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La gramática del poder criollo

Tal y como los mapas, los museos y los censos, las gramáticas han sido destacados dispositivos de poder político asociados a la administración de los Estados nación. En este caso, se trata de la regulación y de los “correctos modos” del hablar. Una nota de Carolina Chaves O’Flynn acerca de la Gramática de Andrés Bello y las revoluciones de las elites criollas en América.

La de Andrés Bello fue la primera gramática americana tras la consecución de las independencias de las excolonias españolas. Su gesto de reclamo por la soberanía lingüística, delineada geográficamente desde el título de la obra, estriba en una incursión del saber hispanoamericano en la universalidad de las ideas racionalistas propias de la Ilustración y, en últimas, en un gesto emancipatorio del control europeo sobre la administración de las recientes naciones. Ante los procesos de independencia, el lazo entre poder y saber en América no quedó de ningún modo desamparado. Por el contrario, el viejo vínculo entre ciencia y política se correspondió con el ordenamiento de las nuevas naciones y fue precisamente la oligarquía criolla, heredera de los privilegios coloniales, la que reclamó para sí la dirección política, económica y educativa de las nuevas repúblicas.1 Advirtamos ahora cómo contribuye el Prólogo de la gramática a la apropiación del poder político para los criollos americanos, en clave de saber, unidad y prestigio. Para ello, comenzaremos por reseñar el anclaje histórico en que surge el documento.

Andrés Bello llegó a Chile en 1829 tras casi dos décadas de vivir en Londres en misión diplomática por la causa independentista. El creciente desvanecimiento del proyecto bolivariano de Gran Colombia, al que representó como secretario de Legación en Londres desde 1825, y su precaria situación económica lo obligaron a buscar acogida en Chile contratado por el gobierno liberal de Francisco Antonio Pinto (1827-1829). Sin embargo, Bello trabajaría en realidad para el gobierno de la República Conservadora de Chile (1831-1861) pues, tras la guerra bipartidista de 1829, la Batalla de Lircay dio la victoria al bando conservador en 1830.2 Luego de varios ensayos de cartas constitucionales, las tentativas culminaron con la Constitución de 1833, redactada principalmente por el abogado liberal Manuel José Gandarillas y su par conservador Mariano Egaña durante la presidencia de José Joaquín Prieto (1831-1836). De corte centralista y autoritario, la Constitución otorgaba amplias prerrogativas presidenciales, oficializaba la religión católica, y concedía el derecho al voto únicamente a los hombres blancos que —sabiendo leer y escribir— contaran con un sueldo, capital invertido o propiedad raíz. Como era de esperarse, estas medidas dejaban a la mayoría de la población excluida de la participación política nacional o, lo que es lo mismo, procuraban el manejo de los asuntos del Estado a los criollos, empresarios y latifundistas locales. Ante esta panorámica política, Bello se mostró satisfecho con la holgura de poder presidencial y su Consejo de Estado, pues, aunque defensor de las libertades individuales y heredero de las ideas de la Ilustración, le preocupaba que una libertad sin límites para el vulgo condujera al país a la inevitable anarquía: «Bello había hecho suya esta dicotomía entre despotismo y anarquía desde su asimilación del pensamiento reformista de los Whigs en Inglaterra, y encontró en Chile una gran recepción de estas ideas entre los que apoyaban el régimen de Portales».3 La mutua admiración entre Bello y el “ministro todopoderoso”, Diego Portales, arroja pistas sobre las inclinaciones políticas de Bello en favor del establecimiento de un orden republicano liderado por los negociantes y la oligarquía chilena. La democracia como sistema de gobierno no estaba dentro de los planes de Portales porque, en su opinión, los ciudadanos carecían en su mayoría del virtuosismo que daría orden a la patria y resultaba indispensable para la administración del Estado. Por lo demás, “el ministro siempre tuvo una relación cordial con la Iglesia. Sabía el poder que ella tenía en el mundo temporal, reflejándose en afirmaciones como: la religión es el único freno para las masas”.4

Invitado por Portales a escribir para el periódico oficialista El Araucano, Bello defendió las más de las veces las medidas del gobierno conservador e insistió en la unidad lingüística de los pueblos latinoamericanos, como extensiones de sus formas de comercio y defensa.5 Sus profusas publicaciones, comenta Ruth Hill, presuponían también la eventual desaparición de los indígenas en Chile y sustraían a “legiones de soldados pardos, negros, mulatos, indios o mestizos” de las luchas independentistas. En ese sentido, para Bello, “los españoles americanos, los caucasianos, son la raza que pertenece a la historia y los agentes históricos de la emancipación americana”.6 Ni episódica ni epistemológicamente, estas alteridades ninguneadas cobran lugar en las narrativas librepensadoras de Bello.

Además de fundador y rector de la Universidad de Chile desde 1843 hasta el día de su muerte, Bello fue el principal redactor de un Código Civil, que se promulgó en Chile en 1855 y fue difundido con alta fidelidad en otros países latinoamericanos, como Colombia, Ecuador y Nicaragua. El Código constituyó una forma de rompimiento con el sistema jurídico colonial, así como la gramática una forma de apropiación del saber lingüístico. Fue el mismo Portales quien pidió a Bello que iniciara la redacción del Código en 1836; documento que estaría en vigencia solo hasta 1857. La agencia gramatical, jurídica y política de Bello estuvo encaminada a la formación de un Estado moderno, donde la educación estaría al servicio de la formación de una ciudadanía obediente a las leyes de la República. Tanto la Gramática como el Código fueron, en ese sentido, según Jaksić, mecanismos de un orden que se tornó natural. Mediante estos dispositivos de poder local, se hizo palpable la capacidad de los criollos para la producción de conocimiento científico y la administración racional de los Estados modernos americanos.

Desde su llegada a Chile, Bello fue un consagrado propulsor de la educación popular y el cultivo de las ciencias en la juventud de los nuevos estados americanos, en favor de “la defensa y vindicación” de los “derechos nacionales”. Esta dinámica alfabetizadora no le fue ajena a las prácticas españolas de entonces, con las que se buscaba también educar a los habitantes de la península “con miras a construir un sujeto nacional, un hombre virtuoso por oposición al vulgo, cuyo perfil resultara en una ciudadanía homogénea, monolingüe, y en esa medida regulada, obediente y controlable”.7 En el contexto chileno, afirmaba Bello, “la educación común no es para formar sabios de primer orden, porque no todos los hombres tienen aptitudes para ello, sino para ponerlos en estado de desarrollar por sí mismos sus potencias, conocer sus derechos y obligaciones y llenar sus deberes con inteligencia”. Conforme a esto, la difusión de la educación a través de la regulación de la lengua no fue pensada para igualar a los ciudadanos en términos de participación política universal sino, más bien, para que hasta en el último rincón de la geografía nacional fuera posible entender y acatar las órdenes dictadas desde el centro para las periferias. En otras palabras, la gramática no prodigó nunca una repartición liberal del pensamiento ilustrado, pero sí la extensa distribución de la obediencia y la disciplina ciudadanas en el plano territorial. Es a partir de ahí que podemos preguntarnos por los distintos públicos a los que remite Bello en el Prólogo a su gramática, para trazar desde allí algunas de las líneas glotopolíticas de este texto.

Varias son las audiencias a las que Andrés Bello dirige su gramática hispanoamericana. En primera instancia, aparecen los gramáticos peninsulares de quienes anticipa rechazo frente a sus posturas teóricas, toda vez que Bello contradice la existencia de una “gramática universal” y desiste de comparar al castellano con el latín, pues considera que por esas rutas se “ha extraviado a la gramática en dirección contraria”.

La reacción inicial frente al pensamiento de la Gramática general y razonada de Port-Royal (1660) se desprende de la idea de que una “gramática universal” supone una serie de principios comunes y verificables a todas las lenguas. Por lo mismo, esta perspectiva generalizante derivaba en la creencia de que solo podría haber una variante de prestigio para cada lengua en particular. Para el caso español, la norma estándar estaba dictaminada por la Gramática de la lengua castellana de la Real Academia Española, publicada en 1771, y toda otra variante americana constituiría, por tanto, un extravío gramatical, una desviación de la pauta universal. De allí que Bello insista en que la autoridad de la lengua habita indefectiblemente en la lengua misma. Concretamente, en el uso de quienes la hablan y la escriben “bien”. Por eso en Prólogo priman los señalamientos a “las corrupciones” que los escritores suelen “imitar sin el debido discernimiento” usadas incluso por autoridades literarias peninsulares. Así, Bello puntea una serie de fisuras en la tradición lingüística española, que puede encontrar resolución en las formas prestigiosas empleadas en América, invirtiendo de esta forma las lógicas de autoridad e imitación impuestas desde la colonia. Se trata de poner en cuestión la autoridad de España señalando las limitaciones de las formas castellanas y proyectando hacia el futuro las voces de tradición latinoamericana. De esta suerte, “lo que antes fue un sentimiento de inferioridad lingüística y un intento de evitar lo discrepante, alcanza ahora una nueva dimensión en la que es realzado y utilizado con una evidente carga ideológica que trata de reivindicar en el discurso lo esencialmente americano”.8 Y es que, como afirma Jaksić, para el gobierno de España las nuevas naciones no eran otra cosa que colonias insurrectas, que no representaban mayor interés en la política exterior europea. Bajo esa luz, la impronta bellista de legitimación lingüística de las formas americanas acarreaba también resonancias políticas en la legitimidad de las excolonias americanas como naciones soberanas. Así las cosas, Bello no tiene “pretensión de escribir para los castellanos”, más que con ánimo de manifestar la voluntad y momento de emancipación de las formas americanas ante la supremacía española.

Apartarse de la autoridad de los gramáticos clásicos ameritó también distanciarse del latín como referente lingüístico y obligó a Bello a considerar la gramática española “como si no hubiese en el mundo otra lengua que la castellana”. En lo que parece ser una apelación a la gramática histórica, surgida también en el siglo XIX, Bello acusa de enorme y progresiva la “discrepancia” en cómo las lenguas manifiestan “lo que pasa en el alma” cuanto más “se apartan de su común origen”. Así como por siglos las reminiscencias latinas evocaron mitologías paganas y eventualmente caducas para la literatura peninsular, así también ligarse para siempre al latín limitaría la apropiación y proyección de la lengua española en América. A este respecto, anota Mauricio Nieto Olarte, separarse del latín es distanciarse de una práctica de poder a través de la cual Europa catalogó y se apropió del mundo americano. Por lo mismo, dotar la lengua de vocablos y maneras americanas, confiriéndoles legitimidad gramatical, es desafiar el control europeo sobre el saber local hispanoamericano. Baste recordar que, en América “el latín es un potente símbolo de cultura estrechamente relacionado con prácticas de poder como la diplomacia, las leyes, la religión y la historia natural”.9

No obstante, distanciarse del latín y la gramática general exige aún demostrar que se domina el campo de la gramática clásica y que la motivación de su alejamiento no es ignorancia ni atraso; sino, muy por el contrario, un complejo dominio del saber gramatical. La de Bello —otrora profesor de latín y griego en su vida londinense— es una preocupación por el enderezamiento del conocimiento filológico, pues su gramática no “innova” sino que “restaura”, cuando no señala “rumbos no explorados” de la lengua castellana en América. Bello instituía así credibilidad sobre los lectores eruditos —a los que sometía sus observaciones— rindiendo obligado reconocimiento a quienes lo hubieran “precedido”. De igual manera, el gramático construía autoridad a partir de citas en latín, venias a “Vicente Salvá”, referencias a cuestiones gramaticales de la obra de su amigo Juan Antonio Puigblanch y guiños al Tratado de las partículas de Gregorio Garcés. Con ello, erigía potestad y credibilidad a partir del reconocimiento de los expertos, y la puesta en entredicho de paradigmas incontestados. Este hecho captura la atención del público ilustrado, tanto americano como europeo, al tiempo que se deshace de las lógicas de inferiorización de las variantes y saberes americanos.

Otros destinatarios de la gramática de Bello son los “profesores”, “estudiantes de la primera edad” y los “alumnos principiantes”, cuyas dificultades se “irán desvaneciendo” en la medida en que comprendan e interioricen las normas y explicaciones que ofrece, fundadas en “el buen uso” de la gente educada. Para ellos, llama “la atención a ciertas prácticas viciosas del habla popular de los americanos, para que se conozcan y eviten”. Se lee aquí una función social, de ideal racionalista, orientada por las ideas de la Ilustración de civilizar a los pueblos de América. De allí la intención pedagógica, a menor escala, según Arnoux (2008), de homogenizar la lengua en Chile y extender su enseñanza a través de la educación pública. Bello pretende que la publicación de una Gramática “contribuya a la mejora de un ramo de enseñanza” nacional y, con ello, al disciplinamiento de la ciudadanía a través de la estandarización de la lengua. Esto recrea un altruismo de elite que busca educar a todos los habitantes de América, civilizar al vulgo para tenerlo bajo control y, en últimas, afianzar el poder político de las élites hispanoamericanas en los territorios liberados.

Esta estrategia precisa inculcar en los hablantes la idea de que hay una sola manera de “hablar bien”, sustancial a las personas virtuosas, que al cabo son los mismos que por naturaleza merecen gobernar. Por una parte, la gramática se esmera en convencer a su público escolar de la existencia de una forma estándar, que se corresponde con los usos de los hombres cultos: “La gramática de una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada”. Y, de otra parte, la gramática desaconseja aquellos usos que delatan distinciones de clase, arguyendo que lesionan la trasparencia comunicativa (Arnoux 2008): “las palabras y frases propias de la gente ignorante varían mucho de unos pueblos y provincias a otros, y no son fácilmente entendidas fuera de aquel estrecho recinto en que las usa el vulgo”. Visto así, las variantes americanas serán interpretadas como “progreso” o como “decadencia”, dependiendo de qué franja de la sociedad las hable.10 Por lo mismo, las construcciones dicotómicas malo/bueno, correcto/incorrecto, lindo/feo, distinguido/vulgar, entre otras, sirven para sancionar las desviaciones de la norma que, siguiendo a Arnoux, “se oponen a la racionalidad de la regla”.11 Este mecanismo punitivo naturaliza el estándar y trasmite la idea de que el dominio de la norma es fruto de la inteligencia y el mérito personal de los hablantes, aun cuando las reglas se asignen a partir de las maneras de hablar de quienes las dictan. En otras palabras, se genera una eterna trayectoria circular, en la que se enaltece a las élites por imponer un molde lingüístico idéntico a ellas mismas, y se subordina a los otros, de variedades alternas, por no encajar jamás en aquella horma ajena.

Justamente, una tercera instancia de recepción de la gramática, son “los lectores inteligentes” que le honran a Bello con sus atentas lecturas, “las personas inteligentes a cuyo juicio [somete su] trabajo”. Para ellos destina la captatio benevolentiae, en busca de su noble favor y sabia aprobación. Acaso se trate de sus «hermanos, los habitantes de Hispano-América», a quienes dirige además el rebelde aviso de que “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada”. La decisiva selección de un público hispanoamericano acompaña la convicción de que el progreso del conocimiento en «todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas». En este sentido, un quiebre en el paradigma lingüístico americano debe estar bien encaminado y no hay como la gente educada para enfilar a los hablantes por los nuevos senderos de la lengua. Por eso el señalamiento del “uso impropio que algunos hacen» de la gramática, y «los conceptos erróneos con que otros han querido explicarlas”.

Con todo, la principal motivación de la gramática es la unidad de la lengua, cuya vitalidad reside en “la uniformidad de las funciones”. Por eso, Bello reprueba los neologismos con los que se “inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América” y se incuban “multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros”. Este estimulo, sin embargo, es visiblemente extralingüístico y hondamente político, toda vez que la unidad lingüística es sustancial a la gestión nacional o, en palabras de Bello, las distintas variedades del castellano suponen “estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”. La gramática, comenta Belford Moré (2004), en tanto dispositivo codificador, es análoga a las categorías de censo, mapa y museo; antiguas formas coloniales de imaginar el dominio imperial.

Así pues, para Rojas, “la percepción de la amenaza de la fragmentación conllevaba preguntarse qué medidas podían o debían tomarse para evitarla y quiénes debían estar a cargo de ellas”.12 Arnoux (2016) señala que la gramática de Bello es la gramática nacional por excelencia porque “consagra la variedad que va a circular por el Estado, definiendo a la vez los modos legítimos y marginalizando los otros”.13 De allí que Bello postule su obra como «una gramática nacional» que propende por la conservación de la lengua «en su posible pureza». Abanderando el ideal racionalista de la Ilustración, Bello formula sus lecciones como observaciones transparentes, objetivas y generales, aun cuando los criterios de selección responden a la subjetividad individual del gramático o, lo que es lo mismo, en términos de Moré (2004), a una autocracia lingüística de Bello. El relato de unidad lingüística americana sustrae las tensiones de descontento político en el territorio americano y los intereses de clase del redactor de la gramática. A fin de cuentas, el registro lingüístico que se emplea como emblema de identidad nacional corresponde al de un grupo privilegiado que domina los círculos de poder y justifica la administración estatal de un territorio.14

Si bien es cierto que la independencia de las naciones americanas significó el relevo del poder español en el continente, también supuso el afianzamiento del poder en manos de unas pocas personas pertenecientes a las clases más privilegiadas. En ese marco de acción, la gramática de Bello es, al mismo tiempo, una forma de apropiación de los mecanismos de poder sujetos a la lengua y un soporte indispensable para la administración de los nuevos Estados nacionales. El Prólogo a su gramática, en tanto paratexto comprometido con sus principios, plan y objeto, permite dilucidar ideas sobre la lengua que «tienden a naturalizar ordenamientos de tipo cultural, político y social»15 por la permanente interacción entre las voluntades lingüísticas de las instancias de poder y el contexto sociopolítico en el que se las promueve. Así, está claro que ennoblecer las voces americanas, reconociendo la tradición lingüística y religiosa del antiguo imperio, encumbra a los criollos como herederos indefectibles del poder colonial en América. Esto, precisamente, porque la norma culta del criollo ilustrado es también la lengua oficial de los nuevos asuntos comerciales, el Código Civil y la Universidad americana. De esta forma, la gramática de Bello contribuye a la instauración y mantenimiento de un «nuevo» orden social, basado en la ilusión del mérito personal de quienes hablan «correctamente». En ese orden de ideas, los hermanos de Bello no son otros que los hombres blancos, católicos, letrados y de estirpe española; dueños a su vez de los medios de producción, las rentas y el capital nacional. Quedan sustraídas de la ciudadanía universal las mujeres, las desposeídas, las indígenas y las mestizas, expuestas persistentemente como pléyades anónimas a civilizar, a través de la lengua y la imposición de una racionalidad concebida para subalternizar.

Notas

  1. Cfr. Arnoux 2008 y 2016; Hill 2009; Jaksić 2001 y 2003; Rojas 2017; Sánchez Méndez 2010.
  2. Cfr. Jaksić 2001 y 2003.
  3. Jaksić 2001: 139.
  4. Arellano 2011: 158.
  5. Muñoz Chaut 1991: 77.
  6. Hill 2009: 731.
  7. Villa 2015.
  8. Sánchez Méndez 2010: 11.
  9. Nieto Olarte 2019: 50.
  10. Cfr. Rojas 2017.
  11. Arnoux 2008: 279.
  12. Rojas 2017: 248.
  13. Arnoux 2016: 22.
  14. Blommaert 2005.
  15. Del Valle 2007.

Referencias

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