Borges 120 años: Una mirada a su obra desde la izquierda, por Roberto Fernández Retamar
¿Qué relación hay entre la ideología de un autor y su obra? El cubano Fernández Retamar argumentó en reiteradas ocasiones su devoción por la literatura del argentino, a quien sin embargo en su ensayo Caliban había descalificado como escritor “colonial”.
De Jorge Luis Borges no hace falta decir mucho; mencionemos apenas que nació el 24 de agosto de 1899, y su cumpleaños nos sirve de excusa para publicar esta nota ahora.
Roberto Fernández Retamar, quien nos hablará de Borges en las próximas líneas, seguramente sea el más prominente de los intelectuales cubanos contemporáneos y uno de los más destacados de Nuestra América. Falleció hace poco, el 20 de julio de este año, y la circunstancia provocó, como suele suceder, un reverdecer de referencias a sus obras, de las cuales la más reconocida es el ensayo Caliban, publicado en 1971, estudiado mundialmente por su reivindicación de una identidad cultural latinoamericana a tono con los procesos de liberación en el continente.
Allí Retamar se refiere a Borges como símbolo del escritor colonial y representante de una clase social en decadencia, la burguesía latinoamericana. La descalificación, a contrapelo de la admiración que el cubano reconoce profesarle desde siempre, estaba sin embargo a tono con el antagonismo político e ideológico que había entre la Revolución Cubana y el escritor argentino, quien en 1960 había rechazado una invitación a ser jurado del premio Casa de las Américas (institución emblemática de la cultura durante la revolución que después dirigirá el propio Fernández Retamar) y en 1961 había firmado un manifiesto en apoyo a la contrarrevolución impulsada por los EEUU a través del desembarco en Bahía de los Cochinos.
Sin embargo, en posteriores revisiones de aquel ensayo (Caliban revisitado -1986- y Caliban en esta hora de nuestra América -1991-) el cubano suaviza las críticas, o, mejor dicho, las corrige: afirma que la postura política reaccionaria del argentino no invalida su obra; incluso recupera a un joven Borges que habría sabido mostrar simpatía por la Revolución Bolchevique y apoyo a la República en España; así Borges es recategorizado: ya no es más un escritor colonial sino “poscolonial” y, por lo tanto, reivindicable aún para la izquierda latinoamericana en reafirmación de una propia identidad cultural.
En la misma línea vindicatoria, Retamar se propone volver a editar a Borges en la isla, ya que sus libros estaban ausentes desde un tiempo indeterminado, pero más o menos coincidente con aquella etapa de descalificación (recordemos que en 1971 había sido encarcelado por un breve tiempo el escritor cubano Heberto Padilla, crítico con la Revolución, y el hecho había provocado la reacción de un amplio espectro de intelectuales en el mundo, incluso de antiguos aliados de la Revolución, por lo que la política cultural durante un tiempo tendió a reafirmarse en contraposición a las voces críticas; en ese contexto Fernández Retamar concibe Caliban y, en ese mismo marco, deben leerse las caracterizaciones hostiles a Borges aún de parte de quien después pasó el resto de su vida expresando su admiración).
Páginas escogidas se llamó la edición con poemas, ensayos y cuentos del argentino que finalmente Casa de las Américas publicó en Cuba en 1988, edición a cargo del propio Fernández Retamar. Para ello el cubano se había propuesto conseguir la autorización explícita del autor, y logró que éste lo recibiera en Buenos Aires en 1985. Allí pudo constatar que, tal como sospechaba, Borges se había mantenido ajeno a las vacilaciones cubanas respecto a su figura y su obra.
Pero no abundemos más en esta introducción. Que nos cuente Fernández Retamar:
Como yo amé mi Borges*
Al concluir el Canto general, en el “Testamento II”, dirigido “a los nuevos poetas de América”, escribió Neruda: “Que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora, / mi Garcilaso, mi Quevedo”; y añadió luego “mi Lautréamont”. En apariencia, es una petición tan irreprochable como sencilla. Hasta que reparamos en el posesivo. Se trata de poetas asumidos por otro. Neruda sugiere que aquellas presencias, tal como él las asimiló y convirtió en carne, en verbo propios, sean amados por nuevos poetas. Pero esto sólo podrá lograrse considerando la obra del autor del testamento, en que viven su Manrique, su Góngora, su Quevedo… (sobre todo su Quevedo). Creo que este encuentro de escritores al que hemos sido invitados, y en la primera parte de cuyo título se alude a la inolvidable página “Borges y yo”, plantea un problema emparentado con el de dicho testamento. Pues supongo que al menos varios de nosotros venimos a hablar del Borges de cada uno, del que hemos trasfundido en nuestros papeles aunque, por supuesto, él sea inocente del resultado. Así entendí la invitación. Ahora bien: “Borges y yo”, como título, es demasiado para mí si ese “yo” es el mío. Pero “mi Borges” nadie puede discutírmelo, pues se refiere a un amor que desde la adolescencia me ha venido exaltando, con las vicisitudes frecuentes en un amor.
La única vez que hablé con Borges, en su casa de Buenos Aires el 16 de septiembre de 1985, le dije que lo leía en mi barrio orillero de La Víbora desde los 15 años. Eso quiere decir que empecé a hacerlo en 1945 ó 1946. Y, en efecto, en una revista Juvenil redactada en ese barrio, Alba, donde me encargaba de la sección “Libros”, publiqué poco después mis primeras líneas sobre él. Curiosamente, Borges era para mí entonces el traductor y prologuista de La metamorfosis, y el compilador, con Bioy, de su primera serie de Los mejores cuentos policiales. Yo había heredado de mi padre, entre otras lecturas como la de Eça de Queiroz, la de la literatura policial. Pero esto último lo hacía con cierta vergüenza. Aunque Alfonso Reyes, quien iba a ser otra de mis devociones, escribió en 1945 su ensayo “Sobre la novela policial”, a la que (para satisfacción de Borges) declaró “el género literario de nuestra época”, yo no lo había leído aún. Fue por tanto una grata sorpresa que nadie menos que un traductor de Kafka, obligada lectura en aquel tiempo, y quizá también ahora, de los adolescentes inquietos, según se decía, dedicara atención a cuentos como los que mi padre me inclinaba a leer. De aquella antología pasé luego a la fabulosa de la literatura fantástica, a los libros de El séptimo circulo, y el deslumbramiento siguió creciendo. Y de ahí, a buscar textos de Borges en números de Sur que podía encontrar. Creo que fue Beatriz Sarlo quien llamó la atención sobre el hecho de que en dicha revista, a la que tanto debo, los textos de Borges no siempre aparecieran entre las páginas más destacadas; a menudo lo hacían, incluso en letra pequeña, al final: eran notas sobre libros o filmes, o comentarios sobre cuestiones literarias al parecer técnicas. Así, como una suerte de escritor irregular o marginal (traductor, prologuista, antólogo, editor, comentarista), entró Borges en mi vida.
Junto a aquellas ingenuas notas mías sobre libros (además de los citados, otros de Shaw, Whitman, Unamuno, Carpentier, Baltagas, Apollinaire, Stravinsky, Mayacovski, Gómez de la Serna, Cardoza y Aragón) yo escribía, previsiblemente, poemas. Vine a publicar los primeros de éstos en 1950. Y al año siguiente comencé a colaborar en la revista Orígenes que tanto significó en mi vida y en cuyo grupo mucho se apreciaba a Borges, lo que sin duda incrementó mis lecturas de él. Por otra parte, en 1953 empezaron a editarse sus primeras Obras completas, en tomitos grises que yo perseguía con avidez; y ese año le comparé en carta a Lezama (que él daría a conocer) su Analecta del reloj con Otras inquisiciones. Cuando en 1954 apareció en las Ediciones Orígenes mi libro La poesía contemporánea en Cuba, Borges estaba citado allí. Y en 1955, publiqué en dicha revista mi ensayo “América, Murena, Borges” que quiso ser un rechazo de tesis expuestas en El pecado original de América, y una defensa, por lo demás innecesaria, de Borges. Ese año 1955 Reyes hizo editar por El Colegio de México mi poemario Alabanzas, conversaciones, donde de nuevo Borges estaba citado. Y, sobre todo, por vez primera su poesía entraba en la mía. Las “conversaciones” mencionadas en el título no eran al idioma conversado de Borges, aunque en mi caso su basamento teórico mirara sobre todo a Eliot.
Ya cerrada Orígenes, escribí entre 1956 y 1957 “Tres notas a propósito de Borges”. Sólo la primera de tales notas (“Borges hacia los clásicos”) vio entonces la luz, en un periódico habanero. Envié las tres a Pablo Armando Fernández, quien pensaba editar en Nueva York la revista Meridiano 74 (meridiano que es común a esa ciudad y a La Habana), la cual no llegó a salir. Hubo que esperar, para que al fin aparecieran todas, a un volumen de 1993 que mencionaré luego. Entre aquellos años 1956 y 1957 escribí también un librito universitario que fue publicado en 1958: Idea de la estilística, donde de nuevo estaba presente (et pour cause) Borges. Pero el texto mío de 1957 más señoreado por Borges fue la conferencia “Situación actual de la poesía hispanoamericana”, que a finales de ese año ofrecí en la Universidad de Columbia, Nueva York. Yo era entonces profesor en la Universidad de Yale, y Borges (claro que sin él saberlo) me acompañaba constantemente, aliviando mi nostalgia y sosteniendo mi maltrecho orgullo de latinoamericano. No sólo leí todo lo escrito por él que encontré en la magnífica biblioteca de esa Universidad y otras similares del país, incluyendo materiales en revistas rarísimas, sino que, como su nombre todavía no estaba internacionalizado (no Io estaba en general la literatura de nuestra América), pude adquirir en librerías laterales, de publicaciones hispánicas, primeras ediciones de libros suyos: El tamaño de mi esperanza, que él se negó a reeditar debido a los cambios bruscos que experimentaron sus puntos de vista y su estilo pero que no carece de valor, y Seis problemas para don Isidro Parodi, escrito en colaboración con Bioy; así como Índice de la nueva poesía americana, antología que prologaron Borges, Huidobro y Alberto Hidalgo, quien la compiló. Estaba fascinado con Borges, Y si, como se dice en inglés, imitation is the best flattery, no es extraño que dicha conferencia le debiera más de lo que en aquel momento, probablemente, yo estuviese dispuesto a confesar: así son las cosas. Me llama la atención que entre los comentaristas que ha tenido esa “Situación”, nadie mencionara el hecho. Tanto me metí en la piel de Borges, que hasta compartí su humor pendenciero, incluso refiriéndome a él. Así, por ejemplo, escribí:
Entre otros trabajos mayores y menores, Borges distrajo su adolescencia lectora hablando mal de Darío (de Io que luego se arrepintió), de Lugones (de lo que luego se arrepintió), y ensalzando la metáfora, de lo que con igual justicia se desdijo, ya que no es la sorpresa o la excelencia de sus imágenes lo que enaltece su poesía. Los residuos ultraístas son en ella antes una molestia que una alegría, y ciertamente se incrustan en un cuerpo que no les pertenece; la suya no es poesía que se asiente en la comparación, sino en el señalamiento, en el nombramiento, y mal se compagina esto con grandes elogios a grandes metáforas. Con posterioridad Borges ensalzó la anécdota, y quiso conciliarla con la imagen. No es extraño que alrededor del año 30 ya declarara tener dentro un ultraísta muerto. El cariño criollo había podido más que los manotazos y los aspavientos.
Prueba de que seguía viva mi fascinación por Borges, es la nota que publiqué sin firma en la sección “Avisos”, del número 2 de la Nueva Revista Cubana, bajo la dirección de Cintio Vitier, y luego mía. Aquella nota comienza: “1959 trae setenta años para Alfonso Reyes y sesenta para Jorge Luis Borges. Es posible que sean los mayores hombres de letras en la Hispanoamérica actual, y ello hace que no pasen inadvertidas estas cifras redondas que acercan a dos escritores por lo demás, tan similares. Ambos están ya en trance de Obras completas, y no les ha escaseado la atención del continente ni la extranjera (…)” Revelé que la nota era mía, en comentario al libro de Estela Canto Borges a contraluz, que incluí en el número 184 de Casa de las Américas con el seudónimo Andrés Zavala; y revelé que el seudónimo era mío en el libro de 1993 que mencioné y volveré a hacer.
Pero 1959 es la fecha de un acontecimiento mayor que iba a embrollar mi relación con Borges: la Revolución Cubana, la cual llegó al poder ese año. Si en balbuceantes poemas de adolescencia, que explicablemente nunca quiso reeditar, Borges había saludado la Revolución Rusa, no fue hombre de izquierda, aunque atacó al nazismo (en especial sus crímenes antisemitas), simpatizó con los republicanos durante la guerra de España, y conservó siempre ciertas actitudes transgresoras. Pero el complicado peronismo, como a tantos argentinos, le perturbó la brújula política, por otra parte nunca demasiado cuerda en él. En adelante, rechazaría todo intento de transformación social, llegando en cambio a apoyar posiciones de violento sesgo contrario, lo que se tradujo en un haz de declaraciones olvidables, de varias de las cuales, afortunadamente, acabó por desdecirse. El caso es que algunas de esas declaraciones (y firmas de manifiestos) fueron, desde temprano, contra la Revolución Cubana, con cuyas metas de justicia estaba y estoy identificado. Por eso, cuando a instancias de Octavio Paz, quien fue mi cercano amigo (y luego criticaría también dicha Revolución), me invitaron a colaborar en un volumen que pensaba dedicarle a Borges L´Herne, y salió en 1964, empecé a escribir un texto llamado “Nota de un gibelino”. El titulo aludía, por una parte, a la “Nota de un mal lector”, que Borges dio a Virgilio Piñera para la revista Ciclón a raíz de la muerte de Ortega: se trató de un ataque rudo (anunciado ya en el prólogo a La invención de Morel) contra el pensador español, así que mis fines no eran muy dulces que digamos. Por otra parte, naturalmente, el título remitía a la vieja querella entre güelfos (el más conocido de los cuales fue Dante) y gibelinos, descargados los términos de los contenidos históricos concretos. A Borges, quien era para mí una suerte de Alighieri, me proponía responderle desde el otro bando: eso era todo. (Yo ni podía imaginar cómo años después otro de mis Alighieris, Neruda, me pondría con gran injusticia, unido a seres admirados, en el infierno de sus memorias: malos hábitos dantescos.) En mi proyectada nota, iba a expresar sorpresa ante el hecho de que un hombre tan escéptico como Borges, para quien las religiones y la metafísica formaban parte de la literatura fantástica, hubiera dado crédito, sin embargo, a las descomunales mentiras que agencias de noticias estadounidenses propalaban sobre Cuba. La suma de lo que esas agencias dijeron cuando la invasión mercenaria de abril de 1961 (saludada por Borges en un triste manifiesto colectivo fuertemente impugnado por Martínez Estrada) es un deshonor de la palabra. En todo caso, mi texto no pasó de unas pocas líneas. No llegué a escribirlo. Quizá me detuvo el amor que, pese a todo, le profesaba a Borges. Quizá la haraganería.
Pero Borges siguió disparando sus declaraciones y firmando manifiestos. Y en días alterados de 1971, cuando escribí mi ensayo Caliban (que entonces se llamaba Calibán), le dediqué allí observaciones ácidas, aunque diciendo que era un escritor realmente importante, cuyas páginas no era posible leer sin admiración. Doy por conocidas esas observaciones, pues el ensayo lo es. Y, pasada la alteración, en trabajos sucesivos sobre el tema fui matizando mis juicios, y entre otras cosas le reconocí a la obra borgiana el carácter calibanesco que me reclamaron con razón algunos críticos. (Hoy creo que más que un escritor colonial, como dije en 1971, es justo y fértil considerar a Borges un escritor postcolonial, según argumenta Edna Aizenberg en su libro Borges, el tejedor del Aleph y otros ensayos Del hebraísmo al poscolonialismo, Frankfurt am Main-Madrid, 1997.) En “Adiós a Caliban”, de 1993, conté incluso la satisfacción que me produjo un joven escritor al decirme, recién aparecido aquel ensayo de 1971, que lo había leído, y no sabía que yo admirara tanto a Borges. Escribí sobre ello: “Me encantó saber que a despecho de la irritación, afortunadamente pasajera, por debajo latía entero el amor, más permanente. Que él se manifieste con el viento a favor, está bien; mejor está que Io haga con el viento en contra. Pues aquélla era, por mi parte, una pelea de familia: y en cuanto a Borges, supongo que ni se enteró de sus términos”. Esto último no sólo lo supuse: lo comprobé cuando en 1985, como ya dije, me encontré por única vez con Borges, gracias a gentilezas de Jorge Lebedev y María Kodama. Como me parecía de elemental honradez hacerlo, le hablé de algunas líneas mías duras para él, aunque añadiéndole que probablemente no lo eran más que otras que él dedicara a Darío o Lugones —sus maestros, musitó. Fue una felicidad pasar una tarde con él. Necesitaba su autorización, que obtuve, para que la Casa de las Américas pudiera incluir en su colección de clásicos latinoamericanos un volumen de Páginas escogidas suyas, las cuales, seleccionadas y prologadas por mí, aparecieron en 1988. En más de una ocasión he republicado dicho prólogo, que terminé en 1986, poco después de su muerte, y se llama ahora “Encuentro con Jorge Luis Borges”. Narré allí tal encuentro, y ofrecí una valoración breve pero entusiasta del conjunto de su obra. A raíz de su tránsito, en la sección “Al pie de la letra” del número 158 de Casa de las Américas, le había dedicado una página no firmada que comienza: “Nos habíamos acostumbrado a la sorpresa de tenerlo entre nosotros, como uno se acostumbra, hasta parecer invisible, a la maravilla de los amaneceres o de las noches estrelladas”. Y concluye: “Quizá hubiera preferido ser un compadrito. Pero fue Borges, e hizo variar de rumbo más de una literatura. Se le perdonarán los errores. Se le recordará mientras existan la lengua castellana y el asombro de vivir”. Y al final de la evocación de mi encuentro con él, añadí: “Cuando hace medio siglo falleció Miguel de Unamuno, aquél escribió en un artículo una sentencia con la que quiero terminar por parecerme justa en ambos casos: ´El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir´”
En 1993, el editor Aurelio Narvaja me invitó a reunir en un tomo mis páginas referidas a la Argentina. Lo hice, acompañándolas de textos que me habían enviado o dedicado los argentinos Martínez Estrada, Gelman, Cortázar, Walsh, María Rosa Oliver, Conti, Urondo, César Fernández Moreno, Mimi Langer; textos que constituyen lo más valioso del conjunto. A la hora de titularlo, no se me ocurrió nada mejor que rendirle homenaje intertextual, como desde Julia Kristeva se dice, al primer libro de versos de Borges, el cual cumplía entonces 70 años, y el tomo se llamó Fervor de da Argentina. Significativamente, comienza con varios trabajos sobre Borges e incluye otros.
No considero necesario insistir en lo que he admirado y admiro a Borges, lo que ha significado y significa para mí. Estoy seguro de que no escribiría como lo hago de no haberlo leído durante más de medio siglo con pasión, gratitud y placer, aunque, según ya adelanté, él sea inocente de su impacto en los demás. Como Borges dijo de Becher, de Whitman, de Cansinos Asséns, de Macedonio, de Carlyle, de Swinburne, hubo un tiempo en que él no fue para mí un escritor más, sino la literatura (también lo fueron en distintos momentos Casal, Unamuno, Neruda, Reyes y evidentemente Martí). Ni es necesario que aconseje a nadie que lo ame, pues su obra es admirada cada vez más: y en los mejores casos, entendida y amada. Voy a concluir leyendo el más reciente de mis poemas, que no escribí para esta ocasión y aún no tiene título, y en que me atreví (que él me lo perdone) a pedirle en préstamo la voz:
Así como descreí (al menos eso he repetido) de la fama
Descreí también de la inmortalidad
Y es claro que hoy finado no puedo ser quien traza o dicta estas líneas falsamente póstumas
Pero no es menos claro que ellas no existirían sin las que yo produje de veras
Si es que yo y de veras tienen sentido en el extrañísimo universo (Algún curioso habrá reparado en que ese superlativo no podría ser mío pero eso no da autenticidad a las restantes palabras)
Afirmé que la duración del alma arbitraria está asegurada en vidas ajenas
Y nada puedo hacer para impedir quedar en et autor que me atribuye este texto
Y en muchos otros autores inconciliables
Acaso también en mí fueron inconciliables los rostros los estilos sucesivos que asumí
Y sin embargo hace tiempo los vanos diccionarios las vanas historias de la literatura
Los han reunido bajo tres palabras entre dos fechas
De las cuales soy el abrumado el imaginario prisionero no la realidad
Qué mal he sido leído con demasiada frecuencia
Cómo no repararon en que laberintos bibliotecas tigres espadas saberes occidentales y orientales
Eran transparentes metáforas del pobre corazón de aquel muchacho
Que simplemente quería ser feliz con una muchacha
Como sus amigos corrientes en Buenos Aires o en Ginebra
Al evocar mis antepasados los presenté en mármol o bronce y fingí ignorar
Que ellos mezclaron con sus batallas lágrimas ayes y amores
La tristeza la soledad la desolación contribuyeron a que existieran mis páginas perfectas
Pero yo habría cambiado tantas de esas páginas
Por haber besado labios que nunca besé
Dije abominar de los espejos y no se entendió que lo que quería era verme reflejado
En ojos oscuros y claros bajo la gran luna de oro
O en la penumbra de la alcoba
Me han atribuido la indeseable paternidad
De vocingleras sectas literarias y cenáculos de eruditos
Cuando yo quería ser padre de hijas e hijos de carne y hueso
Nadie extrañe dónde decidí quedar enterrado
Si antes no me entendió ni me ayudó a salir de mi celebrada cárcel
Lamenté no haber tenido el valor de mis mayores
Pero ahora que nadie puede censurármelo como jactancia
Proclamo que no fui menos valiente al afrontar una adversidad atroz
Hubiera preferido muchas veces la bata en el pecho o el íntimo cuchillo en la garganta
Antes que el espanto que contemplé en mi
Mientras pude contemplar
No se olvide que no soy quien escribe estos versos
No los escribe nadie
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* Ponencia leída en el Encuentro de Escritores “Borges y yo. Diálogo con las letras latinoamericanas”, realizado en Buenos Aires en junio de 1999 con motivo del centenario del escritor argentino. Tomado de Hispamérica: Revista de literatura, ISSN 0363-0471, Nº 83, 1999, págs. 43-50.