
Entre la melancolía y la utopía: las posibilidades del pensamiento crítico
A propósito de nuestro próximo número “Pensar el socialismo”, ofrecemos este adelanto elaborado por Yesica Alejandra Guzmán Sossa[1], colaboradora de Lanzas y profesora del departamento de Sociología de la Universidad de Antioquia. Nuestra época se caracteriza por un impasse melancólico que reprime toda experiencia de detenimiento y contemplación. Sin embargo, ¿cuáles son sus potenciales revolucionarios?
Todo pesimismo es un inconformismo frente a la realidad, raíz de una rebeldía de la que no podemos prescindir.
Traiciona al mundo la melancolía y lo hace justamente por mor del saber. Pero su perseverante ensimismamiento asume en su contemplación las cosas muertas a fin de salvarlas.
Walter Benjamin
Melencolia I de Albrecht Dürer es la imagen de un ángel melancólico que, mientras el mundo se destruye y se presenta en su absoluta decadencia, él observa con paciencia, sin sorpresa, sin desesperación. Está rodeado de instrumentos para intentar medir, explicar, interpretar lo que pasa. Esa es la virtud del melancólico y de su consecuente mirada pesimista: es capaz de ver con realismo la caída de la cultura y el ascenso de la barbarie, pero no desespera porque sabe que es impotente frente al mundo, frente a la sociedad como totalidad. El ángel de la melancolía conecta la racionalidad y el arte, ante un mundo que se destruye a sí mismo, pues solo puede valerse de ambas para su comprensión. Para los renacentistas la melancolía traía consigo un mayor despliegue de la genialidad artística, de la creatividad y de la ciencia, a pesar de que en la antigüedad y en la edad media se concibió como un pecado capital y como una enfermedad asociada a la bilis negra.
Walter Benjamin elogió este cuadro por ser una alegoría que representa la cualidad más rescatable del melancólico: su reflexividad. Esta reflexividad es una expresión del pensamiento negativo, pues en todo pesimismo, como ya puede advertirse con la lectura de Horkheimer[2] —influenciada por Schopenhauer—, subyace un inconformismo con lo que es la realidad, con las formas de organización de la sociedad, en contraposición a una posición afirmativa, a un optimismo ciego y complaciente ante el sufrimiento social resultado de formas de organización irracionales, en el sentido de que no están orientadas ni siquiera a la satisfacción de las necesidades humanas y mucho menos a la realización de sus potencialidades (intelectuales, artísticas, etcétera). En la tristeza del ángel está la verdad. Una verdad que no puede reconciliarse con la belleza, pues lo que se ve es todo horror. Podríamos traer aquí también a otro ángel del arte: el Angelus novus de Paul Klee. Benjamín lo interpreta como el Ángel de la historia que solo puede ver en el paso del tiempo, en el progreso, una catástrofe que ha dejado incontables víctimas. La melancolía es, desde esta perspectiva, una actitud epistemológica que intenta explicar la historia, pero no en una actitud indiferente sino empática, que es capaz de conmoverse con ese dolor, de entristecerse con aquello que es objeto de su indagación.
Esta imagen es potente y la traigo en esta ocasión porque quiero defender que el intelectual crítico, en la situación actual del desarrollo de las ciencias sociales y de la lucha del proyecto radical de izquierda frente al ascenso de la derecha en el mundo, debe tener, por lo menos parcialmente, la mirada del ángel, del melancólico, en el sentido que expongo a continuación.
El intelectual crítico debe compartir con la actitud del melancólico su capacidad para observar las relaciones sociales en su complejidad, estudiarlas con detenimiento y sin las prisas que la ideología del pragmatismo le impone. El melancólico no cae en la desesperación y por eso su actuar es lento, pausado, su tarea no se rige por las exigencias temporales del exterior. Su pesimismo expresa la certeza de que, si no está en sus manos resolver los problemas de la sociedad, al menos podrá comprenderlos. Pero su melancolía tendrá que ser, a la vez, una melancolía imaginativa, creativa, que vaya más allá de la mera contemplación.
Esto puede parecer contradictorio con la noción misma de la melancolía, pues ya Freud explicó en su sugerente texto Duelo y melancolía que a esta condición la atraviesa un impulso narcisista de volver el objeto de la falta hacia sí mismo, por eso el triste no se interesa en nada más que no sea su dolor, que no sea él mismo, entrando en un estado de ensimismamiento. El melancólico al devorar el objeto que le ha abandonado, donde ha depositado su energía libidinal, todo su amor y su dolor, al integrarlo como parte de sí, termina por abandonarse a sí mismo.[3] Sin embargo, siguiendo la lectura benjaminiana, el teórico crítico como el melancólico es consciente del objeto perdido, en este caso la posibilidad de una sociedad reconciliada, organizada racionalmente y donde hay posibilidad de desplegar la libertad humana. De modo que, ante el dolor tan insoportable de la pérdida de ese objeto (la posibilidad de la felicidad objetiva), lo devora, lo canibaliza e integra esa tristeza subjetivamente. El teórico crítico en su melancolía, una actitud aparentemente subjetiva, expresa la verdad objetiva de una sociedad en contra de sus propios individuos.
Por otro lado, el cuadro de Dürer encierra una potencia, pues parece darle a la melancolía una posición más activa, por lo menos en lo que al pensar y a la reflexión se refiere. Este elemento traducido a la cualidad que debe poseer el teórico crítico, indica que su pesimismo no le puede llevar a un inmovilismo, sino que, en ese estudio cuidadoso del mundo, en su observación e interpretación constante, en su exposición dramática, debe haber, al mismo tiempo, un principio de esperanza, que implica superar la melancolía que en principio fue condición de posibilidad para su mirada detenida frente al mundo.
El pensamiento crítico supone, entonces, asumir una mirada melancólica que le permita diagnosticar los problemas sociales, expresarlos en su tragedia y, posteriormente, en la superación de esa melancolía dar paso a una utopía concreta. La utopía concreta supone el reconocimiento de que la sociedad no está desplegando todas sus potencialidades, que ellas están contenidas y, más aún, vueltas en contra del propio objetivo de liberación y desarrollo humano. No hace falta sino pensar en la labor de la ciencia que, si bien puede con su técnica e innovaciones liberarnos de tareas agotadoras y embrutecedoras, al mismo tiempo diseña los artefactos para la propia destrucción y para la guerra. Pero todo esto no podría captarse sin cierto pesimismo constitutivo, como actitud epistemológica necesaria al pensamiento crítico. La utopía de la izquierda solo puede ser concreta si es capaz de ver la verdad descarnada de lo que el mundo es.
Esta utopía concreta implica no solo esa mirada transparente del presente, sino también una recuperación de la memoria, una presencia del pasado que es colectivo y que constituye al propio proyecto de izquierda. Esa mirada no es contemplativa, sino que es activa pues lo resignifica para pensar creativamente el futuro. La utopía supone reconstruir dialécticamente las tres formas del tiempo: pasado, presente y futuro. No hay utopía posible sin pasado o sin historia y es la melancolía una condición que permite remitirse a esa nostalgia de lo que ya no es, o está dejando de ser. Del mismo modo, en el grabado de Dürer, el ángel, como todo pesimista, parece tener la mirada en la nada, en el vacío. Esto, lejos de ser repudiable resulta potente, pues la nada es lo que no ha sido, es decir, lo que está por darse. Al representarse el mundo como nada o como vacío, el pesimista está al mismo tiempo conservando un principio de esperanza en lo que aún no existe.
Ahora bien, el intelectual crítico solo puede tomar parcialmente la actitud del melancólico en el sentido antes esbozado, pues él no puede carecer de un interés por el mundo; al contrario, su papel le exige un compromiso radical con la causa emancipatoria. Ser fiel a esta convicción le demanda al menos dos movimientos. Por un lado, una defensa teórica, conceptual, rigurosa y dinámica de la causa verdaderamente liberadora, confrontando a la ideología que subyace a los desarrollos teóricos del presente, en unos casos de manera transparente, en posturas claramente conservadoras y reaccionarias, alineadas con la derecha clasista, imperialista, homofóbica, xenófoba y defensora del neocolonialismo y, en otros casos, de manera solapada y cínica, escondida tras los trajes purificadores del liberalismo. Por otro lado, una lectura dialéctica insobornable del presente, que no solo se confronta con sus adversarios «naturales», sino que también es capaz de tomar una distancia relativa con los movimientos, partidos y, en general, las praxis que se autodenominan revolucionarias o que, en todo caso, declaran una preocupación por transformaciones parciales enmarcadas en la lucha por el reconocimiento y la redistribución, pero que terminan claudicando en el nombre de la praxis el pensamiento, la reflexión y la autocrítica.
En la historia de la izquierda ha abundado un exceso de optimismo irreflexivo y una ausencia de melancolía que le imposibilitó, en algunas ocasiones, mirarse a sí misma con los ojos de la crítica y despreciar sus prácticas totalitarias como es el caso del estalinismo. Esta melancolía que defiendo, tal y como afirma Enzo Traverso se caracteriza porque «percibe las tragedias y las batallas perdidas del pasado como un peso y una deuda, que también son una promesa de redención».[4] En este sentido, la actitud de la autocrítica no sería una mera autoflagelación y despliegue de las culpas, sino el avistamiento de otros caminos posibles para la izquierda, pues lo que está en el horizonte es, finalmente, la cuestión de la emancipación humana, la búsqueda antropológica por la felicidad. Por supuesto, esta felicidad desde una perspectiva materialista no se compromete con la eliminación absoluta del dolor, pero sí, por lo menos, con la abolición del sufrimiento innecesario y evitable que reproduce todos los días el capitalismo, por ejemplo, en el hambre y el genocidio del pueblo palestino en el nombre de la democracia y de la libertad.
Pues bien, esto le implica un momento de autoconsciencia, del reconocimiento de su lugar en el todo, el rechazo de la ingenuidad de pensar que los intelectuales son una clase por encima de la sociedad, que por su condición y relación con el pensamiento pueden abstraerse de las determinaciones de la cultura y de los procesos económicos, como lo defendió la sociología del conocimiento en cabeza de Karl Mannheim. El pensador crítico debe saber en cada momento que su función social está mediatizada. Él puede pensar, teorizar y criticar justamente en virtud del lugar que ocupa en los complejos entramados sociales y económicos. Él sabe con claridad que es también un trabajador y que, por ello, la ideología no está fuera, sino dentro. Sabe que la academia y la ciencia son también lugares para la reproducción y por ello debe mantenerse en vigilancia, reconocer los momentos de verdad y de falsedad de aquello que estudia y que le preocupa. Debe procurar su no complacencia irreflexiva ante cualquier praxis de izquierda que renuncia al pensamiento y se entrega al burdo pragmatismo, reproduciendo aquello a lo que intenta oponerse, volviendo su acción no solo infértil, sino aún más dramático: sostén de las formas de dominación. La mirada melancólica podrá librarle, parcialmente, del impulso engañoso de la acción por la acción.
Es por todo lo anterior que sostengo que el intelectual crítico, si bien practica una forma de militancia en su quehacer, pues la teoría es un momento de la práctica, en tanto no existe ningún proyecto político transformador que no requiera un momento de reflexión, de diagnóstico de los procesos sociales histórico-concretos; su militancia tiene un carácter específico, relativo, que le permite también distanciarse, no ser presa de los intereses inmediatamente partidistas o de los movimientos sociales. Esto, aunque pueda leerse por algunos como una posición poco comprometida es, de hecho, el compromiso más radical, que no le teme a la verdad sin vacilaciones, la verdad que históricamente la izquierda en toda su complejidad y sus aristas necesita, aunque a veces no quiera oírla. Por supuesto, esto no implica una posición rígida del intelectual, pues según el momento histórico, la radicalidad de su postura le implicará un mayor activismo militante o un distanciamiento con él. No creo que todo intelectual, en su acepción tradicional, tenga que convertirse en un intelectual orgánico en los términos de Antonio Gramsci. Considero que según el momento histórico y sus exigencias el intelectual tendrá que asumir un papel más activo como dirigente y organizador de luchas y, en otros momentos, la radicalidad de su tarea se circunscribe, de hecho, a su distanciamiento con la praxis que se cree liberadora, pero es realmente reproductora.
Esto es lo que sucedió con los teóricos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt que se resistieron a apoyar la perspectiva estalinsta. En cambio, se encaminaron a la desafiante tarea de recuperar una lectura marxista-hegeliana renovada, dinámica, que cuestionara la recepción dogmática y religiosa del marxismo y su instrumentalización con fines totalitarios, pero que, al tiempo, insistiera en la vigencia de este paradigma a pesar de la derrota del levantamiento espartaquista y de la censura posterior a la que fue sometida el marxismo en el campo universitario. Esto demuestra que el intelectual crítico que es fiel a su tarea no está obligado a ceder a los chantajes prácticos y puede pensar creativamente otras posibilidades. Solo la melancolía le posibilita esa distancia con las exigencias arbitrarias en la teoría y en la praxis. La melancolía se convierte en guardiana de la utopía, esto es, de la esperanza en que otro mundo, más allá de las opciones restringidas que parecen dadas, es posible.
NOTAS
[1] Magíster en Sociología y politóloga de la Universidad de Antioquia. Profesora de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia.
[2] Max Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión (Madrid: Trotta, 2000).
[3] Sigmund Freud, «Duelo y melancolía», en Obras completas, vol. 14 (1914-1916) (Buenos Aires: Amorrortu editores, 1992), 235–57.
[4] Enzo Traverso, Melancolía de izquierda (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2019), 16.