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Guevarismo del Siglo XXI

Hablar de guevarismo implica asumirlo no tanto como ideología definida o identidad cerrada, sino  rescatar su radicalidad vital y su carácter articulador de diversas tradiciones revolucionarias.*

A la memoria de Darío Santillán.
A la combativa juventud de Colombia y Nuestra América.

La memoria de los antepasados es una de las más profundas fuentes de inspiración de la acción revolucionaria de los oprimidos, concluyó Walter Benjamin en su “Tesis sobre el concepto de historia”. Algo parecido sentenció García Márquez, con pesar, tras la caída de su amigo Camilo Torres: “América Latina no cree sino en héroes muertos”. Benjamin aclara que la inspiración de los pueblos que se rebelan proviene especialmente de “los antepasados vencidos y asesinados”. El Che seguramente sea nuestro antepasado asesinado (aunque no vencido) más vigente, parte de una extensísima lista de luchadores y luchadoras que dieron sus vidas por la liberación. La historia profunda de Nuestra América no se encuentra solo en manuales de estudio o ruinas antiguas, sino que late en el presente, alimenta nuevas luchas. Por mencionar la coyuntura actual en Colombia: ¿Cuán ancestral es la fuerza que se proyecta hoy en los miles de indígenas movilizados en el suroccidente del país? ¿Cuánto del mismo espíritu plebeyo, cimarrón, late en la desobediencia de afrodescendientes que dicen, hoy como hace siglos, “nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo”? Esa historia es apasionante; comprender cómo pervive –y alimenta– las resistencias actuales, resulta una tarea imprescindible.

Pero centrémonos en el tema que nos convoca: la vigencia del Che. Dejando constancia de lo vital de comprender y apropiarnos de esa ´historia larga´ de resistencias nuestroamericanas, propongo acotar el rango histórico, poner el foco en el legado de Guevara y sus implicancias actuales, y futuras.

Michael Löwy, un reconocido sociólogo franco-brasileño, historizó los períodos del marxismo latinoamericano. Tomó como referencia la manera en que se caracterizó la revolución en cada momento del siglo XX. Su marxismo es heterodoxo, crítico del eurocentrismo, lo que le permite incluir en el análisis tanto a la Teología de la Liberación como los procesos de Liberación Nacional que compartieron protagonismo con rebeliones campesinas e indígenas. Partir de esa periodización nos resulta útil para dar un contexto histórico al Che.

Löwy define tres momentos de la izquierda latinoamericana en el siglo pasado:

  • El período revolucionario de los años 20 hasta mediados de los 30, que tiene como referencia teórica ineludible a José Carlos Mariátegui y como intento revolucionario más notorio a la insurrección salvadoreña de 1932. Más allá de las escasas conquistas de la época, en esos procesos primó la caracterización de la revolución como socialista, democrática y antiimperialista a la vez.
  • Un segundo período estalinista, desde mediados de los años 30 hasta 1959, caracterizado por las imposiciones de la Unión Soviética a los Partidos Comunistas del continente. Siguiendo los mandatos de la URSS propalaron la teoría de la revolución por etapas y la alianza de campesinos y proletarios con las burguesías nacionales, asignándole a América Latina la tarea de limitarse a conquistas nacional-democráticas.
  • En tercera instancia, un nuevo período revolucionario abierto por la Revolución Cubana, cuyo paradigma a nivel internacional se sintetizó en la figura del Che. La revolución volvió a concebirse como socialista y antiimperialista y la experiencia cubana propuso la legitimidad de la lucha armada; ésta debía darse bajo determinadas condiciones, que estaban presentes en muchos países de la región.

El libro se titula El marxismo en América Latina y puede descargarse acá. Esa versión es una edición chilena de 2007 corregida y aumentada por el autor, que incluye escritos de Luis Emilio Recabarren, Mariátegui, Mella y el Partido Comunista de El Salvador en la insurrección del 32, entre otros documentos fundamentales para entender el primer período revolucionario; artículos para interpretar críticamente el período estalinista (desde Diego Rivera hasta Silvio Frondizi); y una valiosa selección de documentos del Che, Fidel, Marighela, Camilo Torres, Miguel Enríquez y Hugo Blanco entre otros, todos referentes de las distintas formas en que se encarnó el nuevo período revolucionario a partir de 1959. Esta edición suma una parte denominada Nuevas Tendencias, que incluye voces más actuales como las del EZLN o Joao Pedro Stedile del MST, aunque Löwy no arriesga una nueva periodización.

Si bien el autor es frontalmente crítico con las consecuencias nefastas del período estalinista, el solo hecho de incorporarlo a una periodización del marxismo latinoamericano pareciera reconocerle al estalinismo entidad teórica como paradigma emancipador, y asumirlo como parte del devenir latinoamericano. A la luz de la historia, más correcto resultaría categorizar este período como de reacción, retroceso, entre dos momentos luminosos como fueron el primer período surgido en los años 20 y el posterior, tras la gesta que encabezaron Fidel y el Che.

La revolución de 1959 se nutrió del pensamiento y la acción de los cubanos José Martí y Julio Antonio Mella, pero también de Mariátegui cuando el Che se volcó a su producción teórica más sustancial; de igual forma, como parte de ese mismo período, años después las insurgencias centroamericanas retomaron el ímpetu y la identidad de Augusto César Sandino y Farabundo Martí (todas influencias del primer período revolucionario). Por su parte, la crítica del período estalinista y el quiebre con el paradigma de esa etapa fue otro elemento común de los movimientos que revitalizaron las luchas emancipatorias a partir de los 60. Estudiar, caracterizar los intentos que nos precedieron, extraer lecciones de las luchas y aprender –especialmente de los fracasos y las limitaciones, para superarlas– es obligación de toda nueva generación militante.

¿Hasta dónde llegó el período abierto por la Revolución Cubana y el ejemplo del Che? La emergencia de movimientos guerrilleros en prácticamente todos los países de Nuestra América constituye una proyección obvia. El Sandinismo, las fuertes organizaciones revolucionarias de El Salvador, Colombia o el cono Sur, se inscriben en la influencia de ese período. Pero hacia finales de los 80 dos hechos marcaron un quiebre: la caída del Muro de Berlín en 1989, que envalentonó a las derechas mundiales, y la derrota de la Revolución Sandinista en las elecciones de 1990, que desmoralizó a los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Bien podemos establecer allí el punto de inflexión y el declive de la impronta guevarista.

Aquí me permito abrir un paréntesis ´colombiano´, para aclarar que la historización que sigue se corresponde adecuadamente, a mi juicio, con el devenir de los procesos políticos en Nuestra América; sin embargo, Colombia tuvo y tiene su particularidad. El hecho positivo de que la contrarrevolución mundial y continental no haya podido quebrar el impulso histórico de las insurgencias armadas colombianas en los 80 y 90 se convierte en una excepción a la regla y determina, para este país, un desfasaje con los posteriores cursos de la izquierda continental. Al día de hoy, aún con los avances parciales de los procesos de paz, Colombia mantiene fuerzas rebeldes alzadas en armas que no agotaron su existencia como sucedió décadas atrás en la mayoría de los países de la región. Asumiendo esa particularidad, veamos que los vaivenes de la izquierda latinoamericana tuvieron rumbos más variados.

A partir de los 80 y los 90 cobraron fuerza, en gran parte de los países del continente, proyectos socialdemócratas que pretendieron ocupar el lugar vacante dejado por el retroceso de las izquierdas. Tal es el caso del Partido Socialista chileno, que se alió a la Democracia Cristiana para compartir el gobierno de transición pos-dictadura. Otros partidos adhirieron a la Internacional Socialista de carácter socialdemócrata, como el APRA de Perú, Acción Democrática de Venezuela o la Unión Cívica Radical de Argentina: se trata de partidos reformistas o de centro que, tras el espíritu mediocre de la época, se dieron un barniz de progresismo logrando, apenas, la adhesión de algunos pocos intelectuales a sus programas. La consecuencia inmediata de esos gobiernos socialdemócratas fue la expansión y consolidación del neoliberalismo más brutal.

Una nueva oleada de resistencias vino de la mano de los movimientos sociales surgidos o revitalizados desde fines de los 80 y los 90, con los Sin Tierra de Brasil como ejemplo más notorio. La irrupción zapatista en 1994 puede enmarcarse también en la resistencia a la ofensiva neoliberal. Unos y otros, movimientos sociales y zapatismo, aportaron a erosionar la hegemonía capitalista global y recuperaron el espíritu rebelde y las ansias de transformación social tras los tiempos de desesperanza que siguieron a la derrota sandinista y la caída del Muro de Berlín. Pero no definieron un proyecto político que pudiera ser asumido como una nueva apuesta revolucionaria de incidencia regional.

Un nuevo paradigma emancipador debió esperar un poco más.

El código Chávez

La llegada de Hugo Chávez al gobierno en Venezuela, o, mejor dicho: su programa de transformaciones crecientes durante su primera década de ejercicio del poder, logró recrear expectativas para la izquierda continental, situación que no sucedía desde el período signado por los movimientos revolucionarios de los 60 a los 80. Caracterizar positivamente al chavismo en estos días de serias dificultades para la revolución bolivariana y de agresiva campaña internacional en su contra, para algunos puede resultar extraño; a los fines de este análisis resulta en cambio una necesidad y, además, un acto de honestidad y compromiso. Si elevamos la mirada de la coyuntura actual y oteamos el proceso histórico de más largo plazo, no caben dudas de la importancia decisiva para toda la región de la experiencia chavista, con todo lo positivo –y, vale decirlo, revolucionario– que aun representa.

De la mano de Chávez América Latina vivió, durante los últimos 15 años, un álgido tiempo de cambios. Suele denominarse al conjunto de gobiernos que lograron algún tipo de sintonía con el chavismo como “ciclo progresista”. Aunque heterogéneo y con diferentes proyectos estratégicos según el caso, de conjunto ese bloque de gobiernos definió un momento inédito de autonomía para la región. Sostenemos, junto a Gerardo Szalkowicz, en un libro de reciente aparición, que “a mediados de 2009, en su momento de mayor despliegue, diversas propuestas políticas con arraigo popular gobernaban en siete de los doce países de América del Sur (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela) y en tres de los siete centroamericanos (El Salvador, Honduras y Nicaragua). Sumando a Cuba, abarcaban más de 300 millones de personas. (…) Estos gobiernos alteraron el tablero geopolítico al protagonizar lo que tal vez pueda considerarse el proceso de integración continental más importante desde el siglo XIX. El liderazgo de Hugo Chávez –promotor de casi todas las iniciativas integradoras– fue crucial; hubo un desafío real a la hegemonía norteamericana”.

Heredero de las revueltas que protagonizaron los diversos movimientos populares de resistencia desde los 80, confrontador de las políticas socialdemócratas cómplices de la ofensiva neoliberal, el chavismo supo proyectar un paradigma que fue rápidamente asumido por diversos sectores populares y revolucionarios, aunque también, en su momento, por oportunistas y recicladores de las hegemonías sistémicas. Así que, puestos a definir un ´carácter de la revolución´ o, mejor dicho, de la propuesta revolucionaria de este período, lo más preciso será remitirse al chavismo como tal más que al heterogéneo ciclo progresista regional.

Así, podríamos sintetizar, en la tónica de la periodización con la que comenzamos esta ponencia:

  • Un nuevo período de avance para las izquierdas continentales signado por la alianza del chavismo con gobiernos progresistas diversos. El carácter de la propuesta revolucionaria que proyectó la Venezuela bolivariana fue socialista en su enunciación, aunque no haya logrado avanzar en transformaciones estructurales anticapitalistas; propuso el método electoral apelando al empoderamiento popular, y apostó a una articulación regional de aspiraciones antiimperialistas.

En el libro antes citado concluimos que el ciclo en cuestión no está agotado ni deberían celebrarse, desde la izquierda, sus límites o contradicciones. Aun así, más allá de la férrea voluntad de lucha del pueblo chavista en el hermano país, igual de cierto es que la ofensiva reaccionaria ha ganado posiciones notorias en la geopolítica continental (aunque también inestables, como muestra la crisis del gobierno ilegítimo de Brasil por estos días), que habilitan a pensar en la necesidad de otras lógicas de resistencia y de proyección revolucionaria.

El guevarismo y las luchas que se vienen

Nuevas luchas contra la recomposición conservadora ya se están desarrollando en Brasil y en Argentina, que se suman a las resistencias de los últimos años en Chile o Colombia, por mencionar casos de actualidad. Para enfrentar los nuevos desafíos, el paradigma de acumulación de fuerzas que primó en la última década y media, basado en elecciones bajo las reglas de juego de la democracia burguesa representativa y de libertad absoluta del gran capital para confrontar o sabotear la voluntad popular, ya está demostrando quedar corto.

En una declaración conjunta de apoyo a las movilizaciones del 24 de mayo en Brasilia, el Congreso de los Pueblos de Colombia, el Frente Popular Darío Santillán de Argentina, el Movimiento Ukamau de Chile y los Sin Techo de Brasil afirman que “Los avances en los gobiernos progresistas de la región fueron insuficientes y no buscaron transformar las estructuras desiguales de nuestras sociedades”; en el mismo documento agregan: “Nuestra resistencia surge del poder insurgente y creativo en los territorios”. Se trata de movimientos populares activos en la defensa de la revolución bolivariana y protagonistas de los escenarios de articulación continental, pero que en sus luchas actuales y su proyección buscan desbordar el paradigma de los gobiernos progresistas que signó el ciclo actual.

Conocemos, por experiencia de las décadas pasadas, que hay una distancia entre las luchas sociales (por más radicales que éstas sean) y las fuerzas políticas que logren expresarlas en opciones de gobierno o de poder. La proyección política de la lucha social es un debate de primer orden para el movimiento popular continental. Un nuevo paradigma deberá acompañar, entonces, al nuevo momento de resistencias. Volver al guevarismo, para recrearlo según las condiciones actuales, resulta una opción. No por nostalgia anacrónica sino para retomar herramientas teóricas, conceptuales y éticas que ayuden a nutrir el reimpulso del movimiento popular.

Intelectuales comprometidos como el mencionado Löwy o Néstor Kohan desarrollaron, en las últimas décadas, una labor multifacética de abordaje y revalorización de la obra del Che. Miguel Mazzeo enumera, en un texto reciente, aspectos que definen un posible “horizonte guevarista” para las luchas que se vienen. En unos y otros textos, y en los debates militantes de aquí y allá, abrevan estos diez puntos que siguen, que se proponen esbozar aspectos del ideario guevarista vigentes y necesarios de ser retomados hoy:

  • Hablar de guevarismo implica asumirlo no tanto como ideología definida o identidad cerrada, sino más bien rescatar su carácter articulador de diversas tradiciones revolucionarias y de un conjunto heterogéneo de culturas emancipatorias; el guevarismo siempre se mostró compatible, colaborativo, integrador, de ideas cristianas, tercermundistas o incluso trotskistas. Así, resulta absolutamente legítimo referenciar al sacerdote Camilo Torres (y al camilismo en Colombia), a John Willam Cooke (y al nacionalismo revolucionario de los 60 en Argentina), al Zapatismo del Subcomandante Marcos, a figuras recientes de las luchas continentales (como Darío Santillán) o, incluso, a las expresiones más combativas del movimiento de mujeres en la actualidad, dentro de la identificación genérica que habilita una idea histórica y a la vez actual del guevarismo.
  • El humanismo del Che nutrió una concepción de la revolución que debía garantizar, además de mejoras materiales, transformaciones en la subjetividad social que él definió con la idea del “hombre nuevo” (concepto al que hoy cabe hacerle un señalamiento antipatriarcal, aunque la reformulación necesaria no desmejora su sentido ético radical).
  • La revolución, las formas organizativas, el análisis de las sociedades, toda la producción teórica y práctica fue para el Che “creación heroica”, como había propuesto Mariátegui. Así, puestos a repensar y recrear el guevarismo por venir, seguramente éste deba verse atravesado por las nuevas realidades de las últimas décadas, como el peso que adquirieron las luchas socioambientales o –en referencia al punto anterior– las transformaciones que las luchas feministas van imponiendo al conjunto de los proyectos populares.
  • Retomar al Che requiere evitar la reducción del guevarismo a una forma específica de acción: fue el Guerrillero Heroico, sí, pero fue además un político revolucionario, un teórico antidogmático, un economista heterodoxo, un humanista en su más amplia dimensión.
  • La coherencia entre el pensar, el decir y el hacer son la expresión más sencilla y a la vez profunda de la ética guevarista.
  • El guevarismo reafirma el socialismo no solo como posibilidad para América Latina, sino como la única opción revolucionaria para lograr una sociedad de justicia e igualdad; propone un socialismo que sea proyecto civilizatorio más que método económico, claramente antagónico a los valores individualistas y de competencia de la sociedad capitalista. (Esa definición, a la que el Che aportó además solidez teórica, recobra una dimensión certera tras un ciclo político de prédica pretendidamente transformadora a la vez que condescendiente con las lógicas del capital).
  • El guevarismo evitó el anclaje paralizante en las teorías dogmáticas o abstractas, pero no para caer en un pretendido pragmatismo que crecientemente diluya los principios y los objetivos estratégicos, sino para poner el énfasis en la praxis real de los sectores subalternos y oprimidos como fuente de un proyecto revolucionario de intransigencia de clases.
  • El latinoamericanismo, el internacionalismo y el anticolonialismo fueron para el Che compromisos bien concretos que se plasmaron, como todas las demás dimensiones de su lucha, poniendo el cuerpo.
  • Ante distintas realidades (en la Revolución Cubana, desde su rol como delegado ante otros países, en África o Bolivia) el Che predicó búsquedas unitarias de acción. La idea de que una revolución no es tarea de una sola organización, y que el divisionismo es un mal a combatir, son legados que deberían estar en primer orden a la hora de los balances del período que nos precede y de definir las tareas para enfrentar lo que se viene.
  • Con su acción y sus búsquedas aun después de la Revolución, el Che “descentró” al Estado como objeto único de toda reflexión y de toda lucha. Su decisión de abandonar sus cargos en el Estado Revolucionario para promover nuevas luchas, aun reiniciando casi desde cero allí donde hiciera falta, muestra una disposición política y ética por des-sacralizar instituciones y formalidades.

* * *

Este punteo se presenta apenas como un repaso superficial, que amerita ser profundizado. De todas formas, será la praxis, las luchas concretas de los pueblos y sus aprendizajes, las que demandarán y recrearán sus propios soportes teóricos en los que, es de esperarse, el guevarismo retome su lugar preponderante como parte de un acumulado histórico que no podemos menospreciar. Hace ya un par de décadas, en su rescate del Che ante la ofensiva capitalista mundial, Michel Löwy afirmaba: “En el siglo XXI, cuando ya estarán olvidados los ideólogos neoliberales que hoy ocupan la escena política y cultural, las nuevas generaciones se acordarán del Che, de su combate y de sus ideas”.

El siglo XXI llegó hace rato, las nuevas generaciones ya están gestando nuevos horizontes emancipatorios, y ahí está el legado del Che, más latente que nunca, para ser parte fundamental y esencia del imprescindible reimpulso revolucionario.

Por último, quiero permitirme una digresión referida al momento político actual que vive Colombia. Hay una máxima del Che que aplica bien a los desafíos de la izquierda colombiana hoy, y es esa que dice que “no hay que confiar en el imperialismo ni un tantico así”. Seguro que el Che no se ofendería si agregamos que no hay que confiar ni ese ´tantico´ ni en el imperialismo, ni en las oligarquías socias de éste en cada país.

Muchas gracias.

 

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* Ponencia presentada por Pablo Solana, integrante de la Revista Lanzas y Letras, en el Seminario Internacional Centenario de la Revolución de Octubre y 150 años de El Capital, realizado en mayo de 2017 en la Universidad Pedagógica Nacional.

Autor

Articulista y editor. Colabora con distintas publicaciones latinoamericanas. www.pablosolana.blogspot.com