Generic selectors
Exact matches only
Search in title
Search in content
Post Type Selectors

¿Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno?

El cubano Jorge Fornet* retoma la pregunta que se hizo Máximo Gorki en un texto sobre la Revolución Rusa. A partir de allí analiza escenas de la cultura latinoamericana, desde la icónica foto del Che hasta la anécdota sobre el Bogotazo y las máquinas de escribir que Gabo compartió con Fidel.

¿Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno?**

1.

El Quijote de la farola

Dentro de la iconografía generada por la Revolución hay una imagen especialmente impactante. Es una foto que, aunque pertenece a la genealogía de los barbudos, se aparta de la épica de la entrada en La Habana, el simbolismo de la caballería guerrillera, o el encanto medio naif de El Quijote de la farola. Me refiero a El sueño, de Raúl Corrales. En ella aparece un barbudo en traje de campaña, reclinado y dormido en un improvisado camastro. Detrás de él, sobre un mueble, descansa su fusil. Por encima de ambos y presidiendo la escena está el retrato de una mujer con el torso desnudo, igualmente reclinada, en dirección opuesta a la del guerrillero. La imagen parece encontrar un raro equilibrio entre lo que John Berger calificaría como la estética de Cartier Bresson –es decir, de la instantánea clásica, del momento único e irrepetible–, y la de Paul Strand, o de lo estático, la que parece repetirse a sí misma(1).

El sueño (1959). Raúl Corrales

La sorprendente composición y la oportunidad con que se tomó la foto tienden a lo primero; el abandono del personaje dormido, así como la fijeza del cuadro mismo, en cambio, tienden a lo segundo. Es, sin duda, una imagen extraña. Por una parte el guerrillero parece soñar –a la manera de los globos del comic– con la imagen del cuadro; la mitad que se halla debajo del fusil sería el espacio de la realidad; la superior, el de la ensoñación. Hay una ambigüedad, sin embargo, en el hecho de que la mujer del cuadro, con los ojos abiertos, es la que parece mirar y dominar la escena, mientras que la del guerrillero tiene un papel pasivo. A la manera de “Las ruinas circulares”, él puede ser el fruto de la ensoñación de la mujer. La foto, en cualquier caso, alude desde el título mismo a la extrañeza de los dos planos entre sí, a la dificultad de comunión entre ambos y, en última instancia, al uso que la nueva clase en el poder hará de la estética burguesa y de sus símbolos. Hay un dato adicional que le confiere mayor densidad a la foto, y es el hecho de que ella forma un díptico con otra similar –aunque no tan perfecta– titulada La pesadilla, tomada también en la Embajada cubana en Caracas, en 1959. En este caso otro barbudo parece soñar con un campesino descalzo. Si El sueño cifraba su dramatismo en el contraste entre el barbudo y la mujer del cuadro, el otro lo hará en su título mismo. La foto insinúa que, para el barbudo, la sola posibilidad de soñar que el futuro se parezca al pasado se convierte en una pesadilla. Visto así –y por irónico que resulte–, la realización o la frustración estarían condicionadas por el deseo de los personajes de saltar por encima de su clase.

La pesadilla (1959). Raúl Corrales

2.

Guerrillero Heroico (1960). Alberto Korda

Hago un paréntesis para referirme a la foto clásica: el Che de Korda. A diferencia de El sueño y La pesadilla, Guerrillero Heroico no cuenta nada. Parte de su éxito se basa precisamente en eso, en que la sola imagen del Che logra abolir toda sensación de temporalidad. Así, la historia parece condensarse en un gesto, en una mirada. Sin embargo, esa foto no narrativa está rodeada de varias narraciones que la acompañan, aunque no siempre sean visibles: la del día en que fue tomada –aquel de marzo de 1960 en que, durante el entierro de las víctimas de La Coubre, Fidel pronunció por primera vez la consigna fundamental de la Revolución: “Patria o Muerte”–; la del propio Korda recordando cómo, cámara en ristre, hacía un paneo frente a la tribuna cuando fue sorprendido por un rostro que, automáticamente, le hizo apretar el obturador; la de Feltrinelli buscando la foto ideal del Che para su campaña editorial del Diario de Bolivia… Aquí el uso –y me refiero al masivo y apabullante de esa imagen sobre todo tipo de soportes en el mundo entero– se explica en buena medida porque todas esas narraciones, aun cuando puedan dotar a la imagen de un peso mayor, son reabsorbidas por ella y desaparecen en ella. La foto deja de narrar; cualquier posible temporalidad queda abolida; el icono sustituye a la historia.

3.

Me he referido a estos dos polos de la iconografía de la Revolución porque de algún modo señalan dos maneras de enfrentar la cuestión del uso de determinados símbolos dentro del proceso cubano: el que se hace de la imagen del Che, sin margen a ambigüedades, y el que se le plantea a los personajes de las fotos de Corrales. Por el momento me interesa más este último, especialmente con respecto a El sueño, en el que puede verse cómo negocian las clases populares su asimilación de un mundo ajeno que hasta poco antes les era desconocido. El cine cubano se planteó más de una vez ese tema. Hay una escena de Las doce sillas (1962), de Gutiérrez Alea, que aborda en clave de humor un hecho cultural al mismo tiempo simbólico y delirante. La recién fundada Imprenta Nacional de Cuba había publicado, en una edición popular, su primer título: el Quijote. De ahí que en la película aparezca de pronto un vendedor de periódicos con ejemplares del libro en la mano pregonando: “¡Salió Don Quijote!, ¡vaya, lo que dijo Cervantes!” Es obvio que el pregón implica un uso bastante peculiar del clásico literario, que trabaja la tensión entre el acceso masivo a la cultura y la pertinencia de los usos que ella genera.


Las doce sillas (1962). Tomás Gutiérrez Alea

La misma tensión aparece, desde otro ángulo, en el documental de Octavio Cortázar Por primera vez (1967). Se trata de una crónica de la filmación de la llegada del cine a un remoto poblado de la Sierra Maestra, cuyos habitantes asisten asombrados a la primera proyección cinematográfica de sus vidas.


Por primera vez (1967). Octavio Cortázar

La película que servirá para el rito iniciático es, significativamente, Tiempos modernos, de Chaplin, y la única escena de ella que aparece en el documental es aquella en que la máquina que debe alimentar automáticamente a los obreros se descompone durante la prueba en que Charlot funge como conejillo de Indias. La ridícula situación provoca la hilaridad del público, que accede así a la modernidad representada por el cine, pero lo hace desde una (proto) modernidad distinta, ajena a la que el propio Chaplin critica en su película. Si en esta lo moderno, por vía del taylorismo, propone sacrificar el espacio del ocio, los espectadores de la Sierra Maestra se instalan en la modernidad, precisamente, desde el ocio que permite el disfrute de la proyección.

4.

Todas esas escenas parecen entroncar con otra tradición propia de las revoluciones. Ricardo Piglia ha observado que en Recuerdos de Lenin, Gorki hacía referencia a los campesinos que utilizaban como orinales los jarrones de porcelana de Sevres del Palacio de Invierno. Para ellos el valor estético, tal como lo entendían los antiguos dueños, carecía de sentido. Esos jarrones sólo tenían razón de ser en función de la utilidad que pudieran prestar.

Clic para descargar

Varios años antes, en Los de abajo, Mariano Azuela había narrado el extraño e inesperado uso que las clases populares hacían de los objetos de las clases privilegiadas. En los habituales saqueos que las tropas revolucionarias realizaban en las casas de los ricos, se apropiaban de objetos que pudieran simbolizar cierta posición, aun cuando no supieran asignarles una función. El único estímulo parecía provenir de una distorsionada razón ideológica: “¿Pa quén jue la revolución? ¿Pa los catrines?”, se pregunta uno de los personajes de Los de abajo, que no demora en responderse a sí mismo: “Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines”.(2) Pero la escena que mejor ilustra lo que estoy queriendo decir es aquella en que, tras un saqueo, otro de los personajes carga con una máquina de escribir. Durante la marcha, sin embargo, la pesada máquina se convierte en un impedimento, de modo que el ladrón se la vende por diez pesos a otro soldado de la tropa quien al rato, agobiado a su vez, la vende más barata; la máquina va pasando así de mano en mano hasta que el último comprador paga por ella veinticinco centavos sólo para tener el placer de estrellarla contra el suelo. El gesto sirvió de señal para que los demás saqueadores se deshicieran de sus objetos de cristal y porcelana, sus espejos, candelabros, estatuillas…, hasta que “todo lo redundante del ´avance´ de la jornada quedó hecho añicos por el camino”.(3) La elección del objeto, desde luego, no es casual y escapa a l sentido directo que le conferiría, por ejemplo, Marcelo Pogolotti en El intelectual o Joven intelectual (1937), cuadro en el que, detrás del escritor acodado ante la máquina y la página en blanco, se proyecta la sombra de la muerte. En el contexto narrado por Azuela, la máquina de escribir está lejos de plantear el drama de la creación; por el contrario, aparece como un símbolo bastante explícito del poder y de clase social, al que los soldados no lograron otorgarle sentido. Lo que Azuela lamenta, de hecho, es que la Revolución y los nobles principios que la alentaron hubieran sido traicionados por la barbarie. La imagen de la destrozada máquina de escribir, por consiguiente, sintetizaría metonímicamente el curso y el destino de aquel proceso.

El intelectual o El joven intelectual (1937). Marcelo Pogolotti

5.

Los campesinos de la Sierra Maestra que ven cine por primera vez se convierten en una suerte de modelo del nuevo espectador al que aspira la Revolución. Ellos parecen romper el ciclo en que se mueven sus homólogos rusos, o mexicanos, o incluso el vendedor de periódicos que pregona el Quijote. No sólo acceden a un mundo que les era ajeno e inaccesible, sino que incluso lo “entienden”, se apropian de él y lo incorporan a su propio devenir. Esos campesinos serían, al mismo tiempo, la antítesis de los personajes anónimos que años antes habían protagonizado PM. Al margen de las causas políticas que condujeron a su prohibición, lo cierto es que el filme de Cabrera y Jiménez Leal circula por un ámbito que puede, tranquilamente, prescindir del proyecto revolucionario. El espacio en que se mueven sus personajes no parece recibir nada de la nueva sociedad, ni la legitima en modo alguno. Su regodeo en el placer y en el despilfarro, en el jadeo y el alcohol, disipa toda pretensión transformadora.


PM (1961). Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez-Leal

Paradójicamente, las más recientes variaciones sobre el tema nos lo devuelven en tono conservador y caricaturesco. Pienso en Buena Vista Social Club y sus imágenes dela nostalgia, cuidadosamente seleccionadas. La música y el entorno que antes latían con fuerza y hasta con violencia en los bares del puerto o de las playas de Marianao, ahora aparecen inofensivos y domesticados en salones vacíos, en estudios de grabación en el Carnegie Hall. Pero volviendo a PM, creo que la polémica desatada en torno suyo fue resuelta en otra película de Gutiérrez Alea: Memorias del subdesarrollo. Me parece descubrir en este largometraje un intento de cerrar de manera velada y honorable el capítulo abierto por PM. El comienzo mismo de la película, que tiene lugar en medio de un baile popular, no puede dejar de remitir a la atmósfera y al mundo del cortometraje. El hecho mismo de que ese baile suceda en los meses especialmente convulsos que median entre Girón y la Crisis de Octubre, reproduce la situación en que surgió el documental y que fue uno de los principales argumentos del rechazo: interesarse por ese ambiente de disipación en medio de una situación de gran peligro para el país. Esa escena inicial concluye con un disparo, es decir, de forma abrupta y violenta. Más adelante, el protagonista va a ver a un director de cine amigo suyo (interpretado por el propio Gutiérrez Alea) y este le muestra fragmentos de viejas películas cortados por la censura –en una secuencia, por cierto, que prefigura el final de Cinema Paradiso. Me resultaría difícil aceptar que tanto aquel comienzo como esta última secuencia que explícitamente se refiere y reflexiona sobre el tema de la censura, no guardan relación con el caso PM. Por supuesto que lo exceden con mucho, pero no lo pasan por alto.


Memorias del subdesarrollo (1968). Tomás Gutiérrez Alea

Clic para descargar

A principios de la década de los años ochentas el periodista colombiano Arturo Alape publicó un voluminoso libro sobre los sucesos ocurridos a raíz del asesinato, en Bogotá, del líder político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. El hecho significó un cisma en la historia del país. En El Bogotazo: Memorias del olvido, se recogen testimonios de muchos de los testigos de aquel día. Uno de ellos fue Fidel Castro, miembro de una delegación de estudiantes cubanos que asistía por entonces a un encuentro latinoamericano que tenía lugar allí. En su testimonio llama la atención una escena similar a la narrada por Azuela: en medio del saqueo y de la ola de violencia desatada tras la muerte de Gaitán, mientras algunos arrastraban por la calle pesados pianos u otros objetos suntuarios, un hombre se empeñaba en destruir a golpes una máquina de escribir. El joven estudiante cubano se acerca y, para ahorrarle esfuerzos al destructor, toma la máquina, la lanza al aire y ve cómo, al caer, se hace pedazos.(4) Pero lo sorprendente de la escena no termina allí. Al aparecer el primer volumen de las memorias de García Márquez, el presidente cubano escribió una nota sobre el libro en que cuenta la siguiente anécdota: cinco o seis años atrás estaba con un grupo de colombianos cuando alguien le preguntó sobre sus recuerdos de aquel 9 de abril. Fidel les repitió la historia y de pronto, virándose hacia García Márquez le preguntó qué hizo él durante el Bogotazo. Este le dio la más sorprendente (y a la vez previsible) de las respuestas: “Fidel, yo era aquel hombre de la máquina de escribir”.(5) Aunque doy por descontado que se trata de una boutade, lo cierto es que en un momento de las memorias, García Márquez hace referencia, durante la descripción del caos, a una máquina de escribir: aquella que él y su hermano acuerdan rescatar, en vano, de una casa de empeño. Lo que importa, en todo caso, es que García Márquez quiera ser identificado con aquella persona. Por supuesto que aquí no encajaría la interpretación que asociamos a los analfabetos de Azuela. Este otro acto destructivo de quien, con el paso de los años, se convertiría en uno de los grandes narradores latinoamericanos –tal vez el más conocido de todos–, no estaría dirigido contra la figura del letrado sino contra un modelo de institución literaria. El joven García Márquez, según la versión del anciano que es hoy, estaba fundando con ese gesto –el mismo día en que se produjo un viraje en la historia de su país– una nueva literatura. Lo increíble es que el coprotagonista del hecho –quien ejecuta, en uno de sus primeros actos políticos, el deseo del futuro escritor– sea quien algunos años más tarde se convertiría en el más conocido de los políticos latinoamericanos. De modo que allí, en ese espacio y ante la máquina de escribir o contra ella, está teniendo lugar, a manos de dos jóvenes, según esta mitificación reescrita a más de medio siglo de distancia, un acto de fundación de la nueva historia y de la nueva literatura latinoamericanas.

 

Coda

Si comencé refiriéndome a la fotografía de Corrales es porque en cierto sentido su barbudo vive una contradicción que afecta a casi todas las imágenes que he descrito. El hecho de que su sueño pueda ser al mismo tiempo su pesadilla corroe el singular contrato que establece el vendedor de periódicos con el Quijote, los personajes de Gorki y Azuela con los jarrones y los objetos robados, los bailadores y realizadores de PM con una época convulsa, los dos jóvenes (futuro escritor y futuro político) con una máquina de escribir que es, en verdad, una puerta de entrada a la historia. A fin de cuentas, lo que está en fuego en todos estos casos es el uso que cada quien es capaz de hacer de situaciones o elementos que implican cierto desafío, así como de los relatos que pueden construirse en torno a esos usos.

Es el uso –o para ser más preciso, cierto uso y los relatos que él genera—el que parece otorgarle sentido a los objetos y a los gestos. En una revolución ese uso es esencialmente político. Pues bien, a contrapelo de esa noción el pintor Lázaro Saavedra reivindicaría en 1988 la posible gratuidad del arte. Lo logra con un cuadro de pequeño formato que se limita a reproducir un florero. Sobre el cuadro, y como parte de la propia obra, un cartel exhibe su título: El arte: un arma de lucha. Esa tensión á la Magritte entre el objeto pintado y el título, cuestiona y ridiculiza, utilizando la más banal de las figuraciones, toda una concepción sobre la función del arte en una sociedad revolucionaria.

Los conflictos que estas instantáneas plantean pudieran condensarse en una pregunta cuya pertinencia excede los vaivenes de la política y de la historia: ¿para qué sirven los jarrones de porcelana del Palacio de Invierno? Las imágenes que he mencionado, las narraciones que se construyen en torno a ellas, los discursos que las cuestionan, no hacen más que formar parte de la obsesión por responderla.

– –

NOTAS

  1. “Paul Strand”, en Mirar, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1987, pp. 59-66-
  2. Mariano Azulea: Los de abajo, México, Cátedra/REI, 1992, p.150.
  3. Ibid, p.137.
  4. El Bogotazo: Memorias del olvido, La Habana, Casa de las Américas, 1983, p.653. Fue Margarita Mateo, hace más de quince años, quien me hizo notar esa coincidencia.
  5. Fidel Castro Ruz: “La novela de sus recuerdos”, en Casa de las Américas, 2002, núm. 229, p.133.

** Este ensayo fue publicado junto a otros textos del autor en el libro de igual nombre, ¿Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno? Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2006.

 

 

Jorge Fornet es ensayista, director de la revista Casa de las Américas y del Centro de Investigaciones Literarias de esa institución.