“La comunidad autoorganizada no pretende ser restaurativa”: segunda parte de la conversación con Miguel Mazzeo
Más que la ritualización de una nostalgia romántica, la comunidad autoorganizada, a veces situada en los futuros derrotados de la historia, no debería dejar de desafiar un presente todavía injusto. El peso de las redenciones frustradas puede y debe configurar las posibilidades de convertirse en una fuerza histórica real. Presentamos la segunda parte de la conversación con Miguel Mazzeo.
Mejor volvamos. ¿Y entonces, que ocurre con la vieja comunidad organizada?
La comunidad organizada también se relaciona con un conjunto de mecanismos y enunciados totalizadores cuya función es el encubrimiento del conflicto social, concretamente de la lucha de clases. Podríamos decir que la comunidad organizada se “autopercibe” como una instancia de regulación moralista que está por encima del conflicto y de los antagonismos sustanciales.
La comunidad organizada erige una imagen idealizada del superyó: omnipotente y totalizador. Su constitución es pensada más como una obligación que como el resultado de un interés objetivo.
La comunidad organizada del peronismo histórico aspiró a eliminar el conflicto, aunque terminó regulándolo. Pretendió ejercer una función de censura que tendió a enmascarar la verdad de la lucha de clases. Hay que decir que no siempre lo logró, porque en un país como Argentina, ese tipo de comunidad instituida está expuesta, en primer lugar a los ataques de aquellos sectores de las clases dominantes que tienden a autoexcluirse de toda comunidad nacional, y luego, al desborde permanente, a los impulsos instituyentes de las clases subalternas y oprimidas, incluyendo especialmente a algunas franjas que se identifican con el peronismo y que, en ciertas coyunturas históricas, reaccionan cuando el carácter de combo inespecífico del peronismo termina jugándoles en contra.
Lo cierto es que la comunidad organizada del peronismo, a pesar de su verticalismo, a pesar su moralismo, a pesar de sus funciones disciplinadoras, no evitó la riqueza de los contactos por abajo, ni estuvo exenta del rechazo de algunas expresiones de la cultura dominante de la época. Quiero decir, el impulso asociativo de la comunidad organizada no vino solo desde arriba, desde el Estado, también vino desde abajo, desde la sociedad civil popular. Es más, considero que algunos impulsos estatales fueron resignificados desde abajo en una clave crítica del orden hegemónico.
Ahora mismo vivimos una especie de revival de la idea de la comunidad organizada. Algunos medios, no precisamente los hegemónicos, agitan esa moda. Se buscan claves políticas en el libro de Juan Domingo Perón, La comunidad organizada. Los sectores más reaccionarios del peronismo son los primeros en alistarse a la hora de apelar al modelo de la comunidad organizada, hablan de “la doctrina peronista”, de la “ortodoxia”, etc.; con retóricas antiprogresistas, conservadoras, patriarcales, apuestan a revitalizar a las corrientes más retrógradas del peronismo. Hacen el peor recorte posible de la experiencia histórica del peronismo. Despotencian sus aspectos más críticos y productivos. Mancillan una identidad histórica. Pero el modelo de la comunidad organizada también es invocado con cierta candidez —y con niveles preocupantes de debilidad ideológica y política— por una porción de la militancia joven que se autodefine como peronista o nacional-popular.
Dado que la comunidad organizada está estrechamente vinculada al capitalismo de posguerra, al capitalismo administrado por el Estado y al Estado benefactor, y considerando que el neoliberalismo prácticamente arrasó con todo vestigio del viejo capitalismo y del viejo Estado; dadas las condiciones estructurales actuales de Argentina y la situación de sus clases dominantes, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿acaso podrá reeditarse, en este contexto histórico, el viejo modelo de la comunidad organizada? ¿Querrán las clases dominantes locales formar parte de esa comunidad? Todo esto suena a ingenuidad política, a pecado de leso anacronismo.
Por su parte, la comunidad autoorganizada, básicamente, es la comunidad que se organiza desde abajo. Está vinculada a un orden descentralizador. Responde a razones horizontales y antijerárquicas. Tiene sentidos intraclasistas y no interclasistas. No es organicista. Es dialéctica. Sirve de fundamento para un pensamiento radical y no a uno conservador. Y es la base misma del autogobierno político democrático. Por ahí están las principales diferencias con la comunidad organizada.
De todos modos, pensando en procesos históricos concretos y viables (o sea: nunca lineales, nunca puros), no es descabellada la posibilidad de una transición en la que convivan, con tensiones, pero también con sinergias, las dos comunidades.
¿En la idea de comunidad no hay acaso elementos emparentados con la religión?
Algo hay, sin dudas. En especial podemos encontrar elementos emparentados con el cristianismo. Ernest Troeltsch decía que en el cristianismo siempre estuvo latente una tendencia hacia un cierto “anarquismo idealista” promotor de una comunidad de amor enfrentada a los órdenes sociales injustos, inhumanos. Digamos que Troeltsch también identificaba en el cristianismo las tendencias conservadoras, individualistas, defensoras y justificadoras de esos ordenes sociales.[1]
Creo que pareciera ser que estás hablando del peronismo… ¿O me equivoco?
Sí… ¡totalmente! Se parece mucho. Volviendo a tu pregunta sobre comunidad y religión: tenemos el caso de las primeras comunidades cristianas antes de que surja ese aparato político-burocrático (y coercitivo, claro) llamado Iglesia… Con la consolidación de la Iglesia como autoridad jerárquica y como institución, esas comunidades se convirtieron en otra cosa, aunque su imagen potente perdurará por siglos, alimentará diversas herejías —o “cuasi herejías”—.
Por ejemplo, tenemos el caso de Ulrico Zuinglio (1484-1531) que planteó, para las cristianas y los cristianos de su tiempo, una comunidad política que retomara las formas de la sociedad cristiana originaria. Hay muchísimos ejemplos de este tipo.
La imagen de las primeras comunidades cristianas seguirá siendo una referencia importante de modelo antijerárquico, deliberativo, de autogestión y de autogobierno. La Comuna de París de 1871, no resulta ajena a esta imagen. Rosa Luxemburgo dará cuenta de ella.
La organización comunitaria ha sido y sigue siendo un paradigma de organización social, pedagógica y política para algunas y algunos cristianos. Valga el ejemplo del modelo práctico de las Comunidades Eclesiales de Base.
Conviene aclarar que nuestro planteo carece de pretensiones teológicas y es absolutamente profano en un doble sentido: por no ser nuestra opinión la de un especialista y porque no consideramos el plano de una historia sagrada o trascendental. Nosotros no creemos en las acciones divinas, ni nos seduce ningún misticismo trascendental. De todos modos, sabemos que la dualidad entre lo profano y lo sagrado carece de sentido. En el caso de existir una historia sagrada, de ningún modo estaría separada de la historia profana. Un mensaje salvífico no debería tolerar la deshistorización. Entre otras cosas porque la realidad social no es indiferente a la condición humana. Los llamados valores interiores o individuales nunca se realizan al margen de la historia.
Pero la idea, o la metáfora, de que Dios solo se realiza como amor en una comunidad humana que se dedica a seguir el ejemplo de Cristo es muy potente. Lo mismo podemos plantear respecto del amor a Cristo como un ideal que exige amar al prójimo del mismo modo que él los amó —y erradicar las ansias de lucro y de beneficios individuales—, esto es: buscar a Dios en la otra/otro/otre y no en tanto en la Iglesia-institución.
También podemos tener en cuenta el principio de la creación del hombre a imagen de Dios, o la misma idea de la encarnación. Finalmente, también está la idea de la comunidad de las, los y les pobres como lugar teológico fundamental y como el ámbito principal de una dialéctica de la acción, de una praxis liberadora o salvadora. “Arranca al oprimido de la mano del opresor y no te acobardes al hacer justicia”, dice el Eclesiástico (capítulo 4, versículo 9).
No podemos soslayar esas ideas, o esas metáforas. Están asociadas a los aspectos de la religión que no nos parecen enajenantes, entre otras cosas porque remiten a una concepción horizontal, comunitaria e intramundana de la salvación, a una apertura hermenéutica. Al mismo tiempo, esos aspectos muestran que la religión no siempre es una compensación frente a la frustración política de los pueblos y que, en ciertas circunstancias históricas, puede contribuir a la formación de una conciencia social crítica. Resuena en nuestros oídos esa sentencia de la Teología de la liberación: “no hay historia de salvación sin salvación en la historia”.
Se impone un interrogante: en el caso de la comunidad autoorganizada, ¿qué elementos simbólicos pueden jugar la función que jugaba en las comunidades cristianas la presencia invisible de Cristo y la vivencia comunitaria de la fe? Bueno… hay que pensarlo muy bien. Estamos pensando en elementos generadores de lazos humanos. Elementos laicos, o religiosos, pero en un sentido no eclesial, no teocrático, elementos ajenos al fanatismo religioso que solo sirve para la manipulación.
Finalmente, el capitalismo, como sistema cristalizador de todos los egoísmos en estructuras permanentes, no deja de ser un gran pecado estructural. Volviendo al Eclesiástico: hoy más que nunca, al profundizar sus costados expropiadores —además de los explotadores—, el capitalismo viola el precepto bíblico de no quitarle al pobre su subsistencia (capítulo 4, versículo 1).
Ignacio Ellacuría hablaba de estructuras sociales e históricas que eran objetivación del pecado y de estructuras sociales e históricas que eran objetivación de la gracia.[2] Pues bien, la comunidad autoorganizada puede verse como una forma de esta segunda objetivación.
En la misma línea que la pregunta anterior: ¿en la idea de comunidad, no hay algo de la vieja idea romántica del retorno a un pasado idealizado?
Esa idea se manifiesta en algunas visiones comunalistas o, también, aunque de un modo totalmente diferente, en algunos sueños fordistas de la izquierda. Esa idea no deja de ser parte de una tradición política occidental. Por cierto, está presente desde Platón. La idea del buen salvaje, de la inocencia paradisíaca, de una edad de oro, de la supuesta plenitud del estado de naturaleza, o de una consustancialidad de los seres humanos entre sí y con la naturaleza en las sociedades llamadas primitivas (un término equívoco como pocos), el mito de la pureza original, atraviesa buena parte de la cultura política occidental. La izquierda, desde Jean Jacques Rousseau primero, y desde Karl Marx después, en reiteradas ocasiones ha puesto el énfasis en el carácter rebelde de ese salvajismo, de esa consustancialidad y de esa naturaleza. Por cierto, considero que ese gesto fue muy productivo, entre otras cosas porque contrarrestó la impronta positivista y racionalista de la izquierda.
Pero no se trata de reestablecer un estado anterior o de volver atrás hacia un pasado cosificado. No conviene lamentarse por una supuesta naturalidad perdida. No sirve idealizar entidades (cuerpos orgánicos) que se asemejan a las formas precapitalistas o capitalistas vintage. Eso sería sumamente enajenante. Porque buscaría fundar la legitimidad histórica de la comunidad autoorganizada en una especie de exterioridad presistémica. En un artículo reciente titulado “Guerras y fascismos”, Iñaki Gil de San Vicente lo expresaba de manera clara y sintética en términos teóricos: “la crisis de la subsunción real sólo puede ser resuelta superando sus causas (…) nunca retrocediendo a la subsunción formal…”.[3] La comunidad autoorganizada no pretende ser restaurativa. No necesariamente hay que apelar a la inmediatez precapitalista para pensar la abolición de la escisión entre cuerpos concretos y fuerza de trabajo. Bueno, ese es un desafío para el socialismo al que aspiramos.
Otra cosa bien diferente a la nostalgia romántica es la búsqueda de inspiración en los futuros derrotados de la historia. Futuros que en el pasado fueron bloqueados o destruidos por el poder y que no pudieron desarrollar sus capacidades de invención social, institucional y tecnológica. Esos futuros muertos vagan como fantasmas.
Hace muchos años, en un libro muy controversial y áspero, Economía Libidinal, Jean François Lyotard[4] decía que no había un afuera del capitalismo. Puede ser verdad. Pero lo que nos importa es que al interior al capitalismo hay algo disfuncional o, por lo menos, no del todo funcional, digamos: una convivencia en malos términos. O sea, en el adentro de este mundo desafortunado, habita lo autónomo, lo independiente —socialmente hablando— en sus formas más variadas. Habita, pues, lo disruptivo que instituye la posibilidad de un afuera —o de algo que puede pensarse como un afuera, como una referencia exterior—. Esas instancias disruptivas resisten la mutilación a la que nos somete el capital. No son solo islas terapéuticas en el medio de un océano de enfermedad, no son jardines cerrados, sino que son, como decíamos antes, espacios inmanentes-trascendentes, donde la utopía posee fuerza dialéctica y, por ende, no está desligada de las potencialidades del presente; en fin, se trata de espacios capaces de incendiar el océano.
A eso le llamamos comunidad autoorganizada. Podríamos decir: en Nuestra América hay muchos afuera en los adentros. Y no se trata de lugares a los que hay que regresar porque nunca nos hemos ido. Siempre estuvimos allí. O los tuvimos bien cerca. La realidad empírica muestra que hay múltiples prácticas, lógicas, en fin: praxis de las clases subalternas y oprimidas, praxis no regidas por la ley de valor y no ganadas por el ego capitalista. Están ahí, conteniendo una referencia exterior que apuntala la idea emancipatoria y alienta procesos de liberación, aunque la narrativa hegemónica no las reconozca. Aunque no parezca, aunque no siempre nos demos cuenta, nuestra realidad tiene costados subversivos. La insuficiencia de nuestros medios no es tan absoluta como parece.
La comunidad autoorganizada está adentro y afuera de los marcos del principio de realidad establecido, así puede trascenderlos y generar las condiciones para pensar otro principio de realidad. La burguesía, por su parte, tiene solo una existencia interna (dentro del sistema capitalista), por lo tanto, no puede trascenderse, solo puede degradarse y es lo que está sucediendo. La ultraderecha expresa política y culturalmente esa decadencia. Entonces, no pensamos la comunidad autoorganizada en términos de anterioridad y exterioridad, sino en términos de presente e interioridad.
¿Entonces no hay paraísos perdidos?
Creo que era Jorge Luís Borges quien decía que los paraísos perdidos son los únicos paraísos no vedados a los seres humanos. Yo creo que hay paraísos que no son los paraísos perdidos y que no están vedados a los seres humanos. Por lo menos si consideramos paraísos de escalas más modestas, no tan sobrecargados de responsabilidades. Porque las representaciones del paraíso, por ejemplo, las que están inspiradas en antiguos libros sagrados, suelen ser muy exigentes ¿verdad? Aquí debemos considerar a los paraísos de entrecasa. Es decir, existen representaciones vinculantes del entorno social no regidas por el capital.
No nos interesan los paraísos perdidos sino los paraísos inadvertidos. Paraísos inadvertidos que además están siendo amenazados por las lógicas expropiatorias del capitalismo, cercados por un sistema perverso y destructivo. La comunidad autoorganizada es, en buena medida, el paraíso inadvertido. Ese resto de socialidad solidaria —con sus lazos afectivos y libidinales— que nos queda y sobre la cual tendremos que fundar la nueva sociedad y una nueva humanidad variopinta. Son lugares y/o situaciones que nos muestran la posibilidad de que la razón y la sensualidad se reconcilien.
Decimos: hay en la sociedad actual tendencias espontáneas que rechazan las necesidades impuestas por la sociedad capitalista y anuncian una ruptura con la civilización del capital, con la sociedad represiva. Sectores que están relativamente libres de las necesidades dominantes en una sociedad represiva. Claramente, los paraísos inadvertidos son paraísos interiores concretos. Estos pueden adquirir potencialidades inusitadas cuando se retroalimentación con la imagen de los paraísos exteriores ideales.
En términos kantianos: lo posible debe contener, para ser verdaderamente posible, —además de una formalidad lógica de su no contradicción— una existencia, una realidad, un dato: eso es la comunidad autoorganizada. La existencia real, el dato concreto que contiene un posible emancipador y liberador. Entonces, la comunidad autoorganizada remite a las condiciones que hacen posible que los seres humanos podamos ganarle al principio del mal que nos habita. Pero además está la posibilidad de construir comunidad. La comunidad autoorganizada ejerce funciones preparatorias.
Eso que dices está en la línea de la frase de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles. La frase con la que introduces el libro. La traigo a colación: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio…”
Sí, de acuerdo. La segunda manera de no sufrir el infierno que propone Calvino expresa el núcleo descarnado de la idea de la comunidad autoorganizada. Pienso ahora que el libro es un intento de desarrollar esa segunda manera, un ejercicio literario para darle un cuerpo teórico, político, histórico. Esa segunda manera, claro está, exige militancia. Exige un tipo especial de militancia, compenetrada con estrategias de conocimiento en la praxis, dispuesta a cabalgar algunas tendencias espontáneas.
La izquierda anticapitalista —¿acaso hay otra?—, en líneas generales, no ha puesto demasiado empeño en buscar y reconocer quién y que, en medio del infierno, no es infierno. Presupone un sujeto ready made y con eso le basta. Le asigna un rol casi mesiánico. Después aspira a dirigirlo y a “esclarecerlo”. Asume la tarea imposible —e innecesaria y hasta contraproducente— de componerlo como un cuerpo armonioso o bello. La izquierda, también, está inhibida por sus prejuicios políticos e ideológicos. Vive paralizada por el temor de perder la que considera su condición más preciada, prácticamente la única: preservarse como reserva moral. A veces tengo la sensación de que los esfuerzos por mantener el carácter puro e incontaminado de los ideales —¿o en realidad de un dogma que además es anacrónico?— puede pensarse como una forma de compensación de la impotencia política. Paradójicamente la izquierda cae en una posición inmoral, termina atrincherándose en el lugar ético de la inoperancia. Mientras sueña con la megalópolis vanguardista perfecta no da cuenta de los parajes vanguardistas reales, medio desprolijos eso sí, pero bien reales. Mientras se aferra a un programa preconcebido e inviolable frena la construcción colectiva y, desde abajo, de un programa realista.
En fin, a la izquierda le cuesta desarrollar las praxis más adecuadas para hacer durar y darle espacio a los fragmentos que no son infierno: fragmentos de socialidad alternativa, pedazos de la nación desde abajo, pequeños territorios de tierra prometida, experiencias reales de modificación del mundo y de la vida, experiencias de autodeterminación, etc. Esto de hacer durar y darle espacio a los fragmentos que no son infierno exige una praxis de desciframiento colectivo de la realidad social y, al mismo tiempo, permite que surjan nuevas significaciones. A la izquierda le cuesta asumir esos objetivos como fundamento de su política. Le cuesta percibir el carácter revelador de las ceremonias de las y los de abajo. Por las dudas, aclaro: nos cuesta. Esta crítica es una autocrítica. Yo formo parte de ese universo extenso y variopinto de la izquierda.
Bien… De acuerdo. ¿Pero alcanza con eso para confrontar con el poder de las megaempresas, de las grandes corporaciones, en fin, con el poder del capitalismo? ¿No crees que es necesaria una alternativa, concretamente: una alternativa política?
Bueno… yo creo que sí. Es indispensable una perspectiva que torne evidentes, para la sociedad toda, los males de este tiempo. Son necesarios unos modos de enlace que den forma a lo atomizado, que generen un sentido político compartido para lo paralelo. Algo así como un común emancipatorio no basado en la uniformidad y que haga posible una totalidad fecunda y fecundante. Lo particular sensible está, pero falta la voluntad general —que no se fagocite o excluya a las sensibilidades—.
Es necesaria una alternativa articuladora de singularidades. Una red capaz de combinar energías y tramar sentidos liberadores. Necesitamos nuevos mitos articuladores. Necesitamos una conciencia lúcida que no se refugie en la seguridad de los reductos exclusivos y aporte al conjunto de las clases subalternas y oprimidas.
Es indispensable contar con un nuevo universalismo emancipador, al estilo de los universalismos liberal-republicano (en los siglos XVIII y XIX) y socialista-comunista (en el siglo XX). Al margen de sus contenidos específicos, ambos funcionaron como credos trascendentes y manantiales globales de sentido para las y los de abajo. Instituyeron horizontes generales.
Tal vez, en el tiempo que viene, Nuestra América tenga el rol principal en la creación de ese nuevo universalismo emancipador. De ser así, y a diferencia de lo que ocurrió en los últimos siglos, ya no tendremos que apelar tanto a la traducción y a la aclimatación. Por su puesto, es necesaria una alternativa política que motorice una dialéctica de la liberación.
Si queremos evitar ser arrasados por la voracidad del capital debemos pensar en términos estratégicos.
El proletariado extenso, en especial precariado (antes, desde ciertas visiones, se lo denominaba subproletariado urbano), carece de expresión política. La izquierda no encuentra el modo de erigirse en la expresión política de ese universo social tan complejo, mientras la versión filo-burguesa de la tradición nacional-popular solo sabe de representaciones políticas inadecuadas y moralizantes, representaciones que asignan invariablemente roles subordinados a las clases populares y encumbran a figuras políticas convencionales, flojas de convicciones; dirigencias políticas profesionalizadas, especializadas en surfear de la realidad. Entonces, sobreviene el fatalismo.
Una parte de la izquierda, el grueso de la izquierda partidaria te diría, sobreestima el problema de la dirección y subestima el problema del auto-desarrollo del sujeto. De ahí, considero, se derivan la idealización de la función del partido: el liderazgo es todo y el autodesarrollo del sujeto es secundario.
En sus expresiones más soberbias —que, al mismo tiempo, suelen ser las más ingenuas— la izquierda y la versión filoburguesa de la tradición nacional-popular, creen encarnar la alternativa al orden que afronta su crisis terminal, pero, en realidad, solo ofrecen variantes perimidas de ese mismo orden.
Nosotros creemos que, de cara a este objetivo principal, no son adecuados los viejos órganos totalizadores y unificadores como, por ejemplo, el partido marxista-leninista erigido en un “otro” que viene a conjurar la incapacidad de acción del sujeto subalterno y oprimido. Los discursos de izquierda no logran desprenderse del todo de sus contenidos dirigistas y disciplinarios. En la retórica de la izquierda, a veces, se desliza una especie de violencia letrada… ¿verdad?
Como quedó demostrado, tampoco sirven los frentes nacionales-populares que no son tales, sino alianzas políticas ambiguas e inestables; unidades construidas a partir de aspectos puramente negativos y reactivos, hegemonizadas y conducidas por alguna fracción de la clase dominante. Esos frentes nacionales-populares presentan dosis de nacionalismo insuficiente (y, en buena medida, retórico y hasta patriotero), que no alcanzan para afirmar la propia identidad frente a los poderes imperiales y/o transnacionales y no consiguen avances significativos en materia de autonomía nacional y regional. En cuando al contenido popular: está siempre recortado, subordinado a onerosas transacciones con la clase dominante. El proyecto de una vida digna en un planeta habitable exige intervenciones drásticas, por ejemplo, en las relaciones de propiedad y en las lógicas de la acumulación capitalista. Claro está: exige de un tipo de unidad socio-política menos laxa, construida a partir de aspectos positivos. Sin amores ni odios sustitutivos. En fin, por algo las formas tradicionales de la mediación política y sus aparatos están en crisis. Una crisis que es axiológica, teórica y práctica.
No estamos abjurando, por un absurdo principismo, ni de la forma partido ni de la forma frente nacional-popular. No descartamos la posibilidad de una reformulación de cada una de ellas. Pero debemos pensar-hacer otras formas de totalizar y unificar, desde abajo; otras formas colectivas de pensar-actuar, capaces de multiplicarse y de desencadenar procesos de ruptura y liberación; otras mediaciones de carácter transitorio.
Hace falta trazar un proyecto global que desborde los programas democráticos convencionales. Un proyecto que recupere el insigne objetivo de expropiar a los expropiadores. Un proyecto de poder. Queda claro que no consideramos al poder como algo del orden de lo patológico. Ocupamos buena parte de nuestra vida militante (nuestra vida en general) agitando la consigna del poder popular. Consideramos que sin ese tipo de proyecto es imposible comprender las contradicciones del capitalismo en su totalidad. Sin ese proyecto la insurrección deviene abstracción o insurreccionalismo y la rebeldía se queda sin causa capaz de trascender lo individual.
Creemos también que es indispensable hallar una forma de ser que permita la realización de todas las potencialidades de las comunidades autoorganizadas (y de todas las organizaciones populares). Aclaramos: realizar las potencialidades de las comunidades autoorganizadas, no realizar un ideal abstracto. De cara a ese objetivo, no sirven los esquemas políticos clásicos que tienden a interpelar a minorías. En fin, ese es otro tema. Por ahora solo tenemos la negación de lo existente. Para empezar, no está mal. En la negación misma se encuentra ya lo positivo. Es cierto que las verdades emancipatorias y liberadoras deben ser construidas colectivamente. Pero también es cierto que esas verdades no se construyen de la nada. La realidad de las comunidades autoorganizadas presenta insumos muy valiosos: retazos de esas verdades.
Me corrijo, tenemos algo más que la negación de lo existente. Hace tiempo que contamos con experiencias que han instalado la posibilidad de que el pueblo gestione su vida y sus sueños. Experiencias que nos aproximan a una visión emancipadora integral.
Por ejemplo, las comunas venezolanas, han planteado el horizonte del Estado comunal y el paradigma de la democracia comunal que, entre otras cosas, han puesto en evidencia las falencias del viejo Estado y de la democracia convencional. También han puesto en evidencia las limitaciones del actual gobierno como sostén de un proyecto emancipatorio radical. Dicho esto, al margen de las consideraciones geopolíticas sobre las que no hay mucho que discutir si se parte del reconocimiento del hecho imperialista y de la realidad del neocolonialismo. En ese aparente oxímoron del Estado comunal subyace una clave dialéctica que puede ser muy productiva.
Por supuesto, también está el ejemplo del neozapatismo mexicano, con sus Caracoles y sus Juntas de Buen Gobierno; del Partido de los Trabajadores de Kurdistán y su confederalismo democrático; del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra del Brasil, entre otros. Asimismo, cabe destacar algunas iniciativas político-sociales como el Congreso de los Pueblos de Colombia o Ciudad Futura en la ciudad de Rosario, en Argentina. Hay muchos ejemplos más. Sería muy largo de enumerar.
Finalmente, contamos con una referencia importantísima a nivel mundial: la Red Internacional por la Democracia Comunal, que celebrará su Tercer Congreso en Barcelona, a fines de octubre de este año, Participan de esta Red organizaciones de varios países: de Argentina, Cataluña, Chile, Colombia, Euskal Herria, Kurdistán, México, Venezuela, entre otros. Todas las organizaciones que integran la Red se sustentan y promueven valores como la solidaridad, la cooperación, la autogestión, la empatía, la fraternidad, la generosidad, la ayuda mutua, la colaboración y co-implicación. Todas están abocadas a la construcción de comunidad autoorganizada y poder popular, por distintos medios y en distintas esferas del quehacer.
¿Quieres agregar algo más?
Solo una cosa más que no mencioné antes, por lo menos no de manera explícita. Las comunidades autoorganizadas son las realidades concretas que pueden contrarrestar los efectos de la apariencia engañosa impuesta por el sistema capitalista, esa que presenta a las personas radicalmente separadas unas de las otras, en especial a todas aquellas que no llevan existencias materiales y sociales opuestas. Pero es fundamental que la comunidad autoorganizada, como sujeto, pueda racionalizar sus propias potencialidades. Solo así madurará y podrá convertirse en una fuerza histórica real.
Notas
[1] Troeltsch, Ernest, The social teaching of the christian churches, London, Allen & Unwin, 1931, Vol. I, pp. 80-82. Citado por: Martín-Baró, Ignacio, Psicología de la liberación, Madrid, Editorial Trotta, 1998, p. 205.
[2] Véase: Ellacuría, Ignacio: “Historicidad de la salvación cristiana”. En: Ellacuría, Ignacio y Sobrino, John (editores), Mysteriuym liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Madrid, Trotta y San Salvador: UCA Editores, Volumen 1, 1990, p. 356.
[3] Gil de San Vicente, Iñaki: “Guerras y Fascismos”. En: https://rebelión.org/guerras-y-fascismos/
[4] Veáse: Lyotard, Jean-François, Economía libidinal, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1990.