Cosas de hombres…
No se nace hombre, pero se nos va la vida en serlo. Más que cuerpo y carnes, ser hombre es un abismo entre la repugnancia y el deseo. ¿Qué compromisos se adquieren con el patriarcado “haciéndose hombre”? Tetas, bisturí y la incomodidad de saberse a la enemiga. Una historia trans frente a la posibilidad “de mandar todo a la mierda”.
Es cierto que desee hacerme hombre, pero ya no lo deseo.
Comprendí rápidamente que hacerse hombre en esta sociedad es una forma de misoginia.
Por: Lina Quevedo Cerquera. Me sentía niño. Luego apareció la conciencia sobre el cuerpo, esa que se cincela a punta de palabras dulces y ásperas de mamá, de preocupaciones de la abuela, de silencios de papá y regaños de la profe. Y entre lo dicho y lo no dicho emergió la imposibilidad de ser. No era un niño y no podría serlo nunca; así que dejé de serlo y comencé a desearlo. En mi familia esto fue un secreto a voces, nunca se pudo ocultar, siempre algo me ponía al descubierto, una prenda hurtada, un comportamiento, una actividad, un pedido, un gusto. Para ese momento mi cuerpo se había convertido en un campo de batalla y el principal obstáculo para alcanzar mi deseo de ser hombre, no poder cambiarlo o solo hacerlo de manera parcial me mortificaba y la idea de las cirugías y el reemplazo hormonal solo habitaban como fantasías. Soy unx marica trans sudaca y, en los noventa, en mi país la circulación de información sobre los tránsitos entre géneros, era del orden de lo literario y no identitario. Así que cuando llegué a la universidad en la primera década del siglo XXI, el trabajo de docentes mujeres y maricas había posicionado los estudios de género en la facultad lo suficiente para poder acceder a cátedras y semilleros de investigación. Fue en el encuentro con Walter Bustamante, docente interesado en las disidencias sexuales, donde un renovado deseo por ser hombre se activó en mí. En ese momento ya era mamá y convivía con el padre de mi hijo, para el consuelo de mi familia que había confirmado con el rol de ser esposa y madre la superación de una etapa de confusión. Así que escuchar a Walter, ver películas, leer textos y conocer personas hizo que el deseo latente y a veces manifiesto por ser hombre encontrara la posibilidad de ser. Al miedo lo acompañó la certeza de luchar por ello. No había vuelta atrás. Me impuse la tarea, esta vez consciente de hacerme hombre. Progresivamente cambié la forma de vestirme, el corte de cabello y después de un tiempo empecé a hormonizarme con la ayuda de un amigo enfermero. A los meses comenzaron aparecer los primeros efectos visibles de la testosterona: voz de adolescente, algunos pelos donde no los tenía, agrandamiento del clítoris y un aumento, en mi caso, de la libido. Dejé de afeitarme las piernas, depilarme las cejas y comencé en muchos espacios a nombrarme abiertamente con pronombres masculinos. En un año había pasado de ser reconocida como una mujer machorra a ser percibido como un hombre, solo que mi nombre seguía siendo el mismo: Lina. Seguir haciendo uso del nombre legal hizo que las personas con las que me relacionaba, en distintos momentos, comenzarán a tener dificultades en asociarlo con mi nueva apariencia testomasculinizada. Para algunxs ha sido fácil esta cuestión, para una legión no lo ha sido tanto, así que después de pronunciar mi nombre se quedan en un silencio incomodo, si se equivocan utilizando pronombres femeninos se apresuran a pedir disculpas, con alguna confianza dan sugerencias de nombres masculinos que me vendrían bien o me interpelan con un sinfín de preguntas como deseando encontrar una verdad oculta. Durante un buen tiempo sentí miedo de llamarme Lina. Siempre que conocía a alguien y me preguntaba por mi nombre sentía latir más rápido mi corazón, especialmente cuando ante su incredulidad hacía que lo repitiese varias veces para eliminar cualquier duda de haber escuchado mal. No me cambié el nombre en ese momento ni ahora, porque en la construcción de mi masculinidad no era un hecho relevante. Sin embargo, la insistencia por parte de otrxs a que cambiara mi nombre y el miedo que sentía de usarlo no solo es el resultado del conflicto nunca resuelto entre lo femenino y masculino en una sociedad patriarcal, sino también la exigencia de desprenderme de una historia que no tiene por que publicitarse en el nombre, sino por el contrario, su ocultamiento es considerado muestra del éxito hacia el propósito de ser hombre, es decir, la asimilación. Así que para ser hombre hay que renunciar a cualquier modo de ser mujer y de darse una cercanía con la feminidad, esta ha de darse de manera marginal y discontinua. Pero más que el nombre, el cuerpo me robaba toda la atención. Esa carne llena de impresiones y sensaciones, zonas demarcadas de significación donde la naturaleza se funde con la cultura, lo objetivable se aúna a lo indecible, siendo cualquier delimitación imprecisa. Las tetas habían sido mi talón de Aquiles, la zona de mayor observancia e inquietud. Estas se habían desarrollado en la adolescencia más de lo que alguien transmaculinx desearía y en la adultez aun más después de amamantar. Así que cuando las personas escuchan mi nombre Lina y no pueden reconocer en el rostro a una mujer, inmediatamente bajaban su mirada a mis tetas buscando la tranquilidad que dan los lugares comunes. Durante mucho tiempo creí que la mayor dificultad de transitar radicaba en la incertidumbre de las respuestas de las personas, pero ha sido el reconciliarme con mi cuerpo, especialmente con mis tetas. Ser hombre compromete el cuerpo, el lenguaje, el pensamiento, el simbolismo y en esa medida se convierte en un modo de relacionamiento con el mundo y consigo mismo. Antes de retirarme las tetas, que hace parte del recetario medico/quirúrgico para hacerme hombre, sentí la necesidad de darme un chance con ellas. Hasta ese momento la única función importante y útil que habían desempeñado las tetas en mí había sido la de amamantar y dar placer a otrxs. Conectarme con ellas hizo parte de un proceso personal de reconciliación con mi cuerpo que no se resuelve con la cirugía. Disfrutarlas, conocerlas, exponerlas y liberarlas para renunciar a ellas ya no bajo el engaño de la disforia, del malestar que lleva la ilusión de estar en un cuerpo equivocado y la necesidad de cambiarlo.
Hace un tiempo decidí que había llegado el momento de retirarme las tetas, así que después de años de cotizar en el sistema de salud solicité la evaluación de los especialistas. La doctora mastóloga que me asignaron me negó la mastectomía aludiendo razones de orden económico. Su argumento central se basó en que mi cuerpo estaba sano y no existía ningún riesgo para mi salud que ameritara la intervención quirúrgica que estaba solicitando, con lo cual mi cirugía no tenia fines terapéuticos sino estéticos. No quiero centrarme en esta idea en particular, más que para tenerla como punto de partida hacia una reflexión personal, pero quisiera dejar claros algunos asuntos sobre los argumentos expuestos allí. En Colombia existe un reconocimiento por parte del Estado de la transexualidad como un diagnóstico clínico que debe ser asumido y tratado de manera interdisciplinaria por el Plan Obligatorio de Salud, a lo que se suma una gran cantidad de desarrollos jurisprudenciales desde inicios del 2000 que favorecen el acceso a los tratamientos médicos integrales de transexualidad a la población interesada. Otro asunto son los debates sobre el cuerpo sano en las personas transexuales. Estos tuvieron lugar desde mediados del siglo XX en el campo de la psicología y la medicina, especialmente en la psiquiatría y endocrinología, quienes tuvieron la misma inquietud que la doctora casi un siglo antes. ¿Por qué intervenir un cuerpo sano? La respuesta que se dio en ese entonces gravitaba sobre la idea de que era más fácil, de acuerdo al desarrollo científico y tecnológico de la época, adecuar el cuerpo que la psiquis. Los avances en la cirugía plástica y reconstructiva que habían dejado las guerras, así como el conocimiento acumulado sobre la intersexualidad ayudaron a dar forma a un sujeto medicalizado, el transexual, quien según los médicos de aquella época y de la actual, somos personas infelices que vemos con repugnancia ciertas características anatómicas de nuestros cuerpos y que deseamos deshacernos de ellas a como dé lugar. Este malestar es resuelto por el bisturí del cirujano. Pero aquí no es contestada la pregunta ¿por qué intervenir un cuerpo sano?, o ¿qué implica cambiar la psiquis hacia otras formas de hacerse hombres o mujeres?, o ¿si migrar hacia otros modos de hacerse persona es destruir las identidades heteropatriarcales de hombre y mujer?, o ¿solo actualizarlas? Monique Wittig dio algunas luces cuando al señalar la heterosexualidad como un régimen político asumió las relaciones entre los sexos como luchas de clases y vio la necesidad de superar las categorías de hombre y mujer en tanto hacen parte de las subjetividades producidas por el régimen heterosexual. El ser hombre es ante todo una experiencia histórica, algo que se aprende y se enseña, de ahí que su superioridad no sea natural, sino por el contrario, sus privilegios están fundamentados en relaciones sociales de subordinación y explotación. Bajo esta premisa, ¿cuál es la mejor versión del hombre?, ¿sobre cuáles estructuras del pensamiento y del lenguaje emergen las nuevas masculinidades? Pedir hombres nuevos o mejores al sistema heteropatriarcal es como pedirle al capitalismo la eliminación de las clases cuando en ellas se sustenta la acumulación y son ellas la expresión de su estructura desigual. Ahora, ante la negativa de la mastóloga de retirarme las tetas y la posibilidad de mi parte de hacer efectiva la intervención utilizando los mecanismos legales, vuelve la pregunta sobre eso de hacerme hombre y si no valdría la pena mandar todo a la mierda.