Noche de júbilo
Letras libres, relatos y choques con la realidad para que la ficción (y no tanto) nos invite a despertarnos del largo sueño ‘Noche de júbilo’ un relato de Antonio García entre violencia, alcohol, la vida de las mujeres y el temor. [Obra de portada: Tres estudios de figuras sobre camas (1972), Francis Bacon].
Antonio García. Eso estaba planeado, sabíamos del fiestón y del festín que sería y fue. Para allá fuimos en bus a eso de las siete de la noche, un tiesto de bus, fueron diez kilómetros parados compartiendo dos cajas de vino barato y empapados de expectativas, entre risas y a hurtadillas charlamos los diálogos que supuestamente nos permitirían juntarnos con alguna de las chicas que también estarían en el jolgorio.
Una finca vieja nos recibió de puertas abiertas a eso de las siete y veinte. Un lugar sombrío y oscuro de entrada, pero lleno de luz y calidez en sus adentros. La pista era la sala de estar con sus muebles pegados a la pared y el baile lo ambientaba un equipo Sony de 2300W del que, desde su centro, brotaban luces de todos los colores. Tardó en prenderse la rumba, pero el vino y el aguardiente finalmente cumplieron y entre las once y las dos no hubo lugar al asiento. Ninguno concretó romance, habían servido de nada las lecciones para levantar tomadas por el camino.
De vuelta ese fue el tópico, fue una discusión larga y acalorada, tocó volver caminando, a las dos qué bus iba a haber. Cada uno encontraba explicaciones para justificar su propio fracaso, que había mucha luz, que ya estaba muy entonado, que tenía que llegar a la casa con el pelado, que con trece años ninguna de dieciséis le iba a hacer caso… Al final acordamos que había sido un fiestón para no olvidar, y sí, así fue, todas las cantamos y bailamos, bebimos, reímos y se habló de nosotros en las siguientes del año. Eso lo sé porque ellos me contaban, yo no fui a ninguna más.
Fue una hora de camino apretando el paso para volver al pueblo, llegar al barrio y a la casa, hoy me parece una insensatez haber vuelto así a esas horas, en ese camino oscuro y un poco ebrios. Sin embargo, la providencia fue esa. El primero vivía una calle al norte de la nuestra y ahí lo dejamos, los otros compartíamos habitación esa noche por cuestiones geográficas.
No fue sino tronchar la esquina para empezar a ver el espectáculo que había montado, dos camionetas Pick up con sus luces rojas y azules a tope dando tumbos, algunos como búhos en sus ventanas, los más osados con pijama parados en sus puertas. Caminamos más rápido para llegar a ver lo que pasaba y a medida que avanzábamos veíamos más detalles, lo primero fue que era en nuestra casa el revolcón, ahí apuramos más el paso, casi trotamos. Ya frente a la casa vimos al Viejo tambaleándose entre calle y calle y entre tombo y tombo, la suya también había sido una noche de júbilo y estaba peor que nunca. Los otros se quedaron en la calle preguntando qué había pasado, yo subí en dos segundos los veinticinco escalones de la entrada.
La escena no podía ser peor. Me paré un momento bajo el arco del recibidor; a la derecha la mesa cargada de botellas vacías, el piso encharcado y dos patrulleros. Al frente la puerta del cuarto chico abierta, luz encendida y cobijas en el piso. A la izquierda el pasillo iluminado por la bombilla de la cocina y un machete caído frente a la puerta del cuarto grande junto a unos pedazos de madera. Esa imagen me obligó a moverme en ese sentido. La puerta tenía tres golpes verticales a la altura del corazón. Quise entrar, pero aún estaba cerrada, golpeé con fuerza.
—¡Vieja, ábrame! Soy yo.
Entré y las dos estaban bien, al menos físicamente lo estaban. Con un abrazo que hoy no se acaba y en un llanto que duele recordar me contó la Vieja – nunca pedí ninguna otra versión, no me cabe duda de la fidelidad de su relato. El Viejo volvió hacia las dos y media, había estado ahí, luego fuera, luego de vuelta, luego fuera y finalmente de vuelta, demasiada zozobra. Al último entró gritando sandeces, ella salió en un intento de calmar los ánimos y cuando parecía lograrlo, él subió a la azotea y bajó despacio machete en mano. No fue sino contemplar la escena y en cuestión de segundos agarró la pelada y se encerró con ella en el cuarto grande.
Con el primer golpe, aterrada llamó a la policía y solo veinte minutos después del tercero, llegaron. La vieja botó la llave de la entrada por la ventana al primero que vio bajar de la camioneta. No vio nada más, no habló con nadie más, solo abrió en cuanto se lo pedí.
Con la casa no sé qué habrá pasado, la imagen del Viejo se disolvió y ahora somos cuatro, así nos bastamos.