogía del Oprimido, cuyo manuscrito en portugués también cumple cincuenta años. Freire entiende la “unidad epocal” como el conjunto de “ideas, concepciones, esperanzas, dudas, valores, desafíos” que dialécticamente interactúan conformando “temas históricos” que exigen verse de conjunto, no aislados, sueltos, cosificados, desconectados o detenidos porque constituyen un “universo temático”. (Cf. Freire, 2006/1970: 124-125)
En mi consideración, la segunda premisa es que el “1968 latinoamericano” duraría 20 años. Sería inaugurado por la Revolución Cubana (1959) y finalizaría con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua (1979). Se trata de un período signado por el espíritu revolucionario que arengaba por el socialismo y los proyectos nacionales-populares, donde pueden incluirse los gritos de los militares insurrectos Juan Velasco Alvarado del Perú y Ómar Torrijos de Panamá (ambos en 1968) y el regreso a la Argentina de Juan Domingo Perón (1973). En los otros sures entraban en plenitud las luchas del Tercer Mundo, y las viejas y roñosas cadenas coloniales se quebraban lentamente en África e Indochina mientras se enfrentaban a los paracaidistas, el Napalm y el “agente naranja”.
Así mismo, el período incluyó verdaderos procesos artísticos y estéticos que atravesaron el continente: el “Boom” latinoamericano, la nueva canción latinoamericana (contestaria, de protesta), la cartelería cubana y chilena, la plástica de Osvaldo Guayasamín, el cine continental. Estas expresiones hablaban de un reenfoque de la mirada artística, que acostumbrada a ver para el Norte comenzó a posar la atención sobre las raíces propias y, de alguna manera, comenzó a “tomar partido”. Lentamente, en términos teóricos, esto fue configurando una episteme de liberación (v.g. en sociología, pedagogía, filosofía y teología).
El espíritu revolucionario continental se vio enfrentado en el período al desarrollo anticomunista de la Doctrina de Seguridad Nacional: la celebración de la Conferencia de Punta del Este que dio origen a la Alianza para el progreso (1961), la intentona de invasión a Cuba por Playa Girón (1961), la invasión a República Dominicana (1962), la dictadura militar en Brasil (1964) y el posterior cierre del Congreso (1968), la reforma universitaria de Chile (1967), la masacre de Tlatelolco (1968), El Cordobazo y el rosariazo (1969) y la masacre de Trelew (1972) en Argentina.
El “1968 latinoamericano”, de luchas y resistencias, de idas y venidas, tiempo erótico-tanático, fue expresado de múltiples maneras, entre ellas la poesía, como puede verse en los siguientes fragmentos:
debo reconocer que a esos pocos neutrales
les tengo cierta admiración
o mejor les reservo cierto asombro
ya que en realidad se precisa un temple de acero
para mantenerse neutral ante episodios como
Girón
Tlatelolco
Trelew
Pando
La moneda
(Mario Benedetti, Uruguay)
Vámonos patria a caminar, yo te acompaño.
Yo bajaré los abismos que me digas.
Yo beberé tus cálices amargos.
Yo me quedare ciego para que tengas ojos.
Yo me quedare sin voz para que tú cantes.
Yo he de morir para que tú no mueras,
para que emerja tu rostro flameando al horizonte
de cada flor que nazca de mis huesos. (…)
Ya me cansé de llevar tus lágrimas conmigo.
Ahora quiero caminar contigo, relampagueante.
Acompañarte en tu jornada, porque soy un hombre
del pueblo, nacido en octubre para la faz del mundo.
Ay, patria,
A los coroneles que orinan tus muros
tenemos que arrancarlos de raíces,
colgarlos en un árbol de rocío agudo,
violento de cóleras del pueblo.
Por ello pido que caminemos juntos. Siempre
con los campesinos agrarios
y los obreros sindicales,
con el que tenga un corazón para quererte.
(Otto René Castillo, Guatemala)
¡Pobre América!
En vano los poetas
deshojan ruiseñores.
No verán tu rostro mientras no se atrevan
a llamarte por tu nombre, ¡América mendiga,
América de los encarcelados,
América de los perseguidos,
América de los parientes pobres!
¡Nadie te verá si no deshacen
este nudo que tengo en la garganta!
(Manuel Scorza, Perú)
Como no rehúyo a comprender la tensión dialéctica de la “unidad epocal”, me gustaría indicar que los sujetos individuales que condensan el “1968 latinoamericano” son Ernesto “Che” Guevara, Fidel Castro y Salvador Allende; mientras que, los sucesos serían una seguidilla así: Girón-Tlatelolco-Cordobazo-Trelew-La Moneda.
La tercera premisa es que el “1968 colombiano” duró 13 años. Se origina en el surgimiento de las primeras guerrillas revolucionarias en 1964: el Ejército de Liberación Nacional –ELN– y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– y concluye con el Paro Cívico Nacional de 1977. Se trata de un período de transición demográfica del campo a la ciudad, de poblamiento urbano, acelerado por la Violencia y siguiendo la tendencia continental, lo cual abre nuevos escenarios de movilizaciones y luchas sociales en las ciudades, pero también permite una mixtura campo-ciudad y habilita vasos comunicantes a niveles estéticos, políticos y espirituales que se expresaron en el arte y las letras. Se trataba de una nueva mirada sobre el país que, en algunas ocasiones, cuestionaba la idea del “arte por el arte” para concebir el “arte como arma”, con un rol político, no sólo en sentido propagandístico sino crítico y comprometido, de denuncia, pero también de hastío.
En esta clave pueden articularse la crítica artística de Marta Traba y las obras de Alejandro Obregón, David Manzur, Edgar Negret, Enrique Grau, Omar Rayo, Pedro Alcántara Herrán y del colectivo Taller 4 Rojo. A nivel literario, el movimiento nadaísta encabezado por Gonzalo Arango compartió escena con el realismo mágico garciamarquiano y la narrativa urbana de Andrés Caicedo (con su monumental Que viva la música). El cine encontró cauces con “Asalto” de Carlos Álvarez (1968), “Chircales” de Marta Rodríguez y Jorge Silva (1972) y “Agarrando pueblo” de Carlos Mayolo y Luis Ospina (1977). La fotografía se desarrolló con Hernán Díaz, Abdú Eljaieck, Nereo López, Leo Matiz y Giovanna Pezzotti. La dramaturgia avanzó con los colectivos de orientación comunista en el Teatro Experimental de Cali y el Teatro La Candelaria de Bogotá.
A nivel musical se mezclaban el rocanrol y la salsa con la generación de la “nueva ola” (“go-go” y “ye-ye”) con artistas nacionales como Ana y Jaime, Luis Gabriel, Óscar Golden y Pablus Gallinazus. Las letras en el dial intercalaban amor, denuncias, reivindicaciones y arengas políticas:
Que sea mi cuerpo alegre carrilera
por la que corran tus manitas frías
que pasen palmo a palmo
por mi tierra hasta que
se confundan con las mías.
Con tu dúo de manos disonantes
tus manitas aéreas de buitre
tus manitas de chica de los ángeles
con tu cuerpo sembrado de trigales
las pequeñas mentiras que tú dices
con tu boca de chicle
con tu boca de chicle
(Óscar Golden)
café y petróleo
cumbia de mar
joropo del llano
aguardiente y ron…
hola chico a la coca colo
conchale vale, cómo son las vainas…
a cinco el saco, a ocho el barril
vendo, vendo, vendo, vendo, vendo
¿quién da más?, ¿nadie da más?
entonces vendido a la cofee petroleum Company
(Ana y Jaime)
Baja una mula del monte,
viene montando Ramón
Mula revolucionaria baja la revolución,
Mula revolucionaria baja la revolución.
Cuando hay luna, luna llena, ellos caminan, (X2)
Y se duermen con el sol, que es comunista,
Inti duerme con el sol, nacionalista. (…)
Las rosas que van cortando, son amarillas
Las rosas que van cortando, son amarillas
Dejan siempre rosas rojas, rosas flor de la guerrilla
Dejan siempre rosas rojas, rosas flor de la guerrilla
El período tuvo un conjunto de acontecimientos determinantes: la caída de Camilo Torres (1966) –en adelante Camilo–; la publicación de dos libros hermanos: Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y La subversión en Colombia de Orlando Fals Borda (1967); la fundación del Ejército Popular de Liberación (1968); el surgimiento de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (1967-1968), cuya lucha se librará a lo largo del período; la fundación del movimiento de Golconda (1968); el robo de las elecciones presidenciales del 19 de abril contra Gustavo Rojas Pinilla y el surgimiento de la guerrilla M-19 (1970); el desarrollo del más emblemático movimiento estudiantil-juvenil del que tengamos recuerdo (1971); y la fundación de la Revista Alternativa (1974), la legendaria publicación de izquierdas que rompió el cerco mediático e informativo de los medios comunicacionales hegemónicos que parecían inexpugnables.
Así pues, como tercera premisa, considero que el “1968 colombiano” puede ser pensado pedagógicamente como la síntesis entre la Revolución cubana, el mayo parisino, la generación hippie norteamericana y los eventos rupturistas en la Iglesia Católica (Concilio Vaticano II y Segunda Conferencia Episcopal en Medellín). Esta síntesis fue desarrollada principalmente en las ciudades, donde interactuaron las dinámicas intelectuales (v.g. las de Estanislao Zuleta) con los movimientos artístico-estéticos y guerrilleros antes descritos.
Lo anterior nos conduce a la cuarta premisa relacionada con los sujetos sintetizadores del “espíritu” de 1968 en Colombia. Para entender esta poesía generacional puede indicarse como sujeto individual la figura de Camilo (sacerdote, sociólogo y político) y como sujetos colectivos el movimiento de Golconda y la guerrilla del M-19 (con sus acciones simbólicas como el robo de la espada de Bolívar). En los tres sujetos, no se trata simplemente de la “imaginación al poder”, sino de “imaginar la toma del poder” mediante el pluralismo (el Frente Unido de Camilo y el “sancocho nacional” dialogante de Jaime Bateman). Estos tres sujetos sintetizan el diálogo entre marxismo y cristianismo la que aludía Walter Benjamin, promueven caminos estéticos y políticos distintos y desarrollan su proceso en medio de la lucha armada y desde un diferencial colonial y de opresión.
Camilo había estudiado sociología en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) entre 1954 y 1958. Allí se interesó de manera profunda en los desarrollos del humanismo existencialista francés, especialmente en Camus –a quien había escuchado en conferencias en la universidad– y en Sartre – por quien tenía verdadera admiración y a quien dirigió una carta donde hablaba de su movimiento Frente Unido (Cf. Parra Higuera, 2015: 391)–; además, leía con frecuencia Le Monde Diplomatique. Posteriormente, y de la mano de una de sus mentoras políticas, la corsa Guitemie Olivieri, conoció el libro Los condenados de la Tierra de Franz Fanon y estudió artículos de Temps moderns. Es decir, que Camilo bebió de las fuentes teóricas y culturales que animaron e impulsaron a la generación del mayo parisino.
Camilo está en el centro de la generación del “1968 colombiano”, aunque actúe unos años antes. Fue compañero y amigo de García Márquez y Fals Borda; profesor de Marta Rodríguez; amigo y contertulio de Hernán Díaz, los hermanos Buenaventura y Santiago García; defensor de los nadaístas, especialmente de Gonzalo Arango, e inspiró canciones en Pablus Gallinazus y el dueto Ana y Jaime, y la obra “Homenaje a Camilo Torres” de Alejandro Obregón (1968). Su triple condición de sacerdote, sociólogo y político, lo condujo a resituar los roles, encarnando el compromiso (engagement) sartreano, la praxis marxista y el amor cristiano. Su muerte en las filas guerrilleras del ELN, en lugar de desmentir el camino nos lo confirma. En una entrevista realizada el 12 de septiembre de 2013 el cineasta Lisandro Duque Naranjo sintetizaba el simbolismo de Camilo en los siguientes términos:
Camilo era el paradigma por excelencia de todas esas novedades, primicias éticas y estéticas (…) de eso que llaman “los sesenta”. Él fue el que más nos aportó en términos que él sí renunció.
O sea, la mayoría de la gente que marcó un hito importante en los sesenta, pues no teníamos nada que sacrificar, quizás estoy hablando a propósito de mucha gente, para quienes adherir a esas corrientes era necesario porque estábamos en un proyecto personal ambicioso desde el punto de vista ético, y en alto grado estético, y político también. Pero Camilo sí hizo una transgresión sin antecedentes que era romper con una condición institucional como clérigo… ¡y eso sí era muy tenaz! (…)
Eso de colgar la sotana no es un hecho anecdótico, eso debería requerir de una fortaleza personal y un sufrimiento. Yo no quiero hacer comparaciones, pero estoy pensando muy desde el arte, y pienso en un personaje como Débora Arango, por ejemplo. Que en Medellín una mujer pintara desnudos tan provocadores, tuviera una actitud tan hereje frente al arte, eso requería un coraje superior en una sociedad tan cerrada como la colombiana, y Camilo lo tuvo. (…)
Camilo significaba la pureza del héroe; era un cura que renegaba de la religión, y toda esa generación, al menos en mi pueblo, toda esa región, toda esa cultura, tenía deudas pendientes con el clero, con la concepción católica del mundo, y Camilo rompía con eso, pero rompía con su actitud política porque jamás pronunció una herejía; de hecho, Camilo trataba, y en cierta medida lo logró, de asociar su experiencia y sensibilidad política con Cristo, con los ideales más puros del cristianismo, él quiso volver revolucionario a Cristo. (…)
La presencia mediática de Camilo a todo lo largo del año [19]65 fue enorme. Se volvió la noticia diaria en la prensa, en la radio, porque era la primera vez que un cura, en un país tan clerical como éste, adhería como a una causa social y hablaba del abstencionismo, repudiaba las elecciones, decía que en las elecciones el que escruta elige, convocaba a los “no alineados”, y en cierta medida le gustaba utilizar el juego de palabras de “no alienados”, o sea un concepto un poco más complejo. Por eso vinimos, porque él era una celebridad nacional.
El movimiento de Golconda desplegará las hipótesis de Camilo en diálogo con las luchas de su tiempo y comprenderá como profecía su testimonio, como el del Che Guevara. A su vez, será el producto de tres acontecimientos eclesiales: el Concilio Vaticano II (1962-1965), el 39º Congreso Eucarístico Internacional presidido en Bogotá por el Papa Pablo VI y la II Conferencia Episcopal desarrollada en Medellín en 1968. Fue concebido originalmente como un espacio clerical que discutía las Encíclicas sociales (principalmente la Populorum Progressio), las conclusiones del Concilio Vaticano II y, posteriormente las resoluciones de la Conferencia Episcopal de Medellín, a la luz de las realidades sociales. Criticaba el “trascendentalismo” eclesial y el compromiso de la Jerarquía con los poderes político, económico y militar, y cuestionaba, a la vez, el dogmatismo, eurocentrismo y manualismo marxista prototípico de la ideología estalinista del marxismo-leninismo.
En el Congreso Eucarístico, la visita del Papa a Colombia fue interpretada como una expresión de la alianza de la Jerarquía con los poderes político, económico y militar de dominación, enfrentados a las cristianas y cristianos que se comprometían con los cambios sociales en razón de su fe; su presencia resultaría una ‘desautorización’ a los Obispos, sacerdotes, laicos y laicas comprometidas, porque estrecharía las manos de los asesinos de Camilo Torres y el Che Guevara. En efecto, el Papa alertó sobre el peligro de una lectura “equivocada” de la Encíclica Populorum Progressio (1967), que podía llevar a la radicalidad política, por “buenas intenciones” pero también por “ingenuidad”, y señaló el equívoco de considerar la lucha armada y la violencia como una opción “correcta” para los cristianos. La posición del Papa deslegitimaba la teología comprometida que podía adoptar métodos violentos para alcanzar la coherencia evangélica. El cantautor venezolano Alí Primera lo expresó claramente en su canción Dios se lo cobre:
El Papa vino a Colombia
el primero en besarle la mano
fue un oligarca señor
y Camilo el sacerdote
el que no engañaba a Dios
en un bolsillo de la sotana
un libro de Santo Tomás de Aquino
y en el otro, en el de la izquierda,
un libro de Carlos Marx
Buscaba la semejanza
para ofrendársela a Dios (…)
Y Camilo el sacerdote
el que no engañaba a Dios
él murió lleno de moscas
¿y saben quién lo mató?
lo mató quien defendía
al mismo que besó al Papa
cuando bajo del avión
(Ali Primera)
Por su parte, la Conferencia de Medellín, que encarnaba las tensiones entre las corrientes progresista y reaccionaria, terminó decantándose por una mirada de avanzada, expresándose a favor de construir una opción por las personas pobres y oprimidas, alertando que en el continente estaba naciendo una “tentación de la violencia” producto del abuso de los poderosos a los pueblos explotados e inaugurando un período de protagonismo de las comunidades con la promoción de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs). A partir de allí, la Iglesia latinoamericana radicalizó un camino de profecía que, como sucede históricamente, estuvo signado por un camino de martirio.
A mi juicio, la Conferencia de Medellín es la traducción latinoamericana del Concilio Vaticano II redescubriendo el Evangelio desde el sufrimiento de las víctimas del sistema mundial de dominación en el continente. Por ello, sin lugar a dudas, la Conferencia de Medellín se constituye en el punto de partida de la Teología de la Liberación o del “cristianismo revolucionario” como prefiere llamarlo Löwy (1999). En Medellín se reunieron un conjunto de obispos progresistas comprometidos con los sufrimientos y las luchas sociales del continente como Helder Camara (Brasil), Manuel Larraín (Chile), Leonidas Proaño (Ecuador), Óscar Arnulfo Romero –aun siendo clérigo– (El Salvador), Gerardo Valencia Cano (Colombia), Samuel Ruiz y Sergio Méndez Arceo (México).
Tiendo a creer que Golconda es la traducción colombiana de la Conferencia de Medellín, expresando colectivamente el pensamiento y acción de Camilo Torres y del Che Guevara, conectando espiritualidad y política, y articulando diálogos entre las guerrillas del ELN y el M-19. Golconda es un “Camilo colectivo”.
Aunque originalmente las figuras fueron sacerdotes (como el obispo Gerardo Valencia Cano y los clérigos René García, Vicente Mejía, Luis Currea, Gabriel Díaz, Bernardo López, Manuel Alzate y de los curas guerrilleros españoles Domingo Laín, José Antonio Jiménez y Manuel Pérez Martínez), rápidamente Golconda dejó de ser simplemente un movimiento de curas y se abrió a una perspectiva ecuménica que dialoga con monjas (como las del colegio Marymount) y los científicos marxistas (como Germán Zabala Cubillos). Así profundiza el desarrollo de sus actividades en los barrios populares de las ciudades por la vivienda digna (Cf. Cano, 2018), promueve y anima las CEBs, extiende su radio de acción hacia el periodismo (editando la tercera época del periódico Frente Unido, fundado por Camilo) y desarrolla prácticas pedagógicas pioneras (como el Movimiento Educativo Integral).
Por su parte, tras el fraude electoral del 19 de abril de 1970 donde el Partido Conservador roba las elecciones a la Alianza Nacional Popular (ANAPO) de Gustavo Rojas Pinilla, nació la guerrilla M-19. Se trató de una guerrilla urbana, nacionalista, intelectual y culturalmente potente, que revitalizó el simbolismo y la poesía de la lucha armada. Golconda, articulado con la ANAPO tuvo vasos comunicantes con el M-19, es decir, una profundización del simbolismo de Camilo. El M-19 atrajo mucho la simpatía progresista urbana, se articularon intelectuales como Orlando Fals Borda y María Cristina Salazar, artistas como Carlos Duplat y escritoras como Laura Restrepo.
Así pues, el testimonio de Camilo Torres, el movimiento Golconda y la guerrilla del M-19 simbolizan el “1968 colombiano”. En medio de ellos se desarrollaron la Investigación-Acción Participativa, la educación popular y la cultura comunitaria (teatro, música y baile). Es un tiempo poiético, de creación heroica y desarrollos que aún impactan nuestros días.
Quiero insistir en la necesidad de comprender el “1968 colombiano” como una “unidad epocal”, es decir, como un proceso histórico con antecedentes y consecuentes, que da cuenta de un quiebre en los tipos y procesos de movilización social-popular y procesos de cambio subjetivos. Se trata de una amalgama de insurrecciones políticas, subversiones teóricas y estéticas, y rebeliones teológicas.
Muy tempranamente, Orlando Fals Borda había caracterizado este tiempo como el desarrollo de la subversión moral neosocialista, del pluralismo utópico y el ecumenismo sociopolítico; un tiempo donde las tesis benjaminianas sobre la alianza estratégica entre teología y materialismo histórico, iluminarían los caminos del cambio social, donde una ética de las víctimas unía las potencias de los mensajes cristiano y marxista para luchar por la dignidad humana, la vida planetaria y la negación del fetichismo para construir el socialismo raizal.
El “1968 colombiano” actualiza las luchas políticas y estéticas. Resignifica a Jorge Eliécer Gaitán, en diálogo con José Antonio Galán; comprende que luchar por la belleza también era luchar por la revolución, y que la revolución, nombre político del amor eficaz, las utopías y las esperanzas, exigía compromiso, aun a costa de la propia vida. Sigue siendo un universo simbólico y político que acompaña nuestro caminar.
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Bibliografía de referencia
Arango Zuluaga, C. (1991). Crucifijos, sotanas y fusiles: la participación de la Iglesia en las luchas armadas de los pueblos latinoamericanos, desde el mexicano Miguel Hidalgo hasta el colombiano Camilo Torres y el español Manuel Pérez. Bogotá, Colombia: Editorial Nueva Colombia.
Cano Naranjo, E. Y. (2018). “Memorias desde el tugurio. Cristianismo militante en Medellín”. [En Prensa].
CELAM (1968). Documento final de la Conferencia episcopal de Medellín. Disponible en: http://www.diocese-braga.pt/catequese/sim/biblioteca/publicacoes_online/91/medellin.pdf
Cristianismo y revolución (2015). Edición facsilimar de la Revista. [2 tomos]. Buenos Aires, Argentina: Biblioteca Nacional.
Freire, P. (2006/1970). Pedagogía del oprimido. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI editores.
López Vigil, M. (1989).Camilo camina en Colombia. México DF, México: Editorial Nuestro Tiempo.
Löwy, M. (1999). Guerra de dioses: religión y política en América Latina. México DF, México: Siglo XXI editores.
Muniproc (1969). Golconda, el libro rojo de los curas rebeldes. Bogotá, Colombia: Muniproc.
Parra Higuera, A. (Comp.) (2015). Camilo Torres Restrepo. Obras escogidas. Vol. I. Textos inéditos y poco conocidos. Bogotá, Colombia: Rectoría Universidad Nacional de Colombia.
Restrepo, J. D. (1995). La revolución de las sotanas: Golconda 25 años después. Bogotá, Colombia: Planeta.
Torres Millán, F. (Comp.) (2013). De Camilo a Golconda. Bogotá, Colombia: Proyecto Memoria Histórica.
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Agradezco profundamente los comentarios y aportes iluminadores de Lorena López Guzmán, Luz Á. Rojas, Luis Carlos Vargas, Sergio Segura y Joaquín Ugarte.
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Publicado originalmente en Contrahegemonía Web bajo el título “Insurrección política, subversión teórico-estética y rebelión teológica. Pinceladas e hipótesis sobre el 1968 en Colombia”.