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“¡La tierra es de quien la trabaja!”, si trabajarla no significara perder la vida

En 1965, el gobierno de Guillermo León Valencia estableció el primer domingo de junio como día para conmemorar y reconocer al campesinado colombiano. Al mismo tiempo, su maquinaria de guerra bombardeaba y sembraba miedo, represión y muerte en los campos sobre los que crecía una resistencia campesina que pretendía darle un contenido real a las palabras vacías del gobierno. Una crónica entre fechas, derechos y mucha brega. [Foto de portada: Carolina Macías].

Recuerdo mi primera experiencia con el campo, aquel nombre que le otorgamos a un entorno natural del cual se nutre la cuota alimentaria de toda la población colombiana. Fue en el 2014, en un pedazo de tierra sobre un costado de la cordillera oriental, allí las labores se limitaban solamente al cultivo de cacao, la naranja y la mandarina, los cuales eran productos que posteriormente se bajaban; y digo bajaban porque implicaba pasar de un clima frío de montaña a uno templado en el casco urbano del municipio de Rivera, situado a 45 minutos en carretera de la capital del departamento del Huila. Las tareas se resumían en lo que se llamaría una baja producción, puesto que no estaba destinada para competir en el mercado campesino sino para sostenernos medianamente en algunos gastos específicos. Sin embargo, hasta ese momento no sabía ni me imaginaba lo que implica realmente el trabajo que a diario le dedican tanto campesinos como campesinas a la producción de sus cultivos, al trabajo de la tierra.

Gracias a la cuarentena, recientemente tuve la oportunidad de vivenciar este proceso de manera más cercana y consciente, teniendo una conexión directa con la tierra gracias al conocimiento compartido por un campesino de este territorio mediante una serie de trabajos que requerían bastante técnica: picar la tierra, empuñar el azadón, recoger la cosecha del café, arrancar la yuca, abonar la tierra y organizar los linderos para luego sembrar semillas. Todo esto, y el recorrer las veredas de allí, me llevó a estrellarme no solo con la invisibilización histórica que ha tenido el campo, sino que, a la vez, pude observar cómo estos campesinos y campesinas, sujetxs de derechos, hoy peligran y se hallan infravaloradxs, es decir, que no se les concibe como un pilar fundamental para la existencia de nuestros territorios y el tejido de nuestra sociedad, que su esfuerzo de sol a sol es mal remunerado y que sobre esta población han recaído las épocas de violencia más oscuras del país.

Tiempo atrás, por allá en 1965, durante el gobierno de Guillermo León Valencia, se había establecido el primer domingo del mes de junio como un día de conmemoración, hacia el reconocimiento y la aceptación del trabajo rural que realizan tanto campesinos como campesinas; este día, una vez al año, buscaba otorgarle mayor importancia histórica en el rol que cumplían en cuanto al sostenimiento de la seguridad alimentaria y los valores culturales rurales, pero sobre todo, su participación vital en la economía del país.

De acuerdo con la idea anterior, cronológicamente se estableció esta fecha desde una mirada institucional del campo, no pensando siquiera en su lucha política, ni en la reivindicación de la comunidad campesina, puesto que el gobierno en aquel contexto no asumía en profundidad la implementación de garantías reales para el sector agrícola. Es hasta el 17 de abril de 1996, y en otro país (Brasil), donde se retomaría el reconocimiento ya no desde un plano “otorgado” institucionalmente sino como propuesta popular, y a modo de exigencia de la clase trabajadora rural, la conmemoración a nombre del asesinato de 19 campesinos que reclamaban su acceso a la tierra, estableciendo así el Día Internacional de la Lucha Campesina.

Dentro del ejercicio de este reconocimiento a medias, en Colombia entraban en disputa una serie de derechos que buscaban —y que aún hoy se buscan— con la declaración abierta en distintas movilizaciones de la tan necesaria Reforma Agraria, en la que el Estado colombiano nunca se ha comprometido para su consolidación. Una reforma que incluso desde 1936 con la Ley 200, llamada “ley de tierras”, ya se hablaba de reavivar las consignas de atender problemáticas estructurales del campo, ligadas al dominio y la concentración de la propiedad rural, es decir, de la tenencia de la tierra, dentro de un contexto agresivo durante el periodo de La Violencia y posteriormente con el surgimiento de guerrillas, el Frente Nacional y todo lo que corresponde al marco de la historia del conflicto armado desde la década de los sesentas en adelante.

Otro acontecimiento que tuvo origen varias décadas antes de la Ley de tierras fue la Masacre de las bananeras de 1928, pero contrario a lo ocurrido en Brasil en la década de los noventas, esta no significó el establecimiento o la necesidad de posicionar el 5 y 6 de diciembre como una fecha de enaltecimiento de la lucha campesina, aunque en ambos días, según el reporte al Departamento de Estado del embajador de los Estados Unidos en Colombia, Jefferson Caffery, el número de huelguistas muertos haya superado las mil personas. Por el contrario, faltarían todavía una serie de atentados a la dignidad y la vida de la población campesina para empezar a reconocerles, en un primer momento, su papel en la sociedad y en la bonanza colombiana.

Ante esto, el papel del Estado en las ruralidades ha dejado una permanente deuda, privilegiando el “desarrollo económico” y la infraestructura de las grandes ciudades, y empujando así al campesino y a la campesina a marginarse en la periferia, dentro de los desplazamientos generados por la guerra y la pobreza. Por ello, hoy somos conscientes de que no basta el reconocimiento del otro o de la otra, si este no viene acompañado de una reparación integral y unas condiciones para el libre desarrollo de la comunidad campesina. Cada año son más los factores que impiden que el productor o la productora logren vender sus alimentos y mantenerse frente a las importaciones, las lógicas del mercado y los intereses económicos de las empresas y multinacionales, a las que el Estado defiende y facilita, desconociendo así las condiciones mínimas para el desarrollo del campo.

Más allá de esto, como otra de las tantas violencias que sufre esta población, hay que tener en cuenta que, si bien el campesino se enfrenta a la negación como sujeto de derechos por parte del Estado, la mujer campesina carga sobre sí, una violencia estructural impuesta, que desenlaza en una doble invisibilización, con el sostenimiento del hogar y sus labores domésticas en el escenario rural. Las mujeres campesinas, al igual que ocurre en el entorno urbano, se les ha dado solo el lugar de acompañantes y encargadas del cuidado del hogar y las labores domésticas. Sus trabajos no terminan siendo retribuidos en igualdad de condiciones respecto al de los hombres. Así pues, se evidencia que la mujer campesina se planta ante una doble tarea de reconocimiento: si el Estado no le atribuye su papel dentro de la familia campesina, mucho menos en su mismo entorno es pagada por las labores que realiza, siendo catalogadas como tareas por fuera del proceso de producción en la mayoría de los escenarios.

Hay que aclarar, que tanto las labores domésticas como las rurales establecen un entendimiento recíproco, lo que obliga a cuestionar el vínculo establecido entre los roles y el sexo: un claro ejemplo de esto es la importancia que se atribuye, hoy en día, a los feminismo populares con mujeres campesinas e indígenas que cumplen papeles fundamentales dentro de sus territorios, buscando no solo la erradicación del machismo y las violencias basadas en género, sino, además, dejando de lado los mitos respecto a la acción y fuerza contenida en los hombres para las diferentes actividades manuales. Estas mujeres pueden comprender perfectamente las labores dentro de la producción del campo, con una organización interna estructurada y eficaz, que en muchas ocasiones termina siendo mejor que la de los hombres. Hoy se hace un autorreconocimiento ampliado sobre esta idea de entender el campo desde la perspectiva de las mujeres y juntar esfuerzos para lograr proyectos solidarios y comunitarios.

Es pertinente resaltar que la determinación constante de la historia colombiana, es decir, el conflicto armado, no resulta lejano o distanciado de aquel escenario de la “Ley de tierras” del siglo XX. La cultura de la población campesina y su identidad se relaciona con su estrecha vulnerabilidad marcada por la violencia rural y la inequidad de oportunidades respecto a la población urbana. Al igual que recoger la cosecha, empuñar el azadón y arar la tierra, el proceso para salir del conflicto armado ha costado sembrar sobre nuestrxs muertxs, regar con lágrimas de añoranza y aprender a luchar organizadamente contra cada injusticia.

Por si fuera poco, a esto se le añade que nos encontramos frente a un gobierno que prefiere sostener intereses económicos sobre las vidas humanas, y que mientras ofrece un saludo a la bandera por el día del campesinx, ordena a militares sacudir las periferias y bombardearlas. Donde el asesinato sistemático de líderes y lideresas sociales se concentra en gran parte hacia esta comunidad, la que nos alimenta, la que nos enseña nuevas formas de vivir y resistir. Por lo tanto, el fin de este escrito, más allá de ser un reconocimiento para esta población, sumándose a la sensibilización de los tantos actos protocolarios institucionales, se extiende como una invitación o llamado a pensarnos nuevas formas de habitar el territorio para la construcción de una vida digna y, así, continuar resistiendo por unas garantías reales para coexistir en él; acompañando la movilización campesina, comprando a las economías locales, protegiendo nuestras semillas y promoviendo la soberanía alimentaria. Cultivar el amor desde la diversidad para construir una sociedad anticapitalista donde el campesino y la campesina transciendan hacia la paz y prevalezcan los ideales de la colectividad por encima del individualismo y la guerra declarada a la diferencia.