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Los dilemas del ecosocialismo en América Latina

Unir a rojos y verdes para dejar atrás el lastre reformista en la discusión sobre la actual crisis ecológica es la principal tarea del ecosocialismo. Todo esto, en una región marcada por profundas controversias en torno al extractivismo y la postura asumida por las fuerzas de izquierda que han llegado a encabezar gobiernos populares. 

La formación del sistema capitalista y su expansión por el mundo se ha valido de una enorme maquinaria extractivista de minerales y, en general, de los recursos naturales. Con el pasar del tiempo, este modelo se ha puesto en discusión a medida que tomamos consciencia de que la lógica capitalista de acumulación ilimitada ha llevado a una crisis que amenaza la existencia del planeta entero. Los efectos se evidencian desde hace tiempo en la temperatura global, las inundaciones, los ríos secos, las selvas y montañas incendiadas. No obstante, las “soluciones” hasta ahora planteadas están dirigidas a culpar al individuo y de su consumo particular. Por fuera quedan quienes, efectivamente, contaminan y afectan masivamente el medioambiente a través de turbulentos procesos de acumulación de capital.

La lucha contra el cambio climático es, de esta manera, una cuestión política asociada a la lógica de producción extractivista y colonial protagonizada por capitales europeos, norteamericanos y asiáticos sobre los suelos del sur global: la gran reserva estratégica de minerales que durante siglos ha sido, además, una gigante despensa al servicio del desarrollo capitalista. Así pues, en el siguiente ensayo me aproximo críticamente a las dinámicas mineras en América Latina y encuadro las encrucijadas de los proyectos que han luchado por avanzar en un programa de descarbonización de la vida. Por último, ubico la propuesta ecosocialista como la más coherente para poder luchar con compromiso en contra de las implicaciones de un modelo que inevitablemente llevará al mundo a su fin.

Dinámica extractivista

En 1545 un indígena quechua llamado Diego Huallpa se encontraba cumpliendo órdenes de los soldados españoles en un cerro de Potosí cuando cayó por cuenta de los fuertes vientos. Al incorporarse nuevamente colocó “sus manos sobre la tierra, notó que, justó ahí donde hacían presión, había algo brillante: una rica veta de plata” (Serratos, 2023, p.6). Huallpa, sin saberlo, habría descubierto la cura para el hambre europea y la posterior creación del sistema económico global, pero más importante aún, firmó el destino de América Latina como la gran reserva de plata y oro para el mundo. Este suceso inició lo que hoy conocemos como extractivismo y produjo una expansión de los alcances del colonialismo en el continente. Incluso, más allá de esto, impuso la muerte de la naturaleza y el dotar de vida al dinero (Merchant, 1980). Para poder lograr esto, las fuerzas coloniales –y posteriormente los representantes del capital– han generado una discursividad en torno a la erradicación de relaciones tradicionales de los pueblos nativos con el entorno que les rodea para seguir explotándoles. Sobre esto, Serratos (2023), rescatando al poeta Aimé Césaire, expone que el colonialismo fue un proceso masivo de cosificación:

En la medida que esta lógica se expandió con el colonialismo, sobre todo en América, fue matando, además de pueblos y naciones, cosmovisiones orgánicas del planeta. Para explotar la Tierra primero es preciso matarla, convertirla en un recurso desprovisto de alma, para luego traficarla monetariamente. (p. 9)

Pasando la etapa de expansión colonial, el extractivismo tuvo un cambio de lógica por cuenta de proyectos liberales durante los siglos XIX y XX, periodo en el que América Latina exportó a mercados internacionales en gran cantidad distintos productos agrícolas, minerales y forestales. La extracción de estos fue liderada por capitales británicos y estadounidenses. Posteriormente, Serratos (2023) expone que a mediados del siglo XX inició el periodo de la gran aceleración (1945-1980), en el que los países del sur “fueron tildados de subdesarrollados y los Estados, para escapar de esta condición, impelidos a exacerbar el extractivismo […], y el principal producto de exportación fueron los combustibles fósiles” (p.11).

En este contexto se dio una incorporación de Latinoamérica al “sistema-mundo capitalista como mero recurso a ser explotado […]. Ecosistemas enteros fueron apenas concebidos como plataforma de tierras disponibles e incorporadas al espacio hegemónico europeo por su enorme rentabilidad” (Composto y Navarro, 2012, p. 60). Posteriormente, desde la década de los ochenta, América Latina empezó a vivir la imposición del neoliberalismo y la desindustrialización. Ante la imposibilidad de intervenir directamente en la economía, los Estados debieron conformarse con las migajas que los grandes capitales extractivos dejaban a su paso. Así, “la destrucción de ecosistemas se aceleró como nunca […]: entre 1980 y 1990 una de cada tres toneladas del total de las exportaciones globales tenía origen latinoamericano” (Serratos, 2023, p.11).

Lo que ha vivido la región desde entonces es un neocolonialismo sustentado en el comercio internacional y el “libre mercado” que ha orientado a los países latinoamericanos a depender de las economías extractivas que el mismo capitalismo ha creado (Delgado, 2010). Este neoextractivismo inserta a las economías latinoamericanas al comercio internacional a través del ingreso de capitales privados en territorios estatales y, peor aún, comunitarios, además de recursos que tradicionalmente eran propiedad del Estado como el petróleo y el gas a la vez que reduce impuestos y otorga facilidades a esos capitales extranjeros (Puyana, 2017), privatizando la administración de recursos “comunes” (Malm, 2016) y configurándose como un “nuevo imperialismo” (Harvey, 2004). Así pues, los recursos que se explotan y los dueños de esa explotación han cambiado con el tiempo: pasando de las potencias coloniales (España, Reino Unido, Países Bajos, etcétera) a ser dominado por transnacionales con sedes en Canadá, Australia, Estados Unidos o China, cuya participación en el extractivismo en América Latina ha aumentado desde la crisis mundial de 2008.

Tras siglos de explotación a los suelos y ecosistemas del mundo, los países de la ONU decidieron establecer en 1992 la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que ha estado seguida de numerosos encuentros internacionales para buscar “soluciones” a la crisis medioambiental. Sin embargo, se ha optado por no tocar los privilegios de las transnacionales y los dueños del capital, dicho sea de paso, los principales responsables de esta crisis. A pesar de los diversos compromisos adoptados por países y privados, la quema de combustibles, la emisión de gases de efecto invernadero y la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera han crecido aceleradamente desde los noventa (Cano, 2019; Saxifrage, 2019). En 2002, en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible de Johannesburgo se consumó la “construcción hegemónica de consenso extractivista” (Antonelli, 2014, p.73) en el que se pondría a andar una serie de narrativas y retóricas en torno a un desarrollo económico que fuera acorde con el medioambiente; fortaleciendo así las concepciones de un ”capitalismo verde” o de una ”minería responsable” para, de este modo, limpiar las manos de las transnacionales sin renunciar a la explotación de los recursos.

Capitalismo fósil y la policrisis del siglo XXI

Esta falta de soluciones estructurales ante las claras afectaciones socioambientales del extractivismo en la región se pueden comprender en el marco del capitalismo fósil, un concepto trabajado por autores como Elmar Altvater, Ian Angus o Andreas Malm y que se puede comprender como:

la formación social, económica y política que tiene como fin objetivo la acumulación ampliada de capital, en tanto relación desigual de riqueza y poder, a través de la explotación del trabajo y el mundo biofísico, y cuya estructura económica está unida al consumo creciente de combustibles fósiles. (Cano, 2019, p. 77)

Precisamente la formación de este entramado del capitalismo fósil se inició en el siglo XIX con la revolución industrial, pero su acelerada expansión llegaría después de la Segunda Guerra Mundial que estableció un nuevo sistema de explotación internacional y neocolonial que degrada al planeta (Angus, 2016). Este capitalismo fósil se profundizó en el siglo XXI por cuenta de las llamadas “élites fósiles” (Cano, 2019) y la proliferación de proyectos políticos, militares y económicos que apuntan a ahondar la crisis en la que ya se encuentra el planeta. En la etapa actual del capitalismo, el crecimiento del consumo de la energía fósil no se puede comprender sin la participación del sistema financiero y la presión que este ejerce para poder cumplir, por ejemplo, con el pago de la deuda externa.

Por otra parte, el capitalismo fósil también debe ser visto en los términos de la trampa energética en la que el sistema de producción ha caído y que se puede evidenciar en la Tasa de Retorno Energético (EROEI), una medida que informa acerca de cuánta energía hay que gastar para obtener una nueva. Si, por ejemplo, la EROEI fuese de 100:1, significa que se obtienen 100 unidades de energía por cada unidad invertida. De acuerdo con Cano (2019), la EROEI ha disminuido profundamente en el siglo XXI, por lo que la economía fósil está llevando a un precipicio energético con una tasa mundial debajo del 5:1. Esto, inevitablemente, derivará en crisis económicas y políticas (Brockway et al., 2019). Estas bajas tasas de la EROEI imponen límites al capitalismo que, históricamente, se había beneficiado de la energía abundante y barata (Patel y Moore, 2017) pero que ahora está encaminado a la “extracción máxima” de energía que “tiene implicaciones devastadoras y violentas para el planeta y las sociedades” (Cano, 2019, p. 86).

Aquí se articula otro elemento relevante para la comprensión del capitalismo fósil: el militarismo y la apropiación violenta de la energía. Según Cano (2019), desde el siglo XX se configuró un complejo militar-industrial-fósil altamente armado y financiado que ha dejado altos impactos ambientales en el mundo y, de acuerdo con Hynes (2015), es responsable del 20% de la degradación ambiental del planeta. Esta bandera, adelantada principalmente por los Estados Unidos, ha provocado intervenciones militares a lo largo del mundo y el aumento del gasto de energía fósil en el apartado bélico. Sin duda, el descenso en las tasas del EROEI ha llevado a que los Estados ricos movilicen sus tropas en la competencia internacional por el acaparamiento de la energía (Cano, 2019).

Los combustibles fósiles, según Malm (2016), se tornan el “sustrato material” necesario para producir plusvalor en esta etapa del capitalismo: estos son utilizados “a través de todo el espectro de la producción mercantil como el material que la pone en movimiento físico […] se han convertido en la palanca general de la producción de plusvalor” (p. 199). De esta manera, la “expansión del capital provoca una extracción y combustión más voluminosa de combustibles fósiles” (Desentis, 2020). Es decir, en el mundo del capitalismo fósil, ligado intrínsecamente al libre mercado, existe una “élite fósil” dedicada a mercantilizar los recursos naturales limitados. En otras palabras, “el medio ambiente se transforma cada vez más en un objeto disputado por la codicia humana” (Altvater, 2007, p. 38) concentrado, principalmente, por aquellos que sobreponen la ganancia y la acumulación por sobre la vida misma.

En ese sentido, el sistema capitalista ha llevado al planeta a encontrarse en una situación de crisis múltiples, entrelazando la financiera y la económica con la ecológica. El mundo atiende, de esta manera, a las contradicciones que alberga el capitalismo en su lógica de funcionamiento y que Karl Polanyi (1989) expuso hace un tiempo argumentando que era un sistema que “no podría existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto” (p. 82). Sumado a esto, Marx (1976) escribiría que: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre” (p. 424). Así pues, el capital se niega a reconocer los límites que le impone la naturaleza (Malm, 2016) y no contempla que para su funcionamiento y expansión necesita los recursos naturales finitos del planeta (Altvater, 2007). Dicho de otro modo, el capitalismo necesita del entorno social y natural para el desarrollo de la economía, pero en la medida en la que explota y sobreacumula, genera un ambiente constante de crisis que pone en riesgo su mismo funcionamiento (Fraser, 2020).

El extractivismo y sus víctimas

Como se ha evidenciado, la maquinaria extractivista arriesga, en general, la existencia en el planeta Tierra. Sin embargo, la realidad es que antes de que este fuese un problema de carácter global, los pueblos originarios y los ecosistemas locales ya sufrían los estragos del extractivismo en sus vidas. Esta actividad depredadora del capitalismo colonial (Ayala et al., 2017) modifica violentamente el paisaje físico y social (Harvey, 2005) de comunidades que buscan preservar el medioambiente y por ese motivo son perseguidas y asesinadas. Con esto, se le apunta al desdibujamiento de las relaciones históricas que los pueblos originarios han mantenido con el entorno que les rodea y se les asigna la responsabilidad de cargar con los efectos de la minería, cuando Estados y empresas privadas se niegan a continuar con el mantenimiento ambiental (Teran, 2020). No es casualidad que en países como México o Colombia la violencia contra defensores del medioambiente (en gran medida indígenas) sea tan elevada y, por supuesto, esté asociada a los contextos mineros.

Por otra parte, la actividad minera le asigna a mujeres y niñas labores que reproducen roles de género, como la cocina y la limpieza, con bajos o incluso ningún salario. A la vez que se encuentran en constante riesgo de ser explotadas sexualmente. Dentro del extractivismo se expone el poder “patriarcal que somete a humillación y a la esclavitud de los más vulnerables […] el extractivismo y sus redes quebrantan toda forma de ser, conocer y estar dentro de los territorios” (Mendoza, 2022). La minería, en ese sentido, mercantiliza no solo los suelos y ríos, sino que también lo hace con los cuerpos de niñas y mujeres atravesadas por rasgos de interseccionalidad como “mujer mujer-rural, niñas-rural, mujer-indígena-rural, niña-indígena-rural expuestas a brechas de género, desigualdad por raza, actos machistas y violencia que menoscaban todos ellos sus derechos” (Mendoza, 2022). La explotación sexual de las mujeres, además, va encaminada a desligar a los pueblos de sus tradiciones en tanto que ellas “cumplen un rol importante dentro de sus comunidades, son las encargadas de transmitir las tradiciones espirituales, la defensa de sus tierras, de los recursos naturales y las propiedades de las plantas tradicionales” (Marra, 2021). En estas comunidades, la mujer indígena cumple la función de ser “depositaria del conocimiento y uso de la agrobiodiversidad y la seguridad alimentaria” (SINCHI, 2019, p.161).

De igual manera, y como lo he defendido a lo largo de este texto, la minería ha sido una actividad esencialmente devastadora del medioambiente. Gracias a las transformaciones técnicas y tecnológicas desarrolladas a lo largo del siglo XX, esta pudo pasar de un método de explotación subterráneo al que se realiza a cielo abierto y transforma completamente el espacio de explotación en tanto “se instala generando deforestación, alteración y contaminación del agua, eliminación de la capa vegetal del suelo y destrucción de hábitats” (Velasco, 2020).

Así pues, la minería utiliza agua, energía, explosivos y demás tecnologías para poder extraer metales a bajo costo y luego exponer a las fuentes hídricas a los efectos de sustancias químicas como el cianuro o el mercurio para poder separar los minerales del material inutilizable (Composto y Navarro, 2012). De acuerdo con Rodríguez (2009), el saldo de esta actividad es la desaparición de culturas ancestrales y economías regionales a la vez que se destruyen los ecosistemas de los que dependen pueblos enteros.

Extractivismo y progresismo en América Latina

A principios del siglo XXI la llamada “marea rosa” del progresismo se expandió por América Latina con la llegada de distintos liderazgos populares a los gobiernos de la región. Buenos vientos se asomaban: integración del continente y cogobierno popular. Dejando de lado otros aspectos de este momento político, el capítulo de las políticas mineras, las afectaciones al medioambiente y a los pueblos indígenas dejó mucho que desear. Esto provoca un debate que hasta hoy parece enfrentar la postura del progresismo frente a las políticas extractivistas.

El exvicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, expone acertadamente que la llegada de un gobierno progresista no implica, pues, un ataque contundente al capitalismo extractivista o fósil. Según él, “el debate central para la transformación revolucionaria de la sociedad no es si somos o no extractivistas, sino en qué medida vamos superando el capitalismo como modo de producción —ya sea en su variante extractivista o no extractivista” (García-Linera, 2022). Los países de América Latina, al igual que otras sociedades postcoloniales, cumplen el rol de exportar materias primas en el sistema capitalista, una condena de la cual no parecen poder huir mientras los países ricos les obliguen a continuar entregando recursos para su dedicación a actividades de producción científica-tecnológica y de servicios (García-Linera, 2022).

Latinoamérica se encuentra bajo una encrucijada: aunque sus ecosistemas y pueblos indígenas son afectados directamente por la actividad minera de grandes capitales, los recursos que se obtienen del extractivismo los gobiernos progresistas son importantes fuentes de financiación a las necesarias políticas sociales. Así pues, la tesis del “neoextractivismo progresista” de Eduardo Gudynas se presenta como una luz para comprender la dinámica de los gobiernos populares y progresistas frente a la minería:

el progresismo actual despliega algunos esfuerzos estatales para regular el mercado y generar medidas de compensación social, pero no discute la lógica de este desarrollo. Es más, poco a poco, se difunde la idea de que las riquezas ecológicas no deberían ser “desperdiciadas” y de que la izquierda puede aprovecharlas con mayor eficiencia. (Gudynas, 2010, p. 157)

En ese sentido, lo que indica Gudynas (2013) es que los gobiernos progresistas, en vez de optar por abandonar la actividad extractiva, han buscado aumentar la participación del Estado en el manejo de los ingresos por exportaciones de las materias primas. Ni siquiera Hugo Chávez, Lula, Kirchner, Correa, Bachelet o Evo Morales pudieron alejarse del extractivismo, dando a entender que a pesar de los cambios de gobierno y del “giro” hacia la izquierda en el continente, la industria minera y extractiva seguiría siendo la mayor fuente de recursos orientados a la ejecución de políticas sociales y redistributivas (Gudynas, 2011).

Los gobiernos progresistas no solo mantuvieron la apuesta extractivista, sino que aumentaron la inversión y los alcances del sector en la región. Por ejemplo, en Argentina entre 2003 y 2006, durante el gobierno de Néstor Kirchner, las inversiones aumentaron en 490%, la izquierda uruguaya apuntó a invertir en la extracción petrolera en la costa (Gudynas, 2011) y el gobierno de Correa impulsó una nueva Ley de minería bajo el argumento que “el desarrollo responsable de la minería es fundamental para el progreso del país. No podemos sentarnos como mendigos en el saco de oro” (Gudynas, 2011, p. 87), apoyando la minería a cielo abierto y criminalizando a quienes denunciaban las afectaciones socioambientales de esta actividad. Por la misma línea, Evo Morales se preguntaría en 2009 buscando defender la política minera: “¿de qué Bolivia va a vivir si algunas ONG dicen Amazonía sin petróleo?” (Gudynas, 2011, p. 89). La lógica de Correa, Evo y de otros gobiernos progresistas de poder captar excedentes del extractivismo para políticas sociales brinda, además, una suerte de legitimidad social que servirá para defender la explotación minera.

Dicho esto, lo que cuestionaron estos gobiernos progresistas de la primera ola no es la extracción en sí misma de los recursos naturales, sino el control privado y extranjero de esta actividad. Por ello, los gobiernos adelantan un “control estatal sobre esos recursos, aunque con ellos terminen reproduciendo los mismos procesos productivos, similares relaciones de poder y los mismos impactos sociales y ambientales” (Gudynas, 2011, p. 90). De esta manera, el progresismo nacionaliza los recursos (como en Bolivia, Ecuador y Venezuela), pero profundiza la extracción minera y petrolera (Gudynas, 2012)., recayendo en lo que alguna vez atacaron fervientemente. De esta manera, estos gobiernos progresistas juegan en los términos del neoliberalismo y aplazan eternamente el deseo de una transición poscapitalista (Machado, 2015) y posextractivista del mundo (Acosta, 2011). Aun así, ha sido constante la participación subordinada de la región en un sistema-mundo en el que “los países siguen siendo tomadores de precios, no coordinan entre sí la comercialización de sus productos y defienden la liberalización del comercio global” (Gudynas, 2012, p. 133). Los Estados nacionales, aun cuando están encabezados por fuerzas de izquierda, protegen las dinámicas propias del capitalismo contemporáneo y los procesos de acumulación para, de ese modo, combatir la precarización de la vida que el mismo capitalismo ha creado. Parece entonces imposible luchar con las armas que el mismo opresor brinda.

La resistencia a una transición posextractivista proviene, por otra parte, de las clases más ricas –quienes más consumen los combustibles fósiles–, que de acuerdo con Malm (2016), han logrado, a través de la influencia que tienen en gobiernos e instancias internacionales, direccionar las políticas climáticas a los hábitos de consumo individuales, en lugar de atender a los procesos productivos, perpetuando la existencia de la economía fósil. De esta manera, resulta necesario que la izquierda controvierta esa ingenua lucha contra el cambio climático, asumida como una cuestión cosmética y paliativa (Harvey, 2014) que responsabiliza al individuo y a quienes menos contaminan. El reto es iniciar una lucha que ataque los cimientos del capitalismo, es decir, abanderarse hacia una politización de la crisis ecológica y proponer una ruta hacia un ecosocialismo comprometido.

Politizar la crisis ecológica

La existencia humana indudablemente se ve amenazada por la lógica de sobreacumulación y explotación natural que el capital se ha encargado de expandir a lo largo del tiempo. El relacionamiento que se tenga con la naturaleza aquí y ahora contiene dentro de sí la posibilidad de proponer alternativas para un mundo distinto (Harvey, 2000). La responsabilidad de la crisis ambiental se encuentra, como diría alguna vez Fidel Castro, en algunos responsables localizados y en dolientes globalizados. El impacto ambiental y la “huella ecológica” presentes reflejan las desigualdades de ingresos y riqueza entre países y personas, por lo que las injusticias ecológicas solo se pueden discutir “si se tienen en cuenta las contradicciones de clase social y la producción de desigualdad en el curso de la acumulación de capital” (Altvater, 2007, p. 38).

Resulta ilógica la responsabilización colectiva de la “humanidad” (en forma abstracta) por la crisis climática. A la luz estudios como el de Richard Heede (2014), en el que se reconstruye el proceso de emisiones de CO2 entre 1854 y 2010 para hallar que aproximadamente el 63% de las emisiones totales (unos 914.000 millones de toneladas) fueron producidas por 50 empresas privadas, 31 estatales y nueve Estados. Ante un panorama de crisis que suceden con cada vez más frecuencia, el mundo parece entrar en un punto de no retorno por el cambio climático. El 50% de la población mundial con menos ingresos responde por el 7% de las emisiones de CO2 anuales, mientras que el 10% más rico es culpable de casi el 50% (Seoane, 2023). Tristemente, las máximas de la lucha contra el cambio climático no son más que campañas de greenwashing y de culpabilización al individuo por sus comportamientos de consumo. No queda de otra, entonces, que volver a la pregunta: “¿qué hacer?”.

Para empezar, es inevitable acudir a Michael Löwy y Joel Kovel, quienes escribirían en 2001 el Manifiesto Ecosocialista Internacional para dar luces sobre cómo abordar la crisis climática a la que estaba llevando el capitalismo.Löwy y Kovel expondrían precisamente que esta crisis no podría ser solucionada con herramientas surgidas en el seno del capitalismo, pues “hacerlo requiere poner límites a la acumulación —una opción inaceptable para un sistema cuya prédica se apoya en la divisa—“. Por eso mismo una propuesta íntegra y verdaderamente transformadora debe surgir de la fuerza socialista, es decir, de una que busque avanzar hacia una sociedad poscapitalista: “necesitamos construir un socialismo capaz de superar las crisis que el capital ha venido desatando” (Löwy y Kovel, 2001). La propuesta ecosocialista, de esta manera, reposa en dos argumentos esenciales: por una parte, la lógica del sistema capitalista de despilfarro de recursos naturales y consumo desmedido se ha concentrado principalmente en países desarrollados, pero de seguir de esta manera se extenderá a todo el mundo y ello llevará a una crisis peor. Por otra parte, la expansión de la vida bajo la economía de mercado “amenaza directamente y a medio plazo (cualquier previsión sería azarosa) la supervivencia misma de la especie humana. La salvaguarda del entorno natural es, por tanto, un imperativo para la humanidad” (Löwy, 2012, p. 32). En ese sentido, algunas corrientes del ecologismo y algunas del socialismo se unen para politizar la cuestión ambiental, que como otras tantas había sido despolitizada en tiempos recientes, y poder cuestionar el poderío de la economía, de la “dictadura del dinero, de la reducción del universo social al cálculo de las márgenes del beneficio” (Löwy, 2012, p. 26) y buscar soluciones a la satisfacción de necesidades humanas y el equilibrio ecológico.

En esta carrera a contrarreloj que enfrenta la humanidad, Gabriela Fernandes (2020), militante de la causa ecosocialista en Brasil, considera que la respuesta está en la solidaridad de los pueblos explotados: mucho antes que cualquier gobierno se preocupara por el cambio climático, los campesinos y pueblos indígenas de Latinoamérica ya estaban buscando alternativas para luchar contra el cambio climático:

los debates inmediatos por la descarbonización deberían incluir asambleas populares que traten las demandas de una transición justa, desde la necesidad de empleos a la lucha por los territorios, para que aquellos responsables de escribir los proyectos de ley y los planes de acción lo hagan en sintonía con los protagonistas de estas demandas. Esto es importante para no producir un plan solamente tecnocrático que puede ser fácilmente apropiado por el capital y, en especial, para que tengamos la fuerza política capaz para presionar a los gobiernos de derecha o moderados (a veces hasta a los de izquierda) por una transición justa y lo más rápido posible.

Las dimensiones de esta crisis climática, cuyas discusiones han sido apropiadas por sectores reformistas y los conocidos “partidos verdes”, principalmente del primer mundo, han optado por no incluir una posición anticapitalista coherente —a lo mejor por motivos electorales—, volviéndose “simples socios ‘ecorreformistas’ de la gestión social-liberal del capitalismo en los gobiernos de centro izquierda” (Löwy, 2012, p. 29). En el escenario público, el debate está concentrado en la contradictoria posición de “capitalismo verde” liderada por partidos e individuos del norte global, mientras que quienes realmente pueden dirigir la conversación y la generación de alternativas se encuentran en el sur. La resistencia al extractivismo va de la mano de la participación popular y local que defiende los territorios y medios de vida. Existe, de esta manera, “más potencial para una convergencia más fácil entre los intereses materiales, las luchas de clases en cierto sentido y la política medioambiental” (Malm, 2023). Así pues, resulta necesario abandonar la búsqueda por un “capitalismo verde” que no cuestiona la producción y el consumo capitalista y refundar el socialismo en torno a las luchas climáticas y de género “liberándolo así de sus escorias productivistas” (Le Quang, 2018, p. 23).

En esta medida, cabe rescatar la propuesta en construcción de un “leninismo ecológico” elaborada por Andreas Malm. Esta corriente expone que, al igual que hizo Lenin con la izquierda antibelicista (o Rosa Luxemburgo y Liebknecht en medio de la Primera Guerra Mundial), habría que convertir la crisis de la guerra en una crisis contra los impulsores de esta. El razonamiento actual, entonces, consistiría en identificar a los promotores del desastre ambiental y movilizarse en contra de ellos. De igual manera, Malm (2023) argumenta que el leninismo ecológico acepta que con el poder del Estado será posible abandonar el extractivismo, pero resulta indispensable “coaccionar a ciertos actores de la economía para que dejen de extraer, producir y vender combustibles fósiles. Y solo el Estado puede hacerlo”.

Los gobiernos populares en América Latina deberían abrazar la propuesta del leninismo ecológico para así presionar, con la fuerza estatal, un cambio real en los modos de producción fósil. Los planteamientos del leninismo ecológico resaltan la importancia de “abrazar una política leninista de inquietud e impaciencia” (Malm, 2023) para ir firmemente en contra del reformismo y la socialdemocracia que plantea soluciones a largo plazo, lentas y graduales. En ese sentido, el leninismo ecológico milita y propone desde la crisis, entendiendo la importancia de rescatar a aquel marxismo-leninismo que recuerda que el capitalismo es planetario y que la única manera de superarlo es con una lucha, igualmente, planetaria de un proletariado organizado (Negri, 2004). “Se trata de convertir las crisis de los síntomas en crisis de las causas, tener siempre sentido de la velocidad y saltar a cada oportunidad para reforzar al Estado a reorganizar la economía más allá del capital fósil” (Martín, 2021).

Como respuesta a los atropellos políticos, sociales, económicos y ambientales en el sur global, la izquierda debe responder al ecocidio sostenido para mantener la vida de los países ricos. Si realmente se pretende articular una gran masa popular en torno a la defensa de la vida, el ecosocialismo ofrece innumerables pistas sobre cómo hacerlo. Por más que parezca irreal o utópico, precisamente en esa utopía reside el deseo de un cambio radical. Es urgente unir a los rojos y a los verdes, lograr la integración de los obreros, las mujeres y los ecologistas. Todxs, tarde que temprano, aplastadxs por la misma bota. 

Referencias
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Autor

Tomas Bernier, estudiante de Ciencia Política y editor en Lanzas y Letras.