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La cárcel, un asunto de clase

El próximo 15 de octubre se conmemora en Colombia el Día Nacional de las y los presos políticos. Esta fecha evoca el asesinato del líder sindical Luis Carlos Cárdenas Arbeláez a manos del F2 y el Ejército. Como Luis Carlos, hoy son miles las personas que se oponen al encarcelamiento de personas por delitos políticos, por su condición de clase y a los abusos del sistema penitenciario en cualquier parte del mundo. 

 

La ley,

la única ley es la grieta,

la arruga,

por la que se van los regímenes.  

(Gaona, 2012)

 

Las cárceles en Colombia son un infierno. No solo la sobrepoblación actual, la falta de garantías y derechos hacen que estar privado de la libertad por sospecha o por condena sea un castigo, sino todo lo que estar ahí implica, más aún cuando el castigo ha sido utilizado como un instrumento de clase.

En Colombia existe una población aproximada de 195.809 Personas Privadas de la Libertad (PPL) en el territorio nacional, de las cuales 101.254 se encuentran recluidas en las Cárceles tipo ERON (de la Estructura de Reclusión del Orden Nacional),[1] 69.489 en prisión domiciliaria, 22.270 en centros de detención transitoria, Unidades de Reacción Inmediata (URI) o estaciones de policía, y 2.796 en cárceles de entidades territoriales.[2] De acuerdo con el Plan de intervención inmediata para el sistema penitenciario y carcelario (2023), el 57% (110.945) están condenadas y el 43% (84.864) sindicadas. Estas cifras poblaciones permiten evidenciar una preferencia de persecución judicial de clase cuando se contrasta con el nivel de formación de las PPL, de las que el 69% nunca terminó sus estudios de bachillerato. Mientras que el 5% de los reclusos son iletrados, apenas el 3% de la población carcelaria ha accedido a formación universitaria (Ministerio de Justicia y del Derecho, 2016).[3]

Las condiciones de vida de estas miles de personas se agravan con el hacinamiento que, según el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC) (2023), equivale al 24,41% en ERON y al 120.89% en centros de detención transitoria. Esto permite evidenciar, inicialmente, que las cárceles están hacinadas con las PPL de manera “preventiva” (sindicadas), es decir, aquellas que no tienen condena en firme, ya sea porque el ente acusador no cuenta con material probatorio suficiente, los procesos judiciales están detenidos por problemas en los procedimientos penales o por ausencia de una defensa que asuma su caso.

Precisamente, la situación carcelaria ha sido tema de la Corte Constitucional a través de las sentencias T-153 de 1982, T-388 de 2013 y T-762 de 2015, en las que ha calificado al sistema carcelario colombiano en un estado de cosas inconstitucionales (ECI) debido a las condiciones indignas en que deben vivir las PPL que cumplen medidas preventivas o condenas en cárceles y vulneración sistemática de los derechos humanos. La Corte advierte que para su atención se requiere de una respuesta estructural y articulada de distintas ramas del poder público.

Sin embargo, este problema crece silenciosamente a la vista de todos. Según cifras del INPEC (2020), para el 2020 por cada 100 mil habitantes 251 personas van a la cárcel, lo que quiere decir que es una situación en la que vive un gran número de colombianos, ya sea en carne propia o por algún familiar, amigo o conocido. Cabe destacar que, en Colombia, desde finales de la década de 1990, se vive una recomposición del campo penitenciario, bajo la comprensión de un “complejo industrial carcelario”, lo que ha representado un incremento significativo de la población carcelaria, la construcción de nuevas cárceles y la degradación de las condiciones de vida en su interior (Bello y Parra, 2016).

Conviene afirmar que la lógica del crecimiento carcelario se sustenta en el uso sistemático de una política criminal selectiva y punitiva, basada en un enfoque de clase que profundiza la brecha de exclusión al interior de la sociedad, teniendo como objeto predilecto para el castigo a la clase popular, especialmente a todas las personas que se expresan en contra de los gobiernos de turno y orden desigual de la sociedad [4]. Lo cual ha llevado a que las cárceles estén llenas con miles de cuerpos de personas provenientes de los sectores populares, obligadas a vivir en condiciones de hacinamiento, insalubridad, violencia e incomunicación. Esto significa la expansión de umbrales de muerte en contra de aquellas personas excluidas por el mercado y marginadas por las políticas de asistencia estatal (Wacquant, 2010; Ariza, 2011).

Desde esta arista de análisis, vale la pena preguntar ¿cuál es la función social que cumple la cárcel en una sociedad como la colombiana, en la que se ha hecho tan necesaria como la existencia misma del gobierno o el Estado? La naturalización de la cárcel parece labrada en piedra en nuestros códigos sociales, puesto que, ante cualquier situación que rompe la normalidad o la sensación de bienestar, se piensa en acudir a los garantes del orden, regularmente la policía, y en proporcionar a quienes han infringido la ley un castigo que satisfaga y retorne la “tranquilidad”.

En este sentido, es necesario entender que la cárcel es una institución profundamente ligada al castigo social y a una idea de imponer un orden social, en la que se producen formas únicas y nuevas de existencia social que sobrexponen la vida de miles de personas a un “mundo de muerte”, que consciente o inconscientemente es aprobado por la sociedad como garante del orden social, del acceso al capital y de la acumulación de riquezas (Mbembe, 2011). De manera que el castigo estatal no se reduce a la privación de la libertad, sino que configura un “espacio de muerte” como una tecnología disciplinaria dentro de las cárceles.

Entonces, el castigo, que se piensa relacionado únicamente con la privación de derechos como la libertad o la movilidad, afecta otros derechos básicos como el acceso a la educación, la salud, la alimentación y la familia. Así mismo se limita el derecho a la defensa justa, al trato digno y al libre pensamiento. En esta misma dirección, el Ministerio de Justicia, en su informe “Situación demográfica penitenciaria y carcelaria de las personas privadas de la libertad con discapacidad” (2020), afirmó que las condiciones de infraestructura carcelaria y de disposición de políticas públicas a la que son sometidas las PPL afectan no solo la libertad, sino que no les garantizan condiciones de habitabilidad y les representan una alta precariedad en el desarrollo de programas de tratamiento penitenciario, así como el acceso a programas de resocialización, a cupos de educación, al trabajo o la enseñanza, entre otros.

De modo que la cárcel se configura en un dispositivo de castigo y segregación social que mantiene a salvo los intereses privados, bajo la idea de someter a castigos a los infractores sociales. Esto, como fue señalado anteriormente, vulnera derechos y conduce al deterioro de la dignidad humana: se dan alimentos en mal estado; se niega la luz del día o el acceso al agua potable, castigo conocido en el argot carcelario como el “castigo seco” (Reyes, 2023).

Este dispositivo de control se liga al tiempo como dosificador del castigo. De acuerdo con la infracción cometida se proporciona la restricción o privación de derechos por un tiempo determinado. De esto es posible comprender que existe una racionalidad del castigo y del sufrimiento determinada por el Estado, en contra de quienes infringen la ley o subvierten los órdenes establecidos (Bello y Parra, 2016). Empero, en la comprensión ofrecida desde el Estado social de derecho, la cárcel se presenta como un lugar que misionalmente pretende “resocializar” a las personas infractoras de los acuerdos sociales y como un lugar que busca subsanar socialmente los daños causados por tales infracciones.

También es posible comprender que la cárcel es una institución representativa de un estilo de gobierno que se ha consolidado en las últimas tres décadas, dispuesta para defender el statu quo de manera violenta a través de la policía, el sistema judicial y el encarcelamiento, a costa de los derechos de los grupos sociales más vulnerables. Precisamente, decir que la justicia es funcional a los intereses de una clase no es solo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirva a sus intereses, sino porque la definición de los ilegalismos y la mediación de la penalidad hacen parte de los mecanismos de dominación ejercidos por una clase social. Con lo cual se hace posible la perpetuación de las asimetrías y las contradicciones estructurales de la sociedad, zanjando culturalmente las bases de una sociedad excluyente, que ha normalizado el uso y la expansión de la cárcel “con base en sentimientos guiados por el miedo, la venganza y los deseos de muerte” (Bello y Parra, 2015).

En síntesis, se puede entender que desde la razón del Estado, el castigo con la cárcel consiste en la negación de derechos y la precarización de la dignidad humana, racionalmente dosificada en tiempos catalogados como proporcionales a las infracciones, con lo cual se promete reajustar a los sujetos para hacerlos aptos de volver a la sociedad. También que la cárcel es un instrumento útil para el control de población que desafía los regímenes establecidos, permitiendo de esta manera aleccionar a la sociedad y limpiar el camino para el desarrollo de proyectos de despojo económico, ambiental, social, político o cultural, es decir, es de gran utilidad para la profundización del proyecto capitalista neoliberal en Colombia.

Por último, pensar en las cárceles de una sociedad es pensar en la sociedad en su conjunto, en las condiciones de humanidad que prevalecen o se han perdido. Es una posibilidad de desenmascarar el castigo que acecha como guardián de un orden clasista y abrir la ventana para pensar otras formas de tramitar las diferencias sociales y los problemas estructurales que vive la sociedad colombiana.

 

REFERENCIAS

Ariza, L. y Zambrano, R. (2012). Cárcel kapuría: las rutas del encarcelamiento de indígenas en Colombia. Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, 13(1), 157-181.

Beltrán Villegas, M. A., y Viguera, A. (2013). La vorágine del conflicto colombiano: una mirada desde las cárceles.

Bello Ramírez, J. A., y Parra Gallego, G. (2016). Cárceles de la muerte: necropolítica y sistema carcelario en Colombia. Universitas humanística, (82), 365-391.

Foucault, M. (1994). Table ronde. En M. Foucault, Dits et Écrits 1 954 – 1 988. II (31 6 -339). Paris: Gallimard.

Gaona, A. (2012). Antes de la abolición.

Iturralde, M. (2010). Castigo, liberalismo autoritario y justicia penal de excepción.

Bogotá: Siglo del Hombre, Uniandes y Pontificia Universidad Javeriana. 8. Mbembe, A. (2011). Necropolítica. España: Editorial Melusina.

Ministerio de Justicia y del Derecho. (31 de diciembre de 2016). Sistema de Estadísticas en Justicia. Recuperado el 7 de agosto de 2024, de http://www.minjusticia.gov.co/Portals/0/Ministerio/Sistemaindicadores/Sistema indicadores/indicadores-penitenciarios.htmlMinisterio de Justicia y del Derecho. (2020).

Ministerio de Justicia y del Derecho (2020). Situación demográfica penitenciaria y carcelaria de las personas privadas de la libertad con discapacidad.

Moreno Torres, A. I. (2019). El delito como castigo: las cárceles colombianas. URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad, (24), 134-149. 12. Plan de intervención inmediata para el sistema penitenciario y carcelario. (2023). https://politicacriminal.gov.co/Portals/0/Plan-Intervencion/PlanIntervencion.pdf 13. Reyes, J. A. G. (2023). Luchas en defensa de la vida. Criminalización como estrategia necropolítica en contra de las y los líderes sociales del Congreso de los Pueblos. Recurso impreso, recurso electrónico.

Wacquant, L. (2000). Las cárceles de la miseria. Buenos Aires: Manantial.

 

NOTAS

[1] Existen once Estructuras de Reclusión de Orden Nacional (ERON) en Colombia, construidas en el 2004 en el marco de las políticas de seguridad democrática iniciadas en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y continuadas por Juan Manuel Santos, con el objetivo de repartir la población carcelaria en las cárceles del país que, desde la década de los ochenta, padecían el problema del hacinamiento. Su construcción tuvo un costo de un billón de pesos, pagado del erario, y el costo de funcionamiento anual para el 2009 ascendía a 196.363 millones de pesos.

[2] De estas personas 1.370 son condenadas y 20.900 son sindicadas.

[3] Un horizonte rico de investigación es la modalidad delictiva, que para diciembre de 2016 significó el 25% de la población y el 21% por delitos relacionados con drogas ilícitas.

[4] Según Iturralde (2010:235), el “crimen no es un hecho social natural e inalterable, sino más bien la expresión de luchas sociales y luchas por el poder; de intereses opuestos y de diferentes visiones del mundo que se enfrentan entre sí”.

Autor

Soñador, investigador popular y expreso político.