¡Todo el poder a la comunidad autoorganizada! Una conversación con Miguel Mazzeo [Primera parte]
La comunidad autoorganizada y su propuesta como una alternativa al pesimismo y el escepticismo en un mundo que parece cada vez más espantoso. Imaginar y organizar el cambio y alcanzar la felicidad a través de una dislocación de sentidos del sujeto, el territorio y la organización, a contracorriente de las fuerzas del capital, como imperativos en la estrategia de lucha. Una entrevista de Hugo Vera Miranda para Lanzas y Letras.
Estamos de vuelta en esta querida Buenos Aires que en apariencia está un poco más triste y menos iluminada este 2024, pero recorriendo sus calles y hablando con su gente, no ha perdido el brillo de otrora. Cuando parece que todo está acabado, se alza la voz de su gente para decirnos que se está repensando la forma, la manera, de atreverse a formular nuevos caminos para abordar diversas políticas para estos tiempos difíciles.
Es el caso de Miguel Mazzeo, un intelectual de pura cepa ampliamente conocido en Latinoamérica, que siempre tiene una manera nueva de enfocar la problemática argentina y latinoamericana según el contexto que impere. Hace pocos meses las editoriales El Colectivo (Argentina), Tiempo Robado (Chile) y Traficantes de Sueños (Estado Español) lanzaron su libro La comunidad autoorganizada. Notas para un manifiesto comunero. Las ediciones de Argentina y Chile traen un epílogo de Ariel Penissi y la edición del Estado Español uno de Saúl Curto-López.
Lo que sigue es una síntesis de la una larga conversación que sostuvimos con Miguel, en Buenos Aires, en la levedad celeste de una tarde de septiembre, sobre temas que, directa o indirectamente, están relacionados con su trabajo.
Hola Miguel, ¿me podrías hablar de la comunidad autoorganizada?
¿Mi libro, mi proyecto temático o la comunidad autoorganizada concretamente?
Las dos cosas, por favor.
Empecemos, si te parece, por el libro y el proyecto temático. La comunidad autoorganizada es un intento de colocar en el centro del discurso del sujeto una figura que remite a una manifestación particular del pueblo y de la clase trabajadora; de las, los y les pobres de la tierra y de las clases subalternas y oprimidas; en fin, del proletariado extenso.
Se trata de una figura diferente, aunque no necesariamente antagónica, a cualquier forma de “masa circunstancial”, o “efímera” en los términos de Sigmund Freud.
Se trata de una figura que remite a una permanencia que nos parece fundamental de cara a una transición poscapitalista: la de algunas instancias plebeyas contenedoras de solidaridades virtuosas. Instancias que resaltan las capacidades de la clases subalternas y oprimidas de sustraerse a las necesidades represivas de la sociedad capitalista y de reconstruir la sociedad sobre una base racional e igualitaria. Más que un quid pro quo del sujeto, es una manifestación del mismo. Tampoco es una figura vinculada a nociones puramente existenciales y subjetivistas del sujeto. Por el contrario, es una figura objetiva, vinculada a una cualidad universal, aunque un tanto difusa por ahora.
No se trata de una manifestación de algún agente trascendente, sino de procesos protagonizados por personas concretas: cuerpos con historias de expropiación y explotación que hacen comunidad, cuerpos que se obstinan en con-vivir y, por lo tanto, en politizarse. El capital viene haciendo trizas la integridad de los seres humanos. Niega a las culturas. Fragmenta a las sociedades y las torna descoloridas, insensibles, estúpidas y crueles, todo al unísono. Especialmente a las, los y les jóvenes. Entonces estos cuerpos, cuerpos afectivos, cuerpos rebeldes, cuerpos políticos del proletariado extenso, son el insumo indispensable para la rehabilitación de lo humano. La capacidad de resistencia de estos cuerpos sirve para preservar la voluntad popular.
La comunidad autoorganizada también es un intento de pensar la transición poscapitalista buscando evitar la idea que plantea un escenario de colapso total inevitable. O sea, tratamos de pensar las luchas sociales, la confrontación, el antagonismo sustancial, no en función del caos sistémico. El caos parece ser el entorno más favorable para el capital. Por lo menos para algunos sectores. El caos se muestra más funcional a la reproducción del sistema que a su impugnación.
Decimos caos sistémico y pensamos en un proceso histórico de descomposición de instituciones y de lazos sociales; en fin, de órdenes colectivos. ¿Quiénes se benefician y quiénes se perjudican de esa descomposición?
El caos, este caos, es la expresión de una verdadera antisociedad, y parece ser el destino irrefrenable al que conduce el mercado totalitario. De hecho, resulta muy difícil pensar una transición desde el caos. Es difícil pensar que el caos pueda dar por resultado una transformación sistémica hacia un orden superador del capital. No necesariamente ese colapso dará lugar a una transición hacia un orden justo, humano, socialista. Porque el caos del que hablamos no es simple desorden: es el reino del mal absoluto.
Sucede que este caos es, en realidad, una nueva y muy sofisticada forma de control. No es nuestro caos.
Sabemos que al capital la muerte no le llegará desde adentro. Si bien el capitalismo es un sistema que tiende a morderse la cola como la legendaria serpiente (el uróboro), no se autodisolverá. Por lo menos no sin arrastrar en su caída a la naturaleza y a toda la humanidad. Por eso, justamente, no sería una autodisolución sino un colapso total. Sería el fin del mundo, o algo muy parecido. Para exceder al capitalismo habrá que reemplazarlo por otro sistema, uno superador en todos los órdenes. No podemos ser espectadores pasivos —además de víctimas— del desenvolvimiento de las contradicciones del capitalismo. Si alguna condición material, por sí sola, hace estallar estas contradicciones, será necesaria la intervención de fuerzas sociales y políticas que le den sentido histórico a ese estallido. Debemos actuar aquí y ahora.
En esto, como en tantas cosas, intentamos seguir al amauta José Carlos Mariátegui. Él decía que el socialismo no podía ser la consecuencia automática de una bancarrota sino el resultado de un trabajo de ascensión tenaz y esforzado. Pues bien, hay que arremangarse y trabajar. Hay que comenzar a subir la cuesta, aunque sea muy empinada.
Nuestro punto de vista se contrapone a algunas corrientes aceleracionistas, entre otras, que aspiran a radicalizar el capitalismo para hacerlo estallar y producir escenarios hiperreales. Estas corrientes, de alguna manera, proponen una nueva versión (estructural, no coyuntural) de la fórmula del “cuanto peor, mejor”. Una fórmula similar a la del Marqués de Sade, dado que supone que el reino del mal es la condición para que el mal se destruya a sí mismo.
El caos genera violencia social y política, claro está. Pero no sirven las críticas abstractas a la violencia. El problema es que la violencia de este caos tiende a manifestarse como violencia unilateral ejercida por fracciones de las clases dominantes sobre las clases subalternas y oprimidas, ya sea a través de aparatos represivos estatales o privados —incluyendo a los mafiosos— y por el mercado capitalista. La sola posibilidad de una autodefensa organizada desde abajo pone coto al caos.
Finalmente, La comunidad autoorganizada desliza, subrepticiamente, una hipótesis sobre la viabilidad del optimismo histórico en esta época de desencanto del mundo, donde nos abruman los datos adversos y avanzan el escepticismo y la melancolía, donde casi todo lo que nos rodea está concebido para reducir las posibilidades vitales de los seres humanos, donde los mundos grises y miserables ganan prestigio frente a la inminencia de una catástrofe, donde leemos a Emil Cioran o Mark Fisher como escritores costumbristas, o releemos al viejo Arthur Schopenhauer en una clave similar y nos dejamos arrastrar por sus veleidades pesimistas: ¡el horror de este mundo!, ¡el tormento de la existencia!
En fin, La comunidad autoorganizada sostiene que el mundo, aunque no para de convertirse en un lugar cada vez más espantoso, alberga un sin fin de posibilidades de cambio y la posibilidad de la felicidad. Es posible imaginar y organizar una alternativa al capitalismo. Proponemos, lisa y llanamente, una revalorización de lo que aquí y ahora sostiene o recompone el vínculo entre el individuo y el cuerpo social. De todo aquello que, en las condiciones más adversas, sigue funcionando como reservorio de identidad social, cultural y política popular. Aquí se puede entrever una postura que asigna primacía a las verdades prácticas por sobre las verdades teóricas.
Y también proponemos una revalorización del sujeto humano (especialmente del sujeto subalterno y oprimido), de su autoconciencia y de su agencia frente a lo que algunas autoras y algunos autores neomaterialistas o posthumanistas denominan las “fuerzas activas de la materia” desatadas por la técnica. La técnica del capital, cabe recordar. Una técnica que, por lo general, no se ajusta a escalas humanas. Esta revalorización del sujeto va de la mano de la revalorización del territorio y la organización.
Sujeto, territorio, organización, tal vez sigan siendo necesarios como retaguardia y base de operaciones para contrarrestar la fluidez del capital y para gestionar la fluidez anticapitalista, para anhelar, buscar y luchar, para producir felicidad y dicha colectiva. Por las dudas aclaramos: el “tal vez”, es una ironía.
Reconocemos el impacto de los agenciamientos cibernéticos y sus modalidades usurpatorias. No negamos el peso de las fuerzas inanimadas en la producción de subjetividades, pero queremos debatir su carácter de agentes históricos. ¿Acaso no es la agencia del capital la que opera a través de ellas? Sus automatismos son los automatismos del capital. La tecnología que está imbricada en nuestros cuerpos es capital muerto que nos vampiriza…
Es posible que esta conversación pueda terminar como abono para la inteligencia artificial, mechada o salpicada con alguna frase de Louis Althusser o de Simone de Beauvoir, quién sabe que hará con ella, cómo la administrará…
De solo pensarlo da escalofríos… Dan ganas de dejar de hablar, de escribir, de cantar, de filmar… ¡Qué alambique siniestro! Es un espanto que casi todo lo que hacemos se convierta en alimento para el monstruo. Obviamente, tenemos que desarrollar praxis y formas de vida que dejen de reproducirlo. En algunos aspectos deberíamos actuar clandestinamente. Quiero decir: deberíamos buscar las formas de cruzar el cerco del algoritmo. ¿Lograremos conservar la potencia de las existencias marginales y anómalas, o ahí también se hará sentir la influencia del algoritmo? ¿Podremos construirnos sólidos espacios extramuros?
Aunque se nos adjudique el vicio del antropocentrismo, nos cuesta reconocer en los automatismos cada vez más sofisticados del capital una agencia inorgánica. Cuando la inteligencia artificial sea realmente autónoma del capital, de las megaempresas, del mercado omnipotente, ahí hablamos.
Creemos que sin un sujeto-humano que recobre alguna centralidad en la producción de sociedad y plantee un antagonismo sustancial con el capital, lo único que nos queda es reconocer que somos autómatas, ciborgs, zombis, es decir, que ya estamos semimuertos. Eso sería asumir que la modernidad nos trituró por completo y que jamás podremos aspirar a una existencia intensa. Que el estupor catatónico será nuestro destino inevitable. Sería reconocer que el capital es el único sujeto y los seres humanos somos sus fieles servidores. Sería reconocer que el mundo de los objetos se independizó totalmente de las personas. Sería como darle la razón (tarde) a Francis Fukuyama y afirmar que ya no hay historia, sino un acontecer plano. Sería caer en una posición derrotista. Sería decretar la muerte de la convicción, erradicar la contradicción, el antagonismo…
Bueno, ahora sí Miguel, háblame in extenso de la comunidad autoorganizada y cuál es tu visión de ella.
Hablábamos al comienzo de un intento por colocar en el centro del discurso del sujeto una figura que remite a una manifestación particular del pueblo, de la clase trabajadora, de los pobres de la tierra, de las clases subalternas y oprimidas, de un proletariado extenso. Pues bien, consideramos que la comunidad autoorganizada es la configuración material-simbólica que puede servir de punto de apoyo al sujeto en esta época de crisis civilizatoria. Puede ser el punto de partida de una nueva conciencia colectiva y de una nueva institucionalidad.
Puede pensarse como un modo de ser del sujeto subalterno y oprimido, una expresión de la clase —del proletariado extenso— y que, por lo tanto, habita en una estructura de relaciones determinadas por el capitalismo.
Las comunidades autoorganizadas —en plural— son ámbitos donde los lazos recíprocos y las ligazones afectivas no han cesado, donde subsisten virtudes populares, donde se desarrollan interacciones sociales con potentes significados. Por lo tanto, estas comunidades, nos permiten conjurar el pánico, resistir el avasallamiento cultural y abrigarnos un poco del terror.
Por ejemplo: Orlando Fals Borda hablaba de “resquicios de órdenes sociales anteriores” basados en la cooperación, el altruismo y el respeto a la vida, llamados a ser “recuperados y activados”.[1]
Alguna corriente sociológica, tal vez, definiría a las comunidades autoorganizadas como grupos funcionales. Vale. Pero no olvidemos que los grupos funcionales están determinados por los grupos estructurales —las clases sociales, por ejemplo—.
En un sentido bien básico, las comunidades autoorganizadas son ámbitos donde todavía tienen lugar las funciones básicas que según Wilhelm Reich gobiernan los procesos vitales: amor, trabajo y conocimiento.[2] En un plano más avanzado, las comunidades autoorganizadas son realidades concretas (materiales y vivenciales) que conectan con las potencialidades humanas y contrarrestan la enajenación del trabajo y los procesos tendientes a la interiorización de la dominación. Las comunidades autoorganizadas liberan energías por fuera del trabajo enajenado. En ellas la dominación capitalista tiene dificultades para imponer el fetichismo de la mercancía, por lo tanto, la forma valor no rige totalmente y no se consuma la plenitud del capital. En las comunidades autoorganizadas el trabajo tiende a recuperar las condiciones objetivas del trabajo.
Por todo esto, la figura de la comunidad autoorganizada, también remite a un modelo de democracia alternativo al modelo occidental, un modelo basado en la deliberación colectiva sobre los asuntos fundamentales y no uno delegativo y formal, centrado en aspectos superficiales.
La comunidad autoorganizada implica otro modelo de actividad económica, social, política: una praxis radical integral (pedagógica) llamada a construir el sustrato de otra acción pública, otro orden público y otro poder público —no de burbujas, de islotes—. En ella convergen la reproducción y la autonomía, la necesidad y la libertad.
La comunidad autoorganizada es la utopía concreta robinsoniana —me refiero a la propuesta del maestro Simón Rodríguez, que tiene 200 años—. Es esa parte del sueño que habita la realidad o que, simplemente, aparece como alcanzable. Es la felicidad del sueño que se reintroduce en la realidad vivida.
Principalmente, la comunidad autoorganizada es suelo fértil para que arraiguen la conciencia y las pasiones políticas. Es un espacio propicio para fundar un sujeto, para tramar la nación desde abajo, para crear un nosotres y destruir al ego capitalista. Nos atreveríamos a decir: es un contexto favorable a la voluntad de vida. ¿Acaso hay otros ámbitos más idóneos? Decimos: suelo fértil, espacio propicio, contexto favorable, ámbito idóneo… Hablamos, claro está, de una potencialidad. De algo que posee aptitudes de sobra para convertirse en región subversiva. No de mecanismos automáticos o algo por el estilo. No de sujetos y praxis disponibles de cara a los procesos de transformación radical. No de cuerpos orgánicos puros. Apostamos al rescate de la comunidad autoorganizada en un contexto histórico signado por la vida precaria que arrasa con la conciencia y las pasiones, que fragmenta a los sujetos subalternos, obtura los procesos constitutivos de un “nosotres” e impone el imperio absoluto del ego capitalista. La voluntad de vida de la que hablo es algo que deviene fundamental para cambiar radicalmente el contexto horrible en que se nos ofrece la vida.
En este contexto, las organizaciones populares y los movimientos sociales se han erigido en la última trinchera de la vida. Una vida que corre el riesgo de ser arrasada por el capital y por el proyecto de la ultraderecha que busca imponer un orden social cruel, violento y destructor de la misma convivencia social.
Las organizaciones populares y los movimientos sociales son bastiones para frenar el avance de la “plaga emocional política organizada” que expresa la ultraderecha… para combatir esta verdadera pandemia de odio que, junto con la incapacidad de felicidad propia, inocula la intolerancia a la felicidad ajena. Tomo el concepto de plaga emocional de Reich.[3] Considero que es un concepto productivo para pensar el neofascismo, el fenómeno de la ultraderecha, y, más en general, las formas actuales del irracionalismo político. Un concepto viejo, pero no anticuado.
Si me permitís, voy a apelar a la imagen, un tanto gastada, aunque muy certera, propuesta por Walter Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia[4]: no tengo dudas de que esas organizaciones y esos movimientos serán las pasajeras y los pasajeros que primero se levantarán de sus asientos —bueno, por lo general viajan de pié y en vagones atestados— para ir a apretar el freno de emergencia del tren descontrolado del capital. Claro, será necesaria mucha fuerza para activar ese freno y salvar así al género humano. Activar ese freno significa que las clases subalternas y oprimidas y sus instituciones —incluyendo las comunidades autoorganizadas— tomen la decisión de dejar de ser soportes directos o indirectos del capital. La activación de ese freno exigirá luchas encarnizadas y arduos debates. A pesar toda la evidencia acumulada, muchas personas creen todavía que la locomotora que arrastra a ese tren marcha directo al progreso y a la emancipación humana y no hacia el precipicio y la destrucción. Activar el freno de mano no significa optar por la inmovilidad, por el contrario, implica asumir una negatividad que dé lugar a un movimiento diferente; que replantee el recorrido, que tome un desvío o que, directamente, construya otra vía.
La idea de una revolución radical para nuestro tiempo se aproxima cada vez más a la imagen de Benjamín mientras se aleja de la locomotora de Karl Marx. Para evitar malentendidos: no se aleja de Marx, ¡al contrario!, solo de su metáfora ferroviaria.
¿De alguna manera, tú dices que ya no nos interesa llegar a la modernidad?
No. Ya no. ¿Para qué? Además, se trata de una falsa promesa. Una verdadera estafa. No emancipó. No hizo a los seres humanos autónomos y dueños de sus vidas. Los supuestos avances de la modernidad no han hecho más que acrecentar los peligros para la vida. Sobre todo, para la vida de las clases subalternas y oprimidas. Considero que, como meta, está devaluada. Y nunca, o muy pocas veces, fue pensada a nuestra medida. La modernidad siempre dejó al desnudo su parcialidad y su carácter eurocéntrico y clasista, siempre se reservó el derecho de admisión. Quedamos afuera… O con un pie adentro y otro afuera. Y ahora solo podrá salvarnos el pie que se mantuvo extramuros. En realidad, podríamos plantear que ya pasamos por la modernidad, con pena y sin gloria. Somos los restos del naufragio ocasionado por la tempestad de la modernidad.
La “pinche modernidad”, decía Roberto Bolaño en Los detectives salvajes[5]… Bien… Hablabas de las organizaciones populares y de los movimientos sociales como trincheras…
Sí. Como trincheras, pero también como esperanza de lo radicalmente nuevo. En las organizaciones populares y en los movimientos sociales, en algunos sindicatos, en las comunidades indígenas y campesinas, en las experiencias de la economía popular, en los comedores populares, en las tareas de cuidado que desarrollan millones de mujeres en los barrios y pueblos más pobres, en todo colectivo humano regido por la solidaridad, la cooperación, la autogestión, la deliberación colectiva, el respeto a la naturaleza —y quiero destacar especialmente el nexo entre naturaleza y comunidad autoorganizada—, en los espacios donde se crean y se administran horizontalmente valores de uso, en las innumerables ágoras improvisadas por las clases subalternas y oprimidas, ahí, justo ahí, tienen más dificultades de arraigo el fetichismo de la mercancía, la ley del valor y también el productivismo. Tampoco pueden hacer pie los principios antisociales como la competencia y el individualismo.
Sin dudas, estos son los espacios que garantizan la reproducción de la vida y resisten la expropiación. Pero esto no quita que posean una cierta duplicidad funcional, dado su rol contenedor y porque, como dice Nancy Fraser, son las moradas ocultas del capital, “los soportes ocultos de la producción capitalista”. Soportes usualmente considerados como extraeconómicos, principalmente: “Familias y comunidades, hábitats y ecosistemas, capacidades estatales y poderes públicos…”.[6]
Entonces, hay que politizar esa función, evitar que sea aprovechada —y despotenciada— por el capital y por el sistema de dominación; es decir, hay que evitar que sea convertida en una función interna de la sociedad burguesa. Se trata de politizar el terreno de la reproducción, hacer que las luchas contra la expropiación sean también luchas contra la explotación, convertir la potencia política de la humanidad y la solidaridad de las y los de abajo en poder político, en poder popular —y no en “ciencia gubernamental”—.
Pensada como sujeto histórico, la comunidad autoorganizada no es uno cuya función crítico-transformadora se explique solo a partir de sus cadenas radicales. Pesa más su potencia vital, su capacidad —humana, demasiado humana— de expresar un ser excedente. Fraser también decía que en las prácticas orientadas a la reproducción se plasman “diferentes gramáticas normativas y ontológicas que le son propias”.[7]
Por esto, entre otras cosas, la comunidad autoorganizada no debería ser considerada como una mediación destinada a extinguirse en función de la obtención de unos fines supuestamente “superiores”. La comunidad autoorganizada tiene carácter dual: inmanente y trascendente, interno y externo. Crece en el seno del orden existente, pero tiene la potencialidad de transformarlo. A partir de sus posibilidades realizables, neutraliza las relaciones sociales predominantes en este sistema inhumano e injusto. En este sentido, la comunidad autoorganizada sirve como emplazamiento de las visiones críticas y como fundamento de un proyecto revolucionario. Por lo tanto, no corresponde limitar la esfera de la comunidad autoorganizada a lo dado. Ella puede ser producida. Mejor: puede ser sembrada. Existen las semillas de comunidad autoorganizada.
Herbert Marcuse en su obra El fin de la Utopía[8] sugería invertir el camino propuesto Friedrich Engels. Así, el socialismo, en lugar de ir de la utopía a la ciencia, debía ir de la ciencia a la utopía. Si la ciencia desarrolla una conciencia sobre sí misma, sobre sus condicionamientos y sus limitaciones, si se compromete con las escalas humanas y abjura de los horizontes mercantiles y opresivos, puede llegar a asumir la utopía como meta y contribuir a la comprensión y a la transformación de la realidad, puede ayudar a la realización de la vida y a la felicidad humana. Bueno… en cierto modo la comunidad autoorganizada está en la línea de Marcuse que proponía algo que no era precisamente un retorno a Charles Fourier y a sus falansterios.
¿Y qué similitudes y diferencias existen entre la comunidad autoorganizada, tal como tú la entiendes, y la histórica comunidad organizada que propuso en Argentina el peronismo y a la que, según tengo entendido, se sigue apelando como modelo de sociedad?
Bien… las dos sintetizan representaciones muy diversas sobre realidades y normas ideales. Las dos parten de una idea de comunidad racional como medio para satisfacer necesidades y deseos. Las dos remiten a un agente integrador. Cada una a su modo, por supuesto… Luego, habría que destacar la importancia asignada la organización en ambos casos…
“…La organización vence al tiempo”, decía un famoso general…
¡La organización vence al viento!… Bueno… al margen de la metáfora, podemos afirmar que determinadas organizaciones pueden ser más fuertes que algunas concepciones que ordenan los fenómenos. ¿Acaso el tiempo es otra cosa? La organización sirve para esperar, pero ¿acaso la espera, por sí misma, es garantía de alguna victoria? No sé… Charly García decía “el tiempo es un vidrio”.
“El tiempo es un vidrio. Tu amor un faquir. Mi cuerpo una aguja. Tu mente un tapiz…”. Hermosa canción.
Afirmar que la “organización vence al vidrio” ya sería entrar en un terreno demasiado críptico. Aunque la idea de romper el vidrio (el tiempo) de un piedrazo no deja de ser tentadora. El tiempo también ha sido definido como un laberinto. “La organización vence al laberinto”. También podría ser. Es interesante esta definición, además suena más descifrable que la anterior, pero igualmente exige una reflexión más extensa. Lo podemos dejar para otra ocasión.
Lo que quiero decir es que ambas comunidades pueden pensarse como alternativas a la ley de la jungla ultraliberal. En ambos casos se concibe a la colaboración —en general— como fuente del bienestar colectivo. Pero son dos formas diferentes de “hacer sociedad”, de construir cohesión social y esfera pública. Una pone el énfasis en la verticalidad y la otra en la horizontalidad de las relaciones sociales.
La comunidad organizada está vinculada al viejo orden burgués del “encuadramiento” de las cosas y las personas, un orden centralista, estamental y jerárquico (tutelar y “pastoral”), sintetizado en la clásica sentencia: “del trabajo a casa y de casa al trabajo”. Al margen del contenido reaccionario de esa sentencia, hoy, inevitablemente, habría que preguntarse: ¿qué casa?, ¿qué trabajo? ¡Hasta el mismo traslado de un lugar a otro está en tela de juicio!; dado que el capital ni siquiera está dispuesto a aliviar las condiciones de explotación subsidiando el transporte público.
El viejo slogan peronista quedó desactualizado ante la agobiante realidad de la expropiación, el despojo y el desamparo; ante el desarrollo de formas del trabajo que no contribuyen al autodesarrollo de las personas y profundizan, en lugar de conjurar, las existencias atomizadas; ante la inviabilidad del capitalismo inclusivo.
“Mejor que decir es hacer…”
Ahí tenés… ¿ves?, ¡otro slogan peronista que está en crisis! Ya no se trata del dilema de la inautenticidad, de la incoherencia entre el decir y el hacer. El problema ahora es qué se dice y qué se hace. El problema es la inconsistencia del lenguaje y la rebaja de los objetivos.
“La única verdad es la realidad…”
La única verdad es la práctica histórica real…la única verdad es la praxis. La única verdad es la posibilidad que se puede derivar de lo real. La única verdad es la realidad concebida como sujeto autoconciente. La única verdad es…
Notas
[1] Véase: Fals Borda, Orlando, La subversión en Colombia. El cambio social en la historia, Bogotá, FICA-CEPA, 2008.
[2] Véase: Reich, Wilhelm, Análisis del carácter, Buenos Aires, Pâidos, 1957, p. 227.
[3] Véase: Reich, Wilhelm, op. cit. Según Reich lo que caracteriza al individuo agobiado por la plaga emocional es “la contradicción entre el intenso anhelo de vida y la incapacidad de encontrar una correspondiente satisfacción en la vida”, p. 221. (Itálicas en el original).
[4] Véase: Benjamín, Walter, Discursos Interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989.
[5] Bolaño, Roberto, Los detectives salvajes, Buenos Aires, Alfaguara, 2023, p. 593.
[6] Fraser, Nancy, Capitalismo caníbal. Qué hacer con el sistema que devora la democracia y el planeta, y hasta pone el peligro su propia existencia, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2023, pp. 11 y 12.
[7] Ibidem, p. 46.
[8] Marcuse, Herbert, El final de la utopía, Buenos Aires, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986.