El ELN antes del ELN. Un viaje a los orígenes de la rebelión
“La historia de antes” es un libro que nos revela esa parte de la guerra que por años se mantuvo en el silencio del exilio. Antonio García trae la voz del primer comandante eleno, Fabio Vásquez Castaño, y narra sus dilemas revolucionarios. Detrás de la última guerrilla de izquierdas del país están las revueltas obreras y estudiantiles de los años sesenta, la memoria de la violencia rural, la retaguardia cubana y las controversias en torno al socialismo. A continuación, el prólogo escrito por el sacerdote Javier Giraldo.
El actual comandante del ELN, Antonio García, ha querido socializar sus indagaciones sobre el contexto y los antecedentes del surgimiento de dicha insurgencia. La pieza clave está constituida por una extensa entrevista que hace varios años él le hizo al primer comandante y principal impulsor de dicha fuerza insurgente, Fabio Vásquez Castaño, fallecido en diciembre de 2019, quien vivió un prolongado exilio en Cuba y con el cual la misma Organización tuvo fuertes contradicciones durante un largo período de transformaciones estratégicas, polémicas que no se tocan en este relato, toda vez que el interés se centra en “la historia de antes”: el período que se cierra con la marcha inaugural del ELN, el 4 de julio de 1964.
Si bien la “historia” de consumo masivo ha sido tradicionalmente la historia oficial, o sea la historia que sirve a los intereses de las élites dominantes, saturada de estigmas y prejuicios ideológicos, donde todo concurre a la demonización de quienes no comulgan con el statu quo, poco a poco se va abriendo paso, sin embargo, así sea mediante relumbrones marginales, la otra historia, la escrita por el reverso de los libretos masivamente circulantes, avalada por los sentimientos de quienes nunca se sintieron incluidos en los falsos valores que han configurado la ideología de las élites y que dan por descontado que sus visiones y lecturas llevan, para la mayor parte de la sociedad, la marca de lo “subversivo”.
El relato rescatado de Fabio Vásquez por Antonio García encierra una gran riqueza histórica. Allí hay un acceso al ambiente revolucionario que se vivía en la América Latina antiimperialista de los años sesenta, liderada por el estreno de la revolución cubana, donde todavía respiraba la mística del Che Guevara impulsando y animando procesos en otros países y se sentía ya cercano el “Mayo Francés del 68” junto con los conflictivos procesos de la Europa Oriental que discernía los modelos soviético y chino de socialismo en agudas controversias. Pero al mismo tiempo, en Colombia, el movimiento sindical esgrimía su radicalidad en las luchas de los obreros petroleros en Barrancabermeja y el movimiento estudiantil se destacaba con fuerza en las huelgas de la Universidad Industrial de Santander, todo lo cual servía de apoyo al movimiento campesino que en ese departamento recogía los restos de las antiguas guerrillas liberales de Rangel y las fuerzas dispersas del Gaitanismo, apabullado por la barbarie. No podía faltar allí el toque típico de las contiendas por el poder, como reflejo de la lucha política de las élites, llena de emulaciones ambiciosas que conducían a tejer tramoyas y contiendas competitivas. Algo de eso se reflejó en los conflictos con el MOEC y con aquellas guerrillas que trataron de engastarse en restos de bandidajes que asumían alguna consciencia política.
Pero la “historia de antes” se apoya sobre todo en historias y decisiones personales. Quizás el único sobreviviente de esos relatos es hoy día aquel adolescente que de manera intransigente suplicaba que le permitieran vincularse a la marcha y a la lucha inaugural de la rebelión que él fue descubriendo con entusiasmo en su entorno campesino, contrariando la voluntad de sus padres y del mismo primer comandante Fabio Vásquez, quienes lo consideraban demasiado niño para esos retos, pero que finalmente cedieron a su insistencia: era el niño de 13 años, Nicolás Rodríguez Bautista, más tarde conocido como “Gabino”, penúltimo Primer comandante, hasta hace poco, de esa insurgencia. Los nombres, los alias y los vaivenes de los colombianos que hacían presencia en Cuba en aquellos momentos y que fueron conformando la Brigada Pro Liberación José Antonio Galán, con el propósito de regresar a Colombia a desatar un proceso revolucionario similar al de Cuba, son protagonistas importantes de esa “historia de antes”.
El relato no transmite ciertamente ninguna especie de epopeya, historia mítica o comienzos heroicos de una rebelión, sino, de manera muy realista, una historia saturada de luces y sombras, de sueños y conflictos en que afloran luchas por el poder infectadas de toques egoístas, al mismo tiempo que ejercicios de abnegación y generosidad admirables, inspirados en sentimientos altruistas. No hay allí inflaciones heroicas, pero sí convicciones éticas que han persistido por décadas y convivido con todos los fracasos, estigmas, conflictos y rigideces de un devenir político militar.
Valorar positiva o negativamente esos procesos, depende de una opción ideológica axial en la consciencia de cada lector, toda vez que las intenciones que afloran en cada discusión, en cada táctica, en cada prospectiva y en cada contienda, tocan de una u otra forma el problema social y político, no solo del propio país, Colombia, sino del continente y de los hemisferios mundiales, alineados ya entonces a favor o en contra de una opción ética egoísta o altruista básica.
Si algo tiene de muy valioso esta “historia de antes”, es la manera como el discurso y los sueños de luchadores de base, en su culturalidad narrativa, pasan a ser relato espontáneo que irrumpe como pensamiento político. No se acomoda esta narrativa a los cánones de la historia elitista que maquilla los discursos toscos y las emotividades menos presentables para confeccionar posicionamientos políticos que motiven o sustenten alguna doctrina. La “historia de antes” ofrece niveles amplios de espontaneidad o transparencia que permiten identificar rasgos de historia censurada, hoy día más aceptables por quienes repudian las macromanipulaciones ideológicas que el posmodernismo define como metarrelatos alienantes.
No hay duda que este tipo de narrativa refuerza los estigmas de quienes sólo percibirán allí la confirmación de la presencia de lo demoníaco en los antecedentes de las agrupaciones rebeldes. Obra allí un opción axial, casi confundida con el ser biológico de cada lector, que lo lleva a repudiar como diabólico todo lo que conduzca a rebelarse contra el statu quo, sin reparar en que puede ser justamente el statu quo el que contiene las mayores perversidades demoníacas, representadas en las desigualdades, las injusticias, la violencia sistémica, el engaño ideológico, las múltiples esclavitudes y sumisiones degradantes, antivalores que gozan en nuestra sociedad de disfraces atractivos, tal como lo describió magistralmente Eric Fromm, al destapar los filtros que facilitan su ingreso al “inconsciente social” y los mecanismos que facilitan y consolidan su permanencia en él.
Si bien el posmodernismo ha ido deslegitimando las grandes narrativas de derecha y de izquierda, hay en cada persona un trasfondo de simpatía o de antipatía por todo relato que se refiera de cerca o de lejos al modelo de humanidad o de sociedad que se ofrece a nuestras opciones históricas. Agnes Heller profundizó en ello al concluir su Teoría de los Sentimientos1 con la elaboración de los dos tipos básicos de personalidad sentimental que resultan de la configuración del mundo del sentir en cada persona: la personalidad particularista y la personalidad individual. En la particularista tiene primacía el afán por la preservación del yo; en la individual predomina la expansión del yo y su apertura a valores de la especie.
La personalidad sentimental particularista, según Heller, selecciona de su entorno lo que más se relaciona con la preservación y seguridad de su yo. Diríase que hay allí un trasfondo sentimental radicalmente egoísta; por ello se identifica con las prescripciones, normas y doctrinas prefabricadas de su entorno y desarrolla una consciencia del “nosotros” centrada en los ideales que el modelo de sociedad ambiente le traza. La personalidad individual, por el contrario, selecciona valores elegidos conscientemente como fuerza de expansión de su yo, así contradigan su entorno, siempre proyectándose en los ideales de la especie como especie. Es claro que para el particularista su relación positiva y su ajuste al statu quo es fundamental y que para la personalidad individual, los movimientos rebeldes que proyectan valores de la especie, como la igualdad, la justicia y la solidaridad, comprometen sus simpatías profundas, aunque representen fuerzas minoritarias de contracorriente y aunque impliquen censuras y estigmas por parte de su entorno.
No pocos analistas sociales colombianos, de gran acogida en los medios masivos de comunicación, se refieren con frecuencia a la presencia de cierta “tradición cristiana” en el interior del ELN. Lo hacen a veces en lengua je crítico o estigmatizante, ya poniendo como blanco de su crítica a los rebeldes, como sujetos de cierta alienación religiosa, ya poniendo como blanco a los creyentes, como adherentes a una herejía denominada “teología de la liberación”. Se ha llegado incluso a presentar a la insurgencia “elena” como el “brazo armado de la teología de la liberación” y a relacionar su intransigencia y radicalismo político con el fanatismo religioso que resultaría de integrar utopías político militares con ideales escatológicos que reclaman de los militantes la entrega sacrificial de la vida.
Detrás de análisis tan superficiales que bordean lo ridículo o lo estúpido, bien valdría la pena llevar el tema a profundizaciones a la luz de lo ilustrado por Agnes Heller. Para nadie es un secreto que el toque cristiano de la historia elena se inspira, en una medida nada despreciable, en el Padre Camilo Torres, como también en el grupo de sacerdotes aragoneses, quienes al ser expulsados de Colombia por su trabajo con los pobres, regresaron clandestinamente con la bendición de su anciano Obispo quien les pidió ser fieles a su conciencia y asumieron la misma opción rebelde. Pero también dicha inspiración proviene de muchos laicos campesinos y universitarios que nunca renunciaron a sus convicciones cristianas al sumarse a la acción rebelde, sino que las maduraron con el acompañamiento de quienes impulsaron la verdadera Teología de la Liberación. Camilo fue el verdadero precursor de la Teología de la Liberación, cuando le propuso a la Jerarquía eclesiástica bogotana, en una histórica carta, no continuar construyendo una pastoral y una Iglesia con feligreses que cumplían ritos y aprendían dogmas pero que eran incapaces de amar a sus prójimos; así surgió el cristianismo del “amor eficaz”, núcleo y cepa de la Teología de la Liberación, que se fue revelando como el hijo más legítimo de Jesús de Nazaret.
Nunca podrá decirse, sin embargo, que la siembra de Camilo se confina en la insurgencia armada, que de seguro respondió en su momento a análisis coyunturales sustentados sociológicamente; su siembra fue mil veces más amplia. Pero valorar los episodios de la “historia de antes” y los de la “historia de después”, exige asumir los sabios criterios de Eric Fromm, de Agnes Heller, del conjunto de filósofos de la Escuela de Frankfurt y de muchos otros maestros del pensamiento crítico que nos han librado del servilismo ciego al statu quo.
Eric Fromm explicó lúcidamente cómo las sociedades que arrastran conflictos profundos arraigados en el manejo irracional de lo público, necesitan crear un inconsciente social y lo hacen a través de un filtro que selecciona lo que puede penetrar en la consciencia y facilita la expulsión de lo que ingresó allí sin permiso. Pero esa discriminación de contenidos de consciencia no deja de crear interrogantes que desnudan la irracionalidad del sistema y ponen en alto riesgo su consistencia, lo que hace necesario llenar esos vacíos de razón con contenidos ideológicos reforzados en las configuraciones sentimentales que Agnes Heller sacó a la luz magistralmente. Sólo a esta luz se comprende cómo una sociedad como la colombiana considera lógico y aceptable que su Estado invierta sumas descomunales de recursos en ejércitos y armamentos para reprimir a un “enemigo interno” que representa altos porcentajes de su población marginada e inconforme, con tropas que gozan de un status heroico en el inconsciente social, mientras los rebeldes que luchan por una justicia básica son marcados con el estigma de lo perverso.
Una larga siembra ideológica logró afianzar durante muchas décadas en el inconsciente social la convicción de que quienes defienden la injusticia y la marginación de las mayorías son “héroes” que reclaman con razón todo el favor y el culto de la sociedad, y que quienes combaten ese estado absurdo de cosas son delincuentes y detentores de los peores estigmas criminales. La ideología anti-comunista ha cumplido una función ideológica de primer orden en el inconsciente social, hasta el punto de hacer asimilar lo criminal como santo en el inconsciente masivo y aplaudir su violencia como redentora, al tiempo que estigmatiza todo brote de rebeldía frente al crimen institucionalizado como algo demoníaco y delincuencial. En esta misma lógica, Eric Fromm denunció como absurdo ideológico en la cultura norteamericana esta convicción profundamente arraigada en su inconsciente social: “¿Tiene sentido mostrarnos profundamente indignados contra aquellos sistemas que niegan la libertad de palabra y de actividades políticas, mientras a esos mismos sistemas y a otros aún más despiadados, los llamamos ‘amantes de la libertad’, si entre ellos y nosotros existe una alianza militar?”.1
En la medida en que el cristianismo histórico, no obstante la diversidad de confesiones, ha ido rescatando la identidad y el accionar básico del Jesús Histórico, en contraposición al Jesús mitificado y sazonado en categorías filosóficas griegas que ha persistido por muchos siglos, se fue desenmarañando una opción básica de fe pascual que exige hermanarse con las opciones que Agnes Heller coloca en las encrucijadas sentimentales de las personalidades individuales, cuando los valores básicos de la especie arrastran a esas personas a oponerse y a actuar a contracorriente de los valores impuestos por un entorno que protege las seguridades del yo. Todo muestra que lo que llevó a los primeros seguidores de Jesús a colocarlo en el ámbito de lo divino, fue justamente la convicción de que aquello que su mundo ambiente consideraba “maldito” (digno de crucifixión) era lo que en lo íntimo de sus conciencias se afirmaba como “santo”, y que aquello que su mundo ambiente consagraba como “poder de Dios” (Teocracia) era algo perverso y criminal. Esa confrontación radical de valores da origen a una fe o convicción, que en muchos casos se reviste de agnosticismo o de ateísmo, pero que se hermana con la fe de aquellos que descubren en formas centrales de “maldición social” el núcleo de lo “santo” y por ello saben valorar sabiamente, con plena convicción, lo que el statu quo estigmatiza como subversivo o diabólico.
No pretendo con estas reflexiones avalar indiscriminadamente los episodios de la “historia de antes” ni tampoco los que vinieron luego como “historia de después”. Sólo he querido prevenir un abordaje realista a textos que dan por descontado de antemano censuras institucionales o sociales dentro de estructuras prefabricadas que sirven a élites privilegiadas que actúan contra los valores más sagrados de la especie: la igualdad, fraternidad y solidaridad entre los humanos, el respeto sagrado por la vida en la diversidad de sus especies y la transparencia, la verdad y la sinceridad en la comunicación de las existencias.
Notas
- Fromm, Eric. (1968). Más allá de las cadenas de la ilusión. Edit. Herrero Hermanos, Sucs, S.A.: México. pág. 104. ↩︎