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¡Nunca será un adiós, Martín!

Corría el año 2008 y en los barrios de Medellín el paramilitarismo buscaba apagar la vida y la dignidad comunitaria. A Martín Hernández lo mataron el 14 de enero en el barrio Castilla. Nadie vio nada, nadie dijo nada, quisieron borrar su memoria, pero Martín sigue siendo semilla. 

Adriana Ramírez. A Martín lo conocí en agosto de 2004 en medio de revueltas y asambleas estudiantiles en la Nacho. Era mayor que nosotras y estudiaba Ciencia Política. Martín y su círculo de amigos cercanos trabajaban en la revista estudiantil de la Facultad y, además, siempre alguno de ellos moderaba los acalorados debates en la asamblea.

Era un líder nato, atento al escuchar, claro y preciso al intervenir, pero se destacaba sobre todos los otros líderes estudiantiles porque trataba siempre de hacer más y hablar menos, eso lo noté desde el primer momento. Nosotras siempre estábamos fascinadas al verlo hablar frente a todo el estudiantado en la asamblea, siempre con iniciativa y propuesta, siempre con la utopía como bandera, siempre con el colectivo como escudo.

Nos pasábamos los días en la oficina estudiantil, nuestra trinchera, allí estudiábamos, debatíamos, conspirábamos y soñábamos todos los días con cambiar el mundo, rodeados de afiches y fotos de Bolívar, el Che, Fidel; eventos y movilizaciones a las que fuimos, calcomanías de campañas de boicot a Coca-Cola y de libertad para los prisioneros y prisioneras políticas, ahí Simón Trinidad siempre digno. Me parece estar allí escuchando a Silvio o la salsa brava que ponía Martín, mientras fumábamos y conversábamos. Me parece estar saliendo de nuestro sótano, caminar por los pasillos del 46 hasta donde doña Beatriz, comprar tinto y sentarnos bajo el mango, me parece verlo, verlas, verlos, me parece estar juntos ahí de nuevo.

Los ánimos en la Nacho y en la Universidad de Antioquia por ese entonces estaban bastante agitados, Medellín era una caldera en la que los habitantes de los barrios populares y sus “muchachos”, los milicianos nacidos en esas barriadas, resistían el embate del bloque Cacique Nutibara del primer gobierno de Álvaro Uribe. Los claustros no eran ajenos a esta situación. Por ese entonces empezaron a salir listados de estudiantes amenazados en ambas universidades. En la cafetería central de la Nacho pusieron un papelón con el listado, yo lo leí cuando iba un martes para clase a las 6:00 a. m. Esa fue la primera vez que sentí un miedo profundo por su vida, por nuestras vidas; a partir de allí, no dejé de sentir que los huesos se me helaban cada vez que el ambiente se ponía turbio.

Como siempre, en colectivo hicimos un análisis de la situación de violencia política en la ciudad y dentro de la universidad. Como la situación lo ameritaba, hicimos más rígidas las medidas de autoprotección que siempre tratamos de mantener, pues Medellín es una ciudad hostil para ser joven de izquierda. Andábamos siempre pendientes las unas de las otras, y tratábamos de no estar solas tarde en la calle. Por el miedo que todas sentíamos en la universidad y la tensa calma que reinaba en ella, pensábamos que éramos más visibles allí que en los barrios con la gente y, siguiendo al pie de la letra los latidos de nuestros corazones y nuestro ímpetu rebelde, decidimos continuar trabajando en las barriadas de Primavera.

Martín, buen observador, notó que yo tenía mucho tiempo libre en la universidad. En ese entonces él junto a otros compañeros y compañeras iniciaban con un colectivo estudiantil llamado Contracorriente, un proceso de acompañamiento a las comunidades asentadas en la Honda y la Cruz. Martín me invitó a subir al barrio con ellos y ellas. Por supuesto, y con una emoción de niña que descubre el mundo le dije que sí. Llegó el sábado y en un bus de servicio público trepamos las laderas nororientales de la ciudad hasta llegar a ese rincón donde el afecto se hizo colectivo. Yo, desbordada completamente por el deseo de ligar nuestro compromiso social a una causa real, con la ilusión de aprender y apoyar a esta comunidad de campesinos y campesinas desplazadas de diferentes territorios de Antioquia, entregué mi energía a esa tarea. En ese entonces, los habitantes de la Honda y la Cruz parecían refugiados de guerra en su propio suelo. De la mano de Martín conocí, por primera vez, el rostro de la pobreza y la guerra. El impacto emocional que esto me produjo lo siento aún hoy al recordarlo: casas de cartón, calles polvorientas y pedregosas, velas encendidas apenas empezaba a caer la noche para iluminar los ranchos, fogones de leña y petróleo. La excluyente Medellín, a lo lejos, titilando como millones de luciérnagas al tiempo. Transcurría el año 2005 y vivía tal vez los años más felices de mi vida, el aprendizaje constante, el trabajo con la comunidad, la amistad inquebrantable que surgió de esta experiencia, son unos de los recuerdos más bellos que tengo de mi vida en Medellín.

Para finales de 2007 las cosas no estaban nada fáciles, los paras llegaron al barrio y ya habíamos tenido algunos encontrones con ellos. Nos habían parado una tarde cuando íbamos caminando hacia el paradero del bus, nos preguntaron quiénes éramos y qué hacíamos allí. Doña Merce, Doña Gladys, Don Luis Ángel nos dijeron que era mejor no volver, no arriesgarnos, pero nosotras, tercas, persistentes, como él nos enseñó, continuamos. Varias veces al llegar al centro de Medellín, después de una larga jornada de trabajo en el barrio, sentíamos que nos seguían, que nos observaban, que nos vigilaban. Nosotras entonces preferíamos dar vueltas en el centro antes de regresar a nuestras casas. Con eso, pensábamos nosotras, nos asegurábamos de que el seguimiento no nos pusiera en riesgo, pero nada de eso fue suficiente.

Llegó el cumpleaños de Martín a mediados de diciembre. Ese día nos juntamos para celebrarlo, una torta y cervezas, nuestra familia, nos contamos historias y nos reímos. Recuerdo que ilusionada le conté al gordo Martín de mi próximo viaje a Cuba. Él ya había ido junto a otros compañeros, así que con mucha curiosidad le pedí detalles. Martín me describió como en una fotografía la Habana Vieja y el Malecón, me habló del museo de la revolución y de las librerías. Era casi la media noche, Martín notó un par de hombres que nos observaban muy de cerca, él tenía la impresión de que llevaban varias horas siguiéndole, nuevamente sentí ese frío que me recorre cuando tengo miedo. Nos despedimos con un abrazo, besos, los mejores deseos para esas fiestas de fin de año y prometimos juntarnos de nuevo después de mi viaje.

Regresé de Cuba un mes después, exactamente un 16 de enero. Tarde en la noche sonó el teléfono de mi casa, contesté. Al otro lado una mujer llora desesperada. Es Carolina. “¿Estás sentada?”, me pregunta. En un primer momento me pareció gracioso que la Negra me preguntara eso, no hablábamos desde mediados de diciembre porque yo estaba viajando, no entiendo por qué me pregunta eso, apresuradamente respondo: “¿Qué pasó Carola?”. “Nos mataron a Martín”, respondió seca y estalló nuevamente en llanto. Todo se puso oscuro para mí, enmudecí, no pude decirle nada a mi Caro que tanto lo amaba, colgué y sentí que todo se vino abajo. Jamás había sentido tanto miedo de la muerte o de la vida, o de vivir la vida siempre al límite por querer cambiarlo todo. Quise con todas mis fuerzas hacerme invisible, aprendimos a caminar en las puntas de los pies para que nadie sintiera nuestros pasos.

A Martín lo asesinaron los paramilitares del bloque Cacique Nutibara en el barrio Castilla de la ciudad de Medellín, el 14 de enero de 2008 saliendo de su trabajo. Era profesor de colegio. Nadie vio nada, nadie escuchó nada. Yo no alcancé a contarle cómo me fue en mi viaje, no alcancé a despedirme, no alcancé a decirle lo mucho que lo admiraba, lo importante que fue y es para mí. No alcancé a darle el último adiós. Cuando regresé, a Martín ya lo habían enterrado. No puedo describir mi dolor y mi tristeza. Me arrebataron para siempre a mi amigo, mi héroe del barrio, mi ejemplo, mi hermano, mi camarada. A Martín, nuestro Martín, querían condenarlo al olvido por pensar diferente, pero lo que no sabían quieres cegaron su vida es que Martín, así como todos los héroes y heroínas anónimas de este país, seguirá siendo semilla. Que la paz nos permita hacer memoria sobre su vida.

Jamás olvidaré ese fatídico 14 de enero. ¡Nunca será un adiós, Martín!