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¿Organización o espontaneidad? De Rosa Luxemburgo a nuestros días

Hernán Ouviña, profersor de la Universidad de Buenos Aires, brindó una videoconferencia que se proyectó en distintas universidades de Colombia bajo el título “Organización política en Latinoamérica” coordinada por la Escuela Nacional Orlando Fals Borda. Presentamos un capítulo de su más reciente libro que aborda la cuestión, Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Una lectura desde América Latina (Ed. El Colectivo, Buenos Aires – Quimantú, Santiago de Chile, 2019).

Del libro Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Una lectura desde América Latina. Hernán Ouviña (2019).

Capítulo 3: Protagonismo popular y organización revolucionaria

La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: ‘Pienso, luego existo’. Pero a esta edad romántica, revolucionaria y quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida, más que pensamiento, quiere ser hoy acción, esto es combate. José Carlos Mariátegui

Por lo general se ha calificado a Rosa como “espontaneista”, epíteto éste que, por un lado, da cuenta de una acusación que busca desestimar su proyecto revolucionario original, y, por el otro, evidencia un enorme desconocimiento de su propuesta organizativa. En las siguientes páginas, nos proponemos reconstruir sus planteos sumamente sugerentes de la dialéctica entre espontaneidad y organización, o mejor aún, entre iniciativa de masas y (auto)dirección colectiva, adentrándonos también en los debates que mantuvo en torno a la huelga de masas como herramienta política, y en ciertas críticas que supo formular de los formatos organizativos tanto del bolchevismo (sin necesariamente cuestionar su pertinencia al interior de la realidad rusa) como del reformismo propio de la socialdemocracia alemana y europea.

Consideramos que sus hipótesis y análisis resultan por demás interesantes para el activismo y la militancia popular que hoy lucha contra el patriarcado, el colonialismo y el capitalismo, en la medida en que pondera el protagonismo popular y las formas exploratorias de construcción de poder desde abajo, sin dejar de considerar como ineludible a la organización política, pero buscando evitar la asfixia de la potencia disruptiva que las masas despliegan en contextos de resistencia y ebullición. Sus aportes, por tanto, nos permiten trazar ciertos puentes con algunos debates que han signado a las izquierdas latinoamericanas, y establecer posibles afinidades entre las propuestas de Rosa y los procesos de luchas populares que se han desplegado recientemente en nuestro continente.

La querella en torno a la organización burocrática y ultracentralista

Son numerosos los escritos donde Rosa aborda la cuestión organizativa y la relación entre líderes y masas (o bien entre dirección y bases al interior del partido). No obstante, aun cuando siempre aspire a fomentar la plena participación del conjunto de la militancia, sería un error considerar que existe en ella algo así como una “teoría general de la organización política”, ya que sus artículos, libros, documentos y epístolas remiten ante todo a ciertas coyunturas situadas, que en determinados contextos y momentos históricos pueden responder a un proceso “objetivo”, entendiendo por tal no a un orden natural e inevitable, sino a condicionamientos y contradicciones estructurales del capitalismo, que tienden a exacerbarse, mutar y/o a aplacarse, y en función de las cuales es factible privilegiar un formato concreto a nivel organizativo, y un tipo de vínculo específico entre ambos polos de aquella relación.

Una primera aclaración que es importante plantear, teniendo en cuenta los malentendidos que han proliferado en torno a la obra de Rosa, es que con frecuencia el debate alrededor de este eje ha sido formulado de manera errónea y rasca donde no pica. En las antípodas de sus intérpretes malintencionados y sus precoces sepultureros políticos, ella jamás cuestionó la necesidad de la organización ni tampoco de la disciplina política. Lo que sí debatió siempre es el tipo de organización revolucionaria, quiénes deben ser sus principales protagonistas y a qué disciplina atenerse, al igual que no temió confrontar al fetichismo del partido como órgano infalible e impugnar a aquellas direcciones y líderes que desestimaban la capacidad de auto-emancipación e iniciativa de las masas en la construcción de un horizonte socialista.

Por si hiciera falta recordarlo, desde joven se suma a una organización ya existente en su Polonia natal, Proletariado, y al poco tiempo contribuye a gestar una novedosa instancia de articulación política, el Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia, que más tarde pasará a llamarse Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania. Su traslado a Berlín es para incorporarse a las filas del Partido Socialdemócrata Alemán, y también participar de las instancias de debate en los Congresos de la Segunda Internacional (un espacio de articulación europeo y global de partidos de izquierda, en el que ocupa a lo largo de una década un lugar destacado y permanente en su Buró en Bruselas), así como en mítines en fábricas, minas y parques donde se congregaban miles de trabajadores y activistas organizados. Durante los años que milita en Alemania, y sin perder vínculo orgánico con su partido natal de Polonia y Lituania, es redactora de diversos periódicos y revistas editadas y difundidas como órganos oficiales de la socialdemocracia, y también funge de educadora en la Escuela de formación del partido. Estos espacios, por supuesto, no estaban exentos de disputas y arduas polémicas teóricas y políticas, lo que la lleva a conformar un ala izquierdista, el Grupo Internacional, que con el tiempo lleva a la creación de la Liga Espartaco y, por último, a la fundación del Partido Comunista Alemán, pocos días antes de su asesinato. Todo esto sin desmerecer su reivindicación y total acompañamiento de espacios plurales de auto-organización popular, como los soviets en Rusia y en particular los Consejos obreros y de soldados en Alemania, en plena movilización y lucha en las calles durante fines de 1918 y comienzos de 1919.

No obstante, esta insistencia teórico-práctica en ponderar la organización política como algo imprescindible para dinamizar el proyecto revolucionario al que aspira, no le impide abrirse al aprendizaje de procesos y acciones imprevistas, como la revolución rusa de 1905 o las huelgas políticas de masas que irrumpen a escala europea por aquellos años, donde partidos y sindicatos, lejos de dirigir y orientar el rumbo de los acontecimientos, van a la saga de ellos y se ven obligados a adaptarse a destiempo a sus ritmos y movimientos zigzagueantes. De ahí que Rosa sin duda exprese “el opuesto inequívoco del burócrata de partido, meticuloso, únicamente preocupado en la manutención de la máquina de la cual depende, que nunca quiere arriesgar nada, mediocre, sin imaginación, para quien la política es sinónimo de conchabos y acuerdos hechos en sordina” (Loureiro, 1999: 27).

Acaso por eso mismo haya decidido rechazar en más de una ocasión el ofrecimiento de ser “mantenida” por el partido (en tanto funcionaria “rentada”), prefiriendo vivir de manera austera, pero con la autonomía económica que le brindaba su incisiva y políglota pluma como periodista y redactora, o dando clases en la Escuela de formación creada por la socialdemocracia alemana. Y tal vez a sabiendas o por padecimiento en carne propia de aquellas dinámicas burocráticas e instrumentales, que permeaban en grado sumo la subjetividad de dirigentes y cuadros intermedios de la organización en la que militaba, es que con un dejo de ironía le confiesa a una de sus amigas, en pleno encierro como presa política, que “interiormente, me siento mucho más en mi medio en un pedacito de jardín, como ahora, o en un campo, tendida sobre la hierba, rodeada de zumbidos, que en un Congreso de partido. A usted puedo decírselo, pues sé que detrás de esto no acechará una traición a la causa. Bien sabe que yo, a pesar de todo, moriré como lo espero en mi puesto: en una lucha callejera o en el presidio. Pero, en mi fuero interno, la verdad es que me siento más cerca de los petirrojos que de los compañeros” (Luxemburgo, 1983: 68).

A pesar de esta y otras intervenciones, donde se queja de lo tediosas y burocráticas que son estas instancias, Rosa nunca dejó de apostar por la organización. Eso sí, siempre y cuando se la entendiera en constante movimiento, es decir, en tanto organización-proceso, dinámica, abierta y participativa, y no como rígida estructura de revolucionarios profesionales, ni en una clave piramidal de extremo disciplinamiento, donde una minoría de líderes lo deciden todo y una mayoría (las bases) simplemente obedece su mandato o ejecuta sus órdenes sin chistar.

Precisamente uno de los textos más sugestivos donde ella profundiza en esta cuestión es Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa, escrito en 1904 con la intención de polemizar con la propuesta de estatutos presentada por Vladimir Lenin, en el II Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR. El artículo de Rosa aparece simultáneamente en Die Neue Zeit (revista teórica de la socialdemocracia alemana) y en Iskra (órgano central del POSDR) en 1904, y constituye una dura respuesta a dos documentos elaborados por el marxista ruso: ¿Qué hacer? y sobre todo Un paso adelante, dos pasos atrás. El primero de ellos, uno de sus libros más conocidos, había sido producido antes del II Congreso del POSDR (1903), mientras que el segundo es un análisis de dicho Congreso escrito a posteriori.

Rosa entiende que no es viable una organización revolucionaria exclusivamente polaca (ya que no se trata, a esa altura, de impulsar una liberación de Polonia como “nación”, sino de confluir en un mismo proyecto emancipatorio que involucre también a la clase trabajadora rusa), por lo que las discusiones acerca de la estrategia y las formas organizativas de este flamante partido resultan prioritarias. Lo cierto es que Lenin insiste durante el Congreso en incorporar dentro de los estatutos la reivindicación del derecho a la autodeterminación, lo cual contradecía el planteo del Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania del que Rosa es parte. Ante la negativa a suprimir dicho parágrafo, los delegados polacos se retiran del Congreso, al igual que lo harán poco más tarde representantes del Bund judío.

Tras este altercado, se produce un arduo debate en torno al nivel de apertura y democracia interna, así como el grado de centralización, que debía tener la organización, y cómo eso se expresaría en sus estatutos, en particular en el punto 1 que refiere a las características específicas que debe cumplir todo integrante del partido. Esto lleva a una votación donde se genera una división entre dos sectores: el bolchevique, encabezado por Lenin, y el menchevique, representado por Martov (que significan, respectivamente, “mayoría” y “minoría” en ruso).

Pero más allá de los pormenores y el trasfondo del Congreso, lo relevante es que Rosa plantea en su escrito Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa una serie de críticas hacia los postulados formulados por Lenin, que en función de la experiencia histórica de la propia Rusia y también de varios países de nuestro continente, resultan por demás sugerentes y premonitorias, a la vez que advierte sobre ciertos peligros en los que puede caerse en caso de asumir la perspectiva propuesta por el líder bolchevique como virtuosa por definición.

Hay que tener en cuenta que Rosa acuerda plenamente con la oposición que Lenin y el grupo del periódico Iskra (La Chispa) tenían respecto de los planteamientos de la llamada tendencia “economicista”, que en Rusia negaba la necesidad de una lucha política frontal, se mostraba reticente a una organización unitaria y pretendía restringir la pelea del movimiento obrero ruso meramente a demandas reivindicativas inmediatas y sectoriales (de ahí su denominación). El eje de la polémica para ella giraba, ante todo, en torno a los principios organizativos que, según Lenin, debían regir al nuevo partido.

Luego de aclarar que “las concepciones marxistas del socialismo no se dejan aprisionar en fórmulas rígidas en ningún campo, ni siquiera en cuestiones de organización”, por lo que siempre deben adecuarse al proceso histórico y a las condiciones específicas en las que se gestan, una primera cuestión que Rosa aborda y cuestiona es lo que considera la “tendencia ultracentralista” e implacable de Lenin, donde “el comité central resulta ser el núcleo realmente activo del partido, mientras que las demás organizaciones se limitan a ser instrumentos de ejecución de sus designios” (Luxemburgo, 1978: 114). Esta concepción, dirá, no se emparenta con la desplegada por el movimiento socialista, el cual “depende de la organización y de la acción directa autónoma de las masas”, sino que es “completamente distinta” y responde a experiencias precedentes, como la jacobina y blanquista, partidarias “de la conjura de una minoría” (Luxemburgo, 1978: 115)[1].

Es importante mencionar que Rosa no impugna la necesidad de que la organización revolucionaria contemple una instancia central, sino un tipo de centralismo particular que, según su apreciación crítica, se basa “en la obediencia ciega o en la supeditación mecánica de los miembros más combativos del partido a un poder central”, y que a la vez tiende a levantar “un muro de separación entre el núcleo de proletarios conscientes, ya organizados en cuadros fijos del partido y el medio circundante, afecto por la lucha de clase y que se encuentra en proceso de ilustración respecto a sus intereses de clase”. A contrapelo, Rosa considera que estos principios responden a una estructura de tipo blanquista, de la que no resulta fructífero que se valgan las masas trabajadoras.

Rosa también rechaza la glorificación que Lenin hace de la “función educativa de la fábrica”, de acuerdo a la cual el proletariado se formaría en una disciplina compatible con la requerida en la organización socialista. “La ‘disciplina’ a la que refiere Lenin –comenta– se le inculca al proletariado no solamente en la fábrica, sino, también, por medio del cuartel y de la burocracia moderna, es decir, por medio del mecanismo general del Estado burgués centralizado” (Luxemburgo, 1978: 118). Aquí nuevamente diferencia entre aquella obediencia ciega y falta de voluntad que infunden este tipo de instancias autoritarias que se engarzan con la estructura de funcionamiento del capitalismo como sistema de explotación y opresión, y la posibilidad de una coordinación voluntaria de acciones políticas conscientes, donde lo que rige es una autodisciplina personal y colectiva, política y revolucionaria, que se vincula con métodos de lucha concertados que van a contramano del automatismo y la sumisión que impone la fábrica y la subsunción del trabajo vivo en ella.

Asimismo, el conceder un poder prácticamente omnímodo a la dirección del partido, dotada de atribuciones casi ilimitadas de intervención y fiscalización, redundaría según Rosa en exacerbar el carácter conservador y autoritario de esta instancia central burocrática, resintiendo de manera simétrica la libertad de crítica y la participación activa de las bases de la organización. De ahí que concluya afirmando de manera lapidaria que este ultracentralismo extremadamente jerárquico que propugna Lenin “no nos parece impregnado en su esencia por un espíritu positivo creador sino por un espíritu de vigilante (…) que rebaja al proletariado combativo a la condición de un instrumento dócil de un ‘comité’” (Luxemburgo, 1978: 121 y 127).

Una vez más, la apuesta es en favor del protagonismo de las masas, es decir, de una organización que lejos de asfixiar su potencial y capacidad de iniciativa, lo fortalezca desde una perspectiva revolucionaria, evitando caer en dos tentaciones o peligros que “no surgen de las cabezas humanas, sino de condiciones sociales”, y que de acuerdo a Rosa son los dos brazos de una tenaza: “la renuncia al carácter de movimiento de masas y el abandono del objetivo último, entre la recaída en la secta y la conversión en un mero movimiento reformista burgués” (Luxemburgo, 1978: 129).

El escrito culmina con una frase por demás provocativa que será sin duda un sello distintivo de la perspectiva de Rosa en los años venideros: “Digámoslo claramente: los errores cometidos por un movimiento obrero verdaderamente revolucionario, son infinitamente más fructíferos y valiosos desde el punto de vista de la historia que la infalibilidad del mejor ‘comité central’” (Luxemburgo, 1978: 130)[2].

Es sabido que no fue Rosa la única que, en ese contexto, formuló críticas a los planteos realizados por Lenin en el marco del II Congreso de POSDR de 1903. Además de otros militantes socialistas como Pável Axelrod o David Riazanov, León Trotsky impugnó sus argumentos en una tónica similar en su olvidado y sugerente libro Nuestras tareas políticas, donde además de criticar el “jacobinismo” y la concepción de partido que defiende Lenin, escribe una frase que ha quedado para la historia por su connotación visionaria, respecto de lo que, décadas más tarde, terminaría sucediendo en Rusia con el triunfo del stalinismo: “la organización del partido sustituye al partido en su conjunto, luego el comité central sustituye a la organización y finalmente el dictador sustituye al comité central” (Trotksy, 1975: 77).

Cuando las masas corren por izquierda a los dirigentes

Lo cierto es que la irrupción de la revolución rusa en 1905, que sorprende a mencheviques y bolcheviques por igual, salda en la práctica misma aquel acalorado debate gestado en el marco del II Congreso del POSDR, y es el propio Lenin quien se ve obligado a relativizar sus planteos y hasta restarles relevancia en función de la nueva e inédita coyuntura abierta en el territorio ruso. Desde su exilio en Estocolmo, vislumbra a través de las noticias que le llegan, el carácter espontáneo de las huelgas e insurrecciones que se suceden durante meses, así como el nivel de enorme radicalidad de las masas en las luchas desplegadas en el transcurso de este proceso (que llegan a crear de manera autónoma los primeros soviets, como órganos de autogobierno territorial), lo cual insta a Lenin a revisar su postura, ya que a esa altura resulta evidente que el proletariado era capaz de avanzar, por sí solo, más allá del “tradeunismo” al que –según los preceptos volcados en el ¿Qué hacer? y en Un paso adelante, dos pasos atrás– no podían trascender sino a partir del auxilio y la concientización de revolucionarios profesionales (Lenin, 1946).

A contramano de este prejuicio, desde comienzos de 1905 las masas rusas se insubordinan y despuntan como sujeto con iniciativa propia, osadía y extraordinaria creatividad, a tal punto que Rosa llega a comentar en forma irónica que “los llamamientos de los partidos apenas seguían a los levantamientos espontáneos de las masas; los dirigentes apenas tenían tiempo para formular las consignas cuando ya la masa de proletarios se lanzaba al asalto” (Luxemburgo, 1970: 56). De ahí que, tal como ha indicado Antonio Carlo, a partir de este momento Lenin se vea obligado a defender “una estructura elástica y democrática y reclama una entrada masiva de los obreros en sus filas, con el propósito de transformar en vida concreta los grises esquemas de los intelectuales” (Carlo, 1973: 330).

Por ello consideramos certera la caracterización que realiza Kurt Lenk, para quien la posición del partido vis a vis las masas populares “no la vio Rosa Luxemburgo como una relación de voluntad dirigente centralizada y de masas dirigidas, sino en que aquello que el partido hacía y podía hacer debía orientarse siempre según el movimiento propio, espontáneo de las masas populares y, en todo caso, encontraba su legitimación solamente mediante su fundamentación en el movimiento de estas masas. Las revoluciones no pueden proclamarse o desconvocarse por la decisión de unos dirigentes del partido, sino que bajo determinadas condiciones históricas irrumpen de momento, de manera espontánea, impetuosas, incontroladas” (Lenk, 1978: 178).

Esta acepción planteada por Rosa, de una organización menos vanguardista, y cuyos dirigentes populares tienen una función no desdeñable de orientar y a la vez acompañar (en paralelo a aprender de) el proceso de autoactivación de masas, se acerca a la categoría de “intelectual orgánico” que desarrolla Antonio Gramsci (1999) en sus Cuadernos de la Cárcel. Como expone Rosa en sus análisis de las huelgas de masas, la tarea de la dirección de una organización o movimiento, sobre todo en contextos de alza de las luchas, consiste en brindar cierta perspectiva asentada en el punto de vista de la totalidad y hacer comprender el conjunto del proceso, es decir, intentar adelantarse al curso de los acontecimientos y sugerir posibles rumbos de acción, sin tener jamás una plena certeza ni infalibilidad alguna, aunque sí con una búsqueda constante de orientación general de la lucha que aporte a su vez cohesión organizativa a las masas. La suya es una labor pedagógico-política de primer orden, ya que debe fijar con claridad, coherencia y resolución la táctica y los horizontes de las clases subalternas, no desde un afuera frío y remoto sino como parte activa e inmanente a la dinámica misma de la experiencia práctica.

El debate sobre la huelga política de masas y los límites del parlamentarismo

Si bien la formulación más sistemática en torno a la huelga de masas como herramienta política es la expuesta por Rosa en su libro Huelga de masas, partidos y sindicatos, nacido justamente de su experiencia directa en la última fase del proceso revolucionario en Rusia de 1905, lo cierto es que el debate alrededor de las potencialidades y límites de este método de lucha, tanto en el seno del movimiento socialista europeo como del alemán, se remontan a más de una década atrás de la publicación de este folleto en 1906. Podríamos apelar a una de las frases preferidas por ella y afirmar que, una vez más, en el principio fue la acción.

En efecto, en mayo de 1891 se produjo en Bélgica una huelga de masas para exigir reformas en el injusto sistema electoral, a la que le sucedió una de mayor envergadura en abril de 1893, tras la cual se logró una democratización parcial del voto. Al poco tiempo de esta segunda huelga, Eduard Bernstein publica un artículo en Die Neue Zeit donde, aun cuando la reconoce como posible arma de lucha, advierte que sólo debe usarse en casos excepcionales y “de forma prudente”. Entre 1895 y 1896, aparecen una serie de artículos en la revista socialdemócrata, donde se aborda y discute el tema con mayor profundidad. Entre ellos, se destaca el de Aleksander Helfand, más conocido como Parvus, titulado Golpe de estado y huelga de masas. En él retoma los planteos formulados por el viejo Friedrich Engels en 1895, para analizar las transformaciones operadas en el escenario de la lucha de clases y la complejización de las sociedades, y reivindicar a la huelga de masas como factor político de importancia en la fase por la que transita el capitalismo a fines del siglo XIX.

Ya en 1902, Rosa Luxemburgo publica sin firma un conjunto de artículos centrados en la experiencia belga. Como explica Paul Frölich, “del mismo modo que el ministerialismo en Francia, esta huelga general en Bélgica constituyó para ella uno de los ejemplos prácticos en los cuales podían ser corroboradas sus conclusiones teóricas sobre el reformismo” (Frölich, 1975: 62). En efecto, en uno de ellos, precisamente titulado La causa de la derrota, demuestra cómo la huelga general estalló sobre todo por una decisión soberana de las masas obreras, y a regañadientes terminó siendo apoyada por la dirección del partido socialista belga. Lo interesante es que, al denunciar la actitud ambivalente y conservadora de esta organización durante el proceso huelguístico, Rosa se lamenta que no haya contemplado como parte del pliego reivindicativo “al sufragio femenino”, cediendo a los intereses de los sectores liberales y clericales en el parlamento[3].

En concreto, y más allá del análisis detallado de los sucesos, el balance de esta lucha colectiva no deja para ella margen de duda alguno: “los ruidosos discursos en la cámara no podían conseguir nada. Hacía falta la presión máxima de las masas para vencer la resistencia máxima del gobierno” (Luxemburgo, 1975a: 89). Por ello, de manera frontal, el apartado con el que cierra este artículo contempla un título que funge, a la vez, de repudio total hacia una forma de hacer política donde la acción directa en las calles es sacrificada, cual Prometeo encadenado, a lo acontecido en el parlamento: “El burocratismo contra la espontaneidad”. Y como expresa en otro artículo posterior redactado en la misma tónica, esta actitud de la dirección del socialismo belga, no hace sino denotar según Rosa “una total falta de confianza en la acción de las masas populares” y un miedo extremo a la violencia ejercida por parte de ellas en las calles, como medio legítimo de la lucha de clases para conquistar derechos o evitar que sean vulnerados (Luxemburgo, 1975a: 99).

Pero al margen de estos antecedentes, será la revolución rusa de 1905 la que instale el debate en torno a la huelga política de masas como método y arma de lucha en el seno de la socialdemocracia alemana. El libro de Rosa, Huelga de masas, partido y sindicatos, busca justamente sacudir a la adormecida dirección del partido, pero también advertir a las masas de ese país que los acontecimientos ocurridos en Rusia no resultan ajenos al quehacer de la industrializada Alemania, sino que inauguran y anticipan un ciclo general de luchas basadas en esta metodología concreta y en un protagonismo descollante del proletariado. Lejos de resultar una herramienta meramente “defensiva” –como pretenden interpretar ciertos dirigentes sindicales asustadizos– ella se constituye como elemento central de la estrategia revolucionaria acorde al período histórico abierto en territorio ruso.

En este sentido, este proceso insurreccional no es el último coletazo de las revoluciones burguesas sino, antes bien, el primer capítulo de las revoluciones proletarias. Una característica distintiva para Rosa es la amplia unidad y confluencia que se produce en la práctica misma entre activistas organizados/as y sectores no organizados, diluyendo en este torrentoso océano huelguístico aquella línea divisoria tan rígida establecida por Lenin a comienzos de siglo y poniendo en cuestión la “superstición organizativa”. Junto a este rasgo, otro también novedoso es la influencia recíproca e “interacción completa” entre las luchas económicas (por reivindicaciones inmediatas) y la lucha política (en contra del absolutismo, por ejemplo), que nos reenvía a la dialéctica virtuosa entre reforma y revolución.

La primera edición de noviembre de 1906 fue requisada y destruida, pero no por las autoridades monárquicas ni a pedido del poder judicial, sino a solicitud de varios dirigentes sindicales. A pesar de este acto de tremenda bajeza, una segunda edición pudo circular profusamente e instaló con fuerza una discusión que, con los años, iba a ser clave tanto en Alemania como en el resto de Europa: qué tipo de estrategia revolucionaria era pertinente en Occidente. Si bien el nivel de conflictividad vivido inmediatamente a posteriori de los sucesos rusos menguó, lo cierto es que entre 1909 y 1910 una nueva oleada de movilizaciones de protesta y huelgas de carácter político en favor de una reforma y democratización del sistema electoral sacude a Prusia.

En esta coyuntura álgida, Rosa decide retomar la polémica y afirmar la pertinencia de sus planteos vertidos en Huelga de masas, partido y sindicatos. Pero en esta ocasión, es el propio Karl Kautsky quien arremete contra sus argumentos en las páginas de Die Neue Zeit. Rosa se cuida al comienzo de no impugnar de lleno la estrategia de la socialdemocracia, pero no deja de hacer notar que en más de una ocasión “las masas fueron contenidas” por el partido, el cual por momentos parece convertirse en un fin en sí mismo. En su respuesta crítica, Kautsky expone lo que caracteriza como “estrategia de desgaste” (contrapuesta, según él, a la “estrategia del asalto directo”), que evita todo combate decisivo prematuro, por lo que una huelga política se presenta ante este escenario como perniciosa. “Nosotros no tenemos que intensificar nuestra agitación actual en la dirección a la huelga de masas, sino que debemos hacerla ya con vistas a la próxima elección para el Reichstag”, sugiere Kautsky (Luxemburgo, 1975a: 137).

Rosa levanta el guante y le recrimina que “la socialdemocracia no es una secta constituida por un puñado de alumnos obedientes, sino un movimiento de masas en el que las cuestiones que lo agitan interiormente se hacen públicas, aunque haya quienes las quieren silenciar” (Luxemburgo, 1975a: 158). Cuestiona la idea de una huelga de masas que es visualizada por Kautsky como “un plan sorpresivo y comandado por el ‘estado mayor’”, en clara alusión a los dirigentes sindicales que pretenden ser la voz cantante y tener la decisión última en el desencadenamiento de una huelga de ese talante. Y, sin desestimar la disputa que pueda darse en la arena parlamentaria, advierte sobre la absolutización de este tipo de lucha en detrimento de las acciones callejeras y la confrontación por fuera del Reichstag.

En el intercambio de opiniones, las diferencias se tornan cada vez más agudas entre ambos, debido a que la dirección del periódico Vorwärts rechaza la publicación de un artículo de Rosa al respecto, que Kautsky también decide excluir de Die Neue Zeit. Al margen de las argumentaciones, la dirección de la socialdemocracia se posiciona en bloque en defensa de las tesis de Kautsky, y desestima los planteamientos de Rosa, a quien en intercambios epistolares definen como una “fulana” que “carece del menor sentido de la responsabilidad” y “maligna como un mono” (Nettl, 1974: 372). El debate, por supuesto, queda trunco, y Rosa rompe todo vínculo personal y político con el máximo teórico de la socialdemocracia.

José Aricó sugiere que “frente a la negación kautskiana de la insurrección, y frente al blanquismo preconizado por los teóricos de la revolución de minorías, Rosa Luxemburgo preconiza lo que ella denomina una ‘estrategia de derrocamiento’, basada en la práctica sistemática de la huelga de masas” (Luxemburgo, 1972: 8). Sin duda hay en ella una intención de tomar distancia de estos formatos que considera erróneos para afrontar los desafíos de una realidad crecientemente compleja en sus tramas societales, pero también en la que la clase trabajadora había asumido niveles de “integración” en el plano gremial y político que hacían peligrar su capacidad de cuestionamiento sistémico. Las revoluciones, para Rosa, si bien son por definición anti-definicionales, involucran no solamente niveles de fuerza favorables para las masas populares, y cambios sustanciales en un plano general, sino también rupturas, quiebres y dinámicas de confrontación vis a vis el Estado, que no se planifican en pizarrones o cerebros, ni se provocan mediante órdenes y directivas emanadas de algún comité central o estado mayor.

De acuerdo a su estrategia revolucionaria asentada en el método dialéctico, es preciso articular salto y proceso, es decir, construcción de largo aliento e irrupción violenta, acumulación de fuerzas, capacidad organizativa y autoconciencia por parte de la clase trabajadora, que precede y continúa más allá del momento bisagra del “asalto” al poder, que implica la desarticulación del núcleo burocrático-militar del aparato estatal. Por ello podemos afirmar que, para ella, el poder simultáneamente se disputa (ya que es relacional e involucra una correlación de fuerzas dinámica y cambiante), se construye (en la clave de un poder propio, autónomo y antagónico al que ostentan el Estado y las clases dominantes) y se conquista o toma (mediante el asalto y derrocamiento de esas instancias donde se cristaliza y condensa materialmente el poder burgués). De ahí que no sea en este punto específico donde ella tenga desencuentros absolutos con el bolchevismo, como muchos suponen. Jamás cuestionó el instante revolucionario[4] que hizo posible que todo el poder pase a manos de los soviets el 25 de octubre de 1917, ni lo consideró –como sí lo hizo Kautsky– un mero “golpe de Estado” vanguardista. Sí, como veremos más adelante, llamó la atención, tras aquel triunfo y la consolidación del poder soviético, que éste debía implicar también un cambio radical de los mecanismos y de las formas de ejercicio del poder, y no meramente un traspaso de ellos, en el que la democracia socialista cumple un papel fundamental.

Excursus: las raíces de la burocratización de la socialdemocracia europea

Como vimos, Rosa batalla sin descanso contra las lógicas burocráticas y crecientemente conservadoras que permean y condicionan al partido socialdemócrata alemán y a otras plataformas organizativas en gran parte del continente europeo, como los poderosos sindicatos y las cooperativas de producción y consumo. Un error común es considerar que estas prácticas y formas de proceder se han debido a discursos o teorías que incidieron en grado cada vez mayor al interior de las filas socialistas, induciendo a la burocratización y al reformismo al conjunto de la militancia. El ejemplo de Eduard Bernstein y sus hipótesis revisionistas ha sido por supuesto el más conocido, aunque por cierto no el único5. Antes de él, el propio Engels llegó a plantear ciertas propuestas y claves de intervención política en Alemania que, de acuerdo a algunas lecturas, podrían haber dado lugar a un creciente reformismo por parte del partido socialdemócrata (Engels, 2004).

A contrapelo de las variadas interpretaciones que indagan en las cuestiones individuales y hasta psicológicas del viejo Engels a la hora de explicar el por qué de la autocrítica que realiza en su Introducción de 1895 a La lucha de clases en Francia, buscando en este texto y en la relectura que de él hacen Bernstein y más tarde Kautsky una causa crucial del aburguesamiento de la socialdemocracia europea (Colletti, 1975), creemos necesario realizar un análisis crítico, que dé cuenta de los diferentes condicionamientos que dieron lugar a una teorización crecientemente escindida de la praxis revolucionaria, cuya máxima expresión se termina plasmando, en los albores del primer conflicto bélico a escala planetaria, con el voto a favor de los créditos de guerra por parte de los legisladores del PSDA.

De acuerdo a Rosa, el “oportunismo” no era algo totalmente ajeno al movimiento obrero, sino que despuntaba como peligro latente al disociar el objetivo final (la revolución) de la lucha cotidiana por reformas. Al enfocarse de manera casi exclusiva en esta última dimensión del proceso (algo que cuestiona tanto en su crítica a Bernstein como en las polémicas que entabla con el socialismo belga y con Kautsky), y perder de vista el horizonte estratégico, la socialdemocracia tiende a integrarse de manera cada vez mayor a la sociedad capitalista. Por lo tanto, el reformismo no se supera simplemente corrigiendo los posibles “errores” teóricos de intelectuales o referentes revisionistas, como por ejemplo Bernstein y Vollmar. Antes bien, es preciso entender la raíz de clase y sus fundamentos materiales últimos, que remiten a aquel olvido o negación del objetivo final, lo cual redunda en que, lejos de fortalecer la negación de la sociedad burguesa, esas conquistas parciales terminan potenciando la condición subalterna y la integración a ella[5].

Al respecto, Ernest Mandel (1973) brinda sólidas herramientas para entender el complejo proceso de burocratización sufrido por la socialdemocracia en gran parte de Europa[6]. En efecto, según el autor de El capitalismo tardío, el problema de la burocracia en el movimiento obrero se plantea como “el problema del aparato de las organizaciones obreras”. Esto significa que, en la medida en que un grupo diferenciado hace profesionalmente y de forma permanente política o sindicalismo revolucionario, existe ya de modo latente una incipiente posibilidad de burocratización del movimiento.

Siguiendo este planteo, podemos afirmar que la famosa frase del Manifiesto Comunista “los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas” estaba totalmente alejada de la realidad del Partido Socialdemócrata Alemán. Con millones de electores y miembros, centenares de periódicos y diarios, miles de sindicatos, cooperativas, bibliotecas, nucleamientos juveniles y feministas, así como decenas de militantes rentados y diputados del Reichstag, constituía sin lugar a duda una organización política y social de enorme envergadura. Frente a esta situación, surgió indefectiblemente el conflicto de la necesidad de defender lo adquirido. De acuerdo a Mandel, tras el problema de la burocratización se encuentra el de los privilegios materiales y de la defensa de las conquistas parciales obtenidas. Es desde esta óptica que debe ser entendido el creciente reformismo de los miembros del partido, y no a partir de una posible “contaminación teórica” realizada por Bernstein o Kautsky[7].

Otro factor a tener en cuenta es la evolución de la composición social y profesional de los miembros del partido. Un claro ejemplo de ello es que, a finales del siglo XIX, de la totalidad de diputados socialdemócratas miembros de Reichstag, prácticamente ninguno era obrero. Lenin utilizó en numerosas ocasiones el concepto de aristocracia obrera para referirse a este sector mayoritario en el seno de la socialdemocracia[8]. Este creciente aburguesamiento de ciertas capas del movimiento obrero europeo respondió, en buena medida, a la ausencia de estallidos revolucionarios a lo largo de todo el período que se extiende desde el cruento aplastamiento de la Comuna de Paris en 1871 hasta principios del siglo XX.

Las esperanzas de transformación social se trasladarían, según Marx y Engels, de Francia hacia Alemania. Pero a la primera gran crisis del capitalismo (1873-1887), a la que, en teoría, debía sucederle una etapa de catástrofes económicas e insurrecciones políticas, le sobreviene, por el contrario, la belle époque: un florecimiento y expansión capitalista nunca antes visto, que implicó que la industria alemana creciera entre 1893 y 1902 alrededor de un 40%.

Esto minó los ánimos de numerosos dirigentes del movimiento obrero, llevando a muchos de ellos a replantearse, tal como lo hizo Eduard Bernstein, la capacidad creciente del capital de salir airoso de las crisis periódicas que lo acechaban. En los años siguientes, el imperialismo y la acumulación por despojo en las periferias y colonias brindaría, además, un marco de contención material para las clases dominantes europeas frente a los sectores subalternos en constante crecimiento. Esta relativa (y, por supuesto, temporaria) bonanza capitalista puede, por tanto, aportar alguna explicación adicional al paulatino reformismo y burocratización de la socialdemocracia en Alemania y en gran parte de Europa.

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[1] August Blanqui (1805-1881) fue un activista francés que lideró varios alzamientos durante el siglo XIX, producto de los cuales padeció décadas de encierro en la cárcel. El tipo de organización que supo pregonar para la toma del poder fue la sociedad secreta, totalmente clandestina y en la cual sus miembros –rigurosamente elegidos– por lo general no se conocían entre sí hasta el día de la insurrección, que era definida por una élite o dirección conspirativa. Su proyecto buscó darle continuidad al ala más radical de la revolución francesa (de ahí las asociaciones entre jacobinismo y blanquismo), que tuvo a Gracchus Babeuf (1760-1797) como su máximo líder, y cuyo horizonte era un comunismo igualitarista, que dote de un contenido social y económico a la República. A través de una organización clandestina, el Comité de Insurrectos intentó realizar un levantamiento armado que fue descubierto, siendo varios de sus integrantes sentenciados a muerte. Filippo Buonarroti, uno de los sobrevivientes de la llamada “conspiración de los iguales”, publicará en Bruselas en 1828 un libro donde relata esta experiencia y su proyecto político, que tendrá una influencia muy grande en los años siguientes, tanto en sectas secretas y sociedades neobabouvistas, como en numerosos intelectuales orgánicos del incipiente movimiento obrero europeo, entre ellos el propio Marx en su etapa juvenil. No obstante, en su caso tomará distancia de la concepción tanto de Babeuf como de Blanqui, de una minoría esclarecida que asalte el poder a través de una conspiración, para privilegiar la capacidad autoemancipatoria de la clase trabajadora. Precisamente Rosa tendrá como eje a este contraste (que es organizativo, pero también responde a contextos históricos diferentes) para argumentar sus posiciones políticas.

[2] Sin duda John William Cooke (quien había leído atentamente a Rosa) cuando lanza su magistral y provocativa frase “es mejor equivocarse con el Che que acertar con Codovilla”, tiene en mente y recupera casi de forma textual a este tramo final escrito por ella en su polémica con Lenin. Para ahondar en las posibles afinidades entre ambos, véase Miguel Mazzeo (2016) El hereje. Apuntes sobre John William Cooke, Editorial El Colectivo, Buenos Aires.

[3] Emile Vandervelde, el dirigente socialista belga con el que Rosa polemiza, en su respuesta a esta crítica llega a justificar que “el partido obrero limitara momentáneamente el movimiento para la revisión de la constitución al sufragio masculino, excluyendo al femenino”, con el argumento de que esto se debió a “la gran masa de obreros que, mal que me pese [sic], era muy hostil a la introducción inmediata del sufragio femenino, por temor a que con él se prolongara la dominación de los clericales por un tiempo indeterminado” (Luxemburgo, 1975a: 92-93).

[4] De acuerdo a György Lukács, un instante es “una situación, cuya duración temporal puede ser más corta o más larga, pero que se destaca del proceso que conduce hacia ella por el hecho de que en ella se concentran las tendencias esenciales del proceso, de modo que en tal instante ha de tomarse una decisión respecto de la dirección futura del proceso. Esto quiere decir: las tendencias alcanzan una suerte de punto culminante, y según cómo se actúe en la situación dada, el proceso asume una nueva dirección, después del ‘instante’” (Lukács, 2015: 25). 

[5] 5 Es preciso reconocer que Bernstein no hace sino explicitar lo que en la
práctica ya venía aconteciendo hace varios años. Por eso el propio Ignaz
Auer, secretario del Partido Socialdemócrata Alemán y afín al planteo revisionista,
le escribe cínicamente en una carta: “Ede, eres un asno; esas
cosas no se escriben, se practican” (Vidal Villa, 1978: 41).

[6] El marxista boliviano René Zavaleta formuló este dilema en la siguiente clave: todo movimiento revolucionario debe cabalgar sobre la dialéctica que se despliega en un proceso contradictorio, condensado por un lado en luchas por reformas cotidianas y, por el otro, en una estrategia de radical cambio global que las oriente, de forma tal de ser lo suficientemente interno a la realidad que se pretende transformar de raíz, y “lo suficientemente externo [a ella] como para dejar de pertenecerle” (Zavaleta, 1987: 204).

[7] Existen, obviamente, otras interpretaciones, tanto en el seno del marxismo, como ajenas a él. Un aporte interesante, desde una perspectiva opuesta a la de Mandel, es el desarrollado por Robert Michels (2017). Debido a la extensión de este capítulo, nos remitimos simplemente a mencionarlo.

[8] Como afirma Paul Kellog (1995), la verdadera raíz de la aceptación de la vía parlamentaria al socialismo no está en el viejo Engels “sino en la realidad material de la práctica cotidiana de la socialdemocracia europea (en especial la alemana)”.

[9] Si bien fue Lenin quien desarrolló esta noción de manera acabada, Engels había expresado, más de medio siglo atrás, lo siguiente: “Parece que, después de todo, los obreros (franceses) se han aburguesado completamente por la momentánea prosperidad y por las perspectivas de la gloria del imperio” (Carta a Marx del 24 de septiembre de 1852). Pocos años después, extendería esa caracterización para referirse al “real aburguesamiento progresivo del proletariado inglés”. Como posible explicación de este fenómeno, argumentaba que “en una nación que explota al mundo entero, ello es en cierto modo de esperar” (Carta a Marx del 7 de octubre de 1858; ambas en Marx y Engels, 1973).