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Seis experiencias del nuevo progresismo

En el incierto mapa político regional se debate entre un progresismo fragmentado y vacilante, y una ultraderecha cada vez más agresiva. De la pacificación de Petro a la decepción de Boric, del fracaso de Fernández al caos de Castillo. Una visión panorámica de América Latina. 

La existencia de un nuevo mapa político en América Latina signado por la preeminencia de gobiernos progresistas es un dato incontrastable. El predominio de administraciones de este tipo en el 80% de la región suscita grandes debates sobre el perfil de un renovado ciclo de centroizquierda.

La dinámica de este proceso es más comprensible sustituyendo el rígido término de ciclo por la noción más flexible de oleada. Este concepto conecta el tipo de gobiernos prevalecientes con los resultados de la lucha popular. La primera secuencia progresista de 1999-2014 fue sucedida por la restauración conservadora de 2014-2019, que a su vez desembocó en los últimos tres años en el reinicio del curso previo (García Linera, 2021).

Enemigos de mayor voltaje

La novedad del escenario actual es la participación un protagonista centroamericano de peso (México) y otro de gran influencia política (Honduras), en un rumbo exclusivamente localizado en Sudamérica en la fase anterior.

Los nuevos mandatarios han asumido en algunos casos como resultado de rebeliones populares, que tuvieron traducciones electorales inmediatas. Los gobiernos de Bolivia, Perú, Chile, Honduras y Colombia emergieron al calor de esas sublevaciones callejeras.

En otras situaciones, el descontento social convergió con la crisis, el desconcierto de los presidentes derechistas y la incapacidad del establishment para posicionar a sus candidatos (Brasil, Argentina, México). A su vez, en dos contextos de enorme resistencia popular, la movilización callejera no tuvo desemboques en las urnas (Ecuador), ni permitió la superación de un caótico escenario (Haití).

El fracaso de todos los gobiernos neoliberales ordena esta variedad de contextos. La restauración conservadora que intentó enterrar la experiencia progresista, no consiguió concretar esa sepultura.

Pero a diferencia del ciclo anterior, los derechistas han perdido un round, sin quedar fuera del ring por un tiempo perdurable. Siguen en carrera redoblando la apuesta, con formaciones más extremas y proyectos más reaccionarios. Disputan codo a codo con el progresismo la futura primacía gubernamental. Continúan referenciados en el trumpismo estadounidense, mientras la vertiente de Biden ha comenzado a jugar sus fichas con algunos exponentes del progresismo.

La vitalidad de esa latente contraofensiva de la derecha regional introduce una diferencia sustancial con el ciclo anterior. Basta observar la polarización del grueso de los comicios entre el progresismo y la ultraderecha para notar este nuevo escenario. La primera fuerza ha vencido (hasta ahora) por estrecho margen a la segunda en las definiciones presidenciales, pero no en las elecciones posteriores o parciales. Tan sólo impera un frágil equilibrio, que induce a la cautela a la hora de evaluar el alcance de la actual oleada progresista.

Esa prudencia se extiende a otros planos. Los voceros de la derecha obviamente descalifican el ciclo actual por su evidente interés en impugnar al adversario. Por eso hablan de una “marea rosada débil y poco profunda” (Oppenheimer, 2022).

Pero también los simpatizantes de este proceso destacan la ausencia de liderazgos comparables a la fase anterior (Boron, 2021) y remarcan el carácter fragmentado de un proceso carente de homogeneidad en la economía y la política exterior (Serrano Mancilla, 2022).

Las fuertes respuestas de Maduro a Boric por los cuestionamientos al régimen venezolano ilustran esa ausencia de un bloque unificado. Algunos analistas observan en esa grieta el debut de una “nueva izquierda antipopulista”, que emergería superando la inmadurez del período anterior (Stefanoni, 2021). Pero con mayor realismo, otros evaluadores destacan la continuidad de un viejo perfil socialdemócrata en perdurable tensión con los procesos radicales (Rodríguez Gelfenstein, 2022).

La centroizquierda moderada ha impuesto hasta ahora la tónica de la oleada en curso. Repite mensajes de armonía y conciliación, frente a una derecha extrema y brutal, que busca canalizar el descontento social con discursos y acciones más contundentes. Ese progresismo light tiende a quedar desubicado, en un escenario alejado de sus expectativas y prácticas corrientes (Aharonian, 2022).

Los dos mandatarios progresistas más recientes llegan al gobierno con trayectorias distintas, pero rodeados de la misma expectativa. Petro es el primer presidente de ese signo en Colombia y Lula inicia su tercera gestión, al cabo de la terrible noche padecida en Brasil con Bolsonaro.

Otra figura de gran peso regional como López Obrador —que ya transitó un largo trecho de su administración al frente de México— mantiene su credibilidad. Por el contrario, el gobierno de Fernández es sinónimo de fracaso en Argentina, las políticas de Boric suscitan frustración en Chile y antes de su derrocamiento, Castillo acumuló un récord de fallidos en Perú. Estas seis experiencias ilustran los problemas del nuevo progresismo en América Latina.

Colombia en los inicios

Petro introduce por primera vez a Colombia en este proceso con la prioridad de la paz en su agenda. Promueve un objetivo muy específico y diferenciado del resto de la región. No emite solo mensajes de reversión de la desigualdad, la dependencia o el autoritarismo. Propone frenar la tragedia de muertes que ha desangrado a su país. Esa meta fue una de las banderas de las protestas del 2021. La centralidad de ese objetivo determina la especificidad de su gestión, en comparación a otras administraciones regionales del mismo signo (Malaspina y Sverdlick, 2022).

El nuevo mandatario ya retomó el Acuerdo de Paz de La Habana, reabrió el diálogo con los grupos armados y reanudó las relaciones con Venezuela, para ejercer el control compartido de la frontera. Al declarar el fracaso de la “guerra contra las drogas”, anticipó un curso alternativo a la simple militarización que exige Estados Unidos.

Pero Petro busca el amparo de Biden contra sus enemigos locales y para facilitar ese sostén avala la presencia de los marines. Convalida el rol de esas tropas afirmando que contribuirán a preservar el medio ambiente, sofocando por ejemplo los incendios en el Amazonas. Con este guiño al Pentágono se aleja de la actitud asumida por Correa, cuando asumió la presidencia de Ecuador disponiendo la clausura de la base militar estadounidense en Mantra.

El gran problema pendiente en Colombia es la respuesta de la extrema derecha y los paramilitares del narcoestado a las convocatorias oficiales al diálogo. Los mensajes de reconciliación del nuevo presidente no tienen contrapartidas nítidas en sus destinatarios. Nadie sabe cómo podría participar el uribismo en un proceso de efectiva desmilitarización del país (Aznárez, 2022).

Ese sector de la clase dominante ha construido su poder con el terror que despliegan sus bandas. La gran incógnita radica en cuál sería el Plan B de Petro, si los criminales de la ultraderecha reinician los asesinatos de militantes populares. Ya motorizan activas campañas contra el “Petro-chavismo” de un mandatario que dispuso el indulto a los detenidos durante el levantamiento popular. También conspiran contra las tratativas de paz, tanteando provocaciones para minar el cese de fuego. El frustrado atentado contra la vicepresidenta Márquez retrata la gravedad de esas agresiones (Duque, 2023).

Petro auspicia el fin de la violencia para favorecer la construcción de un capitalismo exento de explotación, inequidad y destrucción del medio ambiente. Con esa meta ha incorporado a su equipo a varios exponentes del poder económico local, pero sin explicar cómo conseguiría forjar en su país lo que nadie logró en el resto de la región.

En la década pasada, los presidentes progresistas tan solo acotaron los padecimientos del neoliberalismo, sin gestar otro modelo y esa carencia alimentó la restauración conservadora. La misma disyuntiva reaparece en la actualidad.

El nuevo mandatario se dispone a gestionar mediante un acuerdo parlamentario con los partidos tradicionales, que ya podaron las aristas más radicales de sus iniciativas. Aún no han definido su actitud frente a las propuestas de mejorar las condiciones de trabajo, pero ya recortaron otros avances. Forzaron la eliminación del voto obligatorio en la prometida reforma política, la reducción de tierras a distribuir entre los campesinos y las comunidades étnicas y el recorte de las sumas a recaudar con la reforma tributaria (Rivara, 2022).

En consonancia con ese curso, el nuevo gabinete incluye varias figuras del establishment en los cuatro principales ministerios. Esa fisonomía contrasta con el contorno nítidamente popular de la vicepresidenta Márquez, que la coalición triunfante designó en el convulsivo contexto creado por la sublevación del 2021.

Petro goza de un gran sostén al inicio de su gestión y por esa razón conviene registrar los frustrantes resultados de los intentos más recientes de construcción capitalista en América Latina. También lo ocurrido en El Salvador aporta significativas advertencias.

Allí se logró la ansiada pacificación que actualmente intenta Petro, pero sin efectos económicos o sociales beneficiosos para el grueso de la población. El fin de la guerra fue sucedido en 1992 por una tímida reforma institucional, una frágil amnistía general y una pequeña redistribución de tierras. El movimiento guerrillero no fue derrotado y accedió en sucesivas cuotas provinciales al manejo del gobierno.

Cuando finalmente logró conquistar la presidencia (2009), el FMLN replicó las viejas prácticas de gestión y preservó la misma estructura del capitalismo. Al cabo de un decenio de frustraciones, un exalcalde de esa fuerza (Nayib Bukele) comanda el nuevo ensayo autoritario de los grupos dominantes.

Los riesgos del retorno

Lula preparó su llegada recordando lo conseguido en el pasado por su propia administración e inició su gobierno con un categórico discurso de erradicación del interregno de Bolsonaro. Arrancó con varias decisiones de revisión de ese dramático legado. Derogó las normas que facilitaban el acceso a las armas de fuego y reabrió la investigación del asesinato de Marielle Franco.

En el plano económico anuló la reducción de tasas impositivas a las grandes empresas, frenó ocho privatizaciones y reactivó el fondo de protección de la Amazonia, con anuncios de contención de la deforestación. En su exposición inicial habló de la desigualdad y de la necesaria reversión de los privilegios a los acaudalados.

Pero Lula deberá lidiar con dos adversidades. El escenario económico interno es muy diferente a la década pasada y en la vereda opuesta tiene un enemigo dispuesto a sostener el precedente rumbo de conservadurismo ultraliberal.

El modelo lulista de gestión tradicionalmente se basó en prolongadas negociaciones con todas las fuerzas del Congreso, para sostener el presidencialismo de coalición que ha imperando en el régimen político posdictatorial (Natanson, 2022). En ese sistema se asienta el intercambio de votos por partidas presupuestarias, a favor de los distintos grupos capitalistas o negocios regionales en disputa.

Todos los legisladores de la derecha participan de esa compra-venta de favores al mejor postor, en torno a un eje organizador de ese redituable oportunismo (el denominado centrao). En sus gestiones precedentes el PT avaló ese mecanismo, que por ahora Lula se apresta a renovar. Logró neutralizar a los candidatos más reaccionarios al frente de esa estructura, pero no impulsa proyectos de efectiva democratización a través de una reforma constitucional.

Ese corrupto parlamento unió fuerzas con el poder judicial y los medios de comunicación para destituir a Dilma y convalidar la detención de Lula. En ese régimen político se asientan también las prerrogativas que conservan los militares desde la dictadura de los años 60. Todos los genéricos elogios a la “democracia” que se expusieron para doblegar el intento golpista del bolsonarismo, oscurecen el abismo que separa al sistema brasileño de cualquier principio de soberanía popular (Serafino, 2023). Mientras persista ese sistema, no haba forma de concretar las metas de justicia e igualdad enaltecidas durante la campaña electoral.

En su debut Lula conformó un gabinete de equilibrio con defensores de los derechos humanos, el medio ambiente y las prioridades sociales, junto a figuras muy próximas al gran capital, el agronegocio y el militarismo (Almeida, 2023)

El nuevo presidente espera calmar a las fieras con la presencia de un vicepresidente representativo del conservadurismo. Alckmin proviene del sector más retrógrado del partido burgués paulista (PSDB), es miembro del Opus Dei, defiende el neoliberalismo y arrastra una trayectoria de corrupción. Sostuvo el impeachment de Dilma y apuntaló su propio protagonismo, cuando Lula estaba en la cárcel. El potencial sustituto del presidente ante cualquier emergencia es una figura muy peligrosa, que no cumplirá papeles meramente decorativos.

Lula supone que ese personaje garantiza los puentes con el establishment. Pero no es la primera vez que el PT se alía con la derecha y obtiene adversos resultados. Entre 2006 y 2014 el efecto de esa política fue la desmovilización de sus seguidores, la pérdida de los bastiones del Sur y el surgimiento de una fuerza bolsonarista, que llenó el vacío creado por la impotencia de su adversario (Almeida, 2022a).

La repetición de esa experiencia es el principal peligro que afronta el tercer mandato. La derrota del golpe ha modificado el escenario de culto pasivo al pasado e indefinición del futuro. El sostén popular en las calles es el único camino para transformar las grandes expectativas en conquistas efectivas. Ese curso ya es intensamente impulsado por varios movimientos sociales y organizaciones de izquierda.

Los interrogantes de la economía

La caracterización de la primera gestión de Lula continúa suscitando debates. Algunos economistas estiman que prevaleció una variante conservadora de neodesarrollismo y otros consideran que fue una versión más regulada del neoliberalismo (Katz, 2015: 159-178).

Pero en ambos casos, esa experiencia estuvo signada por la ausencia de medidas transformadoras. Prevaleció una gran expansión del asistencialismo, con sustanciales mejoras del consumo, sin cambios significativos en la redistribución del ingreso.

Durante la campaña electoral Lula contrastó las bondades de ese período con la regresión posterior. Pero omitió evaluar porque razón esos alivios paradójicamente apuntalaron la expansión de una clase media reactiva al PT, en un clima político que facilitó el ascenso de Bolsonaro.

El conservadurismo económico, la ortodoxia monetaria y los privilegios al gran capital generaron la desazón que aprovechó la ultraderecha para llegar al gobierno. Ahora existe un escenario inverso de gran cuestionamiento al legado del ex capitán. Basta recordar que empujó

a 33 millones de brasileños al hambre y a 115 millones a la inseguridad alimentaria. Favoreció en forma impúdica un aumento de la desigualdad, en el país que encabeza el índice mundial de ese flagelo.

La coyuntura inmediata es problemática por el déficit presupuestario. La gestión bolsonarista violó sus propios principios de atadura del gasto estatal a un estricto techo de compromisos parlamentarios. El sector público tiene una deuda muy alta en relación al PIB y los pasivos del sector privado bordean su máximo histórico (Roberts, 2022). Este desborde se encuentra igualmente contenido por la nominación de esos compromisos en reales y por las grandes reservas en divisas que acumula el Banco Central (Crespo, 2022).

Los mensajes de Lula presentan actualmente un tono más industrialista y redistributivo que en las gestiones anteriores. Pero el modelo económico imperante enriquece a una minoría de capitalistas a costa del ingreso popular. Lula no ha explicado cómo piensa conciliar la preservación de ese esquema, con la efectivización de las prometidas mejoras sociales.

Seguramente en los primeros 100 días de gobierno ensayará iniciativas de emergencia contra el hambre junto a ciertos reajustes de los ingresos. Habrá que ver si implementa alguna modificación impositiva significativa para recaudar los fondos que necesita el erario público. Ya logró un desahogo del tope fiscal que impusieron los acreedores.

Pero el test más significativo será su postura frente a la reforma laboral del 2017. Esa norma convalidó numerosos atropellos, al asignar preeminencia a los acuerdos sectoriales, al fraccionamiento de las vacaciones, a la terciarización de las tareas y a la flexibilización de los despidos. Esa topadora de conquistas no generó los prometidos puestos de trabajo, pero garantizó un sustancial incremento de las ganancias empresarias.

Lula ha sido muy ambivalente en sus declaraciones sobre este régimen y seguramente sus socios capitalistas obstruirán cualquier alteración del avance conseguido por la patronal. Con la misma lupa observarán el curso posterior al freno inicial de las privatizaciones.

En cualquier escenario, la derecha prepara su artillería e introduce un devenir más imprevisible que en el pasado, cuando Lula gestionó con la tolerancia de todo el arco económico. Ahora se desenvuelve con el aval del bloque industrialista, las prevenciones del sector financiero y la hostilidad del agronegocio. Cuenta igualmente con el fortalecimiento de su autoridad política luego de sofocar el fallido golpe bolsonarista. Pero ese afianzamiento exige resultados en el plano económico. Lo ocurrido con su vecino del Sur es una gran alerta de las adversas consecuencias de los desaciertos en todos los planos.

El rotundo fracaso en Argentina

El descrédito de Fernández es generalizado al cabo de un trienio plagado de fracasos. Comenzó su gestión sin definir qué tipo de peronismo introduciría en su gobierno. A lo largo de 70 años el justicialismo ha incluido múltiples y contradictorias variantes de nacionalismo con reformas sociales, virulencia derechista, virajes neoliberales y rumbos reformistas (Katz, 2020). Lo que nunca tuvo fue una variante de simple convalidación del status quo, con el grado de impotencia, ineficiencia e inacción que ha caracterizado a Fernández.

El actual mandatario empezó con un perfil moderado, eludiendo cualquier reversión de la regresiva herencia de Macri. En el primer de test de conflicto que suscitó la quiebra de una gran empresa de alimentos (Vicentin), la oposición derechista le dobló rápidamente el brazo. El proyecto oficial de expropiar esa firma quedó anulado por la fuerte presión del lobby agro-exportador. Esa capitulación marcó a una gestión signada por incontables agachadas ante los grupos dominantes.

Fernández ni siquiera pudo defender su política de protección sanitaria, ante los cuestionamientos reaccionarios de los negacionistas. Mantuvo siempre una postura invariablemente defensiva. La prometida redistribución del ingreso se convirtió en un slogan vacío, a medida que la inflación comenzó a pulverizar el salario y las jubilaciones. La decisión de paliar la emergencia con un impuesto a las grandes fortunas fue un acto aislado y carente de continuidad.

El deterioro del poder adquisitivo durante su gestión sintonizó con los desplomes previos y afianzó un derrumbe mayúsculo del nivel de vida popular. Fernández optó por el inmovilismo y recibió una contundente respuesta del electorado, en la derrota sufrida por el oficialismo en los comicios de medio término.

La impotencia para contener la inflación y el consiguiente aumento de la desigualdad fue posteriormente agravada por el sometimiento al convenio exigido por el FMI (Katz, 2022a). Ese compromiso legitimó el fraude concertado por Macri y Trump para financiar la fuga de capitales. Se convalidó una obligación que arruina el futuro de incontables generaciones, con ajustes y recortes de las prestaciones sociales. Para satisfacer a los acreedores se creó un escenario que permite reiniciar el remate de los apetecidos recursos naturales del país (Katz, 2022b).

El contraste de esta frustrada experiencia del progresismo con sus antecedentes es abrumador. No sólo choca con la era de Perón, sino también con las acotadas mejoras que rigieron durante los mandatos recientes de Néstor y Cristina. La capitulación de Vicentín dista mucho de la fuerte disputa con el agronegocio (2010) o con el curso abierto por la nacionalización del petróleo (YPF) y los fondos de pensión (AFJP). La ley de Medios ya aprobada por el Parlamento fue simplemente olvidada y se dejó el terreno libre al poder judicial, para continuar el lawfare contra la vicepresidenta.

Fernández abandonó el intento neodesarrollista. Ese proyecto no avanzó en la década pasada por la renuncia a una mayor apropiación estatal de la renta sojera y por la gran confianza en grupos capitalistas, que utilizaron los subsidios del Estado para fugar capital sin aportar inversiones. Pero lejos de corregir esas limitaciones, el actual mandatario optó por una parálisis que agravó los desequilibrios de la economía.

Todavía es incierto el desemboque político de esta frustración. La coalición conservadora ha concertado con el poder judicial un operativo para marginar a Cristina de los comicios del 2023. Combinan la persecución en los tribunales, la proscripción política y las amenazas a su propia vida.

Por esa vía esperan crear un escenario de declive general del peronismo, que les permita retomar el proyecto neoliberal. Ya dirimen candidatos para precisar un plan de retorno con más ajuste, nuevas privatizaciones y agresiones a las conquistas laborales con métodos represivos y gestión autoritaria. Ese desenlace todavía es incierto, pero ya son muy visibles las frustraciones que genera el tipo de progresismo que encarnó Alberto Fernández.

Continuada expectativa en México

El contraste de México con Argentina es muy llamativo por la semejanza de origen que emparenta a López Obrador y Fernández. Conformaron las dos primeras gestiones de la nueva oleada progresista y también afrontaron la penuria de la pandemia, que generó el voto castigo contra todos los gobernantes en el grueso del planeta. Alberto priorizó más la protección de la salud que AMLO, pero ambos adoptaron posturas antinegacionistas.

Los dos presidentes convergieron en la política exterior que impulsó el Grupo de Puebla, en contraposición al Grupo de Rio. Pero México emitió pronunciamientos y efectivizó medidas soberanas que Argentina soslayó. El activismo regionalista de AMLO contrastó con las ambigüedades de Alberto y la condena del golpe en Perú del primer mandatario chocó con el aval que caracterizó al segundo.

En el plano económico López Obrador preservó la estrecha asociación con Estados Unidos, mediante tratados librecambistas que Argentina no comparte. Pero introdujo algunos ruidos en la relación con el Norte, que contrastan con la aproximación argentina a Washington luego del acuerdo con el FMI.

Mientras que Fernández multiplica las concesiones a los inversores yanquis en la apetecida órbita de los recursos naturales, AMLO propicia una reforma en el sistema de electricidad, que ha levantado una gran polvareda entre las empresas estadounidenses. Esa iniciativa otorga preponderancia al Estado en desmedro de las firmas privadas, que exigen la urgente intervención de Washington para frenar ese impulso regulatorio (López Blanch, 2022).

AMLO mantiene el pago de la deuda externa ilegitima, pero rechazó las ofertas de un nuevo financiamiento condicionado por el FMI. Por contrario, Fernández convalidó el convenio más nefasto de las últimas décadas con ese organismo.

Los enormes cuestionamientos que suscitan los proyectos de desarrollo de AMLO, contrastan con el inmovilismo y la secuencia de crisis financiero-cambiarias, que Alberto toleró con apacible resignación. Algunas iniciativas económicas del presidente mexicano podrían adoptar incluso un perfil neodesarrollista. Ya recibió esa calificación su objetado proyecto del Tren Maya para apuntalar el turismo con una ampliación de la red ferroviaria. Pero un eventual deslizamiento de AMLO hacia el neodesarrollismo presentaría modalidades muy diferenciadas del patrón sudamericano, por la estrecha conexión que preserva México con la economía estadounidense.

El balance económico-social del obradorismo no es alentador, pero dista mucho del tremendo derrumbe del nivel de vida popular que ha convalidado la versión actual del peronismo. En México aumentó la pobreza y la consiguiente ampliación de los programas sociales, pero el país se encuentra muy lejos de la continuada degradación que sufre Argentina.

A diferencia de lo ocurrió en el Cono Sur, en México ha predominado una invariable continuidad de políticas económicas neoliberales. Desde hace varias décadas el país quedó enlazado en una red internacional de convenios comerciales y compromisos financieros externos, que reforzaron el curso interno de las privatizaciones y las desregulaciones laborales.

Pero en franco contraste con sus antecesores, AMLO concedió ciertas mejoras sociales para la tercera edad, facilitó una acotada recuperación salarial e introdujo ciertas modificaciones en el regresivo sistema laboral. Propició igualmente esos avances, sin satisfacer las demandas pendientes en los conflictos de largo arrastre. Además, sostuvo las acciones de la corrupta burocracia de los charros, en desmedro del sindicalismo independiente (Hernández Ayala, 2022).

En otros terrenos los problemas de México son más severos. Afronta un nivel de criminalidad y un porcentual de homicidios que Argentina no padece. La misma diferencia se verifica en el plano democrático. Fernández no arrastró ninguna hipoteca equivalente a la irresuelta desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, ni debió lidiar con los privilegios que el ejército mantiene en México.

El presidente argentino evitó las acusaciones de corrupción que AMLO ya recibió y que el establishment utiliza para condicionar a todos los gobiernos. Pero ese respiro no alteró la disconformidad general que impera entre los poderosos sobre la gestión de Fernández. Esa evaluación de los acaudalados ha sido más variada en México, que procesa la llegada de nuevas elites al círculo de los privilegiados.

La variedad de semejanzas y diferencias entre los gobiernos de ambos países, no genera igualmente efectos políticos comparables. Mientras que Argentina ya vivió una larga experiencia progresista previa con Néstor y Cristina, AMLO personifica el debut de ese modelo en México.

Esa novedad incluye una mayor tolerancia hacia un ensayo que ha motorizado cambios muy resistidos por los opositores de López Obrador. Ese descontento a la defensiva de la derecha, contrasta con la gran recomposición ofensiva que ha logrado ese sector en Argentina.

Los resultados de las elecciones de medio términos ilustran la diferencia de escenarios que impera entre ambos países. El peronismo sufrió una derrota que hubiera asegurado la inmediata instalación de un mandatario derechista, si los comicios hubieran sido presidenciales. Por el contrario, el obradorismo afrontó un acotado retroceso, sin avances significativos de sus adversarios. Quedó erosionada su hegemonía en el Congreso, pero la derecha no consiguió el repunte que esperaba. Salió a flote cierta desafección de la clase media urbana y la juventud con su gestión, que no engrosó el pelotón de los opositores (Arkonada, 2021).

En este escenario de grandes diferencias en la percepción de los resultados del progresismo, los obradoristas discuten cómo apuntalar un candidato para el próximo sexenio, mientras que los peronistas buscan alguna carta salvadora para el 2023. El balance de cada experiencia no es un mero registro de logros y desaciertos. Implica, ante todo, una evaluación de la recepción popular de lo sucedido. En este plano las distancias entre Argentina y México son enormes.

Frustración en Chile

El desengaño que se vislumbra en Chile presenta más parecidos con la decepción de Argentina, que con las ambivalencias de México. Boric asumió con un enorme respaldo. Su discurso inaugural convocando a revertir la desigualdad y poner fin al modelo de fondos privados de pensión, contaminación minera y consumismo derrochador, despertó expectativas mayúsculas.

Esa esperanza no desconocía la problemática trayectoria de un dirigente, que llegó a la presidencia distanciándose de la izquierda, para tender puentes con la vieja Concertación. Ese contubernio garantizó la continuidad pos pinchetista del neoliberalismo. Con Boric no arribó al gobierno la generación de estudiantes que convulsionó al país desde el 2011, sino una elite de esa juventud ya amoldada al establishment.

El nuevo presidente debutó con un gabinete de equilibrio, que combinó la presencia de lideres comunistas con economistas provenientes del riñón del neoliberalismo. Tenía la posibilidad de apoyarse en la movilización popular, para implementar sus promesas de campaña o podía adoptar el continuismo exigido por Lagos, Bachelet y la partidocracia. Boric optó por este segundo camino provocando la frustración del grueso de sus votantes.

Esa definición se procesó de entrada en la exigencia de libertad a los presos políticos de la sangrienta revuelta del 2019. Boric rehuyó impulsar primero un proyecto de Ley de Indulto que involucraba a casi mil beneficiarios. Retomó posteriormente el discurso criminalizador contra las protestas y reestableció el estado de excepción en las regiones mapuches. Ese sometimiento al poder dominante se extendió al plano económico. El prometido fin de las AFP y las reformas impositivas para reducir la desigualdad permanecieron en los cajones.

La desactivación de la Convención Constituyente sintonizó con esas capitulaciones. En lugar de impulsar la agenda de un organismo gestado para sepultar al Pinochetismo, Boric apuntaló la presión de la prensa hegemónica para encorsetar los debates y diluir las propuestas de esa asamblea (Szalkowicz, 2022). Contribuyó a socavar la propia existencia de ese organismo, al sustraer de su agenda cualquier modificación del régimen político o del modelo neoliberal.

El texto final de la Constituyente emergió con tantos recortes, que ni siquiera fue defendido por sus propulsores. El oficialismo comandó esa erosión, vaciando de contenido la campaña por la aprobación de esa reforma. Pactó incluso un compromiso para modificar el texto, si era avalado por las urnas. En ese caso, contemplaba la incorporación de todas las enmiendas exigidas por el establishment. Como consecuencia de esa autoliquidación, las papeletas favorables recibieron una paliza mayúscula en los comicios. El 61,88% votó por el Rechazo, contra el 38,12% de Apruebo, en un marco de participación récord de los electores (Titelman, 2022).

Ese voto contra la Constituyente constituyó de hecho un plebiscito de disgusto con el gobierno. En la arrolladora desaprobación ya no estuvo en juego el destino de un texto vaciado de contendido, sino la evaluación de un gobierno que defraudó a sus seguidores y envalentonó a sus enemigos.

Boric es un exponente de las falencias del progresismo actual. Desactivó la protesta para bloquear su radicalización y esterilizó la acción política forjada en las calles, para apuntalar la red de las viejas instituciones. Exhibe sumisión al empresariado y dureza con los rebeldes. Por eso algunos analistas estiman que la posibilidad de reencauzar su gestión hacia un rumbo efectivamente progresista ya está cerrada (Figueroa Cornejo, 2022). Luego del fracaso del plebiscito ha incorporado más representantes de la vieja Concertación a su gobierno y en cierta medida encarrila su gestión en los moldes de esa experiencia.

Los vertiginosos virajes en las urnas ilustran el carácter volátil del electorado en el turbulento período en curso. Cuando el progresismo defrauda, la derecha se recompone en tiempo récord. Chile no aporta el único retrato de esa velocidad de las mutaciones actuales.

Desengaño en Perú

El derrocamiento de Castillo cerró transitoriamente otra frustrada experiencia del progresismo. La actual captura del gobierno por una mafia cívico-militar que desconoció la continuidad de un presidente electo, no debe oscurecer el cúmulo de decepciones que generó ese caótico mandatario

Castillo gestionó en forma tormentosa, lidiando con sus aliados y convergiendo con sus opositores. Incumplió sus promesas, aceptó las presiones de sus enemigos y administró en la cuerda floja sin ninguna brújula.

El desesperado intento de sobrevivir mediante una improvisada disolución del Congreso fue un acabado retrato de esas falencias. En lugar de convocar a la movilización popular contra los golpistas, apeló a la OEA y apostó a la lealtad de una cúpula militar experta en acomodamientos al mejor postor.

Castillo podía apoyar su mandato en la enorme movilización popular que sostuvo su victoria. Su ambigua trayectoria no permitía anticipar ningún curso de gobierno. Los parecidos con Evo Morales creaban la posibilidad de una repetición de lo sucedido en Bolivia. Pero decidió un camino contrapuesto a su par del Altiplano. En lugar de apuntalar una base social transformada en mayoría electoral, optó por la sumisión a las clases dominantes.

El exmandatario eliminó primero al sector radical de su gobierno, inaugurando una interminable secuencia de reemplazos ministeriales. Posteriormente aceptó cajonear su promesa de convocar una Asamblea Constituyente. El paso siguiente fue el abandono de la anunciada renegociación de los contratos mineros con las empresas transnacionales.

Pero ninguno de esos mensajes de buena voluntad tranquilizó a la derecha fujimorista, que mantuvo su fomento del golpe de estado. Crearon un clima de sofocante presión sobre Castillo, hasta convencer a todo el espectro reaccionario de la conveniencia de una asonada. En el interregno, el mandatario cambió 70 ministros en menos de 500 días de gobierno.

El chantaje a un presidente cautivo de la legislatura y los tribunales le permitió a la clase dominante mantener su modelo económico. Ese esquema ha gozado de gran perdurabilidad en medio de constantes tormentas políticas. Durante la gestión de Castillo se repitió ese escenario, con una cuota adicional de acoso que potenció el desgobierno.

La bancada que sostenía su administración en el Parlamento quedó fragmentada al cabo de incontables remociones de ministros. Varias figuras de su gabinete perdieron incluso los cargos antes de asumir. La improvisación de Castillo generalizó la imagen de un mandatario desorientado.

Cuando los aliados de izquierda tomaron distancia, el derrocado presidente optó por reemplazantes de derecha. Representantes del Opus Dei, conservadores antifeministas, tecnócratas de las grandes fundaciones y hasta individuos vinculados a la mafia encontraron un lugar en su voluble gabinete. El encuentro de Castillo con Bolsonaro y su aprobación de resoluciones diplomáticas auspiciadas por la embajada estadounidense, completaron el cuadro de un presidente divorciado de sus promesas.

A tono con ese amoldamiento al status quo, Castillo recurrió incluso a la represión de los manifestantes que rechazaron la carestía de los alimentos y la energía. Pero el efecto de la decepción con su administración es una incógnita. Perú ya ha sufrido frustraciones del mismo tipo (Ollanta Humala en 2011) y arrastra la traumática experiencia de Sendero Luminoso (Tuesta Soldevilla, 2022). Esa vivencia es recreada, distorsionada e incansablemente esgrimida por la derecha para justificar los crímenes del ejército contra el pueblo.

Pero la resistencia al golpe ha generado un inédito escenario de rebelión popular de extraordinario alcance. La marcha sobre Lima recibió incontables muestras de aliento, en 15 regiones convulsionadas por 80 bloqueos de carreteras, levantadas para enfrentar una represión atroz de gendarmes que asesinan sin ninguna contención (Zelada, 2023). En esta sublevación mayúscula está muy presente la demanda de una Asamblea Constituyente, que sintetiza los reclamos contra todos los implicados en el sistema político actual. Perú no participó de la oleada progresista de la década pasada y la heroica resistencia en curso definirá el rumbo del próximo período.

Polarización asimétrica

Las experiencias con la nueva oleada progresista ya incluyen enormes esperanzas, grandes desengaños y múltiples incertidumbres. La expectativa prevaleciente en Colombia y Brasil difiere de la evaluación de lo sucedido en México y contrasta con las frustraciones en Argentina, Chile y Perú.

El escenario económico es tan sólo condicionante de ese contexto. Frecuentemente se destaca que la oleada del decenio pasado fue un resultado de la valorización internacional de las materias primas. Ese superciclo alcista de las commodities aportó efectivamente los recursos para financiar modelos más desahogados, que posteriormente enflaquecieron con la depreciación de las exportaciones latinoamericanas.

Pero si el rumbo progresista hubiera obedecido exclusivamente a ese contexto, su eventual reproducción en los próximos años no debería descartarse. La guerra que sucedió a la pandemia y el cortocircuito de abastecimientos en las cadenas globales de valor han revalorizado nuevamente las materias primas por un plazo que nadie puede anticipar.

El dato central de la década pasada fueron las rebeliones populares y los cambios en las relaciones sociales de fuerza, que afectaron duramente al esquema neoliberal precedente. Por eso hubo mayor intervención estatal, mejoras sociales y políticas económicas heterodoxas.

En la actualidad, las clases dominantes despliegan una furibunda presión sobre los nuevos gobernantes para frustrar cualquier reinicio del rumbo progresista y el grueso de este espectro exhibe posturas conciliatorias.

La dinámica observada en seis experiencias en curso, ilustra la presencia de una polarización asimétrica, que opone a un progresismo vacilante con sus decididos enemigos de la extrema derecha (Almeida, 2022b). La política a desenvolver en este escenario suscita intensos debates en la izquierda que analizaremos en el próximo texto.

Referencias

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Autor

Economista, investigador del CONICET en Argentina. Es profesor de la Universidad de Buenos Aires y miembro del colectivo Economistas de Izquierda. Su sitio web es: www.lahaine.org/katz