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Indigenizar el marxismo: Apuntes para descolonizar los proyectos emancipatorios

Cada 12 de octubre se cree celebrar el supuesto “descubrimiento” de la América Indígena. Sin embargo, este proceso no fue más que la expansión necesaria del imperio colonial del capital. Hernán Ouviña contribuye con un artículo sobre la indigenización del marxismo para nuestros proyectos emancipatorios. [Mural de portada: Guache].  

“Confieso haber llegado a la comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena, en nuestro tiempo, no por el camino de la erudición libresca, ni de la intuición estética, ni siquiera de la especulación teórica, sino por el camino, -a la vez intelectual, sentimental y práctico- del socialismo”

José Carlos Mariátegui (1928)

“Treinta y dos millones de indios vertebran -tal como la misma Cordillera de los Andes- el continente americano entero. Claro que para quienes la han considerado casi como una cosa, más que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían que no contaría”

Segunda Declaración de La Habana (1962)

“Que los poderosos no contaran con los pueblos indios no es de extrañar. Pero el reproche alcanza también a la izquierda ortodoxa latinoamericana. La que, todavía hasta el día de hoy, sigue sin contar a los pueblos indios con su propia identidad, su historia, su cultura, su tradición de rebeldía”

Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (2006)

Por: Hernán Ouviña. Si bien partimos de reconocer la enorme vigencia que tiene el marxismo como constelación crítica y autocrítica para el análisis y la transformación del mundo contemporáneo, sin embargo, creemos que uno de los mayores errores del socialismo como proyecto civilizatorio alternativo, ha sido el haber privilegiado la endogamia teórica y práctica al momento de intentar potenciar horizontes emancipatorios, por lo que consideramos que debe nutrirse de otras experiencias y saberes, entre los que se destacan los elaborados y defendidos por los diversos pueblos indígenas que han habitado por siglos y aún hoy están presentes a lo largo y ancho de Nuestra América. Se trata, en suma, de ser voluntariamente adúlteros y mestizos, abriéndonos a indigenizar al marxismo (o indianizarlo, de acuerdo al katarismo), es decir, a enriquecerlo a partir de este crisol de luchas que, en la actualidad, asumen una centralidad cada vez más destacada en la región. Esto supone articular el análisis de clase con el étnico, con el objetivo de fortalecer una perspectiva crítica del capitalismo que resulte, simultáneamente, anticolonial. Un marxismo, pues, que deje atrás el eurocentrismo y pueda arraigar en -y nutrirse de- las tradiciones e historias subterráneas que han delineado los pueblos y comunidades, tanto indígenas como afrodescendientes, de nuestro continente rebelde.

Teniendo en cuenta esta apuesta teórico-política, lo que siguen serán algunas reflexiones e ideas para fortalecer el horizonte del socialismo, poniendo en cuestión la matriz liberal, europeísta y monocultural que, salvo algunas notables excepciones, ha predominado en buena parte de la militancia de izquierda al momento de analizar a las sociedades latinoamericanas en las que, a diario, intentamos construir poder popular con vocación revolucionaria. Intentaremos recuperar ciertos planteos dentro del marxismo crítico, que son compatibles con -y enriquecen a- la perspectiva de lucha indígena, comunitaria y plurinacional. Esta conjunción de miradas y resistencias resulta imprescindible para dotarnos de mayores herramientas en el combate frontal que libramos contra el capitalismo colonial moderno como sistema de dominación múltiple.

Creación artística: Guache

REDESCUBRIR EL MARXISMO DE RAIGAMBRE COMUNITARIA, INDÍGENA Y ANTI-COLONIAL

Aun cuando gran parte del marxismo más dogmático tendió a subestimar las experiencias y procesos de lucha impulsados por pueblos indígenas y comunidades campesinas, es posible rastrear en paralelo una tradición opacada que sí intentó complejizar el análisis crítico, e incorporar a este tipo de realidades y sujetos que no se emparentaban con el proletariado clásico de ciertas sociedades europeas. El propio Karl Marx llegó a revalorizar, en particular durante la última década de su vida, la potencialidad revolucionaria tanto del campesinado como de las comunidades en resistencia asentadas en vastas regiones de la periferia capitalista, postulando por ejemplo que las comunas rurales en Rusia podían servir de puntapié para saltar directamente hacia el socialismo, sin necesidad de pasar por una violenta fase “capitalista” que “modernice” las formas de vida y las relaciones de producción en el campo. Lo interesante de su planteo es que ponía en cuestión la visión unilineal del devenir histórico, y de acuerdo a su caracterización la “atrasada” Rusia se encontraba más cerca de una posible revolución triunfante que la “industrializada” Inglaterra.

Dentro de esta original lectura, cobra mayor centralidad aún el segundo apartado del emblemático capítulo XXIV de El Capital sobre la acumulación originaria, el cual lleva el sugerente título de “Expropiación de la población rural, a la que se despoja de la tierra”. La expansión del capitalismo ya no era para el viejo Marx síntoma de “progreso”, sino sinónimo de barbarie y expoliación. Por cierto, dentro de este engranaje violento, nuestro continente ha cumplido de acuerdo a él un papel clave en la propia estructuración del sistema capitalista a escala global: “El descubrimiento de las comarcas de oro y plata en América -dirá-, el exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras [esclavos], caracterizan los albores de la era de producción capitalista. (…) Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria” (Marx, 2004).

No resulta casual que, durante sus últimos años de vida, uno de los temas que más obsesionaron a Marx fueron las formas comunitarias de vida social en Europa y América Latina, no solamente en un pasado remoto, sino sobre todo como realidades persistentes y contemporáneas a la expansión planetaria del capitalismo a lo largo del siglo XIX. Los múltiples apuntes redactados por él entre 1871 y 1883, publicados póstumamente bajo el nombre de Borradores de la Guerra Civil en Francia, Escritos sobre la Comuna rural rusa y Apuntes Etnológicos, constituyen una fuente imprescindible para redescubrir a un Marx distante del evolucionismo “productivista” y atento a ampliar su visión en torno al sujeto del cambio social, más allá de la clase obrera existente en las ciudades. Por ello no temió afirmar que lo que dividía trágicamente a los trabajadores urbanos y al campesinado rural no eran sus diferencias reales, sino sus mutuos prejuicios (algo que, curiosamente, repetirá casi de manera textual Emiliano Zapata, al comparar en una de sus cartas de 1918 a la revolución mexicana con la rusa).

Sin embargo, a pesar de la originalidad de sus planteos, este Marx viejo, pero vitalmente juvenil, que rompe con la linealidad histórica y se atreve a repensar sus hipótesis y conjeturas, resultó incomprendido o, cuanto menos, poco leído en su época (y hay que decirlo: también en las posteriores). Fueron grupos y revolucionarios/as marginales quienes prestaron oído y convidaron a Marx una mirada distante del eurocentrismo, que lo llevó a reformular sus hipótesis y conjeturas primigenias: nacionalistas irlandeses, populistas rusos, comunidades y pueblos “sin historia”, militantes utópicos y clandestinos de regiones olvidadas, con temporalidades discordantes y escaso nivel de “desarrollo” de sus fuerzas productivas, que pretendían aprovechar el privilegio del atraso para ensayar proyectos liberadores a fuerza de voluntarismo y osadía, en diálogo fecundo -contemporáneo o diferido- con un Marx azorado que al final de sus días busca aprender de -e interpretar a- esas realidades anómalas que buscaban “esquivar todas las fatales vicisitudes del régimen capitalista”.

La militante polaca Rosa Luxemburgo también tuvo la capacidad de detectar la potencialidad del campesinado y de los pueblos indígenas en las luchas anti-sistémicas. En su libro La acumulación del capital nos explica que “el capitalismo viene al mundo y se desarrolla históricamente en un medio social no capitalista”, por lo que uno de los requisitos ineludibles para su existencia y expansión estriba en el desmembramiento de las formas de “economía natural” que caracterizan a gran parte de los pueblos indígenas y comunidades campesinas de las colonias y los países que conforman la periferia del capitalismo, entendido como sistema desigual y combinado de dominio y explotación global. De ahí que, según su interpretación, la acumulación por despojo descripta por Marx en el mencionado capítulo XXIV de El Capital -basada en la apropiación violenta y la privatización creciente de bienes naturales, y en el desmembramiento de territorios comunitarios-, no deba ser entendida como algo acontecido sólo en los lejanos orígenes del capitalismo, sino en tanto proceso constante dinamizado por los capitalistas y el Estado para la subsistencia y ampliación del sistema de manera continuada. En todas las formas de economía natural, “lo decisivo es la producción para el propio consumo, y de aquí que la demanda de mercancías extrañas no exista o sea escasa, y, por regla general, no haya sobrante de productos propios, o al menos, ninguna necesidad apremiante de dar salida a productos sobrantes”, a lo que habría que sumar el hecho de que las comunidades indígenas y campesinas “basan su organización económica en el encadenamiento del medio de producción más importante -la tierra– así como de los trabajadores, por el derecho y la tradición”, todo lo cual no hace más que exigir al capital “una lucha a muerte contra la economía natural en la forma histórica que se presente” (Luxemburgo, 1967).

En igual sentido, en sus lecciones tituladas Introducción a la Economía Política, donde nos habla explícitamente del “comunismo inca”, expresa que “los europeos chocaron en sus colonias con relaciones completamente extrañas para ellos, que invertían directamente todos los conceptos relativos a la santidad de la propiedad privada”, al tiempo que celebra con fina ironía las afinidades entre estos pueblos de la periferia capitalista y el movimiento obrero europeo: “A la luz de estas brutales luchas de clase, también el más reciente descubrimiento de la investigación científica -el comunismo primitivo- mostró su peligroso rostro. La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus intereses de clase, husmeó una oscura relación entre las antiquísimas tradiciones comunistas que le oponían en los países coloniales la más enconada de las resistencias al avance de la ‘europeización’ ávida de lucro de los aborígenes, y el nuevo evangelio del ímpetu revolucionario de las masas proletarias en los antiguos países capitalistas” (Luxemburgo, 1972). Las luchas que han venido sosteniendo indígenas y campesinos/as por la defensa de la madre tierra y la propiedad comunitaria de sus territorialidades, constituyen un eslabón fundamental en la cadena anti-imperial y de resistencia contra la ofensiva capitalista actual, que busca recomponer su estabilidad y superar la crisis a partir de la creciente privatización y el despojo de los bienes de la naturaleza.

Creación artística: Guache

Con una mirada similar atenta a las formas coloniales de explotación y opresión, el marxista italiano Antonio Gramsci realizó un sugestivo análisis de la particular relación norte-sur en la Italia de su época, que resulta por demás actual. En varios textos previos a su encierro en las cárceles fascistas, postula la existencia de una especie de colonialismo interno que implica la subyugación del sur agrario (y especialmente de sus comunidades y del campesinado pobre) por parte del norte industrial, no solo en un plano económico, sino también político-cultural y geográfico. El carácter del compromiso con el que se preserva la unidad de los grupos dirigentes burgueses y agrarios, expresa Gramsci, “hace aún más grave la situación y coloca a las poblaciones trabajadoras del Mezzogiorno [del sur de Italia] en una posición análoga a la de las poblaciones coloniales. La gran industria del norte desempeña, respecto a ellas, la función de las metrópolis capitalistas; en cambio, los grandes terratenientes y la propia burguesía media meridional están en la situación de las categorías que en las colonias se alían a la metrópoli para mantener sometida a la masa del pueblo trabajador” (Gramsci, 1998). Desde esta mirada, las comunidades rurales padecerían -al interior de su propio país- condiciones generales semejantes a las vividas por aquellas naciones que se encuentran subsumidas en una relación colonial a escala internacional.

Ya en sus Cuadernos de la Cárcel, Gramsci ironiza respecto de los enormes prejuicios que predominaban en los trabajadores urbanos del norte de Italia, quienes participaban de forma inconsciente -e indirectamente- de esa situación de opresión, reproduciendo la concepción del mundo racista de los sectores dominantes, verdaderos beneficiarios de esta lógica colonial: “la miseria del Mezzogiorno fue ‘inexplicable’ históricamente para las masas populares del Norte; éstas no comprendían que la unidad no se daba sobre una base de igualdad sino como hegemonía del Nor­te sobre el Mezzogiorno, en una relación territorial de ciudad-campo, esto es, en que el Norte era concretamente una ‘sanguijuela’ que se enriquecía a costa del Sur y que su enriquecimiento económico tenía una relación directa con el empobrecimiento de la economía y de la agricultura meridional. El pueblo de la Alta Italia pensaba por el con­trario que las causas de la miseria del Mezzogiorno no eran externas sino sólo internas e innatas a la población meridional, y que dada la gran riqueza natural de la región no había sino una explicación, la incapacidad orgánica de sus habitantes, su barbarie, su interioridad biológica” (Gramsci, 1999).

Para denominar a estas variadas formas de opresión que excedían a la tradicional relación de explotación entre obreros y empresarios, Gramsci propone la categoría de subalternidad (o de grupos y clases subalternas). Ser subalterno/a implica, literalmente, estar por debajo de o subordinado a. No obstante, debido a que la sociedad en la que vivimos se estructura como sistema de dominación múltiple, esta relación de sumisión asume diversas modalidades e involucra diferentes causalidades. Se puede ser subalterno como obrero (u obrera), en el marco de un vínculo de explotación en cualquier fábrica o empresa, pero también cabe pensar en situaciones disímiles o complementarias donde quienes padezcan (o sostengan) estas dinámicas de subalternización sean mujeres o, como en el caso que analizamos, indígenas y población campesina.

Hay que reconocer que en nuestro continente fue José Carlos Mariátegui el primero en complejizar la matriz de análisis marxista en función de una de las regiones con mayor presencia indígena como era (y es) la andina. En sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, así como en un sinfín de artículos y documentos políticos, se atrevió a cuestionar el planteo dogmático de considerar al proletariado urbano como el sujeto exclusivo de la revolución. El socialismo, de acuerdo a su lúcida lectura, no debía ser “ni calco ni copia”, sino una creación heroica de los pueblos, y para ello resultaba imprescindible reivindicar (claro está, sin idealizarlas) las formas comunitarias de producción, solidaridad y cooperación que aún persistían en el seno de los pueblos originarios. En sus prácticas y modos simbólico-materiales de relacionarse, podían encontrarse “elementos de socialismo práctico” que prefigurasen la sociedad comunista por la que se lucha tanto en el campo como en las ciudades.

Su visión, pues, rompía marras con la concepción euro-céntrica y paternalista arraigada en muchos partidos y organizaciones de izquierda, que consideraban a los indígenas como “menores de edad” en términos políticos y abogaban por su “proletarización”, compeliéndolos a dejar atrás su modo de vida “primitivo” para poder adquirir, recién ahí, potencialidad revolucionaria como sujetos. Contrario a estas tesis esquemáticas y enajenantes, Mariátegui reafirmó la capacidad auto-emancipatoria de los pueblos indígenas, en articulación orgánica con la clase trabajadora afincada en los centros urbanos. Por eso bregó incansablemente por constituir un socialismo indoamericano, que sienta a ese pasado y presente de luchas originarias como una frondosa raíz, más que en los términos de un programa congelado en el tiempo que debe ser restaurado. “Nuestro socialismo -concluirá el Amauta de manera categórica- no sería peruano, ni sería siquiera socialismo, sino se solidarizase primeramente con las reivindicaciones indígenas” (Mariátegui, 1975c).

Mariátegui también sugiere que es preciso corregir al filósofo René Descartes y pasar del “pienso, luego existo” al combato, luego existo, en la medida en que la conflictividad y el antagonismo constituyen un punto de partida clave para el conocimiento de nuestras sociedades, que permite a la vez hacer visibles a sujetos y movimientos que -al decir de Boaventura de Sousa Santos- son “producidos como no existentes” por la ciencia colonial y las clases dominantes, debido a su carácter subversivo y anti-sistémico. Y de manera análoga a Gramsci, en la propuesta revolucionaria mariateguista lo central no es definir al socialismo en función exclusivamente de su rigurosidad científica, sus coherencias lógicas y sus supuestas “leyes”, sino sobre todo a partir de su capacidad movilizadora y su estímulo para la intervención activa en la realidad. José Carlos supo referirse al mito no en los términos de una “mentira” o ficción imposible de concretar, sino como un conjunto de imágenes-fuerza que, arraigadas en las condiciones de vida concretas de los sectores populares y en su memoria colectiva, evocan sentimientos, cohesionan a las masas y las dotan de una subjetividad irreverente que empalma con los ideales de las luchas emancipatorias.

He aquí, según Mariátegui, otro elemento a destacar en todo proceso descolonizador, que remite a los factores espirituales, la imaginación creativa y la mística como catalizadores del proceso de concientización de los pueblos y clases subalternas en su camino de autoliberación, ya que según él la revolución “será para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu” (Mariátegui, 1975d). En el caso específico del Perú (pero también en otras latitudes de Nuestra América), ese mito capaz de dinamizar la reconstitución de la nación desde una perspectiva plural, debía tener como columna vertebral la defensa de los pueblos indígenas sojuzgados por siglos de racismo, explotación y despojo, ya que “no es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista” (Mariátegui, 1975a).

Décadas más tarde, teóricos/as del pensamiento crítico latinoamericano -entre otros/as, Pablo González Casanova (1969), Rodolfo Stavenhagen (1969) y Silvia Rivera Cusicanqui (2003)- retomarán estas perspectivas para dar cuenta de las formas de colonialismo interno y de subalternización que perduran aún hoy en América Latina y el Caribe. Esta noción ha permitido interpretar realidades donde existe una considerable población indígena y/o afrodescendiente, así como la específica configuración de Estados capitalistas forjados al calor de prácticas de racialidad, a los cuales se le superponen la combinación de factores étnicos y de clase. El punto de partida es no acotar el vínculo colonial al sometimiento, por parte de una potencia o Estado expansionista, de población o naciones externas a su territorio. Con la idea de colonialismo interno se propone denunciar las formas de colonialidad que han persistido en el continente durante los últimos siglos y hasta nuestros días, a pesar de existir Repúblicas “independientes” en el plano jurídico-político. Lo que se pretende poner en cuestión con este concepto, es la suposición de que con el desmembramiento de los Virreinatos y Capitanías se acabó también con el colonialismo. Concluyó, sí, el período “colonial”, pero persistió -e incluso en muchas dimensiones y regiones se intensificó, a través de un complejo proceso de reestructuración y metamorfosis de esa relación de dominación y subalternidad- la colonialidad y el racismo. Este tipo de Estados mono-culturales y homogeneizadores, han tendido a construir sociedades solventadas en una noción de ciudadanía liberal, que rechaza tajantemente cualquier derecho colectivo de los pueblos indígenas y afro-americanos, convirtiendo a sus miembros en individuos atomizados y aislados entre sí, vale decir, abstraídos del contexto cultural, productivo y comunitario que históricamente les ha otorgado sentido.

Creación artística: Guache

Con una misma vocación, diversos/as marxistas han recuperado la propuesta teórico-política de Rosa Luxemburgo, para interpretar el complejo proceso de reestructuración capitalista vivido en todo el planeta, dando prioridad a la dinámica de despojo de territorios, conocimientos y derechos colectivos a las comunidades originarias y movimientos campesinos de las regiones periféricas. La actualización de su planteo por parte de esta intelectualidad crítica ha incluido también la necesidad de repensar las resistencias contra la acumulación originaria en los términos de una dinámica permanente (y no ya como algo acontecido en su pasado remoto), que cumple un papel central en el condicionamiento y despliegue de la lucha de clases, desde los orígenes mismos del capitalismo en cuanto sistema-mundo hasta nuestros días.

Las feministas Mariarosa Dalla Costa y Silvia Federici han advertido que no se debe ceñir este proceso al saqueo de tierras y a la explotación física de pueblos enteros. Una dimensión central de él ha sido la simultánea expropiación de saberes, acervos colectivos y medios de reproducción a las mujeres (curanderas, sacerdotisas, alfareras, herboristas, parteras, machis) que fue ejercida con brutalidad en Europa, pero también en nuestro continente, tanto durante la fase del colonialismo clásico como en las décadas posteriores a 1810. De acuerdo a Dalla Costa, “en el período de la acumulación originaria, mientras nacía el trabajador asalariado libre, a consecuencia de las grandes operaciones de expropiación, otra operación, el mayor sexocidio que la historia recuerde, la ‘caza de brujas’, contribuía en un sentido fundamental, junto a otra serie de medidas dirigidas expresamente contra las mujeres, a forjar la trabajadora no asalariada y no libre para el proceso de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. La mujer, privada de los oficios y de los medios de producción y subsistencia típicos de la economía anterior y en gran medida excluida del trabajo artesanal y del acceso a los nuevos puestos de trabajo que la manufactura ofrecía, tenía ante sí fundamentalmente dos posibilidades para la subsistencia: o el matrimonio o la prostitución” (Dalla Costa, 2009).

Por su parte, Federici dirá que “los homólogos de la típica bruja europea no fueron (…) sino los indígenas americanos colonizados y los africanos esclavizados que, en las plantaciones del ‘Mundo’, compartieron un destino similar al de las mujeres en Europa, proveyendo al capital del aparentemente inagotable suministro de trabajo necesario para la acumulación” (Federici, 2010). Y si bien la opresión de las mujeres no comenzó con el capitalismo, lo cierto es que -al decir de Dalla Costa- este sistema dio comienzo a una explotación más intensa de la mujer como mujer, al tiempo que logró desarticular (por cierto, nunca de manera absoluta) a la comunidad como centro reproductivo y formativo de las clases y grupos subalternos, a la par que fracturó la relación orgánica -e incluso la coincidencia física- existente hasta ese entonces entre producción y consumo. De ahí que “la cuestión de la mujer, la cuestión de las poblaciones indígenas y la cuestión de la Tierra no sólo se hayan impuesto de manera progresiva, sino que hayan constituido un trinomio particularmente sinérgico” (Dalla Costa, 2009).

A partir de esta creciente centralidad del proceso de acumulación por despojo, David Harvey (2004) ha señalado que “durante los últimos ciento cincuenta años la izquierda ortodoxa ha planteado que el proletariado, definido como los trabajadores asalariados privados de acceso a la propiedad de los medios de producción, era el agente clave del cambio histórico. La contradicción principal era la que se da entre capital y trabajo y en torno al lugar de producción [por lo que] prevalecía la opinión de que el proletariado era el único agente de la transformación histórica” lo cual ha redundado en considerar como irrelevantes aquellas luchas ajenas a él. Harvey concluye que “esta concentración tan firme de gran parte de la izquierda marxista o comunista en las luchas proletarias excluyendo todo lo demás fue un error fatal, ya que, si ambas formas de lucha están orgánicamente vinculadas dentro de la geografía histórica del capitalismo, la izquierda no sólo estaba perdiendo poder, sino que también estaba paralizando su capacidad analítica y programática al ignorar totalmente una de las dos caras de esta dualidad” (Harvey, 2004).

En la historia reciente de Nuestra América, precisamente una de estas caras estuvo constituida por la violenta expropiación de territorios a los pueblos originarios y de saberes comunitarios a las mujeres, así como por la conformación de una gran masa de trabajadores/as y de campesinos/as, a partir de la conversión de la población indígena, negra, mulata y zamba, ya sea en mano de obra esclava, o bien reducida a una situación de precariedad rural, de cuasi-servidumbre o de super-explotación, en los pujantes ámbitos tanto de extracción de materias primas y bienes naturales, como de producción y comercialización de mercancías. Y resulta fundamental recordar que esta dinámica, lejos de aplacarse tras los llamados procesos independentistas, cobró más fuerza que nunca y se amplió a niveles inéditos durante las siguientes décadas en buena parte de la región (basta mencionar, en el caso del extremo sur del continente, las trágicas campañas militares desplegadas entre 1870 y 1880 por los incipientes Estados de Argentina y Chile, denominadas eufemísticamente “Conquista del desierto” y “Pacificación de la Araucanía”).

Autores como Armando Bartra van a postular, incluso, la necesidad de apelar a la noción de campesindios para caracterizar a las poblaciones cuyos rasgos comunes combinan y mixturan elementos y modos de vida de ambas tradiciones, debido a que “en nuestro continente, opresión de clase y de raza se entreveran, el indio ancestral presuntamente transmutado en moderno campesino reaparece junto a este revestido de su específica identidad. Y en muchos casos renace dentro de este, que lo descubre como su raíz más profunda (…) Convergencia plural pero unitaria donde, sin fundamentalismos, pero sin renunciar a sus particularidades, todos son indios y todos campesinos”. Por ello concluye que hoy, “es claro que en América no habrá cambio verdadero sin eliminar lo mucho que resta de colonialismo interno, sin erradicar tanto la explotación de clase como la opresión de raza. Y sobre esto los campesindios tienen mucho que decir” (Bartra, 2011).

En función de todas estas apuestas por reivindicar una lectura simbiótica con las tradiciones afrodescendientes, campesinas e indígenas en el seno del marxismo, ejercitar la memoria histórica de corta, mediana y larga duración, tanto a través de fuentes orales y de documentos y testimonios escritos, como mediante la identificación y la lectura dialógica de aquellos “núcleos de buen sentido” que anidan en la cultura popular (en cantos, danzas, cuentos, comidas, místicas, formas de vincularse con la naturaleza y de producir, relatos o vestimentas), sirve como basamento y arcilla para recomponer el caleidoscopio de resistencias y los procesos auto-afirmativos que se han venido ensayado, desde hace siglos, de manera subterránea e intersticial a lo largo y ancho del Abya Yala.

Con-movernos implica por lo tanto dejarnos afectar, compartir el dolor y a la vez acompañar y movilizarnos con quienes a diario resisten contra “el despojo, la explotación, el desprecio y la represión”, las cuatro ruedas que hacen girar al capitalismo contemporáneo como maquinaria de guerra. Y para lograrlo, un ejercicio imprescindible es el de aprender a escuchar. Dicen las y los maya-tojolabales que sólo están en condiciones de cumplir su vocación como pueblo cuando saben escuchar (algo que tiene implicaciones más allá de la mera percepción auditiva), lo cual requiere un respeto mutuo y relaciones horizontales basadas en el diálogo, es decir, en el hablar-escuchar recíproco. Por contraste, como nos recuerda Carlos Lenkersdorf (2008), “el no querer escuchar caracteriza la historia de la Conquista y del colonialismo”, por lo que nuestra subjetividad se ha moldeado a partir de la verborragia y la sordera impuesta por los poderosos, generando que el vínculo sujeto-objeto sea el rasgo indeleble de las relaciones que entablamos a nivel cotidiano, tanto entre nosotros/a como con la propia naturaleza. Confrontar con esta lógica resulta, más que nunca, una condición ineludible para emanciparnos de manera integral.

Creación artística: Guache

ROMPER CON EL COLONIALISMO INTELECTUAL Y CONOCER NUESTRAS GRECIAS

Revitalizar al pensamiento crítico-transformador también requiere recuperar algo que planteaba José Martí y que es clave: “conocer nuestras Grecias”. Decía el escritor y revolucionario cubano que nos es más necesario conocer nuestras Grecias que la Grecia de los arcontes. Y con ello no se estaba refiriendo sólo a la mal llamada historia universal, que en rigor es estrictamente europea, sino a poder descubrir, interiorizarnos y sobre todo reconocer como proyectos hermanos, a un crisol de tradiciones de lucha, cosmovisiones, culturas, pueblos e historias de Nuestra América que aún no son historia: no lo son, en primer lugar, porque estamos en presencia de procesos organizativos, dinámicas de producción y reproducción de la vida y de resistencia comunitaria que aún hoy perduran -si bien hunden sus raíces en tiempos inmemoriales. Pero a la vez no lo son debido a que no han sido todavía sistematizados, rescatados del olvido y enhebrados como parte ineludible de la historia invisible y subalternizada de Abya Yala. Ejercitar la memoria histórica de corta, mediana y larga duración, tanto a través de fuentes orales y de documentos y testimonios escritos, como mediante la identificación y la lectura dialógica de aquellos “núcleos de buen sentido” que anidan en la cultura popular (en cantos, danzas, cuentos, comidas, relatos o vestimentas), sirven como basamento y materia prima para recomponer el caleidoscopio de resistencias y los procesos autoafirmativos que se han venido ensayado desde hace siglos de manera subterránea e intersticial a lo largo y ancho del continente.

Es curioso: por lo general nos sabemos de memoria y hasta enunciamos como lugar del “nacimiento de la democracia” al territorio griego, sin dar cuenta de que ésa era una sociedad donde no tenían ningún tipo de participación las mujeres, los extranjeros, ni por supuesto los esclavos. Una de las sociedades más antidemocráticas en la historia de la humanidad, aparece como la “cuna de la democracia”, y por contraste, conocemos muy poco acerca de los procesos de democracia comunitaria y las formas de autogobierno de los pueblos indígenas y afrodescendientes en Nuestra América. Quilombos, palenques, cumbes y cabildos, por nombrar sólo algunos de los más emblemáticos proyectos de territorios libres forjados al calor de la lucha anti-colonial, y que incluso precedieron a los procesos independentistas acontecidos en las primeras décadas del siglo XIX. Por lo tanto, un proyecto emancipatorio descolonizador debe poder exhumar estas experiencias, no tanto en la clave de un pasado remoto que busca ser restaurado, como en la perspectiva de ciertos “elementos de socialismo práctico” que, en la actualidad, laten y se resignifican en el campo y en las periferias urbanas, al calor de los flujos migratorios de familias y comunidades que portan lazos de solidaridad y trabajo colectivo, así como una subjetividad insumisa signada por un mito movilizador que les permite resistir al despojo y a la explotación propios del sistema.

Conocer nuestras Grecias implica sin duda revitalizar aquellos destellos de auto-organización popular y comunitaria, que hoy tienen numerosos puntos de conexión con nuestro presente de lucha cuando flamea la wiphala en la región andina, el zapatismo afirma desde las montañas del sureste mexicano ser “producto de 500 años de lucha”, los quilombolas se recrean y expanden en el territorio brasileño, y los pueblos indígenas o afrodescendientes postulan el buen vivir y la interculturalidad crítica como alternativa civilizatoria. Pero también es precisos cepillar a contrapelo nuestra historia, incluso la construida desde la izquierda. Descolonizar nuestra concepción del devenir histórico y de las luchas y resistencias, y a la vez despatriarcalizar esos itinerarios y derroteros. Para ello, el diálogo intergeneracional, la recuperación de la memoria de mediana y larga duración, y no sólo de corta duración -a la que estamos tan acostumbrados/as lamentablemente en las grandes ciudades- constituye un ejercicio ineludible.

La “minoría de edad” en la que sumieron durante tanto tiempo a nuestro continente hay que romperla definitivamente, y ello implica conocer y revalorizar nuestras luchas. A modo de ejemplo: cualquier militante conoce en detalle la gesta de la Comuna de París y hasta ciertos debates que supo generar esta experiencia (y esta muy bien que así sea), pero ignoran por completo “nuestras Comunas”. Mencionamos dos que resultan tan emblemáticas como desconocidas, y que además tuvieron al México profundo como escenario vital: la Comuna de Morelos y la Comuna de Oaxaca. La primera tuvo lugar en 1916 en plena ebullición de la revolución campesina, y fue liderada por las y los zapatistas en armas (sí, antes de la caída del zarismo en Rusia y el resurgimiento de los soviet); mientras que la segunda aconteció en 2006 en el sur de este país e implicó la emergencia de un poder popular alternativo al Estado durante varios meses, a tal punto que al preguntarle a un maestro zapoteco en aquel entonces cuál era la diferencia o en qué se sentían emparentados con la Comuna de París, nos respondió en clave irónica que “la Comuna en París duró sólo setenta días y nosotros vamos ya por los cinco meses”. No era, por supuesto, meramente un problema de extensión en el tiempo, de prolongación del ejercicio del poder popular. Se refería también a la intensidad implicada en el conjunto de pueblos y sectores en lucha que hacían parte de ese proceso de autogobierno. Pero lamentablemente, no sólo se eclipsó ese proyecto comunal (por diversos motivos que exceden a este texto), sino que ni siquiera pudo ser sistematizado en profundidad.

Lo mismo podríamos decir con respecto a las Comunas en la Venezuela bolivariana, a las Juntas de Buen Gobierno zapatistas en Chiapas o a ciertos territorios y resguardos indígenas en el Cauca en Colombia, así como de la multiplicidad de saberes y formas de conocer la realidad y de vincularse con ella que ejercitan las comunidades y pueblos del resto de Nuestra América. En este punto, romper con el colonialismo intelectual, implica construir un pensamiento propio en una clave sentipensante, donde no sea sólo la racionalidad occidental, sino los afectos, los sentidos, las vivencias cotidianas y la corporalidad, lo que se pueda poner en juego en la reconstrucción de un proyecto histórico en pleno siglo XXI. Hoy resulta claro que se conoce, a la vez, a través del cuerpo y del dolor. Los estragos que hace el extractivismo se vivencian en los cuerpos de niñas y jóvenes de las comunidades afectadas por los proyectos megamineros, por el avance de los agronegocios y la implementación del glifosato. Los femicidios y las múltiples formas de violencia hacia las mujeres también se palpan y sienten desde los cuerpos y el dolor, desde los afectos y las subjetividades moldeadas por el patriarcado, la heteronormatividad y la colonialidad del poder. Con-movernos implica dejarnos afectar, aprender a compartir el dolor y a la vez acompañar y movilizarnos con quienes a diario resisten contra “el despojo, la explotación, el desprecio y la represión”, las cuatro ruedas que hacen girar al capitalismo contemporáneo como maquinaria de guerra.

Creación artística: Guache

UNIDAD EN LA DIVERSIDAD: HACIA UNA ARTICULACIÓN DE LAS LUCHAS CONTRA EL CAPITALISMO, LA COLONIALIDAD Y EL PATRIARCADO

Esta condición colonial de saqueo y opresión que se sufre en América Latina -si bien resistida en forma permanente desde los tiempos de la conquista- ha sido puesta en cuestión con mucha más fuerza y contundencia en las últimas décadas, al calor de las luchas lideradas por numerosos pueblos, movimientos y comunidades que pugnan por su pleno reconocimiento e identidad colectiva. El mosaico es tan variado como el crisol de colores que compone a la wiphala: desde las experiencias de Bolivia y Ecuador, que impulsadas desde abajo han logrado instalar en la agenda pública el problema de la colonialidad, llegando a imponer procesos de Asambleas Constituyentes en pos de refundar a sus respectivos Estados desde una óptica plurinacional, hasta los proyectos que demandan plena autonomía para la construcción territorial de espacios de autogobierno, como es el caso del pueblo mapuche en el sur del continente, las comunidades del pueblo nasa en el norte del Cauca en Colombia, o el de las y los zapatistas y otros pueblos del México profundo, por nombrar sólo los ejemplos más emblemáticos.

Más allá de los matices y diferencias, en todos los casos se percibe una común vocación descolonizadora, que asuma el desafío de crear una nueva institucionalidad política, educativa y socio-económica distante del eurocentrismo, y que contemple, entre otros factores novedosos, el pluralismo jurídico, el fomento de formas de autogobierno y producción comunitaria, una pedagogía enraizada, la interculturalidad integral y el pleno respeto de los derechos de la madre tierra. Más que un punto de partida, estos ejes son parte de un complejo y arduo horizonte que es preciso conquistar. En última instancia, de lo que se trata es de garantizar el reconocimiento de las diferencias, a la vez que se suprimen todo tipo de desigualdades, entendiendo que el origen de ellas estriba en un sistema de dominación múltiple. Tal como ha señalado Gilberto Valdéz Gutiérrez (2009), hablar de un sistema implica entender que las diferentes formas de opresión (de clase y étnicas, pero también de género, a raíz del régimen patriarcal y hetero-normativo que predomina en nuestras sociedades) se encuentran articuladas o conectadas entre sí, por lo general reforzándose mutuamente unas a otras. Por lo tanto, si bien es importante dar cuenta de las características específicas que distinguen a cada forma de dominación (de ahí su carácter múltiple), también es preciso analizar qué vínculos o nexos existen entre cada una de ellas, desde una perspectiva integral o de totalidad, evitando el encapsulamiento de las luchas.

Debemos por tanto descolonizar al marxismo. Hay que indigenizarlo, desde ya, pero también ennegrecerlo y despatriarcalizarlo (ya que, como bien denuncian las feministas comunitarias aymaras, en nuestro continente ha existido un “entronque” del patriarcado capitalista, con ciertas lógicas patriarcales que lo precedían), sin concebir jamás como verdades reveladas ni axiomas a las categorías, conceptos, formas de sentir, pensar y hacer que hemos heredado de la modernidad. Luis Vitale nos sugiere que “para un análisis riguroso de la historia de opresión de la mujer en América Latina debe contemplarse, como criterio metodológico clave, la relación etnia-sexo-clase-colonialismo, como un todo único e indivisible” (Vitale, 1987). Las cosmovisiones y el hedor de los pueblos afrodescendientes e indígenas, los feminismos populares, negros y comunitarios, el eco-socialismo y el buen vivir, los pensamientos fronterizos y las pedagogías críticas, como tradiciones y corrientes emancipatorias habitadas por lo diverso, deben ser apropiadas y actualizadas para desnaturalizar (y confrontar con) aquellas múltiples y complementarias formas de dominación y subalternidad que nos constituyen y permean a diario.

En función de este desafío, vale la pena reafirmar algo que a esta altura nos parece ineludible: no es posible referirnos al “marxismo” a secas, como un núcleo homogéneo e invariante, ni en los términos de un sistema acabado y autosuficiente del cual valernos para su mera “aplicación”, sino que por el contrario se torna imperioso asumirlo, a partir de Walter Benjamin, como una constelación cargada de tensiones, un crisol de conceptos y modalidades de in(ter)vención militante, habitados por el antagonismo y la historicidad, es decir, en tanto conjunción de categorías, ideas-fuerza, nociones, balbuceos teórico-prácticos y senti-pensantes, condicionados tanto por el intrincado y complejo devenir del capitalismo en tanto sistema-mundo, como por la originalidad concreta de cada sociedad que, desgarrada por diferentes conflictos, tradiciones, luchas y resistencias, constituye a Nuestra América profunda.

Podría pensarse que esta realidad -en particular la condición colonial- poco y nada tiene que ver con la que vivimos a diario en Argentina. Sin embargo, aunque pueda parecer evidente que el grado de opresión étnica (ya sea en términos cuantitativos o bien cualitativos) en nuestra sociedad es mucho menor al de países como Bolivia, Perú, Guatemala, México o Ecuador (entre otras cuestiones, porque el etnocidio aquí fue mucho más extensivo que en otras latitudes), lo cierto es que continúan existiendo comunidades y pueblos indígenas (e incluso afro-descendientes) que demandan su genuino reconocimiento como tales, y que día a día sufren la imposición de una cultura y una forma de vida totalmente ajenas a su cosmovisión, siendo el Estado responsable de un sin número de avasallamientos de sus derechos más elementales, de atropellos que actualizan la dinámica colonial y segregan a nuestros pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo, a tal punto que la reforma del Código Civil aprobada años atrás -en la que hubo consenso entre quienes hoy dicen ser opositores y quienes actualmente gobiernan- los califica como “personas jurídicas de derecho privado”.

Creación artística: Guache

A su vez, esta juridicidad racista niega su derecho como pueblos a administrar y controlar plenamente sus territorios, reduciendo su entorno comunitario a un mero “inmueble” material, despojado de su dimensión cultural y cosmogónica. Desde ya, también perpetúa y refuerza la propiedad privada y el cercamiento de millones de hectáreas en manos de terratenientes y empresas transnacionales. Y como si fuera poco, a quienes osan cuestionar esta situación de privilegio y opresión, se los criminaliza, amedrenta o directamente asesina, como ha ocurrido con Facundo Jones Huala, Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.

A juzgar por estas y muchas otras injusticias, no caben dudas de que la herida colonial aún se encuentra abierta en Argentina, al igual que en el conjunto de Nuestra América profunda. Suturarla desde una perspectiva emancipatoria no será tarea fácil, menos aún en un contexto donde el odio racial, patriarcal y de clase se agudiza y amplifica, tanto en medios de comunicación hegemónicos como desde las propias instituciones estatales. No obstante, resulta una cuestión ética y militante ineludible, que requiere, además de una actualización del marxismo latinoamericano -incorporando como uno de sus núcleos más relevantes al factor étnico-, del compromiso político de cada uno/a de nosotros y nosotras. Si aún cabe tener como horizonte al socialismo, éste deberá ser, sí o sí, uno en el que quepan muchos socialismos. Entre ellos, el del buen vivir, la plurinacionalidad, la interculturalidad crítica y la descolonización popular-comunitaria, que hoy resurgen con más fuerza que nunca desde las entrañas mismas de Abya Yala.

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*Hernán Ouviña: es politólogo y doctor en Ciencias Sociales. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales e Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Universidad de Buenos Aires, UBA) y del Centro Cultural de la Cooperación.