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Sobre la inevitabilidad del tropel dadas las actuales circunstancias

¿Qué dota al tropel de su carácter inevitable en la universidad pública? Como fuerza que denuncia, el tropel es evidencia no sólo de una crisis particular dentro de cierta universidad, sino más bien de una falla estructural que convoca de manera urgente al pensamiento, y aun especialmente a la acción. [Portada realizada con foto de Camilo Ríos e imágenes pertenecientes al Archivo de la Oficina Estudiantil de la Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín]. 

Por: Andrés Eduardo Saldarriaga Madrigal*. El tropel es parte de la universidad pública y debe ser parte de ella. El tropel, ya se sabe, es manifestación de inconformidad. Pero esto es decir poco, pues al fin y al cabo el sangriento orden impuesto por paramilitares —para poner un ejemplo— es presentado en sociedad de la misma manera: como manifestación de cierta inconformidad. Sin embargo hay una primera gran diferencia entre estos dos modos del uso de la fuerza —una diferencia importante que toda reflexión sobre la violencia en nuestra sociedad debería observar. Mientras que la violencia del tropel es fuerza que denuncia, la violencia paramilitar es fuerza que busca subyugar. La primera no busca someter sino traer a la memoria de los durmientes el estado general de indignidad —y al hacerlo, hay que decirlo, al denunciar mediante el uso de la fuerza, eventualmente causa daño. Por su parte, la violencia paramilitar sólo busca someter, y para lograrlo daña y destruye todo aquello que se le opone.

El tropel es manifestación de energías revolucionarias. Sólo en un espacio como la universidad pública puede manifestarse: dado que dichas energías son muestra de una irritación cuya causa no es ubicable de manera precisa, tangible, personal, como pasa con el capitalismo y con la violencia del Estado y que es el mismo Estado, sólo en un espacio simbólico como la universidad pública puede tener lugar este acontecimiento. El tropel es el recuerdo activo de la violencia de la sociedad, de una violencia que se ha convertido en el modo de vida de la propia sociedad. La universidad es un espacio simbólico porque las relaciones reales que en ella tienen lugar son manifestación a escala de órdenes más amplios y complejos, relaciones que conforman el espacio de la sociedad en general. Por esto mismo, el enfrentamiento entre encapuchados y agentes del orden es, no una batalla real sino una representación: las correrías y escaramuzas de unos y otros escenifican la lucha entre energías revolucionarias y ordenamientos sociales opresivos, una lucha que no puede ser percibida de manera directa e inmediata y que por lo tanto tiene que ser representada para que se la pueda percibir.

El tropel no quiere nada porque sabe que no tiene interlocutor: se habla a sí mismo, es decir, nos habla a todos. Por eso es ingenua la afirmación de que no se puede dialogar con él: el tropel no quiere diálogos, el tropel no busca dialogar. El tropel no es una forma de reclamo, es más bien una denuncia, un grito en la oscuridad. Pero ­­–ironía de la historia– el estallido de los petardos que caracterizan al tropel nos deja sordos para la verdad que ellos mismos denuncian. Y éste es un problema fundamental de la violencia como medio de lucha: sus consecuencias opacan sus razones. La razón, sin embargo, debería remontar la cadena causal y, tras reconocer las consecuencias de la violencia, ser capaz de arribar hasta sus causas y nombrarlas.

Titular del Diario El Bogotano sobre tropeles en la Universidad Nacional, década de los ochenta. Archivo Oficina Estudiantil.

Es verdad que el tropel genera daños. Pero también es verdad que en toda manifestación popular de descontento se corre el riesgo de violar los límites del derecho. Siempre está el riesgo de víctimas y daños materiales. En cualquier momento el tropel (como cualquier revuelta popular) puede desbocarse hasta ese extremo, mas nuestro deber tendría que consistir no en prohibirlo sino en criticar las condiciones que llevan al surgimiento del tropel. Por sus víctimas, reales y posibles, no debería haber nada en esta sociedad que llevara a la explosión del tropel. Sólo así podríamos decir que verdaderamente nos ocupamos de las víctimas de la violencia (tanto revolucionaria como reaccionaria): reordenando la sociedad de tal manera que algo como el tropel se haga innecesario. Es por esto que el tropel no es tanto prueba de la dignidad de la universidad, como símbolo de la no-dignidad de la sociedad. En este caso, la dignidad de una institución está íntimamente vinculada a la no-dignidad del medio que la rodea, y es afectada por ella. Pero la mera denuncia no basta: es necesaria la conciencia de quien presencia el acto de denuncia para que se articule un cambio social. La fuerza, por sí sola, no lo logra. Sin la voluntad de cambio de quien huye de los gases y de la pedrea, el tropel es sólo un tropel. Nada más. Asumir con seriedad y gravedad el asunto que el tropel denuncia significaría hacer superfluo el tropel.

Los medios de comunicación, arrinconados por su pobreza de medios para nombrar las cosas en el mundo, han denominado a este tipo de manifestaciones –siguiendo el dictum de algún político o jefe de policía, nuestros maestros de retórica­– “cartel de los vándalos”. Si bien hay conductas criminales allí, la pregunta central debería ser por qué, no quién. Definir como foco del problema el asunto de la seguridad, o del ejercicio de una autoridad que imponga seguridad, es trasladar el problema a la superficie: de lo que en realidad se ocupa este tipo de enfoque es del síntoma –dejando intocado todo lo demás. De lo que se ocupa en realidad un enfoque como éste es de la materia móvil del tropel, ignorando las condiciones estructurales que determina la aparición de éste. Si bien la universidad por sí misma, ella sola, no puede solucionar lo que el tropel denuncia, sí puede verse a sí misma como espacio que acoge una denuncia radical, como el único espacio adecuado en una sociedad como la nuestra que puede albergar el acontecimiento del tropel, donde con furia y en desorden se manifiesta algo que finalmente toca el fondo de cada vida, por más alejada que se encuentre del tropel. Dicho de otro modo: la universidad, por ser un espacio simbólico, debe acoger en su espacio real la carga simbólica del tropel. Rechazar el tropel es querer eliminar un gesto que deja ver algo que está más allá de él mismo. Sé que estas líneas podrían ser tomadas como una vindicación del tropel. Pero en cualquier caso deben ser leídas como un rechazo de la sociedad que hace del tropel algo inevitable.

El tropel es un acto simbólico y como tal se le debe comprender. Reducirlo al número de vidrios rotos o al número de horas de trabajo perdidas es reducirlo a su dimensión empírica. Entenderlo así es tomar la parte por el todo, procedimiento por lo demás característico de los modos de comprensión reduccionistas. La pobreza de nuestro léxico político tal vez se deba en gran parte a la incapacidad –históricamente determinada– para apreciar la dimensión simbólica de los gestos políticos. Y una cultura política basada en dicha incapacidad termina calificando de violento lo que se opone a la violencia en que ella misma se funda.

Al reconocer el tropel como elemento propio, la universidad pública reconoce también la ineficacia del discurso políticamente correcto. A través del tropel la universidad pública le habla a la sociedad entera. O mejor: reconoce el límite de sus propias palabras y de sus obras frente a una violencia que tiene en el tropel sólo uno de sus muchísimos efectos.  En suma: bajo las actuales circunstancias el tropel es algo inevitable. Reconocer, en última instancia, la inevitabilidad del tropel en la universidad pública es reconocer la falla que atraviesa toda nuestra sociedad.

Asumamos por un momento un punto de vista más allá del tropel y del rechazo del tropel; notaremos entonces que en cualquier caso la preocupación particular de cada una de las partes deja de lado el asunto verdadero.

La preocupación por los vidrios rotos y las horas laborales perdidas deja de lado el asunto que el tropel denuncia. El tropel, en su preocupación por una adecuada escenificación del ruido y de la furia deja de lado el problema de la emancipación humana, al creer que 240 minutos de correrías bastan para socavar los fundamentos del sistema. En todo caso las víctimas, las lejanas víctimas, las cercanas también, siguen padeciendo. Como se ve el asunto no es tan fácil como creen unos y otros, y tal vez se trate en el fondo de dos maneras de falsear lo que sucede. Estos dos modos de preocupación pierden de vista, en sus ocupaciones y en sus pequeños cálculos, la magnitud de la tarea, que sólo se puede resumir en un deseo: el deseo de una reorganización absoluta y radical de la sociedad. La emancipación de la humanidad es tarea harto compleja como para lograrse sólo a punta de normas. O de piedras. Pero las piedras, por lo menos, sugieren que algo anda mal.

En nuestra sociedad la práctica revolucionaria armada, a partir de su vinculación a las formas ultracapitalistas de la mafia, parece haber dañado para las próximas generaciones toda posibilidad de una verdadera revolución social. Sumado a ello, y como principal causa de nuestra impotencia revolucionaria, se encuentra la práctica contra-revolucionaria, tanto la oficial como la no oficial. El tropel universitario tiene por eso una extraña eficacia: su fracaso práctico es el fracaso de toda una sociedad, y por ello mismo la posibilidad de tomar consciencia de nuestro fracaso como sociedad. El tropel triunfa precisamente donde no pretende hacerlo: en la conciencia de quien está fuera de él. Este estar fuera de él no es el simple alzarse de hombros y el suspirar por esa la-men-ta-ble actitud adolescente de ciertos individuos ya no tan adolescentes. No. Estar fuera del tropel es ser consciente de que aquello que el tropel denuncia es precisamente lo que no permite una verdadera revolución.

Caricatura, década de los setenta. Archivo Oficina Estudiantil.

Que la universidad acoja el tropel no significa que con eficiente espíritu burocrático pase de rechazarlo a su planeación y a la juiciosa gestión del desorden y del ruido, integrando así de manera grotesca el tropel a sus actividades de extensión. Acoger el tropel significa entender que más allá de las horas laborales perdidas y los vidrios rotos están las pérdidas que se acumulan en la base de la sociedad y la multitud de vidas rotas que forman la totalidad social. Acoger el tropel es pensar de una manera muy específica esas pérdidas y esas fracturas: la fractura, como el medio en el que existe la universidad; la pérdida, como aquello de lo que están hechas nuestras vidas. Acoger el tropel es hacer de la común desposesión el motivo fundamental del pensamiento.

Rechazar el tropel, como suele hacerse según un ritual tan bien establecido como la marcha misma del tropel, es rechazar el desafío al pensamiento y a la acción que se manifiesta a través de él. Si decidimos rechazar el tropel, porque las buenas maneras nos indican que “eso es lo que hay que hacer”, tal vez sólo deberíamos señalar que una cosa llamada “tropel” (a falta de mejor palabra) ha sucedido, y que por lo pronto no sabemos qué otra cosa decir. Pero también podríamos empezar a acogerlo diciendo algo así como lo siguiente: “Ha tenido lugar otro tropel. Reconocemos nuestra ignorancia respecto a su carácter profundo. Estamos ciegos y no vemos las causas, mucho menos las alternativas. Pero tenemos que buscar, aunque seamos ciegos; tenemos que pensar en causas y en alternativas. Tenemos que pensar sin descanso. Sin temor. Sin miedo a enloquecer. Debemos pensar de manera obsesiva y despiadada. Esperamos desde ya el próximo tropel, y lo esperamos como los ciegos que en la noche y extraviados en el campo esperan, buscando la luz con el oído, el aterrado y solitario ladrido de los perros”.

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*Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.