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En conmemoración del estudiante caído, pero nunca vencido

El 8 y 9 de junio es un episodio de la historia colombiana que se ha escrito con la sangre estudiantil y popular. ¿Cómo hacer memoria de estos fatales acontecimientos? El 8 y 9 vive, aún, en cada lucha estudiantil.

Mi voz, la que está gritando

Mi sueño, el que sigue entero

Y sepan que solo muero

Si ustedes van aflojando

Porque el que murió peleando

¡Vive en cada compañero!

Pepe Guerra, Milonga del Fusilado.

 

A lo largo de la historia, lxs estudiantes han adoptado posiciones críticas y certeras frente a diversos sucesos nacionales e internacionales que son asumidos, al fin y al cabo, como luchas propias. De esta manera, llevando sus inquietudes por fuera de las herméticas aulas, lxs estudiantes han luchado por la democracia, la justicia, la libertad de los presos políticos, la paz, en contra de políticas neoliberales e, incluso, por la liberación del pueblo palestino. En ese sentido, lxs estudiantes —y más aún de instituciones públicas— abanderan luchas que comprenden no solo al mundo universitario, sino también las que provienen del mundo campesino u obrero, que no les son para nada ajenas. En medio de luchas tan amplias y complejas, que buscan atacar directamente a los privilegios e intereses de los poderosos, miles de estudiantes han recibido golpizas, acoso y, otros tantos, lastimosamente, han sido asesinados por las balas de la fuerza pública o el paramilitarismo. Para no ceder ante el olvido, el 8 y 9 de junio ha fungido como dispositivo de la memoria estudiantil: se conmemora año tras año como el “Día del estudiante revolucionario y caído”.

Para comprender mejor esta conmemoración, es necesario remitirse al año 1928. En el periodo presidencial de Miguel Abadía se había iniciado una extensa producción de banano en la zona del Magdalena que atrajo a forasteros que querían participar de esta actividad económica y que, posteriormente, terminó en el establecimiento de la tristemente célebre United Fruit Company, una multinacional estadounidense que se apropió de la exportación del banano y que controló el ferrocarril de Santa Marta. El negocio iba bien para los gringos: ganaban y acumulaban dinero gracias al banano colombiano, a la vez que el nivel de vida de los trabajadores era lamentable. Las tensiones entre los trabajadores y los patrones crecían. En diciembre de 1928 se llevó a cabo una gran huelga que terminó en la sangrienta intervención del Estado para reprimir a los trabajadores y que dejó un incierto número de víctimas.

Así pues, en junio de 1929 estudiantes universitarios se dirigieron a las calles para tratar de forzar la renuncia del ministro de guerra y del director de la Policía Nacional: Ignacio Rengifo y el general Carlos Cortés. Ambos estuvieron directamente implicados en la Masacre de las bananeras ocurrida unos meses atrás. Finalizando la jornada del 7 de junio, Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de la Universidad Nacional de Colombia y miembro de la Asociación Nacional de Estudiantes, fue asesinado por la espalda mientras se dirigía a su residencia cerca del Palacio presidencial. Fue así como “con su sangre se escribió la primera página de la historia del movimiento estudiantil en el presente siglo” (Medina, 2016, p.177).

Al día siguiente del vil asesinato de Gonzalo, unas 40.000 personas acompañaron su cuerpo hasta el Cementerio Central de Bogotá. Como lo narra Germán Arciniegas (1982): “detrás de la universidad marchaba la república. Había dolor en el silencio, y la alegría de juntar a todas las almas de Dios” (p.183). Gonzalo, más que ser un estudiante asesinado, se volvió un símbolo de lucha por la vida y un recordatorio de que “la voz que grita nos interpela desde una penumbra enmudecida” (Gómez, 2019, p.30). Así, el asesinato de Bravo fue el suceso que despertó en el estudiantado la necesidad de hacer “memoria desde abajo” en contraposición a la “memoria desde arriba”, en la que sectores políticos —principalmente del liberalismo— buscaban instrumentalizar su muerte por motivos esencialmente electorales, teniendo en cuenta la cercanía de las elecciones presidenciales del 1930 (Díaz, 2012). En ese sentido, las reivindicaciones desde abajo iniciaron con el acompañamiento popular del cadáver de Gonzalo y después siguieron, por ejemplo, con la difusión de la revista 8 de junio, cuyo primer número declaraba:

El 8 de junio de 1929 marcó nuestra fecha definitiva. A partir de ese día, todo el panorama que presentaba la nueva generación ha cambiado totalmente […]. El día en que habíamos de levantarnos, recogidas en un solo haz las voluntades para dar el grito de alarma. Un incidente sin trascendencia considerable determinó el movimiento. La juventud, sacudiéndose en su sueño, súbitamente adoptó una posición resuelta. Y para mostrarlo, decidió, si era llegado el momento, ir hasta el sacrificio (Díaz, 2012, p.166).

De esta manera, los años pasaban y se volvió costumbre en la Universidad Nacional realizar “peregrinaciones” en las que estudiantes, profesores, e incluso el rector de ese momento, caminaban hasta la tumba de Gonzalo para llevarle flores y pronunciar discursos en su honor, a la vez que se discutían las posiciones del estudiantado frente a las coyunturas presentes (Díaz, 2012).

Veinticinco años después del asesinato de Gonzalo Bravo y en medio de un tenso ambiente político por cuenta del gobierno de Rojas Pinilla, un grupo de estudiantes se dirigió al cementerio central para conmemorar al compañero caído. Cuando regresaban al campus de la Universidad Nacional en Bogotá, se encontraron con una patrulla militar parqueada sobre la calle 26, de la que salieron varios agentes de la fuerza pública para ingresar a los predios de manera provocadora. Lxs estudiantes respondieron a la presencia de la policía con insultos y chiflidos. Estos últimos dispararon y asesinaron al estudiante de medicina y filosofía Uriel Gutiérrez. Sus compañeros, indignados y entristecidos, “untaron sus pañuelos y corbatas con la sangre del estudiante caído, alzándolas como banderas” (Díaz, 2012, p.184). Luego de cubrir el cuerpo de Uriel lo llevaron al Pabellón Nacional.

Al día siguiente varias universidades se organizaron para manifestarse en contra del asesinato de Uriel, pero al llegar a la carrera 7 con calle 13, un grupo de militares impidió el paso, lo que resultó en un enfrentamiento con lxs estudiantes que intentaban avanzar. Ante esto, el escuadrón militar del Batallón Colombia que había regresado de Corea sediento de sangre empezó a disparar contra de lxs estudiantes asesinando a un civil, Hernán Ramírez, y a otros nueve estudiantes: Álvaro Gutiérrez Góngora, Hugo León Velásquez, Hernando Ospina López, Hernando Morales Sánchez, Elmo Gómez Lucich, Jaime Moore Ramírez, Rafael Chávez Matallana, Carlos J. Grisales y Jaime Pacheco. El último “alcanzó a escapar por la avenida Jiménez, pero fue alcanzado por los militares y asesinado deliberadamente” (Archivos del Búho, 2020, p.8). El Gobierno negó tener responsabilidad en los hechos y la investigación de los militares llevó a la impunidad y a que se alimentara la retórica del movimiento estudiantil como parte de la subversión.

Esta masacre sucedida en junio de 1954 marcó profundamente a estudiantes del país, quienes se motivaron a organizarse nacionalmente en la Federación de Estudiantes Colombianos bajo una consigna fuertemente antimilitarista. “Comenzaba así la invención de otra tradición política que se proyectará varias décadas después, y que incluso aún hoy perdura en los ambientes universitarios y de secundaria del país” (Díaz, 2012, p.186).

Casi 20 años después, el 8 de junio de 1973 en la Universidad de Antioquia se realizaba una asamblea general en el Teatro Popular Camilo Torres en la que se acordó que estudiantes y profesores se movilizarían hacia el centro de Medellín. En el desarrollo de la manifestación en la calle Barranquilla, Maximiliano Zapata, agente secreto del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), empezó a disparar al aire para dispersar la marcha y evitar que quemaran un carro de Empresas Varias de Medellín. Uno de los proyectiles impactó en Luis Fernando Barrientos, estudiante de ciencias económicas, acabando inmediatamente con su vida. El cadáver de Barrientos fue llevado a la rectoría de la Universidad y sus compañerxs custodiaron su cuerpo durante varias horas hasta que, en sospechosas circunstancias, el bloque donde estaban se empezó a incendiar y la fuerza pública entró a la universidad (Rojas, 2018). Hoy, la plazoleta central de esta universidad recibe el nombre de “Barrientos” en memoria de este fatídico hecho.

En el año 1982, finalizando el régimen represor y violento de Julio César Turbay, un grupo de ocho estudiantes de la Universidad Nacional y de la Universidad Distrital en Bogotá, junto con tres campesinos y dos trabajadores, fueron acusados de secuestrar y asesinar a los hijos del narcotraficante Jader Álvarez. “Bajo este pretexto el grupo paramilitar MAS y miembros del F-2 orquestaron la desaparición forzada de estas 13 personas” (Archivos del Búho, 2020, p.12). Los primeros secuestrados fueron los hermanos Sanjuan Arévalo. Una vez llevados a la casa de Álvarez en el barrio el Chicó en Bogotá fueron torturados y desaparecidos. Este procedimiento fue repetido con las otras 11 personas: Pedro Pablo Silva, Orlando García, Edgar Helmut, Rodolfo Espitia, Gustavo Campos, Hernando Ospina, Rafael Prado Useche, Francisco Antonio Medina, Edilbrando Joya, Bernardo Heli Acosta y Manuel Darío Acosta. Este acontecimiento es conocido como el Caso Colectivo 82, que aún resuena en los diversos espacios universitarios.

La violación a los derechos humanos de los estudiantes a manos del Estado y sus agentes no cesaba. Tan solo dos años después, en mayo de 1984 fue asesinado en Cali Jesús Humberto León Patiño, estudiante de la Universidad Nacional. El 16 de mayo, mientras se celebraba un homenaje en memoria de Jesús, agentes armados de la fuerza pública interrumpieron en el campus, hostigando y disparando a quienes permanecieran en las instalaciones. Posteriormente, los detenidos que fueron llevados a la estación 100 de la policía, fueron golpeados y presentados como delincuentes para justificar su traslado a la cárcel Distrital y a la cárcel La Modelo. Además de esto, varias instalaciones de la Universidad, principalmente las residencias estudiantiles, fueron destruidas por la fuerza pública (Archivos del Búho, 2020).

Ojalá se pudiera decir que la represión y la violencia contra la comunidad universitaria se detuvo aquí, que lxs estudiantes ahora pueden protestar pacíficamente, que la fuerza pública no se excede en sus funciones, que a lxs compañerxs no se les llevan a celdas donde son golpeados brutalmente, que los medios de comunicación no alimentan el discurso que quiere presentar al estudiantado como criminal o terrorista. Lastimosamente ese no es el caso. Cada vez que estudiantes, profesores y trabajadores deciden salir a las calles para visibilizar las injusticias de la sociedad se encuentran con una desproporcionada respuesta estatal (militar y paramilitar) que, aun así, no ha sido suficiente para detenerles. Lxs estudiantes no callan y, principalmente, no olvidan a sus muertxs; ¡sobre ellxs y su memoria se recogen los anhelos de la comunidad estudiantil y un mejor porvenir!

Desde el asesinato de Gonzalo en 1929 hasta el 2011, se estima que al menos 845 estudiantes han sido asesinados en Colombia. Las balas identificadas provienen de los agentes estatales (36.6%) y el paramilitarismo (27.2%) (Alzáte, 2022). Es por ello, y por cada una de las víctimas, que año tras año, cada 7, 8 y 9 de junio, lxs estudiantes vuelven sobre los pasos de aquellxs caídxs, pero nunca vencidxs, bajo la consigna combativa y revolucionaria de la memoria.

Referencias:

Autor

Tomas Bernier, estudiante de Ciencia Política y editor en Lanzas y Letras.