Quince minutos fatales (mejor que no vayamos a Rusia)

Por Ernesto Carmín*. Un cuarto de hora. Eso duraron dos hechos que sucedieron el pasado jueves 5: la balacera policial que masacró a 9 campesinos, y los contragolpes paraguayos que dejaron en la cuerda floja a la selección Colombia. Entre el silenciamiento de un hecho (el realmente grave) y la magnificación del otro (el que debería ser apenas una diversión) se juega la verdadera tragedia nacional.

El regreso de la selección Colombia a un mundial de fútbol ocurrido el 11 de octubre de 2013 despertó nuevamente la euforia por la tricolor. Fue como un despertar de aquella tradición de fracasos a los cuales ya estamos acostumbrados. Luego, la gran actuación colombiana en la copa mundial Brasil 2014 corroboró esa sensación de desprendimiento de los fiascos futbolísticos. Atrás quedaban los amargos recuerdos de Italia 90, USA 94 y Francia 98, aquella seguidilla de certámenes en los que llegamos como favoritos y rápidamente fuimos eliminados.

Tal vez por esa idea de estar en un nuevo momento deportivo,  de tener una nueva generación de futbolistas calificados y con nivel para seguir yendo al mundial de manera continua, causa tanto terror que aparezca de nuevo la sombra del fracaso y la querida selección Colombia haya sido flor de un solo mundial, como pasó el jueves. El pasado 5 de octubre nuevamente se puso a prueba nuestra capacidad de asimilación de las derrotas y del dolor.

La expectativa por sellar la clasificación al mundial de Rusia 2018 hizo que el país se paralizara casi por completo. En el ambiente todo era alusivo al cotejo contra la selección de Paraguay y la posibilidad de confirmar la participación en el próximo mundial de futbol. Expectativa que en menos de 15 minutos pasó de la euforia  a la frustración general.

15 minutos fatales

El problema es que en Colombia no solo hay fútbol. La gran conflictividad social que vive a diario el país impide que todo se pueda esconder en transferir a una posible victoria de la selección. Y quizá el mayor problema es que nos empiece a importar más un partido que una muerte. Peor si son 9 muertes. Y más grave aún, si los asesinos son miembros de la propia Policía Nacional.

Ese mismo jueves, mientras los medios confirmaban el once inicialista que diputaría el juego, en la zona sur-occidental del país campesinos protestaban contra la erradicación forzada de cultivos de coca. Una protesta que llevaba varios días pero de la que poco se había hablado en los medios. Una protesta en la que hicieron presencia el Ejército y la Policía; estos últimos decidieron dispersarla abriendo fuego contra los campesinos. Quince minutos duraron los fusiles disparándose de forma continua, según dicen los propios sobrevivientes. En el campo, el real campo rural colombiano, nueve campesinos fueron asesinados y 55 más quedaron heridos de bala.

Esto pasó horas antes del emocionante partido de la selección, pero no fue lo suficientemente grave para que hubiese alguna manifestación, tan siquiera de repudio. Para la mayoría, los 15 minutos fatales fueron los del final del partido en los cuales Colombia perdió, ese cuarto de hora en el cual pasó de la emoción desbordada a la derrota que complica la clasificación al mundial.

Peor aún: con el paso de las horas se siguieron escuchando más análisis y comentarios sobre el por qué perdimos un partido clave, que sobre por qué la Policía masacró campesinos desarmados. La opinión de los medios se concentra más en la próxima fecha de eliminatorias que en las sanciones y responsabilidades a los asesinos. El Gobierno rápidamente inventa culpables para exculpar a sus fuerzas policiales.

Comparaciones odiosas

Un caso tan grave como ametrallar una manifestación de campesinos tendría que ser suficiente para despertar la más alta indignación de un pueblo. Para desatar más protestas y buscar denodadamente el castigo a los responsables sin importar el rango. En un país con menos naturalización de la muerte y el dolor, ese tendría que ser un motivo de crisis gubernamental.

En otras latitudes el fútbol no ha imposibilitado que casos graves se visibilicen, que tomen un poco de ese gran teatro mediático que vive del deporte más popular y se logren filtrar algunas denuncias y demandas más profundas.

En Argentina la denuncia por la desaparición forzada del joven Santiago Maldonado ha logrado tomar una gran fuerza y elevarse internacionalmente. Una denuncia que, de manera similar, involucra también a la policía de ese país. En lo que sí hay diferencias es en la visibilidad que desde el fútbol ha logrado tener.

El pasado lunes, el arquero del seleccionado argentino Nahuel Guzmán llegó al sitio de concentración de la selección con una camiseta que decía: ¿Dónde está Santiago Maldonado? Así mismo, el domingo previo a la fecha de eliminatorias, antes de empezar su partido contra Racing Club, San Lorenzo de Almagro saltó a la cancha con una bandera que decía: “Aparición con vida ya de Santiago Maldonado”. También así lo hicieron los futbolistas del club Témperley antes del partido ante River Plate.

Incluso las imágenes de la grotesca represión española contra el referendo catalán movieron a un referente del Barcelona a pronunciarse justo después del partido contra Las Palmas. Con lágrimas en los ojos el defensa central Gerard Piqué puso en entredicho su puesto en el seleccionado de España, rechazando públicamente la manera en que había sido agredido el pueblo catalán.

La pelota no se mancha

Lógicamente no es culpa del fútbol que sucedan cosas tan graves en nuestro país. No es su móvil natural ser espacio de denuncia o manifestación; sin embargo, como escenario aglutinado de multitudes, está presente en las realidades sociales y puede canalizarlas. Como parte de esta dinámica, el fútbol es un deporte que se impregna de muchos de los conflictos y problemáticas del país. Lo que no puede pasar es que, gracias a su belleza y esplendor, este popular deporte nos tape y esconda la realidad, nos constriña la posibilidad de volver al mundo real después de gravitar 90 minutos de partido.

Esa dinámica alienante no es exclusiva ni le resulta algo natural al futbol. Es parte del negocio y de las formas en que las grandes mafias, incluida la que administra el Estado, lo utilizan para la invisibilidad de canalladas tan grandes como la masacre del pasado jueves 5 de octubre. Menos mal que Colombia no clasificó ese jueves; de haber sido así, los 9 asesinados seguramente ni siquiera habría sido noticia.

Si un partido de fútbol nos hace desconocer la muerte, nos obliga a ignorar el dolor de una masacre, nos domina a tal punto de omitir la gravedad de un crimen de Estado, entonces… mejor no ir a Rusia.

*Ernesto Carmín es columnista deportivo, colaborador en Lanzas y Letras.

VOLVER ARRIBA