Cuentos, poesías, relatos. Un espacio para que la ficción (y no tanto) nos acompañe y nos invite a levantar los pies de la tierra, para volver a pisar con más ganas.
Rodríguez
Usualmente le preguntaban por qué fumaba, y lo que pasaba por su cabeza a la hora de responder era media vida, media de una vida corta. Sin embargo, lo que sus labios pronunciaban era: “para no perder la razón”; luego, pensaba: “como si la tuviera” … Pero esta ocasión fue muy particular.
Los antimotines nos habían cercado, el suelo que pisábamos era piedra humedecida por aguas negras y costaba respirar. Dicen que el humo del cigarro ayuda en esos casos, quién sabe.
La pregunta de ella le pareció extraña, por el contexto que los rodeaba. Su mirada se perdió unos segundos. Cuando se recompuso, escuchó con claridad los gritos de quienes le rodeábamos:
–¡Nos reventaron! ¡Nos vemos en la estación, corran, corran!
De la estación fuimos entre risas al café Origen. Charlamos sobre lo que estaba pasando en el país, nos preocupaba que las semanas que llevábamos en la calle terminaran en nada. Sabíamos que los de arriba no querían ceder y los gases lacrimógenos de la tarde lo demostraban. Sin embargo, entrado diciembre, el gobierno se sentó a negociar: ganamos.
Igual seguimos, hubo otras movidas: luchas campesinas, indígenas, de las comunidades negras, de nuevos estudiantes, de las mujeres… acompañamos todas. Pero lo que hoy recuerdo no es eso. Lo que hoy recuerdo es que Rodríguez, un par de años después, me contó de esos segundos en los que tras la pregunta de Rosa se quedó con la mirada perdida. Empezó así:
–Cuando Rosa me preguntó por qué fumaba vi el mundo detenerse. Ahora que lo pienso la pregunta era tonta, porque siempre fumamos cuando la policía suelta los lacrimógenos. Pero en ese momento se me detuvo el tiempo, y convertí lo de Rosa en un por qué estoy aquí. ¿Qué sentido tiene dedicarnos a esta mierda? Viejo, me di dos respuestas rápidas: la dignidad y ser felices. Después el tema me siguió en la cabeza y avancé en un par de ideas, pero sigo dando vueltas…
Rodríguez siempre estaba echando madres, cada oración que pronunciaba contenía dos palabrotas. A mí nunca me gustó mucho eso, pero más allá de hacerle bromas, no le decía nada.
Cierta vez tuvimos una disertación filosófica profundísima que convertimos, ya ebrios viendo el amanecer desde el balcón, en todo un mundo nuevo, en un mundo en el que, como dijo el viejo Pardo Leal un día, “la gente viva feliz y llena de esperanza”.
–Rodríguez, a los que queremos el cambio nos pasa lo de los peces de Foster Wallace, estamos tan sumergidos en la lucha que se nos olvida pa’ dónde vamos, hacemos como si las preguntas estuvieran resueltas.
–Friend, de eso le estoy hablando, hay que parar, por eso es linda la filosofía… Hace frío, ¿no?… En fin, el punto es ese, la filosofía nos lleva a las preguntas primeras, el sentido de la vida, Dios, lo bueno y lo malo, el origen.
–Sí, hay que detenerse, creo.
En ese momento no estaba tan convencido como ahora, me parecía que había que vivir el calor del tropel. Pero con el tiempo Rodríguez me fue mostrando que también es revolucionario bajarle el ritmo a la vida en un mundo que nos deja sin tiempo ni pa’ pensar, y que por ahí nos arrastra a hacer cosas que bien pensadas no haríamos… Eso es una locura.
–Vea la segunda men –Rodríguez usaba también estas palabras gringas para referirse a la gente, eso sí que era molesto–, los anarcos son otros que enseñan cositas. Cuando todo el mundo decía que el gobierno, que las leyes, que el voto, esta gente estaba hablando de contratos, de comunidad, de todo menos de gobierno. Necesitamos norte, como todo viaje, pero decían “hagamos nuestro propio norte, qué vamos a andar poniendo a otros a diseñarnos la vida”.
–Vamos adentro, está muy bravo el frío.
–Hermano, los anarcos son utopistas.
–Cómo los liberales de hace trescientos años, los comunistas de hace ciento dos, y las feministas de toda la historia.
–¿Pola?
–No, no, no. Cigarro.
Yo insistía:
–El problema del anarquismo es que no propone un sistema estable y confía mucho en que los pueblos lo pueden hacer bien.
Rodríguez siempre respondía con una sonrisa cuando uno decía cualquier cosa tonta. Tenía una increíble capacidad de diálogo.
–Mira –me dice en ese momento– Borges en “La Casa de Asterión” muestra cómo cualquier historia tiene que ser vista desde el ojo del otro. ¡Y de qué manera lo hace! Al minotauro que siempre fue el malo, lo hace posar casi de víctima. En este punto digo que viva Asterión y que descanse en paz –y soltó una carcajada.
–Continúa.
–Ahí voy, ahí voy. Los anarquistas son muy variados, los hay del tipo que hasta acuerdan con la forma en que funciona el mundo hoy, y tú y yo sabemos que está mal. Mira no más ayer, los franceses, pueblo símbolo de la libertad, le votaron a esa fascista. Pero el punto no es ese, el punto es que los anarquistas sensatos siempre nos llaman la atención diciendo que concentrar el poder es un problema grave, por lo de la ley de hierro de Michels.
–Despacio friend –solía imitarlo porque sabía que le irritaba un poco– que vas en tren.
–Ok. Llevan trescientos años diciéndonos que todo el maldito sistema está mal incluyendo a los rusos del siglo XX. Eso es un grito para poner a trabajar la imaginación, men, hay que volver a pensar todo.
–Bueno, está bien, hay que cuestionar todo principio e imaginar nuevos mundos. ¿Y el cambio para cuándo?
–¡Eso! Ahí entra la tercera cuestión que me está dando vueltas en la cabeza. ¡Las mujeres, marica!
–¿Las mujeres?
–Sí. Mira que hace cien años no podían ni votar, hoy hay mujeres presidentas. No digo que ya tengan todo resuelto, digo que han avanzado, que el mundo de hoy probablemente ni las sufragistas lo soñaron. Han demostrado que los cambios van solo si la luchamos. ¿Ves?
–¿Cuál es tu punto?
–Que nuestro trabajo es construir el mundo de los que vienen. Soñando tan lejos como nos sea posible y aferrados a dos principios: dignidad para no aguantar golpes de ninguno de los de arriba, y felicidad en cada movimiento que hagamos para cambiar esto.
Cuando la noche terminó y el sol había ya acabado de entrar por la ventana del balcón, Rosa llegó, besó a Rodríguez y fueron a dormir para pasar la embriaguez del alcohol y de las palabras. Agarré un cigarro y me fui.
Esa noche había sido de fiesta; después de un trabajo de meses habíamos anotado otra victoria, que hoy tras cincuenta años parece pequeña. Rodríguez y yo decidimos simplemente pasarla en su casa, se nos daba mejor tramitar las tristezas y alegrías con pocos.
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